ASESINATO POR RAZONES EQUIVOCADAS. Por Graham Greene.



El grito, corto y ahogado, no pudo llegar lejos por la ventana abierta a la noche, y tal vez antes de morir Mr. Hubert Collinson comprendiera que era inútil esperar respuesta.

Dicen que un sueño largo y tortuoso se genera en apenas unos segundos, y en el breve intervalo transcurrido desde que el inesperado cuchillo se clavó en su pecho hasta que su corazón dejó de latir, Mr. Collinson tal vez oyera rebotar su grito, como un eco leve y tembloroso, en los cristales de la librería y de la puerta, y en el espejo que tantos años llevaba colgado de la pared, para uso de su clientela femenina.

Pero el grito tuvo, por lo menos, un oyente; porque medio minuto después empezaron a sonar fuertes golpes en la puerta y una voz gritó: “¡Collinson!”. Al no recibir respuesta, el recién llegado forzó la puerta empujando con el hombro, lanzó una rápida mirada al cuerpo que estaba doblado en un sillón giratorio, en actitud de obsequiosa humildad, y se quitó el sombrero flexible, no por respeto al muerto sino porque era una noche bochornosa. Su mirada al cadáver parecía indiferente, desprovista de compasión: una aceptación profesional del hecho de la muerte. Se asomó a la ventana y tocó un silbato repetidamente, hasta que la respuesta sonó con estridencia en varios puntos de la noche al mismo tiempo, como si una multitud de invisibles noctámbulos se disputaran un taxi. La percepción de esta oculta vigilia en un mundo aparentemente dormido le hizo perder el aplomo durante un momento y tuvo que inspirarse en la serenidad del muerto que tenía detrás para recuperarlo.

El hombre descolgó un teléfono y, sentado en el borde del escritorio de Collinson, marcó un número. Mientras esperaba, silbaba una melodía suave, dulce y abstracta, un vals que probablemente databa de su juventud, pues era un hombre de mediana edad, pelo cano bien peinado y bigotito gris, y tal vez su cabeza estuviera menos atenta al crimen que a un tropel de recuerdos de los viejos music–halls, de cómo la pequeña Nellie Collins cantaba aquella canción en el Old Bedford, mientras observaba a los caballeros de grandes bigotes que ocupaban palcos decorados con robustos Cupidos dorados que sostenían cornucopias. Pero en cuanto recibió respuesta, adoptó un aire alerta y profesional.

—Aquí el inspector Mason. Estoy en casa de Hubert Collinson. No; no he encontrado lo que buscamos. Collinson está muerto. Llegué tarde.

Oh, sí, asesinado, desde luego. Envíeme a uno de nuestros mejores hombres. ¿Collins tiene servicio nocturno? Bien, entonces envíe a Groves.

Colgó el aparato y, acercándose a la ventana, llamó a un agente uniformado que había aparecido por un extremo de la calle corriendo pesadamente.

El inspector volvió a perder su aire profesional y se sentó en el escritorio con una melancolía que no parecía relacionada con algo tan tangible como un muerto.

Daba la impresión de que le repugnaba un poco aquel entorno, y cuando su mirada se detuvo unos momentos en las hileras de novelas de lomo amarillo de la librería, su sonrisa se hizo casi malévola. No obstante, si observas las pequeñas arrugas del contorno de sus ojos y el rictus de impaciencia de su labio superior, te parecía que, sobre todo, aquel hombre estaba decepcionado de sí mismo.

La explicación quizá pudiera hallarse en las primeras palabras que pronunció cuando se abrió la puerta para dejar paso al agente, corpulento y de ojos un poco saltones.

—Soy el inspector Mason de Scotlad Yard –dijo–. He llegado tarde –y agitó brevemente la mano en dirección al cadáver del sillón.

—¡Oh! –dijo el guardia, dando al monosílabo la extensión de un alejandrino. Estaba plantado en la puerta, con los ojos muy abiertos.

—Venga, hombre –dijo Mason entre divertido e irritado–, ¿es que nunca ha visto a un muerto?

—nunca, señor. Éste es un barrio respetable. –El hombre aspiró profundamente y, de pronto, dio muestras de gran excitación y locuacidad–. Es la primera oportunidad que tengo de intervenir en lo que se dice un verdadero crimen, señor. Me destinaron a este barrio porque dijeron que con estos ojos no podría habérmelas con la clase criminal.

—Pruebe un poco de yodo en un vaso de leche todos los días.

—¿Cómo dice, señor?

—Bocio exoftálmico. No es usted muy despierto, ¿verdad? ¿Por qué no me ha pedido la documentación? Yo no soy residente de este respetable barrio.

—Pero usted ha dicho, señor...

—Claro que lo he dicho. Pero estoy solo con un cadáver. Hay que observar las formas, agente. Examine estos papeles.

El agente los miró con gesto de profunda disculpa, pero uno de ellos le hizo ponerse súbitamente alerta.

—¿Una orden de captura, señor?

—Sí, pero, como puede ver, el hombre escapó. –Mason se volvió y, casi por primera vez, contempló largamente el cadáver–. Mírelo bien, agente; fíjese en su manera de lucir la calva como si fuera un emblema de respetabilidad.

El detective puso el dedo debajo de la barbilla del muerto levantándole la cara. Se mordió los labios al hacerlo, ya que su frialdad profesional pareció ser taladrada por la mirada asombrada de aquellos ojos que parecían conscientes de esta última falta de respeto.

Mason suspiró.

—Bien, imagino que tendremos que buscar al asesino, pero Collinson se lo tenía merecido. Chantaje –agregó–.

Y mujeres.

—De todos modos, señor –dijo el agente–, a mi modo de ver, no siempre se mata a un mal hombre por una buena razón.

—Vaya, agente –Mason se volvió vivamente–, es usted todo un filósofo.

Y tiene razón. Mucha razón –agregó en voz baja, con aire pensativo.

El agente se sintió envalentonado por el elogio.

—Es que esto, para mí supone una oportunidad, señor –dijo.

—Una oportunidad muy pequeña, agente. Me da la impresión de que usted lee novelas. Uno de mis muchachos más brillantes viene hacia aquí en un coche rápido de Scotland Yard.

¿Cómo escapó el asesino?

—Por la ventana, señor.

—Claro, no iba a marcharse por la chimenea, ¿verdad? –replicó Mason con nerviosa irritación. Cruzó la habitación y se asomó a la ventana–. Un descenso fácil por la tubería de desagüe. Después la examinaremos, para ver si hay arañazos. ¿Y la puerta?

¿La cerró Collinson o el asesino?

Registre los bolsillos de la víctima.


Mientras el agente obedecía, Mason empezó a pasear lentamente por la habitación, mirando los cuadros, los libros de las estanterías, el papel de la pared color de hígado y los relucientes muebles de caoba, con el mismo leve y abstraído interés del que vuelve a casa al cabo de los años y ve no tanto las actuales llamas del hogar como los viejos sueños que escapan por la chimenea. Sin embargo, lo que cubría la mirada de Mason con el velo de la reflexión debía de ser el futuro.

—Aquí no hay llaves, señor.

Mason se sobresaltó ligeramente al oír la voz.

—Entonces, probablemente, el asesino cerró la puerta y se llevó la llave.

Se volvió hacia el escritorio del muerto y apoyó la mano en una gran caja de madera.

—Puede usted empezar a repasar estos archivos, agente. Probablemente, no encontrará más que facturas y recibos.

—Está cerrada con llave, señor.

—Vaya, eso ya resulta más prometedor. Reviéntela. No vamos a perder tiempo buscando la llave. Probablemente, todo serán papeles comerciales, agente, pero cuando uno se dedica al chantaje... Es curioso que el asesino no haya tocado la caja. Probablemente me habrá oído subir por la escalera.

Lástima, agente. Al parecer, llegué demasiado pronto. De haber tardado un poco, tal vez él hubiera dejado más pistas. No, no; tiene usted que ponerse los guantes. Siempre cabe la posibilidad de que haya huellas.

El inspector volvió a silbar el mismo vals, como si en su mente, por una extraña asociación, aquella música estuviera relacionada con la idea de la muerte.

—Recibos y facturas, señor –dijo el agente.

—¿Empresas o particulares?

—Parecen empresas. Empezaré por el otro extremo, por si acaso, señor.

Mason estaba en la ventana.

—Ese coche rápido de Scotland Yard, agente. Me pregunto dónde estará. Rasgando la negrura de la noche. Saunders irá al volante y el joven Groves, a su lado. Es un muchacho perspicaz, e inteligente.

Este cadáver lo atraerá como una zanahoria a un burro. Existe una gran diferencia entre los jóvenes y los hombres mayores. Él tiene todos sus cadáveres ante sí, y yo los dejé detrás. Cuando se cierre este caso, agente, me retiraré del servicio activo.

Delante del agente crecía el montón de cartas.

—¿Piensa dedicarse a la investigación privada, señor?

Mason rió, todavía con un leve acento de elegíaca melancolía.

—Oh, la verdad..., la verdad es que ya he empezado, agente.

—¿Cómo dice, señor? –el agente alzó unos ojos escandalizados.

—No; no me refiero a lo mismo que usted. Verá, tengo un presentimiento acerca de este caso. Creo que el culpable va a resultar demasiado listo para nosotros. ¿Móvil? Imagino que habrá quinientos hombres y otras tantas mujeres con un móvil. Abajo, la calle, aparentemente vacía; usted, haciendo la ronda por otro punto de su demarcación; yo, en la escalera; todos los respetables habitantes de este respetable barrio, en sus respetables camas... Y fíjese en la navaja que empleó. Se venden a millares como ésta. Quizás encontremos una huella, aunque sin duda es lo bastante listo como para usar guantes. Y tal vez ni siquiera sea un delincuente habitual sino uno de los respetables durmientes, agente.


Mason empezó a silbar por lo bajo, envuelto en una melancólica placidez.

La calva de Collinson brillaba a la luz eléctrica, y Mason pensó que, si se inclinaba, podría verse reflejado en su superficie. Le parecía que el muerto era un viejo amigo, un amigo seguro, y seguro lo había sido toda su vida, un seguro sinvergüenza.

¿Qué había sentido y pensado aquel hombre cuando estaba solo? Era difícil para la frágil condición humana evitar peligrosos devaneos de virtud, pero Mason no sabía que Collinson los hubiera tenido. ¿Cómo debía de ser su vida cuando estaba solo, cuando su maldad no era estimulada por el desafío de un cliente a su astucia?

Mason se dijo que alguna historia se habría inventado para justificarse ante sí mismo, alguna laudatoria creencia en su poder sobrehumano.

Pero ahora estaba derrumbado en su sillón, humilde y atónito. Investigación privada, pensó Mason, no cabe duda de que ya he empezado.

—¡Canastos, señor, ya lo tenemos!

Mason se volvió y, con unos dedos que temblaban ligeramente de excitación cogió el papel que el agente le tendía. Cuando vio la letra familiar, la habitación se llenó de bruma, se hizo impalpable, empezó a oscilar, y la librería de caoba, los espejos y las sillas se hicieron finos y transparentes y empezaron a ondear ante sus ojos como banderas deshilachadas. Tardó unos momentos en poder leer la escritura.

“Ya que no quiere usted recibirme –empezaba la carta abruptamente, pero era indudable que estaba dirigida a Collinson–, le esperaré en la puerta y le pegaré en la calle”. La firmaba Arthur Callum y no llevaba fecha.

–No hay más, señor –dijo el agente.


—Espere.

Mason apartó con dificultad los ojos del papel de cartas barato, que evidentemente formaba parte de un paquete de hojas de dos peniques, con media docena de sobres. Si se esforzaba un poco, hasta podía imaginar la tiendecita en la que Arthur Callum lo habría comprado, una de esas papelerías cuyo único escaparate está lleno de un revoltijo de objetos heterogéneos –tinteros, clips, etiquetas de direcciones, cuadernos, adornos de porcelana, plumas, lápices y caprichosos secaplumas.

—¿Así que usted cree que esto es una pista, agente?

—Bien, señor –el agente miraba a su superior con asombro–, ese hombre parecía tener un motivo.

Mason no parecía tener prisa por seguir la pista, y el agente, mientras por su cabeza desfilaban sueños de un ascenso, pensaba con pesar en el coche rápido de Scotland Yard que se acercaba rasgando la noche.

—Agente –dijo Mason lentamente–, ¿no acaba usted de decir que incluso a los malvados rara vez se los mata por una buena razón? Sin duda esta carta la ha escrito un hombre que tenía una buena razón. No se pega a un hombre en la calle por una razón indigna.Y fíjese en la carta. La tinta está descolorida. Esta carta puede haber sido escrita hace años.

—Entonces, ¿por qué la guardaba en esta caja, tan a mano? Quizás iba a enseñársela a alguien esta noche.

Mason dijo lentamente:

—Le diré por qué lo dudo. Hace tiempo, yo conocía bien a Arthur Callum. Pero hace muchos años que no le veo –dijo acentuando aquel rictus de impaciencia del labio superior–. Mi amigo, porque era mi amigo, no hubiera sido capaz de esto.

El agente observó que Mason no miraba hacia el cadáver sino hacia la ventana abierta.

En la calle sonó lúgubremente el claxon de un taxi solitario y en la habitación entró una rociada de lluvia.

—De todos modos, señor, es nuestra única pista. Si agarramos pronto a ese Callum... Él no nos esperaría tan pronto. Podríamos encontrar algo.

¿Sabe usted dónde vive, señor?

Suplicaba con la voz y con sus ojos saltones, suplicaba una oportunidad –tal vez su única oportunidad– de conseguir una mención y un ascenso.

El agente había llegado a ese atardecer de la vida en el que uno no es lo bastante joven para abrirse camino por medio del entusiasmo, ni lo bastante viejo para conformarse con el reflejo de una puesta de sol. La mirada de Mason se suavizó ligeramente; a su pesar, se sentía conmovido por la lastimosa incapacidad del hombre.

—¿Quiere decir que vayamos a ver a Callum ahora, antes de que llegue Groves?

—¿Sabe usted dónde vive, señor?

–La voz del agente temblaba un poco, llena de agitación y de esperanza.

—Muy cerca de aquí. Es otra curiosa coincidencia, ¿no? –Mason sonrió con una especie de triste melancolía–. Desde luego, sería asombroso que hubiéramos aclarado el misterio antes de que llegara Groves. –Y, descargando una nerviosa palmada en el escritorio, agregó–: Detesto a esos jóvenes brillantes que carecen en absoluto de comprensión. Bien, agente, se lo prometo; vamos a darle una sorpresa. –Mason se acercó la carta a la cara, como si la edad ya le hubiera afectado la vista–. Una última ojeada.



Pensaba que había olvidado el aspecto de la escalera hasta que volvió a ver la amarilla y pulimentada madera de pino, y entonces su memoria se pasó al otro extremo, y creyó poder recordar hasta el último arañazo y muesca de la madera y su causa. En lo alto de la escalera, la puerta de la habitación de Arthur Callum estaba abierta.

La empujó y tuvo un sobresalto por lo familiar que le resultó el grabado de la resurrección de Lázaro que estaba encima de la repisa. El artista, con una especial habilidad para el melodrama, había puesto en el barbudo rostro una angustia que podía estar inspirada tanto por la vida a la que volvía, como por la muerte de la que venía. La mesa aparecía tal como la había visto siempre Mason, cargada de libros y papeles. El inspector sonrió ligeramente ante lo que le constaba que era un símbolo más que una realidad de trabajo. Detrás de la mesa, una cortina ocultaba el ángulo de la habitación que contenía la cama de Callum.

Mason cerró la puerta con suavidad y se volvió rápidamente, como el que se enfrenta a un enemigo del que desconfía. Y, desde luego, desconfiaba de cada detalle de la habitación: la raída butaca, la bolsa de tabaco de la repisa, el portapipas, la hilera de libros de medicina de segunda mano, la familiar esfera de reloj que parecía un gran ojo. Todos aquellos objetos le hablaban en sílabas tan mesuradas como el lento latir del tiempo, afeándole su intrusión y echándole en cara todos los años de ausencia acumulados.

—Callum –llamó en voz baja–. Callum. Quizá porque estaba mirando otra vez al barbudo Lázaro no vio abrirse las cortinas y se encontró bruscamente frente al hecho consumado de la presencia de Callum. Los años que habían modificado la cara de Mason con alguna que otra línea hábilmente trazada, marcando aquí impaciencia y allí melancolía, al parecer, habían dejado a Arthur Callum joven, joven pero enfermo, pálido y con unas oscuras ojeras que desmentían cualquier pretensión de salud.


Tampoco hizo falta la voz para hacer comprender a Mason que su visita no era grata. Los dos hombres se miraban con el aburrimiento y el desagrado con los que un feo contempla su imagen en el espejo.

—Siento venir tan tarde –dijo Mason al fin. Hablaba como si cada palabra tuviera que abrirse paso a través de un medio hostil. “Tarde”, le pareció que Callum repetía en el mismo tono. Mason miró el reloj–. De todos modos –agregó con forzada jovialidad–, no es mucho más de las doce, y por lo que sé de ti, Callum...

–aquí se interrumpió, consciente de su ignorancia; sí, un día había sabido, pero ahora los separaban muchos años.

Dijo ásperamente:

—Vengo de casa de Hubert Collinson. ¿Lo conoces? –Callum asintió; y Mason, tratando de traspasar aquella cara inexpresiva que era como una acusación, agregó rápidamente–: Esta noche lo han asesinado.

La satisfacción de la cara de Callum decía sin necesidad de palabras que con la muerte de Collinson el mundo había salido ganando.

—Oh, desde luego –dijo Mason, como si las palabras hubieran sido pronunciadas–. Pero no siempre se mata a un mal hombre por una buena razón –agregó, utilizando la frase del agente.

Esperó a que Callum dijera algo, y durante la espera tal vez pensara en lo insólito y poco profesional de su conducta. Sonó a los lejos el claxon de un taxi, pero no se oyó nada más, porque Callum no hablaba.

—Tú tenías una buena razón, Callum –dijo Mason. Su tono era menos de acusación que de súplica, porque empezaba a desear ferviente, amarga y desesperadamente que Callum fuera el asesino, que Collinson hubiera sido asesinado por una buena razón.

—Mira –dijo–, aquí está tu carta.

Por lo menos, eso no lo negarás. –Y agitaba la carta de tinta descolorida delante de la cara de Callum–. Y la navaja... Yo soy la única persona del mundo que sabe que la navaja es tuya.

Recordaba la cara de Callum, a sus quince años, apretada contra el escaparate de una ferretería de Camden Town; y cómo oprimía los quince chelines que podrían hacer suya la navaja. Una mezcla de aventura, sentimentalismo, una curiosa caballerosidad a la inversa, habían hecho que Callum ocultara su compra a todos menos a Mason y la guardaba bajo llave en un cajón donde al poco tiempo fue olvidada, incluso por su dueño; pero Mason no había olvidado el emblema grabado toscamente por Callum en el mango.

—Oh, sí, la navaja es tuya –repitió; y hubiera vuelto a sus reminiscencias de no haber advertido súbitamente que Callum había reaccionado a su afirmación y había musitado o quizá sólo pensado intensamente: “Era”–.

Lo cierto es que ahora está clavada en el cadáver de Collinson –dijo con brutalidad. Pero si pretendía sorprender a Callum no lo consiguió.

Mason empezó a hablar otra vez de la carta.

—Ya sé que fue escrita hace años.

Y también conozco la causa. Ocurrió antes de que nos separásemos.


Él lo sabía todo de Callum; ni siquiera ignoraba sus pensamientos.

También él había intimidado con Rachel Mann, la ambiciosa Rachel Mann que tenía el pelo oscuro, corto y rizado, y una peculiar combinación de ojos grandes e ingeniosos y boca cínica, o quizá sólo impúdica. Ahora le parecía que la conocía menos por propia experiencia que por su reflejo en la mente de Callum, un reflejo profundo y ligeramente empañado, como en un espejo antiguo.

Callum, bien lo recordaba, con su característico aire de desafío, había declarado que por Rachel estaba dispuesto a pasar siete años en la cárcel; pero, mucho antes de que se cumplieran los siete años, había perdido a Rachel y no había ganado ni siquiera una Lía. Rachel Mann, a los veinticinco años, era una mujer que sabía exactamente lo que quería.

Ella quería a Arthur Callum, pero no más que a nada. Rachel sabía que, con su físico y su cerebro, podía hacerse famosa en la escena. Ella quería, por encima de todo, dar que hablar.

En aquella época, Mr. Hubert Collinson tenía intereses en varias empresas teatrales, y también lo tuvo en Rachel Mann cuando ella fue a verle. El único que protestó de las consecuencias de aquel interés fue Arthur Callum; pero sus objeciones, que le llevaron a amenazar a Hubert Collinson, se desmoronaron con otras muchas cosas cuando descubrió que ya era tarde.

No obstante, Mason sabía que en la primera e impetuosa cólera de Callum había un elemento fugazmente sublime, por cuanto no estaba provocada por los celos. Y es que nunca hubo razón para los celos: Rachel Mann veía sus relaciones con Mr. Hubert Collinson bajo un aspecto puramente comercial, mientras que a Arthur Callum lo apreciaba sinceramente, aunque con intermitencias.

Mason enrojeció de pronto con un furioso acceso de celos de Hubert Collinson. ¿No he dicho que también él conocía a Rachel Mann? Era insoportable pensar que el muerto, con su calva y su exánime e imbécil aire de sorpresa, hubiera descubierto un día todos los secretos que debía encerrar la intimidad de Rachel Mann, aunque fuera una intimidad comercial.

Era insoportable pensar que, hasta hacía una hora, Mr. Hubert Collinson tenía plena libertad, cuando le viniera en gana, de sentarse en su sillón y ponerse a recordar y a revivir todas las escenas –fueran apasionadas o frías, poco importaba al cabo de tantos años– vividas con Rachel Mann. Y quizá lo más insoportable de todo era pensar que tal vez Hubert Collinson valoraba tan poco aquellos recuerdos que nunca se molestaba en rememorarlos. Y, sin embargo, un día, el más nimio de ellos, hubiera alimentado a Arthur Callum para toda una vida.

Entonces Mason advirtió que lo que él sentía no eran más que celos, los celos mezquinos del hombre que se ha visto privado de aquello que deseaba.

Al mirar la tinta descolorida, Mason comprendió que aquella carta no había sido escrita por un hombre celoso. Porque Callum estaba tan exento de celos que lo hubiera dado todo por casarse con Rachel Mann, incluso después de saber que era la amante de Collinson; pero Rachel no quiso casarse con él.


Ella no tenía inconveniente en amarlo de vez en cuando, le dijo una noche terrible; pero él no tenía dinero ni influencia suficientes para ser un buen marido; y al parecer sin darse cuenta del efecto que producían sus palabras, le ofreció su amor en aquel mismo momento, no tal como él había soñado, esperado y anhelado, no el amor para toda la vida por el que él había luchado, sino un amor de tres cuartos de hora, antes de irse a cenar con Collinson.

—Y ahora imagino que, cuando lo piensas, te gustaría haber aceptado aquellos tres cuartos de hora –dijo Mason hablando despacio y con repugnancia, como si diera por descontado que Callum había podido leerle el pensamiento–. Entonces tendrías un recuerdo que compartir con Collinson.

Pues sí –prosiguió con una explosión de amargura, casi de histerismo–, en lugar de matar a Collinson hubieras podido sentarte con él a tomar unas copas e intercambiar recuerdos.

Entonces recordó su certidumbre de que Arthur Callum no era el asesino.

Aquella certidumbre lo mortificaba.

—¿Por qué no lo mataste hace veinte años? –imploró más que preguntó–.

Tenías una buena razón.

La frase resonó en los oídos de Mason, junto con la exclamación del agente. Hacía mucho rato que había olvidado que él era el inspector Mason de New Scotland Yard, que había olvidado al policía de ojos ansiosos y protuberantes y al joven e inteligente Groves que, en su coche, cruzaba rápidamente calles desiertas y oscuras y suburbios sin nombre.

La impecable actitud de Callum empezaba a parecerle a Mason una acusación. ¿Qué derecho tenía Callum a reivindicar, siquiera mediante aquella forma de afrontar la acusación, una honorabilidad y una caballerosidad que él, Mason, no poseía? Pero la cólera pasó pronto y sólo quedó el deseo vano, el deseo de que Callum hubiera sido el asesino, de que la razón de la muerte de Collinson hubiera sido sublime, generosa y valiente.

—Supongamos... –empezó casi sin darse cuenta de lo que decía, porque, desde luego, ésta era una extraña forma de dirigirse un detective al hombre al que venía a arrestar, tan extraña que el propio Mason sonrió y pensó que, realmente, había llegado el momento de retirarse y dedicarse a la investigación privada–, supongamos que lo hubieras matado entonces, cuando le escribiste esta carta. No te habrían colgado. Ningún jurado te habría declarado culpable. No tenías nada que temer.


Pero bien sabía él que en aquel entonces Arthur Callum no temía nada.

—Idiota –dijo–, pobre idiota romántico; dejar que una mujer como Rachel Mann te destrozara. Si lo que querías era una mujer, ¿no podías haberte ido a Picadilly y haber escogido una tan bonita como ella y ni la mitad de cara? A fin de cuentas, todo se reduce a una cuestión biológica. Y ahora –agitó la mano con ademán de cansancio–, fíjate la que has organizado. Oh, sí, eres tú, Callum, y no yo, Mason, quien la ha armado.

Una ráfaga de viento hizo que la lluvia azotara la ventana ruidosamente, y Mason tuvo un sobresalto que delató su nerviosismo. Se volvió de cara a la noche y al volverse su mirada tropezó otra vez con el reloj, la repisa y el Lázaro resucitado. Pero estas cosas no tenían por qué afectarle. Estas cosas no pertenecían al Callum que él conociera tan íntimamente; sólo habían sido colgadas a su alrededor por una casera solícita.

Pero, aunque no formaban parte de él, lo mismo que una joya ha estado mucho tiempo en el mismo sitio, habían dejado marca en la carne; su impronta estaba en Callum ahora, eran tan parte de él como las cosas que pertenecían totalmente a Callum, por más que él, Mason, las compartiera un día: un camino largo, umbrío, bordeado de árboles que goteaban, y el leve olor a lluvia; un río en el que se confundía el reflejo de las estrellas y el de los faroles; el rostro de una mujer dormida; y el sonido de una voz que cantaba al sol detrás de una colina junto al mar.

El dolor recorrió el cuerpo de Mason, su cerebro y su corazón, hasta que la pequeña habitación que lo rodeaba con sus cuatro paredes se le antojó un instrumento de tortura inacabable; cualquier pared hacia la que se volviera reflejaba los mismos recuerdos, desesperaciones y pesadumbres, cada pared, un espejo que, protestaba él, desfiguraba, pero no:

él sabía que exponía fielmente la verdad de su corazón, y cuando cerraba los ojos el techo y el suelo lo encerraban más estrechamente todavía con el mismo mensaje.


Aunque quizás abrir la puerta y marcharse significara el fin de la larga tortura, él dudaba, porque por lo menos allí había silencio en el que un hombre podía pensar; y aunque el pensar doliera, cualquier pensamiento sería mejor que el ruido y la acción que les aguardaban fuera –el claxon de un coche, los chaparrones, voces agitadas, silbatos que sonaban en la noche, el timbre del teléfono, pisadas fuertes en la escalera. “¿El móvil?

La víctima era un chantajista. Exigió demasiado a alguien. Alguien que tenía mucho que perder”. Razón equivocada.

El silencio de Callum parecía interrogarle.

—¿Arrestarte? –gritó Mason–. Eso quisiera yo. Pero ni siquiera puedo hacerte recordar...

Él, ahora, tenía que volver al ruido y la acción, la ansiedad y la responsabilidad de las decisiones.

Abrió violentamente la puerta de Callum, salió dando un portazo y se volvió hacia un tramo de escaleras de pino amarillo, todavía tranquilas y silenciosas, y de pie en el último peldaño, con el traje negro que se difuminaba en la oscuridad en la que se destacaba su cara blanca, estaba Rachel Mann.

Había muchas razones por las que Mason no podía esperar encontrarla allí, y sin embargo no se sorprendió más de lo que se sorprende uno de la incongruencia de algunas imágenes que desfilan por la mente cuando uno divaga. Ella estaba allí. Su presencia se hacía evidente en la negra curva del pelo que le envolvía la oreja y en sus labios entreabiertos, un poco abultados y de un tinte ligeramente más vívido que el pretendido por la Naturaleza.

Ella, al igual que Arthur Callum, parecía haberse conservado joven durante todos aquellos años que habían zarandeado a Mason de un lado a otro, empujándolo por caminos que nunca pensó recorrer, envejeciéndolo y desengañándolo de sí mismo y del mundo.

Era injusto que Rachel Mann hubiera conservado su belleza durante tanto tiempo.

—Hubert Collinson ha muerto –dijo Mason con naturalidad, como si pensara que la noticia tenía que interesar a la ex amante de Collinson.

Entre los dos se proyectaba una larga franja de luz amarilla de un farol de la calle, moteada y alterada por las invisibles ráfagas de lluvia que azotaban irregularmente el cristal del farol. Daba la impresión de un flujo constante pero desigual de pequeños objetos que realzaba la inmovilidad de ellos dos, cada cual en su zona de sombra. Era como si, por fin, la marea de los años los hubiera arrojado a playas separadas.

—Debió ocurrir hace tiempo o no ocurrir nunca –agregó él. Empezaba a descubrir cuán tensos tenía los nervios. Constantemente cedía a inexplicables explosiones no tanto de rabia como de una especie de viejo y persistente rencor–. Oh, te sorprenderá saber que dicen que tú no has tenido nada que ver –prosiguió–, que eres ajena a todo esto. Que tú, Rachel, no tienes importancia. Y que Hubert Collinson fue asesinado por otra razón.

Sus ojos se ensombrecieron y durante un momento amainó la tormenta de sus sentimientos.

—Pero sí, Rachel; tú has sido la verdadera razón. ¿Por qué no podías ser lo que Callum pensaba que eras, una mujer de verdad? ¿Por qué no te casaste con él? Tú no comprendes a Callum, Rachel. Yo le conozco mejor que nadie de este mundo, por lo que debes dejarme que te hable de él. Es un hombre de ciencia frustrado.

Quería ser médico porque tenía una vocación apasionada por una sentimental idea de servicio. Pero no sabe muy bien a qué quiere servir. Pensaba que era a ti, y ahora se ve reducido a servirse a sí mismo. Rachel, tú y yo sabemos lo mortalmente aburrido que es esto. Tú y yo. Tú y yo.

La frase resonaba en sus oídos mucho después de que el sonido de las palabras se hubiera apagado, pero la mujer seguía sin hacer ningún movimiento, ni de piedad, ni de horror, ni de sorpresa.

—La culpa la tienes tú, sí tú –saltó Mason otra vez–. Tú hundiste a Callum. Collinson tenía que morir.

Eso lo sabemos los dos. Pero no hubiera debido morir por una razón equivocada.

El silencio y la calma de la mujer lo enfurecían. Le parecían una prueba de altanería. “Yo soy Rachel Mann y nada ni nadie puede afectarme. Grita, reprocha, suplica, sé abyecto o virtuoso. Ni el menor reflejo me alcanzará”.

Siempre hubo en ella algo de esta actitud, el germen, por así decirlo, de su augusta calma actual, del mismo modo que el más joven y hermoso de los cuerpos lleva en sí un germen de muerte, por pequeño que sea.

—Sí, a Collinson lo has matado tú –prosiguió él bajando el tono, porque los gritos parecían menos aptos que el silencio para cruzar la barrera de luz levemente estremecida que los separaba–. De no ser por ti, Callum no habría conocido a Collinson. Le pareció que veía alterarse ligeramente los ojos de ella con una pregunta cortés, mecánica e indiferente.

—Oh, no. No voy a arrestarlo.

–Él agitó una mano–. Ahí dentro está seguro; pero yo no puedo olvidarme de “mí mismo” sólo porque él no pertenezca, como no perteneces tú, a esta hora y lugar. Rachel, imagina... –la palabra repicó en su cerebro como una campanilla cascada en una casa deshabitada–, imagina que te hubieras casado con Callum.

Por su cerebro pasó una sucesión de imágenes de días y noches de una gran pasión, de ternura y paz constantes.

Durante un momento, él olvidó que el presente había llegado irrevocablemente, que Collinson había muerto y que su muerte, inevitablemente, debía traer otra.

Olvidó los días durante los que había observado la lenta desintegración de su propio carácter, la creciente repugnancia de sí mismo, el engaño, la corrupción, olvidó incluso que era el inspector Mason de New Scotland Yard y recordó sólo una noche en la que miró a Rachel Mann como la miraba ahora, con la misma trémula pasión, aferrándose a una esperanza que él sabía que no quería reconocer que era ilusoria. “Rachel, cásate conmigo”.

El rectángulo de pulimentado pino amarillo iluminado por la franja de luz brilló con más fuerza, se disolvió y se convirtió en un cristal a través del cual él pudo ver otra vez la habitación de Callum, la mesa, los libros esparcidos, la torturada cara de Lázaro colgando de la pared y a Rachel Mann a solas con él en la habitación.

Su cara apenas se movió, sus ojos, por encima del hombro de él, miraron al reloj, sus labios empezaron a abrirse, a punto de pronunciar la infame proposición. Mason hizo una mueca esperando sentir dolor, y entonces los años se precipitaron entre ellos y borraron la cara y los labios que iban a decir unas palabras que ya no parecían infames sino una sugerencia divertida y placentera, porque, a fin de cuentas, todo se reduce a una cuestión biológica, pensó él echándose a reír.



Todavía se reía cuando alejó la mirada de la carta y se enfrentó de nuevo a los ojos saltones e impacientes del agente. La lámpara del escritorio de Hubert Collinson ponía una suave alfombra dorada entre ambos y detrás de la cabeza del agente el reloj de Hubert Collinson indicaba que habían volado otros dos preciosos minutos antes de la llegada del joven e inteligente Groves. Mason empezaba a sentir afecto por el agente, con la intimidad creada por el aislamiento y el mudo testigo de su encuentro.

—Oh, no, agente –dijo con un reverbero de risa en la voz–. Callum no es nuestro hombre.

—¿No, señor? –Los ojos saltones se dilataron de desilusión, pero seguían llenos de una fe infantil en la omnisciencia de Scotland Yard.

—Agente, durante estos últimos minutos he estado haciendo investigación privada.

—¿Sí, señor?

—Y he sacado la conclusión de que usted, agente, va a ganarle la mano a Groves. Va a conseguir un triunfo espectacular. Mire, todavía nos quedan ocho minutos, y el aire está lleno de pistas.

—Creí que había dicho usted que había llegado demasiado pronto, señor.

—He recapacitado. Agente, la suerte le favorece. Casualmente, sé que esta carta fue escrita hace más de quince años, y la disputa era por una mujer. Puedo garantizarle, porque conocía bien a Callum y a la mujer, que el conflicto lleva muerto casi tanto tiempo como la carta ha estado guardada en el archivo de Collinson.

Todo eso me consta. Ahora debe usted hacer sus propias deducciones, agente.

¿Cuál es la causa más probable del asesinato?

—Yo diría que el chantaje, señor.

—Y también diría usted que el asesino debía de tener cierta posición que defender, para recurrir a un medio tan desesperado o, siquiera, para ser susceptible de chantaje. Esto elimina a Callum, agente, que era un estudiante de medicina sin un céntimo.

Puedo ver que es usted un hombre sagaz y ya se está diciendo que el asesino, probablemente, es un hombre mayor. De lo contrario, a no ser que naciera en alta cuna, no hubiera sido una presa lo bastante apetecible para Collinson. Un aristócrata o un hombre mayor es, pues, una suposición plausible. –Mason advirtió ahora que tenía los nervios relajados y que estaba disfrutando del último juego de su carrera profesional–. Ahora fíjese en la navaja, agente. ¿Qué observa?

—Una marca grabada en el mango.

Trabajo de aficionado, señor, diría yo.

—Eso no importa. Fíjese en la trayectoria de la hoja.

—Muy oblicua, señor.

—El que la clavó hizo presión con todo el cuerpo. No se fiaba de la fuerza de su muñeca, como puede ver.

Sí, agente, un hombre mayor; o tal vez un aristócrata decadente.


Se echó a reír al ver la admiración que asomaba a los ojos del agente.

Evidentemente, el hombre creía que se encontraba frente a un detective de novela, el detective de las deducciones fulminantes.

—¿Nunca le ha intrigado la sagacidad de Sherlock Holmes, agente?

–preguntó. Le divertía prolongar su propia investigación, jugar al gato y el ratón con los minutos que escapaban–. Es muy sencillo: el autor sabe la respuesta y, partiendo de ella, trabaja marcha atrás. Es lo que hago yo.

—¿Conoce usted la respuesta, señor? –La admiración del agente, lejos de disminuir, había aumentado.

—Sí, conozco la respuesta; pero usted va a tener que descubrirla por sí mismo. Ésta es una oportunidad.

Le quedan todavía seis minutos. Ahora dígame otra vez cómo escapó el asesino.

—Por la ventana, señor.

—¿Hay algún arañazo en el alféizar? No; pero tal vez el asesino llevaba zapatos con suela de goma. Asómese a la ventana. Una tubería de desagüe muy práctica y una altura de diez metros. Hubiéramos podido hacerlo fácilmente cuando éramos jóvenes, pero ahora... estamos ya en la edad de los recuerdos, agente. Hemos decidido que, probablemente, era un hombre mayor.

—Si oyó que usted subía por la escalera, quizá, saltó, señor.

—Tiene razón. Recuerde que se trata de un hombre que tiene poca fuerza en el brazo. Habría caído en el macizo de flores de ahí abajo.

Baje a ver si hay huellas de pisadas.

Mientras el agente estaba fuera de la habitación, Mason, asqueado por su sentimentalismo, recorrió la habitación buscando algún recuerdo de Rachel Mann. Aquél era el triste resultado de la investigación privada, pensó. Cuanto antes acabara con aquel asunto, mejor. Bien, dentro de cinco minutos habría llegado Groves, y el pasado podría hacer entrega al futuro de la angustia, los remordimientos, el peligro, el aburrimiento y quizás, incluso, de la corrupción.

A pesar de todo, mientras divagaba, sus ojos no dejaban de buscar señales de la antigua amante de Collinson.

Hombres admirables no hay ninguno, se dijo. Rachel Mann había dejado a Collinson tras un idilio banal. El cabello negro y la boca impetuosa se habían convertido en un relato impregnado ligeramente de olor a whisky.

Cuántos sufrimientos se hubieran ahorrado si Rachel Mann hubiera dejado en Callum un recuerdo no más sublime.

Mason empezaba a cansarse, aunque aún persistía en él la calma que había seguido a sus tempestuosas lucubraciones sobre “lo que hubiera podido ser”. Saludó el regreso del agente como una grata señal del paso del tiempo. El juego empezaba a perder aliciente, aunque todavía le divertía pensar que este último servicio suyo de carácter profesional beneficiaría a un agente del extrarradio ansioso de ascender.

—No hay huellas, señor. –La cara del agente estaba perpleja y ansiosa.

—Lo que me figuraba. Debe usted modificar su teoría, agente.

—Éste es el último piso. No puedo escapar escaleras arriba, señor. –El hombre apretó el puño bruscamente y bajó la voz–. No estará todavía en la habitación, señor...

—¿En ese armario, por ejemplo?

No; no creo que esté ahí. ¿Qué me dice usted de la llave?

—¿La llave?

—La que no está en el bolsillo de Collinson, desde luego. La que cerró la puerta.

—Bien, señor, tal vez la cerró Collinson para que no les interrumpieran.

—Pero ¿por qué iba a cogerla el hombre?

—Tal vez fue él quien cerró la puerta.

—Sí, pero, ¿por dentro o por fuera?

—Bien, señor, si la hubiera cerrado por fuera, se habría tropezado con usted.

—Pero, hombre, si la cerró por dentro, ¿dónde está?

El agente miró en derredor desconcertado. Sus hombros cayeron un poco al mirar el reloj. El coche de Scotland Yard llegaría de un momento a otro y él no se encontraba más cerca de aquel ascenso por el que esta oportunidad había despertado en él una ambición desesperada. Se volvió hacia la ventana, menos con la idea de buscar una pista que con la de espirar el ruido del motor que pondría fin a todas sus esperanzas, y ofreció a la mirada de Mason una zona de pelo gris.

Mason exhaló un leve suspiro de lástima y exasperación y metió la mano en el bolsillo de atrás. El policía, con la visión empañada por la autocompasión y el oído atento a lo que él creía el lejano zumbido de un metro ahogado por el rumor de la lluvia, oyó de pronto un sonido metálico en el suelo y se volvió. En el suelo, entre él y Mason, había una llave.


El policía la miró fijamente en silencio, sin comprender su significado. Sólo cuando Mason dijo secamente: “¿Bien?” asomó a sus ojos una mirada de angustia y temor. “¿La ha encontrado, señor?”, preguntó lentamente, desconcertado, bajando la cabeza hacia la llave como si el objeto poseyera fuerza magnética.

Mason se sentó en el escritorio de Collinson con cierta dificultad.

Había llegado el momento del retiro; sentía ya claramente los efectos de la edad. En realidad, era esto, unido a la repugnancia y el desengaño de sí mismo provocados por los recuerdos, lo que le había hecho claudicar ante la complicación, la ansiedad y la inútil tensión del engaño, cuyo único resultado sería la conservación de la vida durante unos años fútiles. Pero, a pesar de sus esfuerzos, no consiguió que su voz tuviera el timbre frío y natural que él deseaba imprimirle. Le sonó tensa y temblorosa.

—Ya ve, agente, el asesino escapó por la puerta y la cerró por fuera.

Luego, la derribó y encontró el cadáver. ¿Quiere que le preste mis esposas, agente?

Y se las tendía en la palma de la mano. Al ver que el agente se había quedado sin habla y le miraba estúpidamente, Mason se impacientó:

—¡Maldita sea, hombre, muévase! –dijo–. Oigo un coche.

Mientras el policía, todavía en silencio y con dedos torpes y nerviosos, ajustaba las esposas a las muñecas de su superior, Mason volvió a hablar:

—Realmente, el mérito es todo suyo, agente. Porque usted encontró la carta de Arthur Callum y yo, una vez, fui Arthur Callum. Pero este crimen no tiene nada que ver con Callum. Ojalá. No tiene usted delante a un amante celoso, agente; sólo a un funcionario de Policía entrado en años y corrupto que ha matado a su chantajista. Como dice usted, a un mal hombre no siempre se le mata por una buena razón. Escuche, ahí llega el coche.

Se volvió de espaldas a la puerta, mientras en la escalera sonaban pasos ligeros. Al entrar en la habitación, Groves no vio más que la cara blanca y los ojos saltones del agente y la calva y la mirada de asombro de Hubert Collinson.

—Llega usted tarde, Groves –dijo Mason, todavía de espaldas–. El misterio ha sido aclarado sin su ayuda.

Y volviéndose bruscamente, adelantó sus manos esposadas con un ademán teatral que no pudo reprimir.

—Oh, no se trata de un error –agregó–. Hubiera sido un crimen perfecto, Groves, de no ser por este agente. Tiene usted que felicitarle.


Mason se acercó al escritorio de Hubert Collinson mirándolo fijamente, como el borracho que se esfuerza por andar en línea recta. En realidad, lo que quería era desvanecer cualquier visión que pudiera haber de una Rachel aplacada o compasiva.

Groves, un hombre joven de mirada alerta que llevaba gabardina y bombín, dijo lentamente:

—No comprendo. ¿Se trata de una broma?

—Vamos... –Mason todavía hablaba a los dos hombres como si fuera su superior–. Tienen que tomarme declaración.

Y sin esperar a que los embarullados movimientos con los que ellos buscaban lápiz y papel dieran resultado, en voz baja y serena, empezó a describir con exactitud sus movimientos y su móvil. Ni siquiera el móvil, ni la certeza de que, realmente, era una razón equivocada, parecían turbarlo.

Los turbados eran sus oyentes, reflejados muchas veces en los indiscretos espejos del piso de Hubert Collinson, y después, los más numerosos oyentes del Old Bailey, el juez, el jurado y los abogados; pero Rachel Mann permanecía impasible, porque había muerto hacía diez años, y la voz no era nada si no era terrena.

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