INTERPRETACIONES DE KAFKA. Por Hermann Hesse


Entre las cartas que me escriben mis lectores, existe una determinada categoría que crece cada vez más y que observo como síntoma de la creciente intelectualización de la relación entre el lector y la obra. Estas cartas que proceden en general de lectores más jóvenes muestran un esfuerzo apasionado por las interpretaciones y explicaciones, sus autores plantean cuestiones interminables. Quieren saber por qué el autor ha elegido aquí esta imagen, allí aquella palabra, qué ha «querido» y «pretendido» con su libro, cómo se le ha ocurrido precisamente elegir este tema. Quieren que les diga cuál de mis libros me parece el mejor, cuál me resulta más querido, cuál expresa con más claridad mis ideas e intenciones, por qué me expresé sobre ciertos fenómenos y problemas de manera distinta a los treinta años que a los setenta, qué relación existe entre «Demian» y la sicología de Jung o de Freud etc., etc. Algunas de estas preguntas proceden de estudiantes de Universidad y parecen estar influidas por los profesores, pero la mayoría parece nacer de una necesidad auténtica y propia, y todas juntas muestran ese cambio en la relación entre libro y lector que se impone en todas partes y también en la crítica pública. Lo agradable de ello es la participación de los lectores; ya no quieren disfrutar pasivamente, no quieren tragarse simplemente un libro y una obra de arte, lo quieren conquistar y apropiárselo analizándolo.

Pero el asunto tiene también su aspecto negativo: el decir sabihondeces y el hablar por hablar sobre el arte y la literatura se han convertido en deporte y fin en sí mismo, y bajo las ansias de dominarlos a través del análisis crítico ha sufrido mucho la capacidad de entrega, de contemplar y escuchar. Si uno se contenta con arrancar a un poema o una narración su contenido en ideas, en tendencias, en elementos didácticos o instructivos, se contenta uno con poco y el secreto del arte, lo auténtico y esencial se escapa.

Hace poco un joven colegial o estudiante, me escribió una carta pidiéndome que le contestase una serie de preguntas sobre Kafka. Quería saber si yo consideraba el «Castillo» de Kafka, su «Proceso», su «Ley» símbolos religiosos —si compartía la opinión de Buber sobre la relación de Kafka con su condición judías— si creía en una afinidad entre Kafka y Paul Klee y algunas cosas más. Mi respuesta fue esta:

Querido Señor B.
Lamento tenerle que decepcionar por completo. Sus preguntas y toda su manera de enfrentarse a la literatura no me sorprenden; tiene usted miles de colegas que piensan de manera parecida. Pero sus preguntas, sin excepción insolubles, provienen de la misma fuente de errores.

Los relatos de Kafka no son tratados sobre problemas religiosos, metafísicos o morales, sino obras literarias. El que es capaz de leer realmente a un escritor, es decir sin preguntas, sin esperar resultados intelectuales y morales, sencillamente dispuesto a recibir lo que da el escritor, a éste esas obras le dan en su lenguaje todas las respuestas que pueda desear. Kafka no tiene nada que decirnos como teólogo ni como filósofo, sino únicamente como escritor. El no tiene la culpa de que sus formidables obras estén hoy de moda y que sean leídas por personas que no tienen talento y que no están dispuestas a recibir literatura.

Para mí que pertenezco desde las primeras obras de Kafka a sus lectores, ninguna de sus preguntas significa algo. Kafka no da respuestas a sus preguntas. Nos da los sueños y las visiones de su vida solitaria y difícil, parábolas de sus experiencias, sus dificultades y alegrías, y estos sueños y estas visiones exclusivamente, son lo que tenemos que buscar en él y recibir de él, no las interpretaciones que interpretadores agudos dan de estas obras. Este afán de «interpretar» es un juego del intelecto, un juego a veces muy bonito, bueno para personas inteligentes pero ajenas al arte, que saben leer y escribir libros sobre escultura africana o música dodecafónica, pero que nunca encuentran el camino al interior de una obra de arte, porque están ante la puerta probando cien llaves y no se dan cuenta de que la puerta está abierta.
Esta es más o menos mi reacción a sus preguntas. Creía deberle una respuesta porque escribía usted en serio.


(1956)

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