LA LITERATURA VENEZOLANA NO VA DETRÁS DEL CAMIÓN DE LA BASURA. Por Roberto Echeto

A Guillermo Cabrera Infante with all my heart
Damas y caballeros, sirva la presente para notificarles que, aunque no bailo ni fumo, brinco de contento por estar aquí frente a ustedes hoy, 9 de marzo de 2005, en la ciudad de Mérida.
Aparte de encontrarme a gusto entre tantos amigos, mi felicidad se debe a que me pidieron que escribiera unas cuantas líneas sobre lo que le pasa a la literatura venezolana en estos últimos tiempos y, como comprenderán, eso representa una oportunidad estupenda para expresar mi modesta opinión sobre un tema que, supongo, nos interesa a todos.
Para empezar debo advertirles que no voy a hablar mal del prójimo, que no voy a despotricar (por los momentos) de los críticos literarios, que no voy a quejarme de su silencio, que no voy a enrostrarles el que sólo se dediquen a escribir cuando les toque hacer sus trabajos de ascenso, que no voy a burlarme porque sólo hablen de autores que los legitimen a ellos, que no voy a fastidiarlos porque no le prestan atención a lo que está pasando en sus narices... No. No voy a hacer nada de eso porque vinimos a hacer amigos... Tampoco vine a hablar de política, aunque no está de más que les diga que es una vergüenza vivir en un país donde tramitar una cédula de identidad es poco menos que una odisea.
Y ya entrando en materia, acordemos que nuestra literatura vive un momento muy extraño... Con ella pasa como con la Vinotinto: después de acostumbrarnos a toda una vida de fracasos futbolísticos, el equipo venezolano empieza a obtener victorias y uno, como espectador, no sabe qué cara poner.
Decía que con la literatura venezolana nos encontramos en un momento raro pero luminoso en el que las editoriales se han quitado sus pijamas y se han puesto los pantalones para seducir al lector. De ahí que hayan desempolvado la maquinaria que recibe y lee manuscritos, que edita, diseña, imprime, distribuye y vende libros. El porqué de semejante situación que en otros lugares es normal y que aquí supone un prodigio, se torna misteriosa. Quizás el desbordado éxito de los textos que pretenden analizar el desastre político y social que padecemos, haya abierto el boquete para que los editores, por fin, se dieran cuenta de que el mercado editorial venezolano no es esa sarta de lugares comunes que aún se repite como si de un mantra se tratase: “que aquí la gente no lee, que aquí el mercado es muy reducido, que aquí no hay escritores, que la literatura venezolana es aburrida...”. ¡Puras necedades! Tal parece que los editores se dieron cuenta de que las cosas son muy diferentes a lo que reza la comodidad, que sí hay un público ávido de leer las cuartillas que escriben no sólo los grandes autores de cualquier parte del mundo, sino las de los autores venezolanos, y la explicación a este especial fenómeno habría que buscarla en la necesidad de revisarnos a nosotros mismos que ha generado el caos que vivimos.
Hagamos un alto y observemos un momento este punto… Para nadie es un secreto que este país anda mal, muy mal y, curiosamente, la respuesta a esta tragedia ha generado, según mi humilde parecer, un afán introspectivo (no crean que a la manera polaca, búlgara, boliviana o checa; nuestro cerebro y nuestro afán rumbero no dan para tanto) que encuentra cierto refugio en la lectura y cierta intuición de que en los libros hay respuestas para calmar el desasosiego imperante, dicho sea de paso, no sólo en nuestro país, sino en el mundo entero. Esa circunstancia hace que los libros adquieran un nuevo interés, que los tomos de ensayo, teatro, crónicas y cuentos, las novelas, los reportajes periodísticos y los poemarios se hayan transformado a los ojos de nuestros lectores en una suerte de oráculo al que se acude en busca de respuestas… Es decir: los venezolanos descubrimos a fuerza de sufrimiento para qué sirven los libros. ¿Y qué? Búrlense todo lo que quieran. Nuestro desastre político, económico y social habla mal de nosotros; dice que somos frívolos, que hemos sido indolentes, que estamos pagando el precio de tanta irresponsabilidad y de tanta rumba, pero ese deseo de buscarnos a nosotros mismos en los libros es un buen síntoma… No sé de qué, pero es un buen síntoma.
En ese contexto, creo yo, se está produciendo literatura en este país. Los escritores, que no podemos escapar a esa dinámica, leemos buscando respuestas y escribimos sabiendo que, hoy más que nunca, tenemos que darlas porque allá afuera, en la calle donde te matan para quitarte los zapatos o te emboscan para secuestrarte y violarte, hay unos lectores que las esperan, así sea para burlarse o para comprobar que las suyas no distan mucho de las que encuentran en cada página.
Aparte de las implicaciones individuales que esta hipótesis un tanto aventurada trae consigo, sería interesante poner también bajo el microscopio las otras caras de este asunto. Si aceptamos que podemos pasar horas especulando sobre el nacimiento o no de una nueva actitud del público venezolano frente a los libros de sus coterráneos, también sería pertinente que nos preguntáramos sobre las consecuencias que en el ámbito editorial, en el de la crítica y en el de los autores supondría tal premisa.En el ámbito editorial, como hemos afirmado, el que haya lectores (sea por las razones que sea) supone dinero… Porque, damas y caballeros, la literatura es un negocio. Está muy bien: hablamos de obras literarias, de creación, de imaginación, de fantasía y de cosas bellas, pero sobre todo hablamos de billetes que la editorial invierte y que desea recuperar y ver convertidos en ganancias. Desde el punto de vista editorial, la preocupación no se centra en la creación de obras magnas; se centra en la construcción de una industria, de un negocio que nos permita ganar dinero para irnos a la playa porque, por si no lo saben, el dinero sí da la felicidad, y si no se habían dado cuenta o no lo creen, sepan que los han engañado.Aunque no lo digan con la voz de Plácido Domingo, eso está presente en la mente de los directivos y editores de Planeta, Alfaguara, Norma, Alfadil, Criteria, Grijalbo-Mondadori y de la Fundación para la Cultura Urbana. En este particular, las cabezas de Monte Ávila merecen una mención especial porque, gracias a Dios, han demostrado que usan el dinero en lo que lo tiene que usar (que son los libros) y no en la compra de ametralladoras…
En el caso de la crítica literaria las cosas se complican por varias razones. Como es tradicional, los críticos literarios encienden sus pipas, se tocan sus quijadas y escriben desde sus cubículos universitarios para que los lean otros especialistas que también encienden sus pipas y se tocan sus quijadas en sus respectivos cubículos universitarios. En otras palabras, lo que ellos hacen, no tiene nada que ver —al menos directamente— con que en la calle haya o no lectores. Por eso su trabajo no sólo carece del peso que debería tener en todo este asunto, sino que se pierde la oportunidad de orientar a los demás en todo lo que se refiere a las obras que salen a la palestra, de leerlas, analizarlas y despertar en otros el interés por disfrutarlas. Por eso buena parte de los libros que ven la luz en el mercado venezolano, pasan sin pena ni gloria. Como nadie habla de ellos, dejan de existir aunque estén registrados, tengan en regla su depósito legal y estén en las librerías.
Por lo mismo de andar fumando pipa y de andar tocándose las quijadas en la comodidad del claustro, la crítica literaria venezolana adolece de una absoluta incomprensión acerca de lo que están haciendo sus paisanos escritores. No sólo no entienden sus preocupaciones ni sus técnicas ni el desarrollo de unas cuantas y posibles estéticas, sino que se empeñan en medirlo todo con los raseros de unos cánones ya vetustos en lugar de inventar unos nuevos… Por ejemplo: si un autor X se empeña en reproducir el tono taimado de una conversación entre dos malandros caraqueños, ya es “costumbrista”, sin pensar que esa categoría llamada costumbrismo fue propuesta para los autores del siglo XIX y que no se amolda a las características de la narrativa actual.
Otro típico rasero de la crítica literaria es medirlo todo con el canon de Bloom, con el de Barthes, con el de Todorov, con el de Steiner, Foucault, Habermas o con el de cualquiera de esos grandes chivos que legitiman a todo el que los nombra. Que midan a todo el mundo con la vara de Borges no sólo es aburrido, sino cómodo y oportunista… Claro: es más fácil escribir sobre un viejo requete-leído, requete-estudiado y requete-consagrado que romperse la cabeza para estudiar la obra nueva de alguien nuevo y, para colmo, nacido en estas tierras.En el caso de la crítica literaria criolla se cumple una de las reglas de oro del ser venezolano: para que algo tenga peso y autoridad debe ser de otro país.
Los críticos literarios venezolanos no entienden que aquí debemos conjugar esos cánones portentosos de la cultura universal con nuestro propio canon que suena a hip hop, que come perros calientes con aguacate y arepas con pernil; que habla feo y está lleno de los mismos eventos absurdos que pueblan nuestras calles y nuestra historia. Tampoco entienden que su misión no es la de instaurarse en jueces inquisidores ni la de sentenciar si una obra les satisfizo o no; su trabajo consiste en leer las obras y ayudar a que otros las lean para que saquen sus propias conclusiones...
En cuanto a los autores, habría que decir que desde hace años no hay en nuestro país una producción tan interesante y tan sostenida como la que se está llevando a cabo en los últimos tiempos. De acuerdo: nadie se ha ganado el Premio Planeta ni el Premio Herralde ni ningún otro de esos galardones semejantes al Oscar de la Academia, pero ¿saben qué? Mejor. Mejor porque los escritores venezolanos debemos madurar; debemos aprender a ser luz en la derrota y prudentes en la victoria, a ser estoicos y humildes, a encerrarnos en nuestro trabajo y buscar por encima de todo la perfección en lo que hacemos... Los premios son sabrosos, pero fuerzan a quienes los ganan a pasar por inteligentes, a producir más y más y a convertir su capacidad de creación en una fábrica de salchichas desabridas… Y conste que eso es aquí y en todas partes… De eso están llenas la literatura española, la colombiana y la mexicana: de novelas peorras, de obras contrahechas lanzadas con bombos y platillos, ¿y para qué? Para nada.
Antes que dejarnos inflar por el mercadeo, por la pompa y el boato, es preferible hacer un ejercicio espiritual que apueste por la sinceridad y no escribir pensando en el reconocimiento. Nada es más feo ni más pernicioso para un escritor que garabatear una oración pensando en el premio tal o en el premio pascual, como les sucede a muchos escritores en esta extraña y corrompida época. Un autor inflado a punta de premios y de reconocimientos no merecidos es como un deportista de músculos agigantados con la ignominiosa ayuda de los esteroides y, como sabemos, lo que les espera a esos débiles de corazón que se dejan llevar por el lado oscuro de la fuerza en el gimnasio, es que el pipí se les ponga pequeño o que se mueran de un infarto.
Yo veo a mi alrededor a muchos amigos escritores trabajando en sus hogares, solos, encerrados y malhumorados, muchas veces llenos de odio porque el país se ha vuelto un gran naufragio y porque suponen que nadie los toma en cuenta. A ellos les propongo que sigan haciendo su trabajo, que no sean ombliguistas, que lean a los clásicos, a los grandes maestros contemporáneos y a los que nos antecedieron, que viajen, que se compren un traje, que se afeiten (o se depilen, según sea el caso), se bañen y que vayan y visiten (eso sí: vestidos) las editoriales, que conversen con la gente, con sus colegas y con sus lectores; que no crean que “alguien” va a ir a sus casas a “descubrir” sus talentos, a ungirlos o a legitimarlos. También les recomendaría que practiquen la humildad, que no crean que los demás no saben de él porque son brutos, que escriban poniendo los seis sentidos en la calamidad histórica que estamos viviendo, en las emociones buenas y malas que eso produce, que escriban pensando en que tienen que ofrecer respuestas.Los autores venezolanos de las nuevas generaciones (verbigracia: Israel Centeno, los dos Juan Carlos Méndez Guédez y Chirinos, Federico Vegas, Rubi Guerra, Eloi Yagüe, Oscar Marcano, Sonia Chocrón y otros que no nombro porque estaríamos aquí un largo rato) han abandonado aquel excesivo formalismo cuya máxima expresión era el letrerito en la solapa que rezaba: “en esta obra el lenguaje es el protagonista”. Leer esas palabras y no comprar el libro eran una sola acción… Gracias al cielo que nuestros escritores también han abandonado la ojeriza que le tuvieron durante años a las anécdotas y también aquella pretensión psicoanalítica según la cual todos los personajes de sus obras tenían un trauma que los volvía pusilánimes... De Lorenzo Barquero a Teodoro Camacho y de Andrés Barazarte a Fernando Castelmar hay un océano de historias que atrae a más y más lectores.
Supongo que se habrán dado cuenta de que la literatura venezolana vive un momento muy interesante porque en él han coincidido el interés de los lectores, la desinhibición de los editores y el trabajo continuo de los escritores en sus obras. Quizás haga falta trabajar mucho más, superar el sinfín de complejos que nos agobian y que nos hacen creer que nuestra literatura va de último, detrás del camión de la basura.
Necesitamos inventar algo para que los que estamos interesados en la producción literaria en nuestro país no estemos solos. Necesitamos vernos, discutir, proponernos cosas imposibles… Porque a nuestra literatura, señoras y señores, le hace falta eso: aspiración, aliento, ganas, bolas, deseos de superarse y de que la conozcan en muchos lugares y no sólo en nuestro pequeño y hundido país. Puede que me digan ingenuo por decir estas cosas, pero no me importa. Las grandes acciones comienzan así, como unos raptos de ingenuidad mezclada con algo que no sé definir muy bien, pero que supongo hecho con la misma materia de los sueños.
Ojalá que este momento luminoso de la literatura venezolana sea mejor y más largo que el que tuvo la Vinotinto hace unos meses… porque cuando aprendíamos a poner cara de ganadores, comenzamos a perder otra vez.

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