LA MALETA DE BURDEOS. Por Enrique Vila Matas

1 - Desde hace unas semanas, Air France tiene un vuelo que va de Nueva York a Lyón, y allí enlaza con Burdeos. Al partir, temo que sean demasiadas horas, pero el viaje acaba resultando cómodo, no demasiado cansado. Llego a Burdeos en un día de otoño soleado y de cielo muy azul, casi irreal, perfecto. Un taxi me deja en el casco antiguo, en la rue de Temple, frente al Grand Hotel Français. El nombre es totalmente engañoso. Puede que tuviera un cierto esplendor en otra época, pero actualmente está en franca decadencia, no llega en realidad a hotel de tres estrellas. En todo caso, mantienen el tipo, guardan las formas. En recepción, por ejemplo, actúan como si fuera el Ritz. Este Grand Hotel funciona como una metáfora de la Francia actual. Se conservan las apariencias y los aires de grandeza, aunque hay indicios de que todo podría estar ya desmoronándose. Me entregan con gran profesionalidad la tarjeta electrónica de la habitación 304, subo en el estrecho ascensor. El cuarto lo acaban de limpiar y huele a rosas, y hay en él un orden geométrico impecable. Junto al pequeño escritorio, veo una solitaria maleta roja. ¿De quién es? ¿Qué es eso? Quedó perplejo. Reacciono. Opto por sacar la maleta al pasillo y aviso a recepción.
Cuando le cuento el incidente a Bernardo Atxaga, me dice que está claro que alguien me ha servido en bandeja el comienzo de alguna historia. Pero lo dice de una forma que parece que no le otorgue al incidente la misma relevancia que yo le estoy dando. Él está en Burdeos acompañado de su familia -con la que habla todo el rato-, mientras que mi caso es distinto: llevo horas viajando por el mundo sin hablar con nadie, y quizá por eso necesito contar la historia rara, tal vez no tan rara.
Saliendo del local de comidas, en las cercanías de la gran librería Mollat, encontramos a José Carlos Llop, al que por la tarde entregan el Prix Ecureuil de literatura extranjera por su novela Le Rapport Stein. Me dispongo a contarle lo de la maleta roja, pero él aquí también está con su familia y con su editora Jacqueline Chambon, y creo que reaccionaría igual que Atxaga. Han premiado a Llop y a su traductor, Edmond Raillard. La noticia es uno de los tantos hechos que en nuestro país no son nunca reseñados, pues andamos siempre mucho más preocupados por un resfriado de Kundera, cualquier plato de El Bulli o por los éxitos del tenista Nadal.
2
- Por la noche, en el transcurso de una cena, entregan el Prix Ecureuil. La jornada de hoy del ciclo Les Espagnoles ha sido dura para algunos. Y un tanto cansina además, porque en Francia siempre nos preguntan por nuestra Guerra Civil. Intuyo que entre los cansados están Alicia Giménez Bartlett y Andrés Barba, que se han pasado el día entre conferencias y debates. Celebración colectiva del premio a Llop. Risas furtivas, champán, comentarios. Después, dispersión del grupo.
Ya en el cuarto del hotel, percibo fácil y peligrosamente que el espacio donde voy a dormir es siniestro. Sentado en la cama, frente al televisor, me entra una cierta angustia de estar solo y observo, además, con terrible precisión, que soy prisionero de un encierro metafísico del que sólo me libraré con la luz del día siguiente. No puedo dormir y me dedico a terminar Todo eso que tanto nos gusta, la atractiva última novela de Pedro Zarraluki. Allí hay un personaje que, cansado de ver pasar las horas frente al televisor en un sucio apartamento, se escapa de su casa en un día de sol radiante. Cuando una hora después concluyo el libro, agradezco a Zarraluki que esté escribiendo ya con la espléndida madurez del que baila con los pasos medidos, con pasos de escuela: el tronco bien recto y clásico y en los labios, como si entonara una alegre plegaria, la memoria de los pasos del mambo.
Acabo finalmente durmiéndome y cayendo en un sueño profundo en el que regresan los temores metafísicos de antes, sobre todo cuando noto que estoy hablando con fantasmas a los que atormenta el temor a la muerte, pues no recuerdan que han muerto: algunos vagan y vuelan, y otros se imaginan a sí mismos habitando en celdas en las que se dedican a cortar leña como si estuvieran en campo abierto.
Me despierta un ruido en la puerta. Alguien está intentando entrar en la habitación. Eso ya no forma parte del sueño. Un cierto pánico. Siempre me aterró en los hoteles que unos desconocidos intentaran entrar en mi habitación. Y ahora eso es exactamente lo que parece estar ocurriendo. Miro el reloj, son las doce y media de la noche. Todavía aturdido, oigo la voz de una mujer que me dice algo en inglés. Deduzco que es la propietaria de la maleta roja. Me levanto y voy hasta la puerta. Escucho la respiración de la mujer. No le abro. Nunca sabe uno qué puede encontrarse al otro lado. Le sugiero que vaya a recepción. Tengo la impresión de haber quedado desvelado para el resto de la noche. La mujer sigue hablando y diría que me insulta, no sé por qué. Luego decide irse, oigo sus pasos en el pasillo. No encuentro el número de teléfono de la recepción del hotel. Me gustaría pedirles explicaciones, pero finalmente decido acostarme. ¿Volverá ella? Deduzco que se peleó esta mañana con su amante y le dejó ahí tirado en la habitación, en la cama que ahora ocupo yo. Viendo que no volvía, el hombre dejó el cuarto y abandonó su maleta allí para que comprendiera que ya no quería saber más de ella. ¿Qué habría pasado de haber yo abierto? Ella esperaba ver a otro. Se habría llevado posiblemente un gran susto y casi seguro que una decepción. O tal vez no. Pasan los minutos y no regresa, lo más probable es que le hayan dado la maleta en la recepción. Probablemente, si ahora volviera, le abriría. Y seguro que una historia se pondría en marcha. Mañana, aunque apenas me escuchen -todos van con la familia-, ya sé qué voy a contarles a Llop y Atxaga.
Diario El Pais.

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