LA MUERTE (Fragmento). Por Maurice Maeterlinck


He ahí dónde nos hallamos. En nuestra vida y en nuestro universo no hay más que un hecho importante: nuestra muerte. En ella se reúne y conspira contra nuestra felicidad todo aquello que escapa a nuestra vigilancia. Cuanto más nuestros pensamientos pugnan por apartarse de ella, más se acercan a ella. Cuanto más la tememos, más se hace temer, pues sólo se alimenta con nuestros temores. El que desea olvidarla no hace más que pensar en ella y el que la huye, la encuentra a cada paso. Con su sombra lo ensombrece todo. Pero si pensamos en ella sin cesar, lo hacemos sin darnos cuenta de ello y por eso no aprendemos a conocerla. Nos contentamos con volverle la espalda en vez de ir a ella con el rostro levantado. Nos esforzamos en alejar de nuestra voluntad todas aquellas fuerzas que podrían servirnos para plantar la cara. La dejamos en las manos sombrías del instinto y no le concedemos ni una hora de nuestra inteligencia. ¿No es asombroso que la idea de la muerte que por ser la más asidua y la más inevitable entre todas debería ser la más perfecta y la más luminosa de todas nuestras ideas, sea en cambio la más vacilante y la más anticuada? ¿Y cómo íbamos a conocer la única potencia que nunca observamos cara a cara? ¿Cómo iba esa fuerza a aprovecharse de las claridades que sólo se produjeron para huir de ella? Para sondear sus abismos, esperamos los minutos más fugaces y los más sobresaltados de nuestra vida. No pensamos en ella más que cuando ya no tenemos fuerza, no diré para pensar, sino para respirar. Un hombre de otro siglo, que volviese repentinamente entre nosotros, no reconocería sin pena, en el fondo de nuestra alma, la imagen de sus dioses, de su deber, de su amor o de su universo; pero la imagen de la muerte, la encontraría intacta casi, poco más o menos, como lo esbozaron nuestros antepasados con todo y haber cambiado todo en torno de ella y que, hasta lo que la compone y aquello de lo cual depende, se ha desvanecido del todo. Nuestra inteligencia, que llega a ser tan audaz, tan activa, no ha trabajado en ello ni ha hecho, por así decirlo, ningún retoque en ella. Aunque no creamos en los suplicios de los condenados, todas las células vitales del más incrédulo de nosotros, permanecen aún en el misterio espantoso del Cheol de los hebreos, de los hados de los paganos o del infierno cristiano. Aunque él no esté iluminado con luces muy precisas, el abismo sigue abriéndose al final de la existencia y por eso no deja de ser menos conocido ni temido. De esa manera, cuando viene el desenlace de la última hora que pesaba sobre nosotros y hacia el cual no osamos levantar nunca los ojos, todo nos falta a la vez. Los dos o tres pensamientos o ideas, inciertos, vagos, sobre los cuales creíamos apoyarnos, sin haberlos examinado, ceden al peso de los postreros instantes como si fueran débiles juncos. Entonces, buscamos vanamente un refugio entre diversas reflexiones que circulan alocadas o que no son extrañas y que, desde luego, no saben cómo llegar a nuestro corazón. Nadie nos espera en esa última orilla, donde nada está a punto y donde sólo el espanto es lo que ha quedado en pie.

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