Lobo Antunes:«Hago novela porque no sé hacer poesía»

BORJA HERMOSO. Enviado especial

LISBOA.- Será porque el sol derritiendo Lisboa en tardes de mayo permite un número razonable de sueños, pero aquel viernes, hablando con António Lobo Antunes, olía a infancia rescatada, amores peligrosos y alcanfor de casa encantada en las calles traseras a la Avenida da Liberdade. En una de esas calles, Rúa Gonçalves Crespo, en un estudio de pintor escondido tras un banal portón metálico de garaje, algunos de esos sueños se configuran y se transfiguran cada tarde a medida que el viejo alquimista de Benfica va manchando el folio blanco con tinta de bolígrafo azul y caligrafía de colegial aplicado. De ese bolígrafo y de esos folios han salido embriagadoras flores de ruina en forma de libros con títulos como Tratado de las pasiones del alma, El orden natural de las cosas, La muerte de Carlos Gardel, Manual de inquisidores, Esplendor de Portugal y Exhortación a los cocodrilos, todos editados en España por Siruela. Ahora, la editorial incorpora un nuevo título, inédito en nuestro país pese a haber sido escrito hace 22 años: En el culo del mundo.
Este retrato en sepia de la brutalidad de la guerra colonial y sus consecuencias psicológicas (uno de los pilares temáticos de la obra de Lobo, junto con el influjo perenne de la niñez sobre la edad madura, la omnipresencia de la muerte o la persistencia cruel de la memoria) es el primer título de la nueva Biblioteca Lobo Antunes. ¿Una biblioteca personal?: «¡Ja, ja!, estas cosas se les hace un poco a los muertos, pero bueno, está bien», comenta el escritor.
Una carta decisiva
Con 15 años le pasó algo quizá decisivo. Le escribió una carta a Louis-Ferdinand Céline para comentar su Viaje al final de la noche. Céline le contestó. Eso le espoleó no sólo en su hambre de libros, sino también en su relación con los demás, y en concreto en su relación con los que hoy son sus lectores: «Aprendí a estar siempre agradecido a la gente; hoy lo estoy a quienes pierden conmigo su tiempo y su dinero... se lo debo todo; a mí me produce pavor la sensación de defraudar a quienes confían en mi obra».
Nada es fácil en el compromiso ético y estético en que António Lobo Antunes ha convertido sus días cuando anda inmerso en un libro, que es casi siempre. Su convivencia cotidiana con las palabras es la convivencia de dos amantes que se buscan y se encuentran o, como diría Julio Cortázar, incluso andan sin buscarse pero sabiendo que andan para encontrarse: una especie de fatalidad.
Sus lectores, su editor, sus críticos, están ante el trabajo de un orfebre perfeccionista hasta la extenuación: «Hay una maquinaria invisible detrás de cada página, una maquinaria que el lector no ve, y no debe verla, porque si la ve, el libro ya no es bueno. Y esa maquinaria sólo funciona gracias a una cosa: trabajo. El trabajo es el que te permite hacer creíble el relato, vertebrarlo, enlazar sus elementos, organizar la obra, porque si sólo hablamos de emociones en estado bruto, ¡vaya caos! ¿El duende? Bah, sólo creo en el trabajo».
Y pone un ejemplo de esa eficacia, y no precisamente literario: «Las Meninas de Velázquez. Una de las mayores obras que se han hecho. Es la pintura de las pinturas. Comparados con Velázquez, casi todos los hombres me parecen pequeñitos». Aunque no es el único, ya que en las páginas de En el culo del mundo despliega una interminable galería de arte (Chagall, Modigliani, Vermeer, Cranach, Giotto, Cézanne...).
La maquinaria oculta, el duende invisible, los hallazgos que surgen ahí y ahora, incluso donde no se los espera, la mano que mece la pluma en primeras, segundas y terceras versiones pulidas hasta los confines de lo obsesivo... todo ese tiovivo literario no deja de sorprender a António Lobo Antunes, que confiesa su estupor: «Siempre hago dos versiones de cada capítulo, luego me lo vuelvo a leer todo otra vez, y entonces me sorprendo a mí mismo: hay una lógica interna, todo se estructura, todo tiene sentido, ¿por qué?, no lo sé, se me escapa». Si el escritor siguiera ejerciendo su viejo oficio de psiquiatra, a lo mejor estudiaría esos indescifrables mecanismos.
A veces, sostiene, «es como si el libro se hubiera hecho malgré moi (a pesar mío). Eso es, a menudo mis libros se hacen solos, a pesar mío. Un libro nunca pertenece del todo a su autor». Sólo un momento de quietud para el escritor en el tormentoso proceso de creación. El momento en el que lo abandona: «Un libro se acaba ahí, sólo en el momento en el que tu mano se queda feliz, y no antes. También hay otro síntoma, que no sé explicar bien, pero consiste en que el libro no quiere que lo trabajes más... si lo corriges más o lo rehaces, te repele».
El autor de Fado alejandrino evoca su perenne sorpresa ante el proceso por el que un relato toma cuerpo: «Hay que partir de una base: un libro nunca sale como lo has planeado. En mis primeras obras intentaba trabajar con un plan muy detallado, supongo que porque tenía mucha más inseguridad que hoy y entonces pensaba que un plan tan estudiado me iba a ayudar. Pero eso no es verdad».
Un organismo vivo
Su conclusión es un cruce de caminos entre la literatura y la biología: «Está claro, cuando un libro es bueno de verdad, es como un organismo vivo, y entonces dan igual los planes que se hagan con él». Lo que no ha cambiado con los años es su percepción acerca de lo que puede ser el libro perfecto: «El libro perfecto es ese que parece escrito sólo para ti. A mí me ha pasado con Chéjov; lo leía y pensaba: "Es sólo mío". Sentía celos. Compartirlo con otros lectores era como si compartiese a una mujer».
Eso es lo que le ocurrió con una de sus obras mayores, Manual de inquisidores. Hoy, Lobo Antunes ultima la primera versión de su nuevo libro, una historia de amor y muerte protagonizada por un travesti, pero en 1997 ya trató de incluir a un personaje así en su Manual...: «Lo intenté por todos los medios, pero acabé dándome cuenta de que el libro rechazaba al travesti, ¡ja, ja! Bueno, ahora lo he recuperado, pero se me presenta todo un desafío, porque yo no sé nada del mundo de los travestis, no conozco el mundo homosexual...». Y entonces, ¿cómo avanza Lobo Antunes en el retrato de un mundo que no conoce?: «Pues una amiga periodista me presentó a varios travestis. Hablé con ellos. Pero no saqué provecho alguno para mi libro. Así que ya ves, he tenido que inventarme todo».
También se le apareció esa idea del libro como organismo vivo cuando escribía la que hasta ahora es su última obra publicada en España, Exhortación a los cocodrilos, una polifonía de cuatro voces femeninas que hablaban de un grupo terrorista en el Portugal posterior a la Revolución de los Claveles: «Era un reto escribir desde el punto de vista femenino: ¿qué sabemos los hombres de las mujeres? ¿qué sabe un hombre sobre cómo es el orgasmo de una mujer? ¿qué sabemos nosotros de la primera menstruación?».
El primer «poema»
Su último libro publicado en Portugal (no así en España) es No entres tan deprisa en esa noche oscura, -título fascinante donde los haya, aunque por obra y gracia no suya sino de Dylan Thomas, conscientemente «asimilado» por Lobo-, un fresco de casi 600 páginas al que el autor, por primera vez, ha llamado «poema».
«¿Por qué lo llamé poema? Se refiere a todo un mundo de estructuras y de asociaciones... en la poesía se trabaja con cosas anteriores a las palabras, como las emociones y los sentimientos, muy complicados de asociar, de estructurar. Tenía en la cabeza la estructura de un poema largo, pero en el fondo sigo sin comprender muy bien la diferenciación de géneros. Yo, en realidad, no sé qué es la poesía... porque no la sé hacer».
La poesía, Lobo Antunes parece mirarla desde dos ventanas: una se abre a una especie de impotencia humilde («hago novela porque no sé hacer poesía», asegura); la otra, a un embeleso de lector que idolatra a sus dioses con la envidia sana de un subcampeón. Dioses como Lorca, por ejemplo. Entonces, Lobo mira al fondo del estudio y desgrana en su delicioso castellano de eses portuguesas:
Por tu amor me duele el aire,
el corazón y el sombrero.
«Mira, es muy, muy bueno. Hay música, hay sorpresa. Gente como Lorca o Salinas te enseña a utilizar las palabras». Y expulsando el humo del enésimo Gigantes («aaaaaahh, estoy intentando dejarlo, pero...») remacha su profesión de fe:
-Las palabras tienen valor por sí mismas, son como diamantes.
Luego se va Lobo Antunes hacia la mesa y los folios. A seguir esculpiendo. Eso, diamantes.
Recelo hacia el Nobel, la crítica, los editores y los actos sociales
Por las mañanas escribe en un hospital psiquiátrico de monjas del Sagrado Corazón, donde le ceden un despachito. Por las tardes se encierra en el estudio de José, su primo pintor, entre discos de jazz, fotos de Marilyn Monroe y pinturas de colores chillones. Rehuye su casa, «hay ruido, porque viene mi nieto y no puedo trabajar». Por las tardes cruza la calle y merienda en el bar de enfrente, con su primo y su amiga, la dueña del garito. Lobo recibe con una sonrisa tranquila pintada en sus ojos azules y habla de libros, de música, de fútbol, del amor, del desamor, de la guerra, de mujeres, de Lisboa, de su pavor a los nacionalismos...
Y reparte a diestro y siniestro: críticos, editores, profesionales del juego de salón... nadie se libra. «Es curioso, hay críticos a los que sólo se les ocurren cosas horribles cuando hablan o escriben de autores de su país, y total ¡para encumbrar a un chino al que nadie conoce, sólo ellos porque lo han convertido en su propiedad privada! A mí también me ha pasado. Ahora, en Portugal hay unanimidad en torno a mí, pero durante muchos años no fue así; yo leía críticas que nada tenían que ver con mi literatura, sino con mi personaje, con cómo era yo. Confundían las razones por las que no les gustaban mis libros con las razones por las que no les gustaba yo, eran críticas políticas, más que literarias» (Lobo militó en el Partido Comunista, del que acabó desencantado). Y añade con un tono de profundo hastío: «A veces la crítica escribe sobre personajes que ella misma inventa y sobre libros que también inventa, y no sobre personajes reales o libros reales». Pero no es la crítica -o un sector de ella- el único blanco de las flechas envenenadas de Lobo Antunes. Obsérvese cómo con pocas palabras también pone en su sitio a algún que otro editor, así, en abstracto, sin dar nombres, que siempre queda feo: «Hoy me llaman sin parar de todas partes para hacerme ofertas, hoy parece que soy indiscutible; pero no siempre fue así, ¿sabes? A mí, en España, por ejemplo, me rechazaron muchas editoriales importantes porque les parecía muy malo... hasta que llegó Siruela, donde estoy encantado». Esos mismos editores le lanzan hoy a Lobo Antunes incensantes cantos de sirena que él no pone mucho esfuerzo en atender, al menos por ahora.
Además, lo suyo no es fingir, quizá porque no adora precisamente lo que tenga que ver con el escaparatismo social o los sinuosos vericuetos de las relaciones públicas. Los saraos no le encandilan: «Cuando voy a una fiesta, al pasar una hora me quiero ir, me parece estar perdiendo el tiempo, pienso que estaría mejor en casa viendo un buen partido de fútbol o un buen combate de boxeo... las cosas sociales me aburren. Coincido con escritores que hablan mal de otros escritores; suelen ser autores menores, claro, porque los escritores realmente buenos no son envidiosos».
Este eterno poseedor de boletos anuales para el Nobel ha cambiado de actitud: «Antes me importaba, hoy me da igual. No se lo dieron nunca a mis autores favoritos, como Conrad o Tolstoi; cuando te dan un premio, es mejor pensar qué es lo que has hecho mal».

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