PALABRAS DE APERTURA AL ENCUENTRO DE NARRADORES CONTEMPORÁNEOS. Por Oscar Marcano




Ante todo, debo agradecer a los organizadores de la feria, a los facilitadores de este evento y muy especialmente al profesor Valmore Muñoz Arteaga y su notable equipo, el haberme concedido el honor de abrir este encuentro.
Quiero dedicar esta lectura a dos amigos entrañables. Dos grandes maestros que partieron durante el primer semestre de este año. Me refiero a esos dos pilares de nuestra tradición narrativa el uno, poética el otro: Adriano González León y Eugenio Montejo, quienes nos legaron lo mejor de sí y a quienes debe Venezuela mucho de la integración al mapa de las letras internacionales.

I
Con una frecuencia que ya comienza a preocupar, se nos pregunta -cada vez que comparecemos públicamente en entrevistas, en grupos de lectura, etc.-, si se está produciendo un boom de la literatura venezolana. La interrogante, estimo, se produce por ese carácter exaltado que nos estigmatiza, por ese tono adolescente que no dejamos de tener los venezolanos frente a la vida en general, frente a la historia, frente a lo que nos ocurre. Pero es un hecho que algo está sucediendo. Hay unas expresiones, manifestaciones y datos fácticos que hacen pensar que algo inédito acontece en el marco de nuestras letras, y se manifiesta claramente en que:
Primero, se está escribiendo más que antes. Y el fenómeno es significativo. La proliferación de obras de autores de diversas generaciones así lo demuestra.
Segundo, mayor cantidad de gente está leyendo, a diferencia del pasado reciente, en el que la aproximación a la lectura era considerablemente inferior. Y una modalidad del fenómeno es que una buena porción de público está leyendo organizadamente y en grupo, en contraste también con el pasado en el que resultaba difícil concitar un nivel aceptable de lectura. Recuerdo, por ejemplo, al mismo Adriano quejarse en muchas oportunidades de que el 95% de la gente que había comprado País portátil, por mencionar su obra más conocida, no la había leído.
Hay un claro comportamiento en nuestro mercado, de oferta y demanda creciente del libro. Es decir, del libro de autoayudas, del libro de ensayo, del libro de crónica, de los libros periodísticos que han estado muy en boga, de los de análisis histórico, político y social, que han proliferado como pólipos en estos tiempos, pero también del libro de creación literaria. Del cuento, la novela, y la poesía. Hay, de hecho, en nuestro patio, un auge del libro y del libro venezolano en particular.

II
En el estudio de este fenómeno, vamos a pasearnos por un par de variables que parecieran independientes. La primera de ellas, que paradójicamente ha estimulado la edición doméstica es la desvalorización de nuestro signo monetario. El bolívar se ha devaluado en un 49.000% con respecto al dólar, en diez años. Un record para el libro de Guinness. Al desplomarse la moneda como lo ha hecho, producto de un desorden brutal del gasto público, se hace más costoso el libro producido fuera e importado. Lo positivo de esto es que ha forzado a la industria a producir acá, a autores de acá. O por la vía de la cesión de derechos de sus casas matrices, imprimir acá autores de fuera.
La desventaja es que cada vez vienen menos títulos importantes, de verdadera factura artística o intelectual, porque como es sabido, las editoriales, importadoras y distribuidoras, privilegian lo comercial. Y es comprensible. Después de todo, las editoriales no son tutores culturales ni ejercen ningún ministerio, ni tienen ninguna responsabilidad sobre la educación de los países. Son simples empresas estructuradas para el lucro. Y al mermarse este flujo de buenos libros, de novedades importantes, nos vamos aislando culturalmente, nos vamos convirtiendo en un país cada vez más desinformado. Si no fuera por nuestro querido José Luis Palacios, por ejemplo, autor de esa joya que es la antología de autores contemporáneos norteamericanos, aparecida en Venezuela bajo el sello BID & Co., no tendríamos noticia de autores como Wilson, de Boyle, de Proulx, de Pomerantz, etc.
Siguiendo esta línea, nuestro gobierno, iluminado como el más, dictó una serie de medidas restrictivas que obligan a cada título importado a pasar por un via crucis burocrático al estilo de los países de la vieja cortina de hierro, el cual convierte en una verdadera odisea el traer libros. Llegando al extremo de solicitar, en un retorcido mecanismo de maldad arancelaria, un permiso sanitario para cada título. Suponemos que para que evitar que cada página contaminada de la Ilíada o La montaña mágica opaque la pulcritud de nuestras calles, ciudades u hospitales que, como es sabido, constituyen ejemplo mundial en políticas de salud pública.
Si esto no es censura se le parece mucho.
La segunda variable que encontramos en este ligero paneau es el mar de fondo: la situación política que atraviesa Venezuela. Dice Rafael López Pedraza en su libro Emociones: una lista, donde revisa, actualiza y enriquece el elenco de pathos (emociones) enunciadas por Aristóteles en la Retórica, que el miedo, la ansiedad y la depresión son las emociones que hicieron sobrevivir al hombre primitivo. Pues los hechos que han marcado la Venezuela de esta década nos emparentan con aquel hombre, en la medida en que un proceso de cambio social se ha ido desviando peligrosamente hacia la amenaza totalitaria, parapetado en el señuelo de la igualdad. Tal cuadro ha generado niveles de ansiedad y miedo que no se registraban probablemente desde las pavorosas décadas de las escabechinas de nuestras guerras civiles del siglo XIX.
En un modelo que usa la igualdad como propaganda en desmedro de la libertad (en lugar de concebirlas a ambas como valores equivalentes e intrínsecos de la democracia), el miedo y la ansiedad política, el miedo y la ansiedad social, el miedo y la ansiedad económica, están a la orden del día. Y la gente ha salido en busca de respuestas, de datos que le hagan comprender hacia donde cursa su destino.
Los ciudadanos nos hemos desbordado a la pesquisa de los análisis que están elaborando las cabezas más o menos lúcidas del país. Los que desde la superficialidad o la hondura intentan desentrañar o vislumbrar un desenlace al cuadro –insistimos– de miedo y ansiedad que, en las crestas del conflicto político, se ha prolongado por meses, las veinticuatro horas del día.
El hambre de información ha dejado de ser un fenómeno episódico para convertirse en uno social. Todos queremose saber qué va a pasar con nuestra casa, con nuestro trabajo, con nuestros ahorros, con el pensum de nuestros hijos. Todos queremos saber si nos van a robar el voto, si continuarán cerrando canales de televisión o si al final tendremos a la misma figura ejerciendo la presidencia porque sí hasta el final de su vida.
Todos sentimos este miedo y esta ansiedad por el futuro.
Paul Valéry lo ilustraba, a propósito de la Gran Guerra, en la primera de esas dos decisivas cartas de 1919, que luego constituirían la piedra angular de su Política del espíritu: “Nunca se ha leído tanto, ni tan apasionadamente, como durante la guerra: preguntad a los libreros. Nunca se ha rezado tanto, ni tan profundamente: preguntad a los sacerdotes. Se ha evocado a todos los salvadores, fundadores, protectores, mártires, héroes, padres de patrias, santas heroínas, poetas nacionales… Y en el mismo desorden mental, a llamamiento de la misma angustia, la Europa culta ha experimentado la misma reviviscencia de sus innumerables pensamientos: dogmas, filosofías, ideales heterogéneos; las trescientas maneras de explicar el mundo, los mil y un matices del cristianismo, las docenas de positivismos; todo el espectro de la luz intelectual ha ostentado sus colores incompatibles, iluminando con una extraña lumbre la agonía del alma europea”.
El que vivimos es un cuadro de zozobra en el que se busca, equivocadamente o no, explicaciones en la prensa, en Internet, en la librería. Y en esta última se encuentra una nutrida oferta de libros. No sólo de historiadores como Manuel Caballero o Elías Pino Iturrieta, o de periodistas como Luis García Mora o Manuel Felipe Sierra; en los anaqueles se descubre también una considerable gama de novelas, libros de cuentos, poemarios de venezolanos. Y en el recital de poesía se consigue a Montejo y a Cadenas explicando cómo nos robaron la noche. Y en el diario se leen las entrevistas donde una intelectualidad no acostumbrada a estos temas, fija posición frente a la intolerancia, el abuso, el hachazo a la pluralidad y el atropello a los derechos civiles. Es un fenómeno en sí mismo, un fenómeno nuevo en una contemporaneidad nuestra que se pensaba libre del caudillismo y del poder que ejercía la vieja soldadesca, y que se confronta con los esquemas de hace dos y tres décadas en las que solíamos vivir más o menos ajenos o de espaldas al acontecer nacional, y nos dábamos el lujo de endosarle la política a los políticos.
Esta aprensión nacional nos ha colocado en la circunstancia de pensarnos y repensarnos individualmente. De pensar y repensar el país. Y el cuento, la novela, el poema, con su carga estética, con sus misteriosas imágenes y su inveterada ficción, colabora con ese clima de pensamiento y búsqueda vital.
La incertidumbre nos ha puesto a beber del mismo pozo. Ese temblor, esa desazón que nos cala en lo individual, tiene una expresión colectiva. Si fuese un problema regional, o de un grupo, o de eso que llaman “oposición”, no sería ni estadística ni humanamente relevante. Es una nación en todos sus niveles, buscando explicaciones y salidas. De ahí la profusión de la lectura y la escritura. De ahí la profusión actual de la literatura.
De esta manera se configura un escenario insospechado. Comienzan a surgir nuevos nombres, nuevas obras. Instituciones. Grupos. Iniciativas en las cuales cantidad de jóvenes se vuelcan no sólo a leer sino al deseo de aprender a escribir. Emergen de pronto entidades en las cuales escritores dan talleres, inclusive algunos comienzan a vivir de dar talleres.
El inventario es claro: a las reputaciones del pasado se le adicionan decenas de nuevos nombres y obras.

III
¿Pero es esto un boom?
¿Qué es un “boom”? ¿Cuándo se produce un “Boom”? Detengámonos por un momento en el punto. Ante todo, los booms parecieran tener vida propia, por lo que no se pueden armar, orquestar. Mucho menos decretar. El boom tiene un rasgo primigenio de naturalidad inherente que, si bien responde a causas, no se puede anticipar. No se puede siquiera financiar. Si se lo intenta, no prende. Fracasa. Segundo: no sólo de números vive el boom. Lo cuantitativo es importante pero no suficiente. Debe dar vida, si no, muere. En tal sentido, el boom, al menos en el terreno cultural, debe estar dotado de factura, de calidad.
Otra de sus características es que donde ha habido un boom, se ha constatado una auténtica necesidad de reinvención. Necesidad tal, que llega a desafiar el orden secular, los axiomas de la academia, las bases y supuestos aceptados. Es decir, hay un grado de maduración tal, que produce una suerte de salto de rango –en ocasiones cuántico–, una especie de chispa que pretende refundar la asignatura de donde proviene la escritura, la pintura, la música, y que pretende recrear, redirigir –y puede decirse que lo consigue– la historia.
En su núcleo hay un movimiento del espíritu que concita, invoca y catapulta. Es un momentum espiritual donde confluye lo íntimo con lo grupal, con lo económico, lo social y político. A veces hasta lo científico. Y cuando hablamos de espíritu, lo decimos porque es lo que va adelante, marcando y confiriendo los atributos.
Es el caso de la Europa de principios del siglo XX en la pintura, cuando se detonó ese taco de dinamita que quería abolir las formas, resignificar la realidad, acabar con la figuración, la escuela clásica. Y primero lo hizo a través del color. Fueron los tres años del fauvismo. Y no muy lejos, el expresionismo. Luego a través de la forma, y se llamó cubismo. Y tubismo. Y suprematismo. Y dadaísmo. Y abstraccionismo. Y la pintura y la vida dieron una vuelta de tuerca. Y las lecturas se modificaron. Y lo que al principio era considerado un cuerpo extraño, ajeno, “no arte”, todavía nos dura.
Fue el gran “boom” de la modernidad en la plástica. Arropó las otras disciplinas del arte. Y en algún momento se puede pensar que incluso movió muchas más cosas. Hasta la ciencia. O tomó de la ciencia elementos nuevos, como el de la teoría de la relatividad. En 1905 Albert Einstein publicaba su paper Sobre la electrodinámica de los cuerpos móviles, en el cual definía la Teoría de la relatividad especial. El arte se adelantó igualmente -en su registro- a problemas científicos de otra índole, como la fisión del átomo expuesta ¿intuitivamente? desde Seurat en el impresionismo (otro boom) y retomada igualmente por muchas obras de la modernidad, entre ellas el abstraccionismo, para por fin ser descubierta por Otto Hahn en el mundo de la química, hecho que le valió el Premio Nobel en 1944.
Cuando se da un boom, se constela una plataforma en la que se juntan las partes para que un algo esencial se exprese.
Tenemos otro ejemplo. El más estudiado en nuestros países. El de la literatura latinoamericana de los años sesenta. Que tiene el don de haber traído la contemporaneidad a unas letras que se agotaban en las viejas formas, en la inercia, en el costumbrismo, en la rigidez hueca y en el letargo de la imaginación, y no nos permitía salir del regionalismo y la dicotomía gastada de la lucha del hombre contra la naturaleza y el vetusto guanteo entre barbarie y civilización. Se sirvió de autores como Faulkner y Flaubert y le dio un vuelco a la escritura castellana, prestigiando a América Latina, que por primera vez marcó una pauta estética en el mundo y logró trascender todo cuanto habían hecho los españoles después de la experiencia sin par del Siglo de Oro.

IV
Aunque algunos –los más incrédulos– la crean en pañales, la narrativa venezolana vive un momento auspicioso. Son ya muchos los que contraviniendo los hábitos de otros tiempos, están escribiendo sistemáticamente. En la borrachera petrolera anterior, la que comenzó en la década de los años setenta y se prolongó hasta principios de los ochenta, se decía que publicar el segundo libro era más difícil que el primero. Como ahora, hubo noveles escritores editando sus títulos. Hoy lamentablemente, la mayoría de aquellos nombres no se recuerda. Están fuera de circulación. Entonces había dinero y el país no estaba dividido. El estado becaba y los talleristas recibían estipendios. El estado, no las empresas editoriales, publicaba a fondo perdido. De esa experiencia manirrota quedan pocos resultados, pero algo se avanzó.
Hoy hay mucha gente trabajando. Sin el derrotero de la gloria y sin aliciente crematístico. Hay, por decirlo de alguna forma, una real necesidad. Y hemos conquistado ciertas victorias. Sobre todo, ya superamos el handicap de que con suerte, de un libro se vendían ciento cincuenta ejemplares en un año. Hemos ganado incluso algunos premios fuera.
Pero no nos confundamos.
El reto es que ese fervor cuantitativo madure hacia lo cualitativo. Que empiecen a llegar las grandes obras. Si nos esforzamos, este pico, dentro de los tantos valles y mesetas de la historia de la literatura venezolana, una historia construida con base en gestas individuales, podría colocarnos a la altura de países como Colombia o Perú, que no ostentan ningún boom, pero sí una normalidad cultural a la que hay que aspirar. Con más trabajo, podríamos acercarnos a las crestas de Argentina y México.
Pero lo importante es la obra. Hay que trabajar sobre la calidad. Y olvidarnos de la idea de boom. No hay elementos suficientes para que se dé un boom en un país. No ha habido boom de la literatura argentina, ni de la mexicana, aun teniendo a Borges, Cortázar y a Rulfo. Ni siquiera de la norteamericana, siendo como lo es hoy, la referencia estética más importante del cuento y la novela. Para que se diera el de la literatura latinoamericana tuvieron que confluir las potencias de las letras de América Latina. Los países con mayor arraigo, tradición y fuerza cultural.
Cuando le preguntaban a Cortázar sobre la naturaleza del boom y le decían que fue un fenómeno editorial, él respondía: “cuidado”. Puede expresarse como un fenómeno editorial, porque ese fue el mecanismo, el medio, la fórmula que permitió que a los argentinos los leyeran los peruanos, a los mexicanos los colombianos, etc. Pero el boom no lo hicieron las editoriales, no lo hizo Víctor Seix ni Carlos Barral. “El boom lo hicimos nosotros, los autores”.
Y lo hicieron escribiendo, trabajando, desvelándose, imprimiéndole un gran esfuerzo. Sin proponerse un boom. Con una mística imbatible y un gran tesón, compartiendo entre autores, enviándose fotocopias de manuscritos, escribiéndose por correo. Ellos no luchaban por la conquista de un mercado ni hacían relaciones públicas. Simplemente se aferraban a la literatura, su enfermedad incurable, y a la conquista de algo bello, algo que no sabían exactamente qué era, pero lo perseguían corriendo todos los riesgos. Sabían que contra todo pronóstico estaban en una cruzada de alma, de reinvención de sí mismos, anticipándonos a todos. Y lo lograron.
Queridos colegas narradores:
A nosotros no nos resta sino escribir. Escribir mejores historias cada vez. Historias descargadas con el hígado y revisadas con los sesos. Que se sientan más verídicas que como hubieran ocurrido. Y estudiar. Analizar estructuras, arquitecturas narrativas. Trasegar el lenguaje, que es nuestro soporte. Emplearlo con justeza, sin ambages, sin fioritura, pero sin perder la altivez ni la conciencia de que trabajamos en una obra de arte. Y apoyarnos el diálogo. La literatura rusa que, a diferencia de las otras, nació con obras maestras, se sirvió desde el principio de este recurso. Cada vez que un cuento, una novela nos sacuda, desmontémosla por piezas. Como un mecánico debajo de un carro: con las manos engrasadas y el corazón limpio. Y aprendamos a esperar. A no apresurarnos. También el texto exige bodega y su barrica de roble.
Apoyémonos en nuestra tradición. Muchos de sus nombres nos honran. Desde Andrés Bello, Teresa de la Parra, Julio Garmendia, Gallegos…


Busquemos nuestro lugar en ella.




Maracaibo, 1 de octubre de 2008

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