SIR LAWRENCE B. ROBERTSON EL NEGRO. Por Fedosy Santaella


Por primera vez en su calculada vida, el ético, respingado y larguirucho sir Lawrence B. Robertson sentía la lujuria. En su juventud había saltado sin problema ni remordimiento este escalón, pisando fuerte en los pecados mentales de la vejez, los cuales no consideraba como tales, y, desde entonces, creía que ningún pecado carnal perturbaría su espíritu. Ahora, un poco molesto ─un poco nada más─ se daba cuenta de que estaba equivocado.
Su estúpido rostro de niño senil se extasiaba con aquellos senos enormes y firmes, con las caderas anchas, con la cintura estrecha, con las carnosas nalgas, con la sonrisa morena de Matilde, con el cabello azabache de Matilde, con los ojos vivaces de Matilde, con ella toda, que sudaba sexo moreno y le saturaba las narices al pobre sir Lawrence que había llegado a Brasil tan sólo para hacerle una visita de una semana a su hermano Albert y a su esposa irlandesa.
Aquel era su teórico último día. Se encontraba sentado en el patio, frente a la mesita de té, bajo un árbol grueso y de aspecto ancestral. Le sonreía a su hermano y a su cuñada. La miraba a ella y pensaba en sus senos blancos e insípidos, en su sexo de pez muerto, en el aburrimiento que implicaría hacerle el amor a aquella mujer sin gracia. En cambio Matilde…
Tenía que calmar la zozobra de su alma, y el escape a Londres no era precisamente la solución. Había decidido poseer a Matilde. Sí, “poseer”. Era una palabra extraña, cursi, pero eso era lo que él quería. Poseerla del mismo modo en que el rey Uterpandragón poseyó a Yguerma. Sir Lawrence, erudito y patriota, se había valido durante toda su vida de las leyendas medievales de su país para tomar decisiones difíciles. En esta oportunidad acudía a la historia en la que Merlín le da al lujurioso rey la figura del Duque de Cornuelles, esposo de la codiciada Yguerma.
El caso de sir Lawrence era muy parecido, pues Matilde estaba casada con un negro afable y sereno, pero con un mar de furia africana que reposaba en el fondo de los ojos. ¿Pero dónde encontraría un Merlín?
La respuesta era sencilla: él podría encontrar su Merlín en Bahía. En Salvador da Bahía de Todos os Santos sobraban brujos, umbandas, candomblés y cosas de esas. Sir Lawrence bien sabía que se encontraba lejos de los juicios, prejuicios, leyes y morales del Reino Unido, en un tercer mundo donde quizá la superchería funcionaba. Así que no le veía problema a la utilización de tales subterfugios. En caso de ser descubierto, existía la apelación al recurso de la experimentación científica. Él era un hombre ciencia, siempre lo había sido, todo el mundo lo sabía.
En estas meditaciones se hallaba sir Lawrence cuando fue interrumpido por la llegada del objeto de su deseo: Matilde se colocó frente a él y se agachó para servir la infusión. Así, agachada, el escote abierto, sir Lawrence le pudo ver los senos. Ella le pasó la taza y él presintió las delicias de su piel en el roce leve de sus dedos.
Hizo un esfuerzo por recobrar la voz para notificarle a Albert que se quedaba dos, tres días más, se quedaba porque le había encantado Bahía y, sobre todo, el calor, el calor de la gente…
Dos horas después sir Lawrence B. Robertson se encontraba en la parte de atrás de un taxi. Había cometido la infamia, la divina infamia de preguntarle al negro José María.
—Bruja, for mi futuro.
—Ol gut, veri gut -dijo el negro en su mal inglés y le dio la dirección de la favela y el nombre de la bruja: la comadre Garricha.
El taxi se detuvo en la entrada de una calle de tierra con una escalera de cemento que subía hasta perderse ente las casuchas.
—Be careful con un Caipora —le gritó el conductor.
El taxi se alejó zumbando carcajadas. Sir Lawrence se encogió de los hombros y empezó a subir las escaleras. Varios niños desnudos lo siguieron. Uno de ellos, una niña, le llamó la atención: su piel aceitada de sudor anunciaba las líneas de un cuerpo voluptuoso, de un cuerpo para todos los hombres, para la lujuria. Sir Lawrence le sonrió, y ella se echó a reír con una risa tan extraña como la del taxista, al tiempo que corrió escaleras arriba y pasó a su lado.
La niña se detuvo frente a una casita con la puerta abierta.
—La Garicha —dijo, señalando la casa una vez que sir Lawrence estuvo a su lado.
Entonces la niña corrió escalera abajo, hacia el grupo de pequeños nudistas. Sir Lawrence quiso llamarla, quiso gritarle: “Espera Matilde, espera…” Pero se percató de la locura que estaba a punto de cometer y entró en la casita.
Adentro encontró un grupo de nativas sentadas en unas sillitas de mimbre. Una mujer morena y desgarbada se acerco y le dijo algo en portugués. Sir Lawrence negó con la cabeza.
—¿Speak english? —pregunto la mujer en el idioma de sir Lawrence.
—Yes, my lady.
—Well, please seat, and wait your turn. Don’t worry, doña Garricha speaks a little english. She had been with a lot of men, of lot nationalities, and because of them she had a lot of widsow...

Sir Lawrence pensó que la explicación estaba de más, pero la mujer dio media vuelta y se alejó.
Fumando su pipa inglesa vio pasar una hora y treinta y dos minutos con treinta segundos, para ser exactos, mi querido Watson. La mujer desgarbada lo llamó, y él y su pipa y su reloj exacto la siguieron hasta un patio y luego hasta un ranchito de zinc al fondo. Adentro estaba una mujer negra, obesa, de senos descomunales. Por supuesto, Watson: la comadre Garricha.
La mujer lo invitó a sentarse frente a una mesa. Ella estaba sentada al otro lado, en silencio. Las velas del altar hacían resplandecer la grasa cobriza de su rostro. Sir Lawrence comprendió que debía hablar: Estaba nervioso y explicó sin fluidez, con una torpeza infamante para un inglés, sus lascivos deseos.
—Very difficult what you want from me, you know? —dijo la Garricha—. This working is going to take me exahausted. But it suppose that I going to having a good paid... Yes, I can do that working. Go home, gringo, and wait until midnight. The man is going to be outside, then you can have the woman. You will having the body of the nigger, and also his spirit, but be carefule...! Then, if everything is okay, you come back this very night and pay me this very night.
Sir Lawrence asintió y se puso de pie.
—Ista mesma noite —repitió la Garricha esta vez en su idioma con una voz que le venía de muy adentro, de más abajo del diafragma.
No supo que pensar cuando Albert ordenó a José María partir inmediatamente para Río de Janeiro. Desde su cuarto, en el piso de arriba, observó la partida del negro en el Jeep de su hermano. Ya eran las diez de la noche. Hasta entonces había estado a la expectativa, y ahora, bueno ahora solo faltaba (¿solo? No sabía si incluir esta insignificante palabra dentro de un drama tan angustiante) la llegada de la media noche. Su mente sistemática ya tenía el ajedrez preparado. Le había dicho al taxista que lo trajo de vuelta que, llegada la media noche, se estacionara frente a la casa, con las luces apagadas; no le importaba regresar a casa de la Garricha, una vez hecho el movimiento magistral lo demás era una tontería para un hombre de pensamiento lógico. Sin embargo, tuvo que aceptar que no pudo distraerse en otras cosas mientras esperaba. La pipa le molestaba y le reloj exacto se retrasaba. En su mente se repetían las imágenes: las escaleras, el cuarto de Matilde, el silencio, los grillos, la cama, las sábanas… ¡Oh sir Lawrence B. Robertson, que te perdonen Dios y la Reina y el parlamento y la Revolución Industrial y Churchill y Cromwell…!
No se dio cuenta hasta que se encontró frente al cuarto de Matilde. Descubrió que se sentía sombra. No existía en el mundo animal más silencioso que él. En las venas la sangre reventaba en las olas de fuego. Su cuerpo ardía, vibraba al son de un ritmo ancestral, malévolo, delicioso. Sintió sus ojos de gato iluminando la pared de la oscuridad, adivinando el jardín tropical que lo rodeaba. Olía a selva, a selva húmeda, a sexo húmedo, y su cuerpo olía a sexo y a selva. La noche era extraña, como una amante loca y misteriosa; pero él la conocía, la conocía desde milenios. La puertita se abrió ante él y encontró a Matilde despierta. Ella sonreía, lo llamaba y le daba atisbos de su desnudez bajo las sábanas. El entró al cuarto, se deshizo de las ropas y, como un demonio negro, se irguió ante el catre con su sexo erecto, palpitante, gigantesco. Ella se postró de rodillas ante el falo mágico; sus manos danzaban en el aire, luego rozándolo, luego en el aire. El demonio sentía el inmenso placer del fuego de los cuerpos. Tambores bramaban en el Universo. La mujer se puso de pie sobre el tálamo. El demonio clavó sus garras en las nalgas morenas. Ella se abrazó a su dios negro y dejó entrar el falo con violencia, con ira, con dolor, con placer. El demonio, petrificado, sonreía, y sus ojos eran soles de Brasil, soles de África. Un espasmo sacudió a la mujer. Ahora sus piernas se fundían con la espalda de su dios. Un huracán creció entre ellos y un estallido llenó la noche. Fuegos de semen, de sudor y jugos de mal salado…
En un súbito arrebato de conciencia, sir Lawrence escapa.
Corría, corría desnudo. Sus blancos pies pisaban un cemento ardiente. Al salir de la casa se había olvidado del taxi y de su desnudez. ¿Hacia dónde se dirigía? ¿Por qué no se detenía? Su mente inglesa trataba de darle orden al mundo, pero el caos era la totalidad, las calles campos descubiertos, la luna un sol rojo, el silencio un bramido y la soledad una inmensa presencia. Es una pesadilla, se dijo, pero él sabía que no era cierto. La persistencia de los dolores era la evidencia. Un dolor como una estocada fría y profunda latía dentro de su cerebro: era la vergüenza de su desnudez. La noche era demasiado clara y las estrellas eran los ojos de la Gran Bretaña. Otro dolor en el pecho, como un zarpazo de águila, anunciaba un posible fallo del corazón. Pero no se detuvo hasta que se encontró frente a la casa de la Garricha.
La mujer famélica abrió la puerta y lo guió hacia otra puerta a la izquierda. De repente, le pareció que olía a selva, a selva húmeda, a sexo húmedo. La noche era extraña, como una amante loca y misteriosa.
Sir Lawrence entró en el cuarto. Lo primero que su vista captó fue un espejo. En el espejo se reflejaba un mundo viscoso y amarillo, trastocado por las velas. En medio de ese mundo estaba él. Delgado, blanquísimo, arrugado. Y frente a él estaba la Garricha, acostada en la cama, obesa y desnuda. Sus manos bajaban, subían por todo su cuerpo; acariciaban la entrepierna, sus grasosos muslos, el vello negro y enroscado; apretaban los senos enormes, pellizcaban la punta alargada y arrugada de los pezones. Su lengua entraba y salía, se deslizaba sobre los labios.
—Pay me now, me paga agora —gimió la Garricha.
Sir Lawrence retrocedió. Su espalda se encontró con la puerta. La mujer estiró un brazo hacia él.
—Come, my Caipora, come —silbó la Garricha.
En las venas de sir Lawrence la sangre reventaba en olas de fuego. El olor a selva húmeda se impregnaba en su cuerpo y ahora él olía a selva húmeda, a sexo húmedo, olía a selva y a sexo. Dio un paso hacia adelante. La mujer lo seguía llamando. Tenía abierta las piernas y mostraba un sexo oscuro, donde los dedos regordetes se hundían y encontraban el clítoris largo y duro, los labios gruesos, la abertura mojada. Sir Lawrence se acercó a ella. Sus cuerpos ardían, vibraban al son de un ritmo ancestral, malévolo, delicioso. Las manos de la mujer apretaron el miembro de sir Lawrence. Y él se sintió como un demonio negro, con garras, con ira, con sonrisa, con soles de Brasil y soles de África. Y no obstante, era blanco. Se veía en el espejo y era blanco. Se veía los brazos, el pecho y era blanco.
La Garricha lo atrajo hacia la cama. Sir Lawrence se colocó encima de ella y empezó a moverse como un animal silencioso, instintivo. Se sentía un demonio, un demonio negro. Pero en el espejo era él, Sir Lawrence, el hombre blanco. Era él, Sir Lawrence B. Robertson, el negro.
Tomado del Libro: Cuentos de Cabecera

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