CORMAC McCARTHY. LA SEDUCCIÓN DEL MAL. Por Guillermo Piro

Una cosa (bueno, en realidad más de una) se cristaliza al terminar de leer No es país para viejos (bueno, en realidad apenas se lo empieza) y es que Cormac McCarthy siempre, desde su debut en 1992 con Todos los hermosos caballos, hasta El guardián del vergel, pasando por En la frontera, Ciudades de la llanura y Meridiano de sangre, siempre parece haber escrito para ser filmado por los hermanos Coen. Siempre. Esta relación es, naturalmente, correspondida. Porque Simplemente sangre o Fargo son películas que parecen haber sido escritas por Cormac McCarthy. Obviamente, esto no corre para La carretera, uno de los peores bodrios que nos depararon las novedades de 2007, una novela tan mala que sólo podía haber sido concebida por el mejor escritor norteamericano del momento.
Porque todo aquello que en La carretera era banal e innecesario, simplemente porque no aportaba un sólo nuevo ítem o situación o acontecimiento a la saga –que la literatura del siglo XX ya había abandonado por obsoleta y anacrónica– del último hombre sobreviviente en la Tierra, en No es país para viejos (traducida por Luis Murillo, su “traidor” histórico) es auténtico, pero de una autenticidad que, a falta de un nombre mejor, sugiero que empiece a llamarse mccarthyana, y que se identificaría con una serie de personajes que parecen sacados de una corte de los milagros, bestiales, con dolorosos secretos ocultos en alguna parte, presos de tentaciones de lo más terrenales y, sobre todas las cosas, lúcidos en su crueldad, en su estupidez y en su accionar parecido al de los lobos hambrientos o los buitres.
La trama es modesta: lo que queda después de un tiroteo entre narcotraficantes es un moribundo clamando por agua y un maletín con 2 millones de dólares adentro. La lógica dice que nadie se resiste a un botín semejante. Y también que nadie que haya perdido esa suma no esté dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperarla. Y hay más cosas que indican esa lógica: no hay nadie a quien el dinero no cambie. Y Llewelyn Moss, el cazador y veterano de Vietnam que encuentra el dinero y huye, no puede ser el primero. Otros dos personajes centrales, antagónicos, hacen escandir sus tribulaciones, siempre detrás del paradero de Llewelyn: Bell y Chigurh, el sheriff y el psicópata.
Pocas cosas hay más secas que la escritura telegráfica de McCarthy. Carece del humor de otro maestro de la novela negra como Elmore Leonard, pero en un lugar la literatura de los dos confluye en el mismo punto: ambos son capaces, dando muestras de una maestría absoluta, de desaparecer de la escena. Leyéndolos uno no se siente tentado a pensar, todo el tiempo, en las dotes de quien es capaz de escribir semejantes cosas; de un modo mucho más simple, el lector se vuelve una víctima, frágil, como casi todas las víctimas. Y ése es el único punto en donde la novela de McCarthy parece flaquear, cuando al estilo de las novelas de Sven Hassel introduce cada capítulo con un monólogo impreciso (poético, entonces) de Bell. Todas y cada una de esas páginas están de más (eso es algo que jamás hubiera hecho Elmore Leonard, alguien que como ningún otro narrador americano sabe espolvorear el orégano en la pizza).
Cormac McCarthy parece haber abandonado esos destellos metafóricos con los que cada tanto adornaba las andanzas de sus antihéroes. Reseco, lacónico, solamente describe lo que ve y oye. Y lo que ve y oye es difícil de transcribir. Sin embargo sigue fiel a cierto “diseño” visual. Como ocurre con pocos escritores (Céline, Arno Schmidt), lás páginas de sus libros se reconocen a simple vista. Cormac McCarthy posee un verdadero don, que es el sello de su inmensidad: cuando evoca una mañana fría, literalmente nos congela las orejas. Una voz ronca suena verdaderamente intimidatoria. Y el mismo atardecer, que los protagonistas contemplan desde distintos puntos, deteniendo durante tres minutos el fluir de los pensamientos asesinos, es el atardecer más bello que hemos visto en la vida.
La crítica comparó a Cormac McCarthy con William Faulkner, con Melville, con Mark Twain y con Shakespeare. Convengamos que de todas, la única que suena un poco exagerada es la comparación con Shakespeare. Porque con No es un país para viejos, McCarthy decidió volver a la gran tradición de la novela negra, que es el género norteamericano por excelencia. El escenario de fondo son las tierras froterizas entre Estados Unidos y México, lugar de encuentro y desencuentro de dos mundos en apariencia divergentes, poblado por los mismos animales.

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