EL DERRUMBE. Por Francis Scott Fitzgerald

Sin duda que la vida entera es un proceso de quebrantamiento, pero los golpes que desempeñan la parte dramática del trabajo —los grandes y repentinos golpes que vienen, o parecieran venir, del ex­terior—, los que uno recuerda y lo hacen culpar a las cosas, y de los cuales, en los momentos de debilidad, se habla a los amigos, no mues­tran sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpe que viene de adentro y que uno no siente hasta que es ya demasiado tarde para impedirlo, hasta que comprende positivamente que de algún modo no volverá a ser el mismo. El primer tipo de quebrantamiento parece ocurrir rápido; el segundo ocurre casi sin que uno lo sepa, pero se le percibe en realidad muy de repente.
Antes de continuar con esta breve historia, permítaseme hacer una observación general: la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener en la mente dos ideas opuestas a la vez sin perder la capacidad de funcionar. Uno debiera, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar determina­do a cambiarlas. Esta filosofía concordaba perfectamente con los primeros años de mi edad adulta, cuando vi cómo lo improbable, lo no plausible, a menudo lo “imposible”, se hacía realidad. La vida era algo que se podía dominar si es que había algo de bueno en uno. La vida se rendía con facilidad a la inteligencia y el esfuerzo, o a la pro­porción que de ambos pudiera reunirse.
Ser escritor de éxito parecía un asunto romántico: uno no sería jamás tan famoso como un artista de cine, pero la notoriedad que se lograra sería probablemente más duradera; no tendría tampoco el poder de un hombre de fuertes convicciones políticas o religiosas, pero era por cierto más independiente. Desde luego que en la práctica de nuestro propio oficio estábamos siempre insatisfechos, pero yo, por ejemplo, no hubiera elegido otro por ningún motivo.
Mientras transcurrían los veinte, con mis propios veinte llevándo­les un poquito de delantera, mis dos pesares juveniles —no ser lo suficientemente grande (o bueno) para jugar fútbol en el collegey no haber sido enviado a ultramar durante la guerra— se resolvieron en infantiles ensueños de heroísmo imaginario que resultaban buenos para dormirse durante las noches inquietas. Los grandes problemas de la vida parecían solucionarse, y si el asunto de arreglarlos resultaba difícil, lo agotaban a uno demasiado como para pensar en problemas más generales.
Hace diez años, la vida era en gran medida un asunto personal. Había que mantener en equilibrio el sentido de la futilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevita– bilidad del fracaso y aun la determinación de “triunfar”... Y más que éstas, la contradicción entre la mano muerta del pasado y las grandes intenciones del futuro. Si lograba hacerlo en medio de los males corrientes —domésticos, profesionales y personales—, entonces el ego podría continuar como una flecha disparada desde la nada y hacia la nada, pero con tanta fuerza que sólo la gravedad terminaría por traerla de nuevo a la tierra.
Durante diecisiete años, con un año en que lo central fue un deli­berado haraganeo y descanso, las cosas se sucedieron así, siendo las nuevas tareas sólo una agradable perspectiva para mañana. Estaba viviendo con ahínco, también, pero: “Hasta los cuarenta y nueve estará bien —decía—. Puedo estar seguro de eso. Para un hombre que ha vivido como yo, es todo cuanto se puede pedir”.
...Y entonces, a diez años aún de los cuarenta y “nueve, descubrí de pronto que me había derrumbado prematuramente.
Pero un hombre puede derrumbarse de muchas maneras: es posi­ble que el golpe sea en la cabeza; ¡caso en el cual otros lo despojan a uno del poder de decisión!; o en el cuerpo, lo que hace inevitable someterse al blanco mundo de los hospitales, o en los nervios. William Seabrook, en un libro despiadado, cuenta con cierto orgullo y con un final de película cómo se convirtió en una carga pública. Lo que lo condujo al alcoholismo, o que estuvo al menos presente, fue un de­rrumbamiento de su sistema nervioso. Aunque el autor de estas líneas no se hallaba tan implicado —haría seis meses por esos días que no se tomaba ni un vaso de cerveza—, eran sus reflejos nerviosos los que estaban cediendo: demasiada rabia y demasiadas lágrimas.
Lo que es más —para volver a mi tesis de que la vida tiene una ofensiva variable—, la noción de haberse derrumbado no coincidió con un golpe, sino con un período de tranquilidad.
No mucho antes había estado en la oficina de un gran médico, escuchando una grave sentencia. Con lo que, mirando atrás, pareciera cierta ecuanimidad, yo había seguido con mis asuntos en la ciudad donde entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en todo lo que quedaba sin hacer, o en lo que ocurría con esta y aquella obliga­ción como lo hace la gente en los libros; estaba bien asegurado, y de todas maneras había sido un guardián mediocre de la mayoría de las cosas que se dejaran en mis manos, inclusive de mi talento.
Pero el instinto me dijo fuerte y repentinamente que debía estar solo. No quería ver a nadie. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida; era bastante sociable, pero tenía una tendencia muy marcada a identificarme, en mis ideas, en mi destino, con todos aquellos con quienes me relacionaba, de cualquier clase que fueran. Siempre estaba salvando o siendo salvado: en una sola mañana era capaz de pasar por todas las emociones que pudieran atribuírsele a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de inescrutables discor­dias y de amigos y partidarios inalienables.
Sin embargo, ahora quería estar totalmente solo, y así me las arreglé para mantenerme más o menos al margen de las responsabili­dades ordinarias.
No fue un período de infelicidad. Partí y disminuyeron las perso­nas. Descubrí que estaba más que cansado. A veces podía permanecer tendido durmiendo o dormitando hasta veinte horas al día, de lo que me alegraba, y en los intervalos trataba resueltamente de no pensar, y para lograrlo hacía listas, hacía listas y las rompía, listas por cientos: de dirigentes de caballería y jugadores de fútbol, y de ciudades y melodías populares, y de pitchers, y de tiempos felices y de aficiones, y de casas en que había vivido, y de cuántos trajes había comprado desde que salí del ejército, y cuántos pares de zapatos (no conté el traje que me compré en Sorrento y que encogió, ni los zapatos y la camisa de vestir con cuello que anduve trayendo durante años sin jamás ponérmelos, porque los zapatos se volvieron ásperos y húmedos, y la camisa y el cuello, amarillos y hediondos a almidón). Y listas de mujeres que me habían gustado, y de los tiempos en que me había dejado desairar por gente que no era mejor que yo ni en carácter ni en capacidad.
...Y entonces, repentina y sorpresivamente, me sentí mejor.
...Y me quebré como un plato viejo apenas oí las noticias.
Ese es el verdadero final de esta historia. ¿Qué hacerle? Eso es algo que tendría que descansar en lo que solía llamarse “las entrañas del tiempo”. Baste decir que después de más o menos una hora de solitario abrazo con la almohada comencé a darme cuenta de que durante dos años mi vida había consistido en girar recursos que yo no poseía, pero al precio de hipotecarme física y espiritualmente hasta el tope. ¿Qué era el pequeño regalo de vida que recibía en comparación con eso?..., cuando había tenido orgullo de mi orden y confianza en una indepen­dencia permanente.
Me di cuenta de que en esos dos años, con el objeto de preservar algo —un secreto interior tal vez, tal vez no—, me había apartado de todas las cosas que antes amaba, de que cada acto de la vida, desde el aseo matinal de dientes hasta la comida con un amigo, se había conver­tido en un esfuerzo. Comprendí que durante mucho tiempo no me gustaron ni las gentes ni las cosas, sino que tan sólo había adoptado la vieja y endeble máscara del cariño. Comprendí que aun mi cariño por aquellos que me eran más cercanos se convertía sólo en un intento de amar, que mis relaciones ocasionales —con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo— eran solamente lo que yo recordaba que debíahacer, en comparación con otros días. Y en el mismo mes llega­ron a exasperarme cosas tales como el sonido de la radio, los avisos en las revistas, los chillidos de la vía férrea, el silencio muerto del campo; me volví despectivo ante la blandura humana, de inmediato (si bien furtivamente) hostil hacia la dureza; odiando a la noche cuando no podía dormir y odiando el día porque marchaba hacia la noche. Dormía ahora sobre el lado del corazón porque sabía que mientras más pronto lo cansara, aunque fuese un poquito, más pronto llegaría esa bendita hora de la pesadilla que, como una catarsis, me capacitaría para enfrentar mejor el nuevo día.
Había ciertos puntos, ciertas caras a las que Podía mirar. Como la mayoría de los nacidos en el Medio Oeste, nunca he tenido dema­siados prejuicios raciales: siempre tuve un secreto deseo de esas hermosas rubias escandinavas que se sentaban en los porches de Saint Paul, pero que económicamente no había surgido lo necesario para formar parte de lo que entonces constituía sociedad. Eran demasiado bonitas para ser “polluelas” y habían salido muy recientemente de las granjas como para ocupar un lugar bajo el sol, pero yo recordaba haber caminado cuadras nada más que para vislumbrar ese cabello relucien­te: el brillante mechón de una muchacha que jamás conocería. Estoy haciendo cháchara urbana e impopular. Eludo el hecho de que en esos últimos días no podía tolerar ni la presencia de los celtas, los ingleses, los políticos, los extraños, los virginianos, los negros (claros u oscu­ros), la Gente que Caza, los vendedores, de los tipos de clase media, en general, de los escritores (evitaba muy cuidadosamente a los escritores porque ellos pueden perpetuar los líos como nadie más puede hacer­lo)... y de todas las clases en cuanto clases y de la mayoría de la gente en cuanto a miembros de su clase... En un intento de aferrarme a algo, me gustaban los médicos y las niñitas hasta más o menos la edad de trece, y los muchachos bien educados desde algo así como los ocho años adelante. Lograba encontrar paz y felicidad en estos pocos grupos de gente. Olvidé agregar que me gustaban los viejos mayores de setenta y hasta mayores de sesenta si es que sus caras se veían secas. Me gustaba el rostro de Katharine Hepburn en la pantalla, sin importarme lo que se dijera sobre sus afectaciones, y la cara de Miriam Hopkins, y los viejos amigos, siempre que sólo los viera una vez al año y pudiera recordar sus fantasmas.
Todo esto resulta bastante inhumano y mezquino, ¿verdad? Bue­no, ése, muchachos, es el verdadero síntoma del desmoronamiento.
No es un cuadro de lo más hermoso. Fue inevitablemente aca­rreado de un lugar a otro dentro de su marco y expuesto ante diversos críticos y críticas. A una de ellas sólo se le puede describir como una persona cuya vida hace que las vidas de otras personas se parezcan a la muerte..., aun esta vez, aunque la pusieron en el a menudo poco simpático papel de consoladora de Job. A pesar de que esta historia ya terminó, permítanme agregar nuestra conversación a manera de postdata:
—En vez de compadecerte tanto, escucha —expresó ella (siempre dice “escucha” debido a que piensa mientras habla; de veras piensa). De modo que dijo—: Escucha. Imagínate que no se tratara de un derrumbe en ti... Imagínate que fuera un derrumbe en el Gran Cañón.
—El derrumbe es en mí —repuse heroicamente.
—¡Escucha! El mundo sólo existe en tus ojos, en tu concepción de él. Puedes agrandarlo o achicarlo a tu antojo. Y estás tratando de ser un individuo pequeño y enfermizo. Santo cielo, si alguna vez yo me derrumbara, trataría de hacer que el mundo se derrumbara conmigo. ¡Escucha! El mundo sólo existe en la medida en que lo percibas, y por lo tanto es mucho mejor decir que no eres tú quien se ha derrumbado, sino el Gran Cañón.
—¿Ya se tragó a todo su Spinoza la niña?
—No sé nada de Spinoza. Lo que sé... —Habló entonces de viejas heridas suyas que parecían, en las palabras, haber sido más dolorosas que las mías, y de cómo las había atacado, aventajado, derrotado.
Sentí cierta reacción ante lo que dijo, pero soy hombre que piensa lento, y se me ocurrió, simultáneamente, que de todas las fuerzas naturales, la única imposible de comunicar es la vitalidad. En los días en que a uno le llegaba el jugo como un artículo sin impuesto, uno trataba de distribuirlo, pero siempre sin éxito; para seguir mezclando metáforas, la vitalidad nunca se “pega”. Se la tiene o no se la tiene, igual que la salud o los ojos cafés o una voz de barítono. Podría haberle pedido que me convidara un poco, envuelta con cuidado y lista para cocinarla y digerirla, pero no la habría obtenido jamás, ni aunque me hubiera quedado esperando mil horas con la taza de lata de la autocompasión. Pude alejarme de su puerta, sosteniéndome muy delicadamente, como loza trizada, y penetrar en el mundo de la amar­gura, donde me estaba construyendo mi casa con los materiales que allí se encuentran — y recordar después de salir de su puerta:
“Eres la sal de la tierra.
Pero si la sal ha perdido su sabor,
¿con qué se la ha de salar?” MATEO 5–13.

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