LA CARRETERA. Por Roberto Echeto

Anoche terminé de leerla. ¡Qué gran novela!
A simple vista, La Carretera trata sobre el viaje de un padre y de un hijo por un país devastado. Como todo ocurre en un mundo yermo y ceniciento en el que la gente se come a la gente, es muy fácil creer que estamos ante otra historia apocalíptica del tipo Mad Max. Yo mismo confieso haberme preguntado más de una vez por qué Cormac McCarthy contaba otra vez un relato que ya contaron Stephen King en Apocalipsis y en Cell, Ray Bradbury en sus inolvidables Crónicas marcianas y hasta Vittorio De Sica en aquella película protagonizada por Sophia Loren titulada Dos mujeres. La respuesta más seria que encontré tenía que ver con que los escritores sienten cada cierto tiempo el deber de reinventar y actualizar el mito del apocalipsis justamente para que a ningún demófago real le dé por desatar los demonios de la abominación universal y freírnos a todos en un instante irrepetible. De Virgilio al soldado Ryan, pasando por Goya, la mejor manera de combatir las guerras ha sido hablar sobre las desgracias que cada una trae consigo.
Sin embargo, cuando terminas de leer La Carretera, te queda un sabor extraño en la boca y es porque te das cuenta de que leíste una metáfora de 210 páginas en las que el apocalipsis no era lo más importante. Al final, la novela no trataba sobre un padre y un hijo caminando por un mundo quemado por una guerra mundial. Al final leíste una obra que trataba sobre cómo todo padre le insufla vida a su hijo, lo enseña a mantener ese hálito, a sobrevivir y a convertirse en una persona que tendrá que tomar sus propias decisiones. Este libro, ¡maldita sea!, trata sobre cómo el deber de cada hombre es mantener la vida y propiciar que ésta continúe en el futuro a pesar de la inexorabilidad de su fin, de las circunstancias adversas que la rodean y de todo cuanto se oponga a que la Vida (con mayúsculas) siga su curso por los siglos de los siglos.
La Carretera, que es la metáfora de la vida (un laberinto con curvas, rectas, barrancos, caníbales de toda pelambre emboscados en los recodos y en las cunetas), es una alegoría de cómo cada ser humano no puede sustraerse a ese deber. De ahí emanan la grandeza de esta novela y la razón por la cual nos ha conmovido tanto.

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