EL ÁNGEL LITERARIO. Fragmento. Por Eduardo Halfon

Empecé a escribir este libro, como siempre, sin saber hacia dónde me dirigía. Nada más deseaba, sin tampoco saber por qué, escribir cuentos biográficos sobre algunos autores que me gustan, que me han marcado en cierta forma como lector y como escritor y, especialmente, como persona. Tal vez quería brindarles un tipo de homenaje o peculiar tributo –no conozco sentimiento más embarazoso que la admiración, recuerdo que dijo o pudo haber dicho Baudelaire. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que había un dato biográfico concreto en sus vidas que me interesaba especialmente señalar: el momento exacto en que se habían convertido en escritores. A través de un velo romanticista, yo miraba ese instante como casi un hechizo, como el despertar literario de un pobre príncipe en un cuento de hadas. Ingenuo, ni modo, pero así comencé. Algunas veces encontraba que ese momento era el de primera escritura; otras era el momento o las circunstancias de inspiración; y aun otras era el momento decisivo en el pulir de su artesanía como escritor. O sea que el núcleo inicial de un escritor, claro está, se me tornó ambiguo de inmediato. Muy escurridizo. A mí mismo se me hacía difícil tenerle que explicar a alguien qué estaba escribiendo (todavía hoy me encuentro dando explicaciones, no sé, quizás dándome explicaciones). El cuento de hadas se derrumbó con todo y el velo, y me enteré de que, en la vida real, el pobre príncipe siempre continúa durmiendo.
El diario, entonces. Llevar un diario que registrara este proceso fue una idea espontánea, inesperada, surgida en un diálogo casual entre dos amigos para ir dejando constancia de todas las dudas que me fuesen surgiendo en el camino, un camino que resultó ser más escabroso, más personal, más íntimo de lo que me pude haber imaginado. Ir anotando mis inquietudes quizás me ayudaría a sujetar con firmeza ese tema que, como algún líquido viscoso, se me estaba filtrando entre los dedos. Cabe mencionar que yo no soy una persona de diarios. Prefiero leerlos, el de Pessoa, el de Kafka, el de Cheever. Pese a que obligo a mis alumnos a tener uno durante mis cursos, yo jamás he llevado un diario: esta fue la primera vez.
Escritores me cayeron en aguaceros. Se aparecían por todos lados. Y entré, como siempre me ocurre cuando escribo, en una profunda obsesión. Soñaba con este libro. Casi no salía de mi casa por temor a que se me fuera a ocurrir algún detalle importante y no estuviese cerca de mi computadora para teclearlo. Las pocas veces que me aventuraba hacia las calles era para entrevistar a alguien o buscar cierta biografía que me hacía falta; sólo mandados breves para servirle, como un mayordomo, a este manuscrito. No sé si a todo escritor le sucede lo mismo, pero me gustaría pensar que sí. En fin. Leía una o dos biografías diarias, sin ningún orden, sin ninguna secuencia, detectando el vuelo del ángel literario con cada vez más facilidad. Contacté a aquellos escritores que pude localizar, y empecé a entrevistarlos virtual, personal o telefónicamente, como fuese. Unos me ayudaron, otros se enfadaron, otros me ignoraron. Entonces, ya con cierta información pero carente de ideas preconcebidas, me sentaba a narrar. Todos los días. A cualquier hora. Algunas veces logré un cuento completo y para mí bastante sólido, otras uno muy breve, otras uno muy malo, otras sólo el germen de alguna idea, y otras absolutamente nada.
Ahora, meses después, he terminado de ensamblar un extraño mosaico de ideas y relatos y anécdotas y entrevistas, el cual, visto desde muy cerca, creo que no tiene ningún sentido. Un mosaico sólo se logra apreciar desde lejos –y a veces ni así.
Se me ocurre que quizás todas aquellas decisiones aparentemente accidentales y espontáneas que se fueron tomando en el camino –y recuerdo ahora con lucidez las palabras de aquel escritor neófito mientras batallaba con sus espaguetis–, sólo me estaban conduciendo a una pregunta crucial, digamos que a la pregunta: por qué me había convertido en escritor. Yo, no ellos. Yo, no todos los demás escritores que obsesivamente andaba persiguiendo hasta en mis sueños. Por qué empecé yo a escribir. Por qué escribo. Quizás investigaba las vidas de otros buscándome a mí mismo, buscando el momento en que me voló por encima ese ángel literario y, maldiciéndome, injuriándome, derramó sobre mi cabeza tantas palabras. Qué sé yo. Responder a esa pregunta es quizás la respuesta a esta magnánima pregunta que de a poco se ha ido tornando en una novela y un diario y una autobiografía y un ensayo y una especie de enciclopedia de influencias literarias, todo al mismo tiempo y al mismo tiempo, en nada. Porque a fin y al cabo este mosaico de mi proceso literario no tiene una respuesta última. Siempre, al leerlo de nuevo, sentiré un faltante. Tantas páginas más tarde, y aún no sé por qué empecé a escribir este libro, y aún no sé por qué empecé a escribir del todo, y aún no sé por qué sigo escribiendo. Admito frustrado que no sé y que nunca sabré. Admito aterrado que igual de fácil que encontré a la literatura, podría perderla por completo. Admito vencido –con el riesgo de caer en un solipsismo– que tal vez estoy terminando de escribir un libro que no se puede escribir.
Así pasa la gloria del mundo, escribió Nicanor Parra o Roberto Bolaño citando a Nicanor Parra, no sé, así pasa la gloria del mundo, sin gloria, sin mundo, sin un miserable sándwich de mortadela.
Entre tantas dudas que me acechan en medio de esta afiebrada melancolía que aún aquí en Barcelona no logro sacudirme, una cosa tengo clara. Las personas entran y salen de la literatura sin saber por qué. Y quizás el solo hecho de preguntárselo es acercarse demasiado al sol, pues la razón jamás podrá comprender manifestaciones de un espíritu estético. Jamás. Sin pedir permiso ni perdón, el ángel literario se asoma, nos eleva efímeramente hacia algunos paraísos y nos arrastra hacia nuestros propios infiernos, y eso es todo, y a la mierda.

(El ángel literario, Anagrama, 2004)

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