LAS PIADOSAS (Fragmento) Por Federico Andahazi

Las nubes eran catedrales negras, altas y góticas que de un momento a otro habrían de derrumbarse sobre Ginebra. Más allá, al otro lado de los Alpes de Saboya, la tormenta anunciaba su ferocidad dando azotes de viento que enfurecían al apacible lago Leman. Acosado entre el cielo y las montañas, como un animal acorralado, el lago se rebelaba echando coces de caballo, zarpazos de tigre y coletazos de dragón, todo lo cual resultaba en un oleaje tumultuoso. En una recóndita concavidad abierta entre los peñascos que se precipitaban perpendiculares hasta hundirse en las aguas, se extendía una pequeña playa: apenas una franja de arena semejante a un cuarto de luna, menguante cuando las aguas subían y creciente en la bajamar. Aquella tempestuosa tarde de julio de 1816, junto a la cabecera del muelle que limitaba el extremo oeste de la playa, amarró una pequeña embarcación. El primero en descender fue un hombre rengo que se vio obligado a hacer equilibrio para no caer en las fauces de las aguas, cuya iracundia se descargaba contra la estructura de la endeble escollera que, sobrevolada por las gaviotas, presentaba el aspecto de una fantasmagórica osamenta varada. Una vez en tierra, el recién llegado se aferró con un brazo a uno de los palos y, extendiendo el otro, ayudó a bajar al resto de sus acompañantes: primero a dos mujeres y luego a otro hombre. El grupo emprendió la caminata a lo largo del muelle hacia la tierra firme, como lo haría una troupe de torpes y alegres equilibristas, sin demorarse a esperar a que descendiera un tercero quien, no sin dificultades, tuvo que arreglárselas completamente solo. Iban en fila contra el viento y la pendiente, hasta llegar —empapados, divertidos y jadeantes— a la casa situada en la cima del pequeño promontorio de la Villa Diodati. El tercer hombre caminaba con pasos cortos y ligeros, taciturno y sin levantar la vista del suelo, como un perro que siguiera la huella de su amo. Las mujeres eran lady Mary Godwin Wollstonecraft y su hermanastra, Jane Clairmont. La primera, pese a que aún era soltera, reclamaba para sí el derecho de llevar el apellido del hombre con el que habría de casarse: Shelley; la segunda, por razones menos conocidas, había renunciado a su nombre y se hacía llamar Claire. Los hombres eran Lord George Gordon Byron y Percy Bysshe Shelley. Pero ninguno de estos personajes interesa demasiado en esta historia, salvo aquel que descendió último del barco, el que caminaba solitario y rezagado: John William Polidori, el oscuro y despreciado secretario de Lord Byron.
Los sucesos de aquel verano en la Villa Diodati son suficientemente conocidos. O al menos algunos de ellos. Sin embargo, el hallazgo de cierta correspondencia que habría sobrevivido al Dr. Polidori, el sombrío autor de The Vampyre, revelaría otros episodios, hasta ahora desconocidos, en torno a su vida y, más aún, echaría luz sobre las razones de su trágica y precoz muerte.
Según se consigna, The Vampyre constituiría el primer relato de vampiros, la piedra basal sobre la que habrían de sucederse incontables historias, hasta el punto de convertir el vampirismo en un verdadero género, cuya cúspide —al menos en orden de trascendencia— alcanzara Bram Stoker con su conde Drácula. No existe historia de vampiros que no guarde una deuda de gratitud con el satánico Lord Ruthwen que pergeñara John Polidori. Sin embargo, los sucesos que envuelven el nacimiento de The Vampyre parecen ser tan sombríos como el propio relato. Se sabe que no existe cosa más dudosa que la paternidad. Afirmación que, naturalmente, podría hacerse extensiva a los vástagos literarios. Aunque los repetidos incidentes relativos al plagio —acusaciones remotas y recientes, comprobadas o descabelladas— parecieran ser intrínsecos a la literatura y tan antiguos como ella, en el caso de The Vampyre las disputas no se suscitaron justamente por reclamos de propiedad. Al contrario, por alguna extraña razón, nadie quiso reconocer como propia a la maléfica criatura que estaba llamada a abrir caminos. El cuento se publicó en 1819 y llevaba la firma de Lord Byron; pero nótese la paradoja: mientras aceptaba su responsabilidad en el —digámoslo así— confuso embarazo de Claire Clairmont, Byron rechazaba furiosa y vehementemente todo parentesco con The Vampyre, atribuyendo la "culpabilidad" a su secretario, John William Polidori. Y así quedó escrita la historia.
Ahora bien, un relato tan tétrico como The Vampyre no podía, desde luego, tener un origen menos tenebroso que su contenido. Es sabido que, luego de la muerte de Polidori, se halló en su poder una considerable cantidad de cartas, documentos y escritos que habrían de agregar datos indeseables a las biografías de varios ilustres personajes, quienes, con entera justicia, hubieran pretendido para sí una pacífica posteridad.
La correspondencia en cuestión no es novedosa. O, más bien, las absurdas y escandalosas instancias jurídicas, académicas y hasta políticas por las que dichos documentos debieron atravesar son bastante conocidas. Las polémicas acerca de su autenticidad fueron una verdadera guerra. Se dieron a conocer los informes de los expertos, los resultados de las pruebas caligráficas, las ambiguas declaraciones de los testigos, las airadas desmentidas de los actores más o menos involucrados. Pero lo que nunca, lo que jamás se conoció públicamente es el contenido de una sola de las cartas ya que, según se dijo, se habrían quemado en el incendio que destruyó los archivos del juzgado en 1824. Y era previsible. Pero los escándalos, pese a la magnitud y a la ilusión de eternidad que puedan provocar, suelen ser tan efímeros como el tiempo que los separa del siguiente y acaban invariablemente sepultados por toneladas de papel y ahogados en ríos de tinta. El férreo silencio de los involucrados, el progresivo desinterés del público y, finalmente, la muerte de todos los actores sumió en el olvido la controvertida documentación de la cual, por otra parte y según se afirmaba, no habían quedado más que cenizas. Lo único que sobrevivió fue el no menos dudoso diario de John William Polidori.
Como el lector ya habrá de sospechar, se impone un inevitable "sin embargo..." Efectivamente, por razones completamente azarosas, poco tiempo atrás, estando yo en Copenhague, entró en contacto conmigo un amabilísimo personaje que se presentó como el último de los teratólogos, un exégeta de los antiguos textos referidos a monstruos, una suerte de arqueólogo del horror, buscador de cuanto testimonio hubiesen dejado en su espantoso paso por el mundo los míticos teratos; en fin, un taxonomista de nuevos y temibles leviatanes humanos. Era un hombre pálido y longilíneo, de una anacrónica elegancia; fue una breve conversación durante la noche prematura del invierno danés en el Norden Café, frente a la fuente de las cigüeñas, allí donde muere la calle Klareboderne. Según me dijo, estaba enterado de un reciente artículo mío sobre el tema que lo ocupaba y se vio tentado de intercambiar conmigo alguna información. No era mucho lo que yo podía ofrecerle, de modo que no tuve otro remedio que confesarle mi condición de neófito en materia teratológica; se mostró sorprendido de que, siendo yo oriundo del Río de la Plata, ignorara la versión que señalaba que el destino último de buena parte de la correspondencia de John William Polidori habría sido, presumiblemente, un antiguo caserón otrora perteneciente a cierta tradicional familia porteña de remota ascendencia británica. Mi pintoresco interlocutor nunca había estado en Buenos Aires y las referencias con las que contaba eran pocas e imprecisas. Sin embargo, de acuerdo con la vaga semblanza que hiciera de la casa y según su emplazamiento "cercano al Congreso", no tuve dudas de cuál se trataba. Era un ruinoso palacete que, por curiosa coincidencia, me era absolutamente familiar. Infinidad de veces había pasado yo por la puerta de aquella extemporánea casa de la calle Riobamba, cuya arquitectura inciertamente victoriana jamás se adecuó a la fisonomía porteña. Nunca habían dejado de sorprenderme ni la desproporcionada palmera que —en el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires— se elevaba por encima de los siniestros altos ni la reja que precedía al atrio, hostil y amenazante, eficaz a la hora de disuadir a cualquier inopinado vendedor ambulante de aventurarse más allá del portón.
Apenas hube llegado a Buenos Aires, no vacilé en relatar mi conversación de ultramar a mi amigo y colega Juan Jacobo Bajarlía —sin dudas nuestro más informado estudioso del género gótico—, quien se ofreció de inmediato a oficiar de Caronte en el infernal periplo porteño que se iniciaba a las puertas del caserón de la calle Riobamba. Me adelanto a decir que, gracias a sus artimañas de abogado y a sus argucias de escritor, llegamos, luego de infinitas indagaciones, hasta los presuntos documentos.
En honor a un compromiso de discreción, me es imposible revelar más detalles acerca del modo en que, finalmente, dimos con los supuestos "documentos". Y si me amparo en la cautelosa anteposición del adjetivo supuestos y en las precavidas comillas, lo hago en virtud de la sincera incertidumbre: no podría afirmar que tales papeles no fueran apócrifos ni tampoco lo contrario, porque en rigor no tuve la oportunidad siquiera de tenerlos en mis manos.
En realidad, durante la entrevista en el viejo caserón, no vi ningún original: nuestro anfitrión —cuya identidad me excuso de revelar— en parte nos leyó y en parte nos relató el contenido de los numerosos folios encarpetados, unos papeles fotostáticos ilegibles casi por completo. Las dimensiones del sótano, entre cuyas cuatro oscuras paredes nos encontrábamos, no pudieron abarcar el volumen de nuestro asombro. Como no nos estuviera permitido conservar ningún testimonio material —ni una copia ni tan siquiera una anotación—, lo que sigue es, a falta de memoria literal, una laboriosa reconstrucción literaria. La historia que resultó de la concatenación de las cartas —fragmentos apenas— es tan fantástica como inesperada. A punto tal que la genealogía de The Vampyre sería, apenas, la llave que develaría otros increíbles hallazgos atinentes al concepto mismo de paternidad literaria.
En lo que a mí concierne, no le otorgo ninguna importancia al eventual carácter apócrifo de la correspondencia. De hecho, la literatura —a veces es necesario recurrir a Perogrullo— no reviste otro valor más esencial que el literario. Sea quien fuere el autor de las notas aquí reconstruidas, haya sido protagonista, testigo directo o tangencial, o un simple fabulador, no dudamos de que se trata de la invención de una infamia urdida por una monstruosa inventiva, cuya clasificación en el reino de los espantajos dejo por cuenta de los teratólogos. A propósito, entonces, de la veracidad —y, más aún, de la verosimilitud— de los acontecimientos narrados a continuación, me veo en la obligación de suscribirme a las palabras de Mary Shelley en la advertencia que precede a su Frankenstein: "...ni remotamente deseo que se pueda llegar a creer que me adhiero de algún modo a tal hipótesis y, por otra parte, tampoco pienso que al fundar una narración novelesca en este hecho me haya limitado, en tanto escritor, a crear una sucesión de horrores pertenecientes a la vida sobrenatural".
Como quiera que sea, la historia se inicia, precisamente, a orillas del lago Leman en el verano europeo de 1816.

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