METAMORFOSIS, METAFORA, METASTASIS. Por Jean Baudrillard

¿Dónde está el cuerpo de la fábula, el cuerpo de la metamorfosis, el del puro encadenamien­to de las apariencias, de una fluidez intempo­ral e insexual de las formas, el cuerpo ceremo­nial que hacen vivir las mitologías, o la Opera de Pekín y los teatros orientales, o también la danza: cuerpo no individual, dual y fluido -cuerpo sin deseo, pero capaz de todas las metamorfosis-, cuerpo liberado del espejo de sí mismo, pero entregado a todas las seduc­ciones? ¿Y qué seducción más violenta que la de cambiar de especie, transfigurarse en lo animal, lo vegetal, incluso lo mineral y lo inani­mado ? Este movimiento, que nos hace traido­res a nuestra propia especie y nos entrega al vértigo de todas las demás, es el modelo de la seducción amorosa, que también apunta a la extrañeza del otro sexo ya la virtualidad de ser iniciado en él como en una especie animal o vegetal diferente.
La fuerza de la metamorfosis está en el fon­/39/ do de toda seducción, incluidas las de las for­mas más fáciles de sustitución, las de las ca­ras, los roles, las máscaras. Rodeamos cada seducción de una metamorfosis, y rodeamos cada metamorfosis de un ceremonial. Así es la ley de las apariencias, y el cuerpo resulta el primer objeto atrapado en este juego.
El cuerpo de la metamorfosis no conoce la metáfora ni la operación del sentido. El senti­do no se desliza de una forma a otra, son éstas las que se deslizan directamente de una a otra, como en los movimientos de la danza o en las proferaciones enmascaradas. Cuerpo no psico­lógico, no sexual, cuerpo liberado de cualquier subjetividad y que recupera la felinidad animal del objeto puro, del movimiento puro, de una pura transparición gestual.
Es cierto que paga esta capacidad fabulosa con una renuncia al deseo, al sexo ya la re­producción. Pero para él es una manera de no morir. Pues pasar de una especie a otra, de una forma a otra, es una forma de desaparecer, y no de morir. Desaparecer es dispersarse en las apariencias. De nada sirve morir, también hay que saber desaparecer. De nada sirve vivir, también hay que saber seducir.
El cuerpo de la metamorfosis no conoce or­den simbólico, sólo una sucesión vertiginosa en la que el sujeto se pierde en los encadenamientos rituales. La seducción tampoco cono /40/ ce el orden simbólico. Sólo cuando se frena esta transfiguración de las formas entre sí apa­rece un orden simbólico, se erige una instancia cualquiera y se metaforiza el sentido de acuer­do con la ley.
Únicamente entonces, una vez cumplido el Gran Juego de la Fábula, el Vértigo y la Meta­morfosis, con la aparición de la sexualidad y el deseo, el cuerpo se convierte en metáfora, escena metafórica de la realidad sexual, con su cortejo de deseos y de inhibiciones.
Ahí ya aparece un extraordinario empobreci­miento: en lugar de ser el teatro suntuoso de múltiples formas iniciáticas, de la crueldad y la versatilidad de las apariencias, lugar de la fantasmagoría de las especies, de los sexos y las diversas maneras de morir, el cuerpo no es más que el exponente de una única marca en­tre todas: la diferencia sexual, y la escena de un único guión, la fantasmática sexual incons­ciente. Ya no es la fabulosa superficie de ins­cripción de los sueños y las divinidades, sino sólo la escena de la fantasía y la metáfora del sujeto. El cuerpo ceremonial no es transparen­te a una verdad, aunque sea metafórica, del sexo y el inconsciente (aquí es donde aparecen los límites del psicoanálisis, que no ha escu­chado bien la Fábula, aunque siempre pretenda referirse a ella, y que continúa siendo inepto /41/ para opinar acerca de este ser vertiginoso, pero sin deseo, de la metamorfosis).
Las formas juegan entre sí, se intercambian entre sí sin pasar por el imaginario psicológi­co de un sujeto. Allí, el mundo es mundo, y el lenguaje sólo una de sus formas posibles. Lo imaginario, nuestro imaginario, no es mas que el vestigio psicológico del prestigio cruel de las formas y las apariencias. Es la forma de­gradada de la ilusión genial y del reino de las metamorfosis.
Cuerpo psicológico, cuerpo inhibido, cuerpo neurotizado, espacio de la fantasía, espejo de la alteridad, espejo de la identidad, lugar del sujeto atrapado por su propia imagen y por su propio deseo, nuestro cuerpo ya no es pagano y mítico, sino cristiano y metafórico; cuerpo del deseo, y no de la fábula.
Le hemos hecho sufrir una especie de preci­pitación materialista. Tal como hoy lo interpre­tamos, en lugar de la adivinación que puede encontrarse en la danza, en el duelo y en los astros, tal como lo contamos, en nuestro si­mulacro inconfesado de realidad, como espacio individualizado de pulsión, de deseo y fantasía, nuestro cuerpo se ha convertido en la precipi­tación materialista de una forma seductora que llevaba consigo una gigantesca fuerza de dene­gación del mundo, ultramundana de ilusión y de metamorfosis... /pag.42/
- - -
Tras el cuerpo de la metamorfosis, tras el cuerpo de la metáfora, aparece el de la metástasis.
La metáfora no había dejado de ser una figura del exilio, el del alma respecto al cuerpo, el del deseo respecto a su objeto, el del sentido respecto al lenguaje. Pero el exilio sigue ofreciendo una buena distancia, patética, dramática, crítica, estética; serenidad huérfana de su propio mundo, figura ideal del territorio. La desterritorialización ya no es en absoluto el exilio, y tampoco una figura de la metáfora, sino de la metástasis. La de una desprivación del sentido y el territorio, de una lobotomía corporal resultante del enloquecimiento de los circuitos. Electrocutada, lobotomizada, el alma no es más que una circunvolución cerebral. Es probable, además, que un día nuestros sabios neurólogos lleguen a localizarla en el cerebro, como la función del lenguaje o la posición vertical. ¿Dependerá del hemisferio derecho o del izquierdo?
La definición religiosa, metafísica o filosófica del ser ha cedido su sitio a una definición operacional en términos de código gen ético (ADN) y de organización cerebral (código informacional y billones de neuronas). Vivimos en un sistema en donde ya no hay alma ni metáfora /42/ del cuerpo; hasta la fábula del inconsciente ha perdido gran parte de su resonancia. Ningún relato ni instancia acuden a metaforizar nuestra presencia, ninguna trascendencia interviene en nuestra definición, nuestro ser se agota en sus encadenamientos moleculares y circunvoluciones neurónicas.
Tal cosa define, no ya a individuos, sino a mutantes potenciales. Desde el punto de vista de la biología, de la genética y la cibernética, todos somos mutantes. Ahora bien, no puede existir Juicio Final para los mutantes, ni resurrección de los cuerpos, pues ¿qué cuerpo resucitará? Habrá cambiado de fórmula, de cromosomas, habrá sido programado conforme a otras variables motrices y mentales, ya no tendrá derecho a su imagen.
En este sentido, la invalidez ofrece un auténtico terreno de anticipación, una especie de experimentación objetiva sobre el cuerpo, los sentidos y el cerebro, en especial en su relación con la informática. La informática como nueva fuerza productiva, inmaterial, inhumana, y la invalidez como anticipación de las futuras condiciones laborales en un universo alterado, inhumano y anómalo. Basta ver a los ciegos en un deporte de balón -el torball- creado especialmente para ellos, atrapados en comportamientos de ciencia ficción, combinándose los unos con los otros mediante el oído y el reflejo animal, /44/ como no tardarán en hacerlo los humanos en un proceso sin mirada de percepción táctil y de adaptación refleja, evolucionando en los sistemas como en el interior de su cerebro o en las circunvoluciones de una caja; los ciegos, y más en general los minusválidos, son figuras de mutantes en tanto que mutilados, y por tanto están más próximos a la conmutación, más próximos a este universo telepático, telecomunicacional, que nosotros, humanos demasiado humanos, condenados por nuestra ausencia de anomalía a formas de trabajo convencionales.
Por la fuerza de las cosas, en el terreno motor y sensorial el minusválido es un experto en potencia. y no es casualidad que lo social se alinee cada vez más en torno a los minusválidos y su promoción operacional: pueden llegar a ser maravillosos instrumentos en función de su misma invalidez. Pueden precedernos en el camino de la mutación y la deshumanización.
En esta peripecia cibernética del cuerpo, las pasiones han desaparecido. O, mejor dicho, se han materializado. ¡Acaban de descubrir la ""molécula de la angustia""! y leemos, en François Jacob, que en alguna parte del cerebro o de la médula espinal ha sido descubierto el centro del placer. ¡Oh, milagro!: estaba justo al Iado del centro del desagrado. Y F. Jacob se apresura a decir: "Eso le habría gustado a /45/ Freud" (sobreentendido: ya que defendía la ambivalencia del placer y del desagrado, le habría gustado que esta tesis se verificara en cierto modo gracias a la yuxtaposición anatómica). Maravillosa ingenuidad. ¿Y dónde se localizará el masoquismo, el placer del desagrado? Y, además, para no salirnos de la lógica de Freud: ¿el placer y el desagrado, en lugar de yuxtaponerse, no tendrían que intercambiarse en un único punto, ya que su afinidad psíquica es total?
Dejemos las bufonadas científicas. ¿Qué ocurre hoy con la seducción, con la pasión, con esta fuerza que arranca precisamente al ser humano de toda localización, de toda definición objetiva, qué ocurre con esta fatalidad o con esta ironía superior, con esta aspiración evasiva o con esta estrategia alternativa?
¿Ha pasado al inconsciente, a lo inhibido del psicoanálisis? Si hoy sigue existiendo, tendrá necesariamente que acosar la realidad objetiva, acosar tanto la propia verdad como su perversión, su distorsión, su anomalía, su accidente. Si la ironía existe, tiene que haber pasado a las cosas. Tiene que haberse refugiado en la desobediencia de los comportamientos a la norma, en el desfallecimiento de los programas, en el desarreglo oculto, en la regla de juego oculta, en el silencio en el horizonte del /46/ sentido, en el secreto. Lo sublime ha pasado a lo subliminal.
Pero ¿sigue existiendo una vertiente subli­minal de las cosas? Nada parece menos seguro. Todo está entregado a la transparencia, porque ya no hay trascendencia, y también porque no hay inhibición ni trasgresión posibles. Tam­poco hay que contar con una revolución de lo inhibido (ni psíquico ni histórico). Todo se jue­ga en la inmanencia. Aunque no es seguro que, precisamente en la inmanencia, las cosas obe­dezcan a las leyes objetivas que se pretende ofrecerles.

Ha concluido el aliento de la trascendencia. Sólo queda la tensión de la inmanencia. Ahora debemos considerar los prodigiosos efectos re­sultantes de la pérdida de toda trascendencia. Desligado de la trascendencia, no es cierto que el mundo quede entregado al accidente puro, a una distribución aleatoria de las cosas ya las meras leyes de la probabilidad; tal cosa es el imaginario de una conciencia orgullosa que considera que las cosas entregadas a sí mismas sólo producen su confusión. Pero la inmanen­cia abandonada a sí misma no resulta en ab­soluto aleatoria. Despliega encadenamientos, o desencadenamientos, completamente inespera­dos, en especial una singular forma que com­bina encadenamiento y desencadenamiento: el exponencial. La potenciación, «die steigernde /47/ Potenz"", se opone al movimiento dialéctico, «die dialektische Aufhebung", movimiento de la trascendencia. Este Steigerung es como un desafío lanzado por las cosas, los seres y nosotros mismos, a la pérdida de sus referencias y trascendencia. Esta forma encadenada/ desencadenada aparece de nuevo en la mítica del desafío y la seducción, de la que sabemos que no es una relación dialéctica, sino una potenciación de la relación, expresada mediante una potencialización de las bazas y no mediante un equilibrio. En la seducción volvemos a encontrar la forma exponencial, cualidad fatal que en ocasiones nos regala el destino, y también a las cosas cuando están entregadas a sí mismas. /Pág.48/

Comentarios

Entradas populares de este blog

MEMORIAS DE UNA PULGA. Capítulo II

El Fantasma de la Caballero. Por Norberto José Olivar

UNA AVENTURA LITERARIA. Por Roberto Bolaño