MISS STEIN DA ENSEÑANZAS. Fragmento de París era una Fiesta. Por Ernst Hemingway

Cuando volvimos a París los días eran claros y fríos y de maravilla. La ciudad se había puesto en armonía con el invierno, vendían leña buena en la carbonería de enfrente, y muchos cafés buenos habían puesto braseros fuera, de modo que podíamos sentarnos al calor de las terrazas. Teníamos el piso caliente y alegre. En la chimenea quemábamos boulets, que eran polvo de carbón comprimido en forma de huevo, y por las calles era hermosa la luz de invierno. Ya nos habíamos acostumbrado a los árboles desnudos rayando el cielo, y paseábamos por la gravilla rociada de las sendas del Luxemburgo bajo el viento vivo y claro. Si nos conformábamos con los árboles sin hojas podíamos mirarlos como esculturas, y los vientos de invierno se veían soplar en los estanques y estaba su soplo en los surtidores a la luz límpida. Todas las distancias se nos hacían cortas, ahora que volvíamos de las sierras.
Gracias al cambio de altura, si alguna vez notaba las pendientes de las lomas era con agrado, y era un gusto subir hasta el último piso del hotel donde me encerraba a trabajar, en un cuarto con vistas a todos los tejados y chimeneas de aquel barrio en pendiente. La chimenea del cuarto tenía buen tiro y se estaba caliente y se trabajaba a gusto. Me subía mandarinas y castañas asadas en bolsas de papel, y comía las mandarinas menudas y arrojaba mondas y escupía las pipas al fuego, y cuando tenía hambre comía también castañas tostadas. Siempre tenía hambre, de tanto andar y frío y trabajar. En el cuarto guardaba una botella de kirsch que trajimos de la montaña, y echaba un trago de kirsch cuando se acercaba el fin de un cuento o el fin de una jornada de trabajo. Cuando daba por concluido el trabajo de un día, guardaba el cuaderno o los papeles en el cajón de la mesa y si quedaban mandarinas me las metía en el bolsillo. Se hubieran helado por la noche en aquel cuarto.
Era una maravilla bajar los largos tramos de escaleras y tener conciencia de que el trabajo se me había dado bien. Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro lo que tenía que seguir. Así estaba seguro de continuar al día siguiente. Pero a veces, cuando empezaba un cuento y no había modo de que arrancara, me sentaba ante la chimenea y apretaba una monda de mandarina y caían gotas en la llama y yo observaba el chisporroteo azulado. De pie, miraba los tejados de París y pensaba: «No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas.» De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito. En aquel cuarto tome la decisión de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y severa.
En aquel cuarto aprendí también a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente. Así mi subconsciente haría su parte de trabajo y entretanto yo escucharía lo que se decía y me fijaría en todo, con suerte; y aprendería, con suerte, y leería para no pensar en mi trabajo y volverme impotente para rematarlo. Bajar la escalera cuando el trabajo se me daba bien, en lo cual entraba suerte tanto como disciplina, era una sensación maravillosa y luego estaba libre para pasear por todo París.
Podía elegir entre varias calles para bajar por la tarde hasta el jardín del Luxemburgo, y paseaba por el jardín y entraba en el museo del Luxemburgo, donde estaban las grandes pinturas que luego trasladaron al Louvre y al Jeu de Paume. Iba casi cada día por los Cézanne, y por ver los cuadros de Manet y Monet y los demás impresionistas con los que tuve un primer contacto en el Art Institute de Chicago. Iba yo aprendiendo algo en la pintura de Cézanne, y resultaba que escribir sencillas frases verídicas distaba buen trecho de lograr que un cuento encerrara todas las dimensiones que yo quería meterle. Iba aprendiendo mucho de aquel hombre, pero entonces no sabía expresarme bastante como para decírselo a nadie. Además era un secreto. Pero en cuanto me faltaba luz en el Luxemburgo, cruzaba los jardines y subía al apartamento en forma de estudio donde vivía Gertrude Stein, en el 27 de la rué de Fleurus.
Mi mujer y yo visitamos a Miss Stein, y tanto ella como la amiga con quien vivía estuvieron muy cordiales y amistosas, y nos gustó mucho aquel gran estudio con sus cuadros de primera. Era como una de las mejores salas de un museo admirable, con la diferencia de que allí había una gran chimenea y se estaba caliente y cómodo, y nos daban bien de comer y té y holandas naturales de ciruelas rojas o amarillas o de moras silvestres. Eran aguardientes aromáticos e incoloros, que traían en jarras de cristal tallado y servían en copitas minúsculas, y tanto el quetsche como la mirabelle o la framboise sabían a los frutos de que provenían, un sabor transformado en fuego discreto y reservado que al ponerlo en la lengua se soltaba y nos confortaba con su calidez.
Miss Stein era muy voluminosa, pero no alta, de arquitectura maciza como una labriega. Tenía unos ojos hermosos y unas facciones rudas, que eran de judía alemana, pero hubieran podido muy bien ser friulanas, y yo tenía la impresión de ver a una campesina del norte de Italia cuando la miraba con sus ropas y su cara expresiva y su fascinador, copioso y vivido cabello de inmigrante, peinado en un moño alto que seguramente no había cambiado desde que era una muchacha. Miss Stein hablaba sin parar y al principio de nuestra amistad no hablaba más que de personas y de lugares.
Su compañera tenía una voz muy agradable, era pequeña y muy morena, peinada como Juana de Arco en los dibujos de Boutet de Monvel, y de nariz muy ganchuda. Estaba haciendo un bordado cuando nuestra primera visita, y siguió con su labor mientras atendía a la comida y la bebida y daba conversación a mi mujer. Su costumbre era sostener un diálogo y escuchar otros dos e intervenir a menudo en un diálogo que no era el suyo. Más adelante me explicó que ella estaba encargada de dar conversación a las esposas. Mi mujer y yo nos dimos cuenta de que a las esposas sólo se las toleraba. Pero Miss Stein y su amiga nos eran simpáticas, aunque la amiga asustaba un poco. Los cuadros y los pasteles y los aguardientes eran de verdadera maravilla. Al parecer también a ellas les éramos simpáticos y nos trataban como si fuéramos niños muy buenos y bien educados y precoces, y tuve la impresión de que nos perdonaban el estar enamorados y casados (con el tiempo, ya nos enmendaríamos), y cuando mi mujer las invitó para el té, aceptaron.
Cuando vinieron a casa pareció que todavía nos cogían más cariño, pero tal vez fuera porque el piso era tan pequeño y nos acercaba mucho más unos a otros. Miss Stein se sentó en la cama que era un somier en el suelo y quiso ver los cuentos que tenía escritos y le gustaron salvo uno que se titulaba «Allá en el Michigan ».
—Es bueno —dijo—, eso no se discute. Pero es inaccrochable, no se puede colgar. Quiero decir que es como un pintor que pinta un cuadro y luego cuando hace una exposición no puede colgarlo en público y nadie se lo va a comprar porque tampoco pueden colgarlo en una habitación.
—¿Pero no piensa usted que tal vez no sea indecente, que uno pretende sólo emplear las palabras que los personajes emplearían en la realidad? ¿Que hacen falta esas palabras para que el cuento suene a verdadero, y no hay más remedio que emplearlas? Son necesarias.
—Es que no se trata de eso —dijo ella—. Uno no debe escribir nada que sea inaccrochable. No se saca nada con hacer eso. Es una acción mala y tonta.
Ella por su parte quería que la publicaran en el Atlantic Monthly, según me dijo, y estaba segura de conseguirlo. Dijo que yo no era bastante buen escritor para aquella revista o para el Saturday Evening Post aunque tal vez tuviera un estilo nuevo de escribir a mi manera, pero lo primero que tenía que meterme en la cabeza era no escribir cuentos que fueran inaccrochables. No se lo discutí ni intenté volver a explicar la intención de mis diálogos. Era asunto mío y me interesaba más escuchar que hablar. Aquella tarde nos enseñó también el modo de comprar cuadros.
—Uno puede comprarse vestidos o cuadros —dijo—. Eso es todo. Hay que ser riquísimo para permitirse ambas cosas a la vez. Dele poca importancia al vestir y no le dé ninguna a la moda, cómprese vestidos cómodos y que duren, y con lo ahorrado en vestir podrá comprar cuadros.
—Pero es que aunque no me compre otro traje en mi vida —dije—, nunca tendré dinero para comprar los Picassos que quisiera.
—No, claro. No está a su alcance. Usted tiene que comprar a pintores de su edad, a chicos de su quinta. Ya les conocerá. Se encontrarán por el barrio. Siempre salen nuevos pintores serios y buenos. Pero lo que importa no son los trajes que usted pueda comprarse. Se tratará siempre de su esposa. Vestir a una mujer es lo que sale caro.
Vi que mi mujer procuraba no mirar a las extrañas ropas de batalla con que Miss Stein se cubría, y que lo lograba. Las dos señoritas nos dejaron sin retirarnos su favor a lo que me pareció, y fuimos invitados a volver al 27 de la rué de Fleurus.
Algún tiempo después yo fui invitado a pasar por el estudio a cualquier hora después de las cinco, todo el invierno. Encontré a Miss Stein en el Luxemburgo. No logro recordar si estaba paseando a su perro, ni siquiera si tenía un perro entonces. Yo me estaba paseando a mí mismo, porque entonces no podíamos mantener ni perro ni gato, y mis únicos gatos conocidos eran los de los cafés o restaurantillos, o los grandes gatos que se hacían admirar en las ventanas de las porterías. Más adelante, a menudo encontré a Miss Stein con su perro en los jardines del Luxemburgo, pero me parece que por entonces todavía no lo tenía.
En todo caso, con perro o sin perro acepté su invitación, y me acostumbré a dejarme caer por el estudio, y ella me servía siempre el eau-de-vie natural, y ponía puntillo en servirme otra copa, y yo miraba los cuadros y charlábamos. Los cuadros me entusiasmaban y la charla era muy buena. Ella hacía el gasto y me hablaba de pintura moderna y de los pintores, más como personas que como pintores, y me hablaba de su propia obra. Me enseñó los muchos tomos que tenía manuscritos y que su compañera iba pasando a máquina. Dedicar cada día cierto tiempo a escribir la hacía feliz, pero a medida que la fui conociendo mejor me di cuenta de que para sostener su felicidad hacía falta que aquella producción diaria, incesante pero variable según su energía, se publicara y tuviera éxito.
La crisis no era todavía aguda cuando la conocí, gracias a que tenía publicados tres relatos perfectamente inteligibles para todo el mundo. Uno de ellos, «Melanctha», era muy bueno, y unas muestras buenas de sus experimentos de estilo se habían publicado en un volumen y las habían elogiado los críticos que eran amigos o conocidos suyos. Ella tenía tanta personalidad que cuando quería ganarse a alguien no había modo de resistirse, y muchos críticos que la visitaron y vieron sus cuadros dieron por buenos escritos suyos que no alcanzaban a comprender, simplemente porque ella les entusiasmaba como persona y porque tenían confianza en su sentido crítico. Por otra parte en cuestiones de ritmo y de emplear palabras en repetición ella había descubierto verdades válidas y valiosas, y sabía comentarlas.
Pero le repugnaba el trabajo peonero de retocar y corregir, y contra la obligación de hacerse entender se sublevó, por mucha que fuera su necesidad de que la publicaran y la aceptaran oficialmente, sobre todo en el libro increíblemente largo que tituló The Making of Americans.
El libro empezaba espléndidamente, marchaba muy bien por un largo trecho con pasajes de brillantez majestuosa, y luego se prolongaba interminablemente con repeticiones que un escritor más concienzudo y menos gandul hubiera tirado a la papelera. Llegué a conocerme la obra muy bien cuando convencí (o la verdad, tal vez obligué) a Ford Madox Ford a publicarla por entregas en The Transatlantic Review, sabiendo que duraría más que la revista. Tuve que corregir en vez de Miss Stein todas las galeradas de la revista, porque ése era trabajo que no la hacía feliz.
Todo eso se escondía todavía en años por venir, una tarde de frío en que pasé frente a la portería y crucé el viejo patio para alcanzar el calor del estudio. Aquella tarde, Miss Stein me dio enseñanza sexual. Habíamos llegado ya a querernos mucho y yo a aprender la lección de que cada cosa que yo no entendiera tenía probablemente su miga. Miss Stein pensaba que en materia sexual yo era un ser primitivo, y debo admitir que me quedaban prejuicios contra la homosexualidad ya que conocía sus aspectos más toscos. La conocía como la razón para que un muchacho tuviera que llevar un cuchillo y estar dispuesto a usarlo cuando se encontraba en compañía de vagabundos, en los días en que la palabra de «lobo» ya tenía un sentido obsceno en América, pero no designaba precisamente, como ahora, a un obseso por las mujeres. Desde mis días en Kansas City, me sabía muchos términos y frases inaccrochables, y sabía lo que ocurre en muchos lugares de aquella ciudad y de Chicago y en los barcos que cruzan los grandes lagos de la frontera. Sometido a interrogatorio por Miss Stein, probé de explicarle que cuando uno era un muchacho y andaba en compañía de hombres, uno tenía que estar dispuesto a matar un hombre, y saber cómo se hace y realmente sentirse capaz de hacerlo, si no quería verse molestado por decirlo con un término accrochable. Si uno se sentía capaz de matar, los demás se daban cuenta pronto y le dejaban a uno en paz, pero siempre había ciertas situaciones a las que uno no debía dejarse llevar ni por la fuerza ni por la trampa. Hubiera podido expresarme con mayor vividez usando un dicho inaccrochable que oí a lobos en los barcos de los lagos: «Que cosan las rajas, yo entro por los ojos.» Pero siempre cuide mi lenguaje ante Miss Stein, aunque un dicho verdadero hubiera podido aclarar o expresar mejor mi prejuicio.
—Sí, Hemingway, sí —decía ella—. Pero usted vivía en un medio de delincuentes y de pervertidos.
No me puse a discutírselo, aunque mi opinión era que yo había vivido en un mundo como los que se dan por ahí, y en el había gentes de toda clase y yo procuré entenderles, aunque a algunos no pude tomarles cariño y por algunos todavía me quedaba odio.
—¿Y qué me dice usted del viejo de modales exquisitos y apellido ilustre, que en Italia me visitaba en el hospital y me traía botellas de Marsala o de Campari y se portaba perfectamente hasta que un buen día tuve que decirle a la enfermera que nunca más le dejara entrar en mi cuarto? —pregunté.
—Ésos son enfermos que no pueden retenerse, y usted debiera compadecerles.
—¿Debo compadecer a Fulano? —pregunté, y dije el nombre, pero le da tanto gusto decirlo él mismo que me parece que no hay necesidad de que lo diga yo por él.
—No. Es un vicioso. Es un corruptor y de verdad vicioso.
—Pero dicen que es buen escritor.
—No lo es —dijo ella—. Es un charlatán que corrompe por el placer de corromper, y arrastra a los demás a otras prácticas viciosas. A las drogas, por ejemplo.
—¿Y el sujeto de Milán a quien debo compadecer no estaba acaso queriendo corromperme?
—Vaya, no diga tonterías. ¿Quién va a corromperle a usted? ¿Quién corrompe a un joven como usted, que bebe alcohol de quemar, con una botella de Marsala? No, hombre, era un viejo desgraciado que no podía gobernarse. Estaba enfermo y no podía retenerse y usted debería compadecerle.
—Ya lo compadecí —dije—. Pero me decepcionó porque sus modales exquisitos me habían impresionado.
Tomé otro sorbo del aguardiente y compadecí al viejo y miré al Picasso que era un desnudo de una chica con una cesta de flores. No era yo quien había iniciado aquella conversación, y me pareció que se ponía peligrosa. Casi nunca había ninguna pausa en una conversación con Miss Stein, pero estábamos en una pausa y ella quería decirme algo y llené mi copa.
—La verdad, Hemingway, en esta cuestión es usted un ignorante —dijo ella—. Sólo ha conocido a delincuentes convictos y a enfermos y viciosos. El punto decisivo es el que el acto que cometen los homosexuales masculinos es feo y repelente, y luego se dan asco a sí mismos. Se emborrachan y se drogan para apagar el asco, pero su acto les repugna y siempre están cambiando de partenaires y nunca logran ser verdaderamente felices.
—Ya veo.
—Entre mujeres es lo contrario. No hacen nada que les dé asco ni nada repulsivo; y luego son felices y pueden pasar juntas una vida feliz.
—Ya veo —dije—. ¿Pero qué me dice de Fulana?
—Es una viciosa —sentó Miss Stein—. Es viciosa de verdad, y claro, no logra sentirse feliz más que con gente nueva. Es una corruptora.
—Ya comprendo.
—¿Está seguro de que lo comprende?
Se presentaban tantas cosas que comprender en aquellos días, y me sentí aliviado cuando cambiamos de conversación. El parque estaba ya cerrado de modo que tuve que andar por la rué de Vaugirard y dar la vuelta a todo el parque. Daba una sensación de tristeza ver el parque cerrado y cercado y me ponía triste darle la vuelta en vez de atravesarle y tenía prisa por llegar a la rué Cardinal-Lemoine y meterme en casa. Y un d.ía que había empezado tan claro. Al día siguiente habría que trabajar como una bestia. El trabajo lo cura casi todo, pensaba yo entonces y lo pienso ahora. Luego caí en la cuenta de que para dar gusto a Miss Stein yo no tenía que curarme más que de ser joven y querer a mi mujer. No me sentía triste en absoluto cuando llegué a casa, y comuniqué mi reciente sabiduría a mi mujer. Por la noche nos sentimos felices con la sabiduría que ya teníamos y con otras nuevas sabidurías que habíamos adquirido en las montañas.

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