DONDE EL POBRE ESCRITOR COMIENZA. Por Antonio Lobo Antunes

Traducción de Vivián Jiménez
Voy a comenzar a escribir mi libro el día 25 de febrero. Como siempre tengo mucho miedo marco una fecha para obligarme a trabajar; mientras, armo un esbozo del plano que después destrozo enseguida, un plano que incluye el número de capítulos, nombres, inicios de frases, una estructura que no seguiré pero que necesito como punto de apoyo para después destruirla en la medida que el texto se hace, o yo lo hago, o nos hacemos el uno al otro. Un poco de todo, creo yo. No sé lo que va a pasar, sé que armaré los siete u ocho primeros capítulos, y me diré a mí mismo
-No es esto, no esto
hasta que las palabras encuentren su orden y su camino. Durante dos o tres meses es así, tentativa y desistimiento, tentativa y desistimiento, tentativa y desistimiento, a la espera de que las frases se vuelvan ciertas. A partir del momento en que el material se encamina, el texto comienza a andar más o menos solo, cada vez con menos tropiezos. La segunda mitad del libro demora un tercio del tiempo que demora la primera porque las páginas van ganando un alma y una solidez que les pertenece a ellas, no a mí. Un año, un año y medio para la primera versión, y después meses de correcciones y una gran tajada de todo aquello, innecesaria, para la basura. Cortes, cortes, cortes, cortes, cortes. ¿Si comienzo el 25 de febrero para cuándo estará listo? No me pregunto eso, y en caso de preguntármelo no conozco la respuesta. Un libro es una sorpresa, se desvía, se tuerce, sigue por otros caminos. Al final de todo se torna claro: era lo que yo quería sin saber que lo quería, y me sorprende que sea exactamente así. Conozco poco de escribir (¿quién conoce mucho de escribir?)
y en los momentos buenos escribo mejor que yo. ¿De qué zona, de qué región nace lo que redacto? Hay en nosotros una ciencia de las cosas que no tenemos idea de poseer, y es a partir de esa ciencia que se compone. Del último libro a éste pasaron cerca de tres meses. Tres meses sin otra ocupación salvo estas croniquillas, y el recelo en el fondo de no ser capaz, la impresión de haberme secado para siempre la certeza de que la vida fácil terminó. Y si la vida fácil terminó, ¿qué será de mí? Me siento vacío, sin sentido, desorientado. Casi no leo, casi no me muevo, respiro mal, una culpabilidad exquisita me amarga, no me hallo, no soy yo. Los más cercanos saben que vivo de casi nada, lo único que no puedo es dejar de vivir con una pluma en la mano.
No soy nadie sin una pluma, de la misma manera que con la pluma siento que valgo algún centavo: justifica y le da sentido a los días. Sólo espero que me permitan dar por terminado el libro: hace años que le pido esto a Dios: no me lleves con el papel incompleto, cargado de defectos, de imperfecciones, de tonterías. Es curioso el sentido de esta misión, de este acto
(perdónenme no estoy exagerando)
sagrado. Cometí muchos errores en la vida y, en cierta medida, me perdono algunos. No me perdono errores en la escritura. Mi padre acostumbraba a citar a Herculano que decía a propósito de Garret
- Por media docena de monedas Garret era capaz de hacer todas las porquerías menos una frase mal escrita.
Para Herculano y para mi padre ésa era la peor de las porquerías, y yo concuerdo con ellos. Estoy seguro que en los siete u ocho últimos libros que hice no hay una frase mal escrita, y las necedades que encuentro en los primeros en los que no tengo derecho a enmendar me indignan como un pecado sin remedio. No me siento con derecho de arreglarlos porque la persona responsable de ellos no soy yo: al hacerlos era otro, una especie de antepasado en el que me reconozco mal y se me escapa. Quiero decir que la vida de él fue la mía, su obra no y, no obstante, necesité haber sido otro para ser yo ahora. Este. Me muevo hoy en una región interior que finalmente me pertenece y en la cual espero que habiten unos cuantos libros más. Necesitaba hacer esta crónica para dar fe del peso de la mano, a pesar de que la textura de la crónica sea muy diferente. No padezco de lo que padezco en las novelas, que no son novelas, lo son todo. Por lo menos quiero que sean todo. No: exijo que sean todo. Y no deben nada a nadie: no hay una sola voz ajena en mi voz, hoy en día no le debo a nada ni a nadie. Heme aquí solo sin dedos ajenos en mi masa. Esto ni siquiera es orgullo puesto que soy humilde: es verdad. No paso de ser un pobre hombre que cuenta con una creación que le excede, de un escarabajo empujando su bola. ¿Para dónde? En la dirección de los lectores, tal vez la dirección donde estamos todos, espero yo. En nuestra dirección. No me hago idea de lo que va a ser de mí. Un día muero. Paro. Me meten en un hueco, encerrado en una caja. Pero esa es mi salvación, he de hacer unos cuantos ladrillos de palabras que abriguen la llama frágil de mi nombre. Y son esos ladrillos, no el nombre, lo que realmente importa. Gracias, vida, por haberme dado tiempo de construir. Fue todo lo que pretendí, desde que me conozco. Y, dicho esto, puedo comenzar.

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