PRIMER ESTUDIO DE MUJER. Por Honore del Balzac

Étude de femme, 1830
Dedicado al Marqués Juan Carlos di Negro
LA marquesa de Listomère es una de esas jóvenes educadas en el espíritu de la Restauración. Es de buenos principios, ayuna, comulga y va muy adornada al baile, á los Bufos y á la Ópera; su director espiritual la permite aliar lo profano con lo sagrado. Siempre bien con la Iglesia y con el mundo, ofrece una imagen de la edad presente que parece haber tomado por epígrafe la palabra Legalidad. La conducta de la Marquesa tiene, precisamente en sí, lo bastante de devota para poder llegar bajo una nueva Maintenon á la sombría piedad de los últimos días de Luis XIV, y lo bastante de mundana para poder adoptar las galantes costumbres de los primeros días de aquel reinado, si volviese. Actualmente es virtuosa por cálculo, ó quizás por gusto. Casada hace siete años con el marqués de Listomère, uno de esos diputados que esperan la dignidad de par, cree quizás servir también con su conducta á la ambición de su familia. Algunas mueres aguardan para juzgarla el momento en que M. de Listomère sea par de Francia y en que ella cumpla treinta y seis años, época de la vida en la cual la mayor parte de las mueres se aperciben de que son víctimas de las leyes sociales. El marqués es un hombre bastante insignificante. Está bien visto en la corte; sus cualidades son negativas como sus defectos; ni los unos pueden darle una reputación de virtud, ni los otros le dan siquiera esa especie de resplandor que arroja el vicio. Como diputado, no habla jamás, pero vota bien, y en su hogar doméstico se conduce como en la Cámara: También pasa por ser el mejor marido de Francia. Aunque no sea susceptible de exaltarse, jamás regaña, á menos de que se le haga esperar: Sus amigos le han llamado el tiempo nublado. Efectivamente, no se hallan en él ni luz demasiado viva, ni oscuridad completa: Se parece á todos los ministerios que se han sucedido en Francia después de la Carta. Para una mujer de principios era difícil caer en mejores manos. ¿No le es bastante á una mujer virtuosa el haberse casado con un hombre incapaz de hacer necedades? El marqués se ha rodeado de dandys que han tenido la impertinencia de estrechar ligeramente la mano de la marquesa al bailar con ella, y que no han recogido sino miradas de desprecio, sufriendo esa indiferencia insultante que, parecida á las heladas de primavera, destruye el germen de las más bellas esperanzas. Los bellos, los ideales, los fatuos los hombres cuyos sentimientos se nutren chupando sus bastones, los de un gran nombre ó de gran fama, la gente de alta y de baja esfera todos han palidecido á su alrededor. Ella ha conquistado el derecho de conversar cuanto tiempo y tan a menudo quiera con las personas que le parecen ingeniosas, sin que haya sido asentada en el álbum de la maledicencia. Ciertas mueres coquetas son capaces de seguir siete años aquel plan para satisfacer más tarde su fantasía, pero hacer esta suposición de la marquesa de Listomère seria calumniarla. He tenido la dicha de ver á este fénix de las marquesas; conversa bien, yo sé escuchar y la he agradado; voy á sus veladas, tal era el término de mi ambición. Entre fea y hermosa, Mme. de Listomère tiene blancos dientes, resplandeciente cutis y labios muy colorados; es alta y bien formada, tiene pié pequeño, delgado y no lo enseña; sus ojos lejos de ser amortiguados como lo son todos los ojos parisienses, tiene un brillo dulce que se convierte en mágico, si por azar se anima. Á través de esa forma indecisa se adivina un alma. Si se interesa por la conversación, despliega en ella una gracia encubierta bajo las precauciones de una compostura fría, y entonces está encantadora. No busca éxito y le obtiene; siempre se halla lo que no se busca. Esta frase es por lo común demasiado verdadera para no venir á parar un día en proverbio. No me atrevería á relatar la moralidad de esta aventura, sino resonase ya en este momento por todos los salones de París.
Hace cerca de un mes que la marquesa de Listomère bailó con un joven tan modesto como aturdido y que, lleno de buenas cualidades, solo deja ver sus defectos. Es apasionado y se burla de las pasiones; tiene talento y lo oculta; se hace el sabio entre los aristócratas y el aristócrata entre los sabios. Eugenio de Rastignac es una de esas sensatísimas personas que todo lo ensayan, y que parecen probar á los hombres para saber lo que pueden dar de sí. Mientras espera la edad de la ambición, de todos se burla; tiene gracia y originalidad, ambas á dos cualidades raras porque se excluyen una á otra. Sin premeditación de lograr favor alguno, conversó durante una media hora con la marquesa de Listomère divirtiéndose con los caprichos de una conversación que, habiendo principiado en la ópera «Guillermo Tell», vino á recaer en los deberes de las mujeres; miró más de una vez á la marquesa con intento de sofocarla, luego la dejó y no la habló más en toda la noche, bailó, se puso á jugar al ECARTÉ, perdió algún dinero y se fue á acostar. Bajo palabra de honor os afirmo que todo pasó de este modo; nada añado ni quito.
A la mañana siguiente, Rastignac se despertó tarde, y permaneció algún tiempo en cama, donde se entregó sin duda á alguno de esos ensueños matinales, durante los cuales un joven se desliza como un silfo bajo más de una cortina de seda, de cachemira ó de algodón. En esos momentos, cuanto más pesado por el sueño está el cuerpo, más ágil está el espíritu. Por fin Rastignac se levantó sin bostezar mucho, como hacen tantas personas mal educadas, llamó á su camarero, y mandó que le preparasen el té en medida desmedida, lo que no parecerá extraordinario á las personas á quienes guste el té; pero á fin de explicar esta circunstancia á aquellas que no la aceptan sino como la panacea de las indigestiones, añadiré que Eugenio escribía. Estaba cómodamente sentado y, con frecuencia, tenía los pies más bien en el morillo del hogar que en su folgo. ¡Oh! tener los pies en la luciente barra que une los dos extremos del guarda ceniza y pensar en sus amores cuando uno se levanta y se halla en traje de mañana, es una cosa tan hermosa, que me pesa en el alma no tener querida, ni... ni traje de mañana. Pero cuando yo tenga todo eso no contaré mis observaciones, sino que me aprovecharé de ello.
La primera carta que escribió Eugenio, la acabó en un cuarto de hora; la dobló, la cerró, sellándola, y la dejó delante de sí, sin ponerla dirección. La segunda carta, que empezó á las once, no la acabó hasta las doce; había llenado sus cuatro carillas.
—Me baila por la cabeza esta mujer, dijo doblando esta segunda epístola, que dejó ante sí, contando con ponerle la dirección después que hubiese terminado su ensueño involuntario. Cruzó los dos paños de su bata de dormir, dibujada con ramas; descansó sus pies sobre un taburete, introdujo sus manos en los bolsillos de su pantalón de cachemira encarnada y se sepultó en una preciosa poltrona con orejas, cuyo asiento y respaldar describían el confortante ángulo de ciento veinte grados. No tomó más té, y permaneció inmóvil, con los ojos fijos sobre la mano dorada que coronaba su pala, sin ver ni la mano ni el dorado; ni siquiera atizó el fuego: Falta inmensa. ¿No es un hermoso placer escarbar el fuego cuando se piensa en las mujeres? Nuestro espíritu hace hablar á las pequeñas lenguas azuladas que de continuo se desprenden y charlan en el hogar. Uno se cree interpretar el lenguaje poderoso y brusco de un bourguignon.
Hagamos punto y aparte en esta palabra, y demos desde luego á los ignorantes una explicación debida á un distinguidísimo etimologista que se oculta bajo el velo del anónimo. Bourgnignon es el nombre popular y simbólico dado, desde el reinado de Carlos VI, á esas ruidosas detonaciones, cuyo efecto es despedir un carboncillo, ligero principio de incendio, sobre una alfombra ó vestido. Se dice que el fuego desprende una bombilla de aire que un gusano roedor ha dejado en el corazón de la madera. Inde amor, inde burgundus. Al ver rodar como una avalancha el carboncillo que tan ingeniosamente se había intentado colocar entre dos grandes y ardientes tizones, uno se extremece. ¡Oh! qué bello es dar pábulo al fuego cuando uno ama: ¿No es desarrollar materialmente su propio pensamiento?
En este mismo instante penetré en casa de Eugenio que se sobresaltó y me dijo:—¡Ah!, ¿con qué eres tú, mi querido Horacio? ¿Desde cuándo te hallas aquí?
—Acabo de llegar.
—Ah!
Eugenio tomó las dos cartas, puso los sobrescritos, y llamó á su criado.
—Lleva esto á su destino.
Y .José se retiró sin hacer la más mínima observación; ¡excelente criado!
Nos pusimos á conversar sobre la expedición de Morea, en la que yo deseaba ser empleado en calidad de médico. Eugenio me hizo observar que perdería mucho en dejar á París, y después hablamos de cosas indiferentes. No creo que el lector vea con malos ojos el que suprima nuestra conversación.
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Sobre las dos de la tarde, en el acto de levantarse la marquesa de Listomère, su doncella Carolina la entregó una carta que la marquesa leyó mientras Carolina la peinaba (imprudencia que cometen la mayor parte de las mujeres.)
¡Oh querido ángel de amor, tesoro de vida y felicidad! Al leer estas palabras la marquesa estuvo tentada de arrojar la carta al fuego, pero se le ocurrió un capricho que comprenderá á las mil maravillas toda mujer virtuosa, y era el de averiguar como concluiría un hombre que principiaba de semejante modo. Así pues continuó leyendo, y cuando hubo concluido la cuarta llana dejó caer sus brazos, cual una persona fatigada.
— Carolina, ves á averiguar quién ha traído está carta.
—Señora, me la ha entregado el cartero del señor Baron de Rastignac.
Hubo un prolongado silencio.
—¿Quiere V. vestirse, señora? preguntó Carolina.
—No.
Y la marquesa pensó entre sí: —Es preciso que sea un hombre muy impertinente, para esto.
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Suplico á las señoras que hagan por sí mismas los comentarios.
La marquesa de Listomère terminó el suyo con la resolución formal de cerrar las puertas de su casa al caballero Eugenio, y en caso de llegar á encontrarla en sociedad, manifestarle algo más que desden; puesto que su insolencia no podía compararse con ninguna de las que dispensaba la marquesa. En un principio quiso retener la carta en su poder, pero pensándolo más despacio, la quemó.
—La señora acaba de recibir una importante declaración de amor y la ha leído, dijo Carolina al ama de llaves.
—En mi vida hubiera creído semejante cosa de la señora, contestó sorprendida la vieja.
Por la noche fue la condesa á casa del marqués de Beauséant, donde era probable que se encontrara Rastignac. Esto tenía lugar un sábado. El marques de Beauséant era algo pariente de Rastignac, y éste no podía dejar de acudir á la velada.
Eran las dos de la madrugada y la señora de Listomère, que tan solo se había quedado para agobiar á Eugenio con su frialdad, le esperaba aun en vano. Un hombre ingenioso, Stendhal, ha tenido la extravagante idea de llamar cristalización á las vueltas que la marquesa dio á su pensamiento antes, durante y después de la velada.
Cuatro días después de este suceso, Eugenio reprendía á su ayuda de cámara.
—José, me voy á ver obligado á despedirte.
—¿Qué dice V, señor?
—No haces más que necedades; ¿dónde llevaste las cartas que te entregué el viernes?
José se quedó atónito. Semejante á una estatua del pórtico de la catedral, permaneció inmóvil, completamente absorbido por su pensamiento. De repente sonrió á lo bestia, y dijo:
—Señor, una era para la señora de Listomère, en la calle de Sto. Domingo, y la otra para su abogado de V.
—¿Estás bien seguro de lo que dices?
José permaneció cortado. Hubo necesidad de que me mezclase en el asunto yo, que por casualidad me encontraba allí.
—José tiene razón, dije. (Eugenio se volvió hacia mí.) Involuntariamente he leído los sobrescritos, y...
—Y, dijo Eugenio interrumpiéndome, ¿no era una de las cartas para la señora de Nucingen?
—¡No, con cien mil demonios! Por eso he creído, amigo mío, que tu corazón había danzado de la calle de S. Lázaro á la de Sto. Domingo.
Eugenio se golpeó la frente con la palma de la mano, y se echó á reír. José comprendió que la falta no provenía de él.
Interinamente, vean Vds. las moralejas que todos deberían meditar.
Primera falta: Eugenio halló muy gustoso el hacer reír á la Sra. De Listomère por el desprecio que la había hecho dueña de un billete amoroso que no era para ella. Segunda falta: No fue á casa de la señora de Listomère hasta los cuatro días de esta aventura, dejando con ello tiempo para que se cristalizasen los pensamientos de una mujer virtuosa. Aun hallaríamos una docena de faltas que pasaremos en silencio á fin de otorgar á las señoras el placer de deducírselas ex-profeso á aquellos que no las adivinen. Eugenio llegó á la puerta de casa de la marquesa, pero al querer pasar, el portero le detuvo y le anunció que la señora marquesa había salido. Cuando ya subía al carruaje, entraba el marqués.
—Venid Eugenio, mi mujer está en su casa.
¡Oh! dispensad al marqués; por bueno que sea un marido, muy difícilmente llega á la perfección. Rastignac, subiendo la escalera, se apercibió de diez faltas de lógica mundana que se hallaban en este episodio del hermoso libro de su vida. Cuando la señora de Listomère vio entrar á su marido con Eugenio, se sonrojó sin poderlo reprimir. El barón de Rastígnac observó este repentino sonrojo. Si aun el hombre más modesto conserva un pequeño fondo de fatuidad del cual no se despoja, al igual que la mujer no se separa de su fatal coquetería, quien podría echar en cara á Eugenio el haberse dicho entonces: —¿Con qué, también esta fortaleza?—Y aderezó el lazo de su corbata; porque, aunque los hombres no sean muy avaros, les gusta, sin embargo, el poder guardar un retrato más en su medallón.
El señor de Listomére echó mano de la Gaceta de Francia que apercibió en un rincón de la chimenea, y se fue hacia el pretil de una ventana para adquirir, con la ayuda del periodista, una opinión acerca del estado de Francia. Por púdica que sea una mujer, y aun en la situación más difícil en que hallarse pueda, no te queda perpleja mucho tiempo; parece que siempre tiene á mano la hoja de higuera que nuestra madre Eva le dio. Por eso cuando Eugenio, interpretando en favor de su vanidad la consigna dada al conserje, saludó á la señora de Listomère con un aire medio deliberado, ésta supo encubrir todos sus pensamientos por medio de una de esas sonrisas femeniles, más impenetrables que la palabra de un rey.
—¿Acaso os hallabais indispuesta, señora? ¡Cómo os habéis hecho negar!
—No, caballero.
—¿Vais, pues, quizás á salir?
—En manera alguna.
—¿Esperáis á alguien?
—A nadie.
—Si mi visita os es indiscreta, á nadie echéis la culpa sino al marqués. Yo obedecía ya á vuestra misteriosa consigna, cuando él mismo me introdujo en vuestro santuario.
—Mimando no estaba en el secreto. No siempre es prudente darle á un marido conocimiento de ciertos secretos.....
El acento firme y dulce con que la marquesa pronunció estas palabras, y la mirada imponente que le lanzó, hicieron reflexionar á Rastignac que había andado demasiado precipitado en darse aires de vencedor.
—Señora, dijo riendo, os comprendo; en ese caso debo felicitarme con doble motivo de haberme hallado con el Sr. marqués, puesto que me procura la ocasión de sincerarme, lo cual seria para mí peligroso si no fueseis la misma bondad.
La marquesa miró al Barón con aire bastante sorprendido; pero le respondió con dignidad: —Caballero, la mejor excusa por vuestra parte es el silencio. En cuanto á mí, os prometo el más completo olvido, perdón que apenas merecéis.
—Señora, dijo Eugenio con viveza, donde no hay ofensa el perdón es inútil; y añadió en voz baja: La carta que habéis recibido y que os ha parecido escrita de un modo tan inconveniente, no estaba destinada á vos.
La marquesa no pudo reprimirse la risa; hubiera querido haber sido ofendida.
—¿Para qué mentir? prosiguió la marquesa con un aire de desdeñoso regocijo, pero con un metal de voz bastante dulce; a pesar de que os haya reñido, me reiré de muy buena gana de una estratagema que no carece de malicia. Conozco algunas pobres mujeres que caerían en el lazo.—¡Dios mío, cuanto ama! dirían. La marquesa se echó á reír con afectación, y añadió con aire de indulgencia:—Si queréis que continuemos siendo amigos, no se hable más de desprecios de que no puedo ser víctima.
—Palabra de honor, señora, que lo sois más de lo que pensáis, contestó vivamente Eugenio.
—¿Pero, de qué habláis? preguntó el marqués de Listomère que hacia rato escuchaba la conversación sin poder penetrar su oscuridad.
—¡Oh! Eso nada os interesa, replicó su mujer.
El señor de Listomère prosiguió tranquilamente la lectura de su periódico y dijo: — ¡Ah! la señora de Mortsauf ha fallecido; vuestro pobre hermano se hallará, sin duda, en Glochegourde.
—¿Sabéis, caballero, añadió la marquesa volviéndose hacia Eugenio, que acabáis de decir una impertinencia?
—Y él respondió cándidamente: Si no conociera el rigor de vuestros principios, creería que ó queréis atribuirme ideas que no están en mí, ó queréis arrancarme mi secreto. Quizás os propongáis reíros de mí.
La marquesa sonrió: Esta sonrisa impacientó á Eugenio.
—¡Ojalá! respondió, pudierais creer una ofensa que no he cometido! Y deseo en el alma que la casualidad no os haga descubrir ante la sociedad á la persona que debiera haber leído esta carta.....
—¿Pues qué? acaso seria madame de Nucingen? exclamo la señora de Listomère mas curiosa por penetrar un secreto que de vengarse de los epigramas del joven.
Eugenio se sonrojó: Es preciso haber cumplido más de 25 años para no sonrojarse, oyéndose echar en cara la sandez de una fidelidad de que se burlan las mujeres, por no demostrar cuanto la envidias. Sin embargo, dijo con bastante sangre fría:—Y ¿por qué no, señora?
He aquí las faltas que se cometen á 25 años. Esta confidencia conmovió violentamente á la señora de Listomère; pero Eugenio aun no sabía analizar un rostro femenil mirándole de corrida ó de soslayo: Solo habían palidecido los labios de la marquesa. Esta tiró de la campanilla para pedir leña, y así obligó á Rastignac á ponerse en pié, para despedirse.
—Si así fuese, dijo entonces la marquesa, deteniendo á Eugenio con aire frío y estudiado, os seria, caballero, muy difícil explicarme el cómo ha podido hallarse mi nombre bajo vuestra pluma: Porque el sobrescrito de una carta no es como el sombrero de un vecino, que por aturdimiento puede uno tomar por el suyo al retirarse de un baile.
Eugenio, desnudado, contempló á la marquesa con aire á la vez fatuo y tonto; comprendió que había caído en ridículo, balbuceó una frase de colegial, y se ausentó. Algunos días después la marquesa adquirió pruebas inevitables de la veracidad de Eugenio, y desde hace diez y seis días que no se deja ver en sociedad.
El marqués dice á todos cuantos le interrogan acerca de este cambio: —Mi señora tiene una gastritis.
Yo que la cuido y que estoy en su secreto, sé que tan solo tiene una ligera crisis nerviosa, de la que se aprovecha para no salir de casa.
La Mode, París, marzo 1830.

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