DESGRACIA. 1 Capítulo. Por J. M. Coetzee

1

Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puerta del número 113 le está esperando Soraya. Pasa directamente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado.
–¿Me has echado de menos? –pregunta ella.
–Te echo de menos a todas horas –responde. Acaricia su cuerpo moreno como la miel, donde no ha dejado rastro el sol; lo extiende, lo abre, le besa los pechos; hacen el amor.
Soraya es alta y esbelta; tiene el cabello largo y negro, los ojos oscuros, líquidos. Técnicamente, él tiene edad más que suficiente para ser su padre; técnicamente, sin embargo, cualquiera puede ser padre a los doce años. Lleva más de un año en su agenda y en su libro de cuentas; él la encuentra completamente satisfactoria. En el desierto de la semana, el jueves ha pasado a ser un oasis de luxe et volupté.
En la cama, Soraya no es efusiva. Tiene un temperamento más bien apacible, apacible y dócil. Es chocante que en sus opiniones sobre asuntos de interés general tienda a ser moralista. Le parecen ofensivas las turistas que muestran sus pechos («ubres», los llama) en las playas públicas; considera que habría que hacer una redada, capturar a todos los mendigos y vagabundos y ponerlos a trabajar limpiando las calles. Él no le pregunta cómo casan sus opiniones con el trabajo mediante el cual se gana la vida.

Como ella lo complace, como el placer que le da es inagotable, él ha terminado por tomarle afecto. Cree que, hasta cierto punto, ese afecto es recíproco. Puede que el afecto no sea amor, pero al menos es primo hermano de este. Habida cuenta del comienzo tan poco prometedor por el que pasaron, los dos han tenido suerte: él por haberla encontrado, ella por haberlo encontrado a él.
Sus sentimientos, y él lo sabe, son complacientes, incluso conyugales. Sin embargo, no por eso deja de tenerlos.
Por una sesión de hora y media le paga cuatrocientos rands, la mitad de los cuales se los embolsa Acompañantes Discreción. Es una pena, o a él se lo parece, que Acompañantes Discreción, se quede con tanto. Lo cierto es que el número 113 es de su propiedad, como lo son otros pisos de Windsor Mansions; en cierto sentido, también Soraya es de su propiedad, o al menos esa parte de ella, esa función.
Él ha jugueteado con la idea de pedirle que lo reciba en sus horas libres. Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana siguiente, al momento en que él se muestre frío, malhumorado, impaciente por estar a solas.
Ese es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cuajado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo.
Sigue el dictado de tu temperamento. No se trata de una filosofía, él no lo dignificaría con ese nombre. Es más bien una regla, como la Regla de los Benedictinos.
Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudición todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus medios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos modos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edipo rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.
En el terreno del sexo, aunque intenso, su temperamento nunca ha sido apasionado. Si tuviera que elegir un tótem, sería la serpiente. Los encuentros sexuales entre Soraya y él deben de ser parecidos, imagina, a la cópula de dos serpientes: prolongada, absorta, pero un tanto abstracta, un tanto árida, incluso cuando más acalorada pueda parecer.
¿Será también la serpiente el tótem de Soraya? No cabe duda de que con otros hombres se convertirá en otra mujer: la donna é mobile. En cambio, en el orden puramente temperamental, la afinidad que tiene con él no puede fingirla. Imposible.
Aunque por su profesión es una mujer de vida alegre, él confía en ella, al menos dentro de un orden. Durante sus sesiones él le habla con cierta libertad, y algunas veces incluso llega a desahogarse. Ella conoce a grandes rasgos cómo es su vida. Le ha oído relatar la historia de sus dos matrimonios, le ha oído hablar de su hija, está al corriente de los altibajos de la hija. Sabe cuáles son sus opiniones en muchos terrenos.
De su vida fuera de Windsor Mansions, Soraya no suelta prenda. Soraya no es su verdadero nombre, él de eso está seguro. Hay síntomas de que ha tenido un hijo, puede que varios. Tal vez ni siquiera sea una profesional. Es posible que solo trabaje para la agencia una o dos tardes por semana, y que durante el resto de su existencia lleve una vida respetable en los suburbios, en Rylands o Athlone. Sería insólito en el caso de una musulmana, pero todo es posible en los tiempos que corren.

De su trabajo le cuenta poca cosa: prefiere no aburrirla. Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. Antiguo profesor de lenguas modernas, desde que se fusionaron los departamentos de Lenguas Clásicas y Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor adjunto de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la reforma, tiene permiso para impartir una asignatura especializada por cada curso, sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera positivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, «Fundamentos de comunicación», y de Comunicaciones 102, «Conocimientos avanzados de comunicación».
Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva disciplina, la premisa elemental de esta, tal como queda enunciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja absurda: «La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones». Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana.
A lo largo de una trayectoria académica que ya abarca un cuarto de siglo en activo ha publicado tres libros, ninguno de los cuales ha causado gran conmoción, ni tampoco ha recibido siquiera una acogida digna de ser tenida en cuenta: el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado).
A lo largo de los últimos años ha acariciado la idea de escribir un libro sobre Byron. Al principio pensó que no pasaría de ser sino un libro más, otra obra de crítica. Sin embargo, todos sus empeños por comenzar a escribirlo han terminado arrinconados por el tedio. La verdad es que está hastiado de la crítica, hastiado de la prosa que se mide a tanto el metro. Lo que desea escribir es algo musical: Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara.
Mientras prepara sus clases de comunicación, revolotean en su cabeza frases, melodías, fragmentos de canciones de esa obra todavía no escrita. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en una época posterior a la religión.
Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo; olvidan su nombre. La indiferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado. Mes a mes les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cuestiona los puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica sucinta y considerada, de su puño y letra.
Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. Es uno de los rasgos de su profesión que no comenta con Soraya. Duda que exista una ironía capaz de estar a la altura de la que vive ella en la suya.
En la cocina del piso de Green Point hay un hervidor, tazas de plástico, un bote de café instantáneo, un cuenco lleno de bolsitas de azúcar. En la nevera hay una buena cantidad de botellas de agua mineral. En el cuarto de baño, jabón y una pila de toallas; en el armario, ropa de cama limpia y planchada.
Soraya guarda su maquillaje en un neceser. Es un sitio asignado, nada más: un sitio funcional, limpio, bien organizado.
La primera vez que lo recibió, Soraya llevaba pintalabios de color bermellón y sombra de ojos muy marcada. Como no le gustaba ese maquillaje pegajoso, le pidió que se lo quitara. Ella obedeció; desde entonces, no ha vuelto a maquillarse. Es de esas personas que aprenden rápido, que se acomodan, se amoldan a los deseos ajenos.
A él le agrada hacerle regalos. Por Año Nuevo le regaló un brazalete esmaltado; por el festejo con que concluye el Ramadán, una pequeña garza de malaquita que le llamó la atención en el escaparate de una tienda de regalos. Él disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación.
Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.

Piensa en Emma Bovary cuando regresa a su domicilio, saciada, con la mirada vítrea, después de una tarde de follar sin parar. ¡Así que esto es la dicha!, dice Emma maravillada al verse en el espejo. ¡Así que esta es la dicha de la que habla el poeta! En fin: si la pobre, espectral Emma llegara alguna vez a aparecer por Ciudad del Cabo, él se la llevaría de paseo uno de esos jueves por la tarde para enseñarle qué puede ser la dicha: una dicha moderada, una dicha temperada.

Un sábado por la mañana todo cambia. Está en el centro de la ciudad para resolver unas gestiones; va caminando por Saint George's Street cuando se fija de pronto en una esbelta figura que camina por delante de él, en medio del gentío. Es Soraya, es inconfundible, y va flanqueada por dos niños, dos chicos. Los tres llevan bolsas y paquetes; han estado de compras.
Titubea, decide seguirlos de lejos. Desaparecen en la Taberna del Capitán Dorego. Los chicos tienen el cabello lustroso y los ojos oscuros de Soraya. Sólo pueden ser sus hijos.
Sigue de largo, vuelve sobre sus pasos, pasa por segunda vez delante de la Taberna del Capitán Dorego. Los tres están sentados a una mesa junto a la ventana. A través del cristal, por un instante, la mirada de Soraya se encuentra con la suya.
Siempre ha sido un hombre de ciudad, capaz de hallarse a sus anchas en medio de un flujo de cuerpos en el que el erotismo anda al acecho y las miradas centellean como flechas. Sin embargo, esa mirada entre Soraya y él es algo que lamenta en el acto.
En su cita del jueves siguiente ninguno de los dos menciona lo sucedido. No obstante, ese recuerdo pende incómodo entre los dos. Él no tiene el menor deseo de alterar lo que para Soraya debe de ser una precaria doble vida. A él le parecen muy bien las dobles vidas, las triples vidas, las vidas vividas en compartimientos estancos. Tal vez, si acaso, siente una mayor ternura por ella. Tu secreto está a salvo conmigo: eso es lo que quisiera decir.
Pese a todo, ni él ni ella pueden dejar a un lado lo ocurrido. Los dos niños se convierten en presencias que se interponen entre ellos, que se esconden como sombras quietas en un rincón de la habitación en donde copulan su madre y ese desconocido. En brazos de Soraya él pasa a ser fugazmente su padre: padre adoptivo, padrastro, padre en la sombra. Después, cuando sale de la cama de ella, nota los ojos de los dos chiquillos que lo escrutan con curiosidad, a hurtadillas.
A su pesar, centra sus pensamientos en el otro padre, en el padre de verdad. ¿Tiene acaso alguna idea, sabe siquiera por asomo en qué anda metida su mujer, o tal vez ha elegido la dicha de la ignorancia?

Él no tiene hijos varones. Pasó su niñez en una familia compuesta por mujeres. A medida que fueron desapareciendo la madre, las tías, las hermanas, a su debido tiempo fueron sustituidas por amantes, esposas, una hija. Estar en compañía de mujeres lo ha llevado a ser un amante de las mujeres y, hasta cierto punto, un mujeriego. Con su estatura, su buena osamenta, su tez olivácea, su cabello ondulado, siempre ha contado con un alto grado de magnetismo. Cada vez que miraba a una mujer de una determinada forma, con una intencionalidad determinada, ella siempre le devolvía la mirada; de eso podía estar seguro. Así ha vivido: durante años, durante décadas, esa ha sido la columna vertebral de su vida.
Y un buen día todo terminó. Sin previo aviso, lo abandonaron sus poderes. Las miradas que en sus buenos tiempos sin duda hubieran respondido a la suya pasaban de largo, pasaban a través de él. De la noche a la mañana se convirtió en una presencia fantasmal. Si le apetecía una mujer, a partir de entonces tuvo que aprender a requebrarla; muchas veces, de uno u otro modo, tuvo que comprarla.
Existió en un ansioso aluvión de promiscuidades. Tuvo líos con las esposas de algunos colegas; ligó con las turistas en los bares del paseo marítimo o en el club Italia; se acostó con furcias.
Conoció a Soraya en una pequeña sala de espera, en penumbra, ante la oficina principal de Acompañantes Discreción, una habitación con persianas venecianas, con plantas en los rincones y olor a tabaco rancio en el aire. En el catálogo de la empresa figuraba bajo el epígrafe: «Exóticas». En la fotografía aparecía con una flor de la pasión en el cabello y unas sombras casi inapreciables en el rabillo del ojo. El pie decía: «Solamente tardes». Eso fue lo que lo llevó a decidirse, la promesa de una estancia con las persianas entornadas, sábanas frescas, horas robadas.
Desde el principio fue muy satisfactorio, justamente lo que él buscaba. Había dado en el clavo. Al cabo de un año no ha sentido ninguna necesidad de volver a la agencia.
Entonces se produjo el encuentro accidental en Saint George's Street y el extrañamiento subsiguiente. Aunque Soraya sigue sin faltar a sus citas, él percibe una frialdad creciente; ella se transforma en una mujer más y él en otro cliente cualquiera.
Él tiene una idea atinada de cómo hablan entre sí las prostitutas sobre los hombres que las frecuentan, en concreto los hombres de edad avanzada. Cuentan anécdotas, se ríen, pero también se estremecen, tal como alguien se estremece al ver una cucaracha en el lavabo cuando va al cuarto de baño en plena noche. No falta mucho para que con finura, con malicia, también él sea fuente de estremecimientos parecidos. Es un destino al que no puede escapar.
El cuarto jueves después del incidente, cuando ya se dispone a dejar el apartamento, Soraya le hace el anuncio para el cual se ha aprestado él con todas sus fuerzas.
–Tengo a mi madre enferma. Voy a tomarme unas vacaciones para cuidarla. No vendré la semana que viene.
–Y la semana siguiente?
–No estoy segura. Depende de cómo evolucione. Lo mejor sería que llamaras antes por teléfono.
–No tengo tu número.
–Llama a la agencia. Allí te informarán de mis planes.
Aguarda unos días, luego llama a la agencia. ¿Soraya? Soraya ya no sigue con nosotros, le dice el encargado. No, no podemos ponerle en contacto con ella, eso es contrario a las normas de la casa. ¿No desea que le presente a una de nuestras chicas? Tenemos muchísimas exóticas para elegir: malayas, tailandesas, chinas, lo que usted quiera.
Pasa una velada con otra Soraya –da la impresión de que Soraya se ha convertido en un nom de commerce muy habitual en una habitación de hotel en Long Street. Esta no tiene más de dieciocho años, no tiene práctica, a su juicio es desabrida.
–Bueno, ¿y a qué te dedicas? –le pregunta ella al desnudarse.
–Un negocio de exportación e importación –contesta.
–Hay que ver –dice ella.
En su departamento trabaja una nueva secretaria. Se la lleva a almorzar a un restaurante discretamente alejado del campus universitario y la escucha; mientras ella da cuenta de la ensalada de langostinos, le habla del colegio de sus hijos. Hay traficantes que incluso se pasean por el patio, le dice, y la policía no hace nada. Su marido y ella llevan ya tres años inscritos en el consulado de Nueva Zelanda, en lista de espera para obtener un permiso de emigración.
–Vosotros lo tuvisteis mucho más fácil. O sea, no me refiero a lo bueno y a lo malo de la situación, sino a que al menos sabíais cuál era vuestro sitio.
–¿Nosotros? –dice él–. ¿Quiénes?
–Los de tu generación. Ahora todo el mundo escoge qué leyes son las que quiere obedecer. Esto es la anarquía. ¿Cómo vas a educar a tus hijos si están rodeados por la anarquía?
Se llama Dawn. La segunda vez que la lleva a almorzar por ahí hacen una parada en casa de él y se acuestan juntos. Resulta un fracaso. A sacudidas, agarrándose con uñas y dientes a quién sabe qué, ella alcanza un frenesí de excitación que, al final, a él tan solo le repugna. Le presta un peine, la lleva en su coche al campus.
Después de ese encuentro la rehuye y pone especial empeño en evitar la oficina en que trabaja. A cambio, ella lo mira mostrándose dolida y luego lo desaira.
Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, renunciar al juego. ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orígenes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.
¿No cabría la posibilidad de abordar a un médico y planteárselo? Debe de ser una operación sumamente simple; a los animales se la practican a diario, y los animales sobreviven bastante bien si hacemos hace caso omiso de cierto poso de tristeza. Amputar, anudar: con anestesia local, una mano firme y un punto de flema, cualquiera incluso podría practicárselo a sí mismo siguiendo un libro de texto. Un hombre sentado en una silla dándose un tajo: feo espectáculo, pero no más feo, al menos desde cierto punto de vista, que ese mismo hombre cuando se ejercita sobre el cuerpo de una mujer.
Sigue estando Soraya. Debería dar por cerrado ese capítulo. Muy al contrario, paga a una agencia de detectives para que la localicen. En cuestión de pocos días ha conseguido su verdadero nombre, su dirección, su número de teléfono. Llama a las nueve de la mañana, hora a la que su marido y sus hijos seguramente no estarán en casa.
–¿Soraya? –dice–. Soy David. ¿Cómo estás? ¿Cuándo podemos volver a vernos?
Sigue un largo silencio antes de que ella diga algo.
–No sé quién es usted –dice–. Y está acosándome en mi propia casa. Le pido que nunca vuelva a llamarme a este número, nunca más.
Pedir. Quiere decir exigir. Esa estridencia le sorprende: hasta ese instante jamás ha dado muestras de ser capaz de algo semejante. Sin embargo, ¿qué puede esperarse del depredador cuando asoma como un intruso en la guarida de la zorra, en el cubil de sus cachorros?
Cuelga el teléfono. Nubla su ánimo una sombra de envidia del marido al que jamás ha visto.


2

Sin los interludios de los jueves, la semana se torna monótona como el desierto. Hay días en los que ya no sabe qué hacer con su tiempo.
Pasa más horas en la biblioteca de la universidad y lee todo lo que encuentra sobre el círculo de Byron y sus allegados, incrementando sus notas sobre el asunto, que ya llenan dos gruesas carpetas. Disfruta de la quietud que a última hora de la tarde se adueña de la sala de lectura, disfruta del paseo que después da hasta su casa: el aire cortante del invierno, las calles húmedas y relucientes.
Un viernes por la noche regresa a su casa dando un rodeo por los viejos jardines de la universidad, y de pronto se fija en que una de sus alumnas recorre el mismo sendero que él. Va unos pasos por delante. Se llama Melanie Isaacs, es de su curso de los poetas románticos. No es la mejor de sus alumnas, pero tampoco es de las peores: es bastante lista, pero le falta interés.
Va remoloneando; no tarda en alcanzarla.
–Hola –le dice.
Ella le devuelve la sonrisa a la vez que cabecea; tiene una sonrisa más taimada que tímida. Es pequeñita y delgada, lleva el pelo negro muy corto, tiene los pómulos anchos, casi como una china, y los ojos grandes y oscuros. Siempre viste de manera llamativa. Hoy lleva una minifalda marrón combinada con un jersey de color mostaza y medias negras. Las tachuelas doradas del cinturón hacen juego con las bolas de oro que lleva por pendientes.
Está bastante colado por ella. No es algo nuevo: prácticamente no deja pasar un trimestre sin enamorarse en mayor o menor medida de alguna de sus alumnas. Ciudad del Cabo: una ciudad pródiga en belleza, en bellezas.
¿Sabrá ella que él está por la labor? Es probable. Las mujeres son sensibles a esas cosas, al peso que tiene esa mirada cargada de deseo.
Ha llovido; en las canaletas que bordean el camino canta el suave murmullo del agua.
–Mi estación preferida, y la hora del día que más me gusta –dice él–. ¿Vives por aquí?
–Ahí al lado. En un piso compartido.
–¿Y eres de Ciudad del Cabo?
–No, nací y me crié en George.
–Yo vivo aquí cerca. ¿Puedo invitarte a tomar algo?
Una pausa, cautela.
–De acuerdo, pero he de marcharme a las siete y media.
De los jardines pasan al tranquilo reducto residencial en el que vive él desde hace veinte años, primero con Rosalind, y luego, tras el divorcio, solo.
Abre la verja de seguridad, abre la puerta de su casa, hace pasar a la muchacha. Enciende las luces, la alivia del peso de su bolso. Tiene gotas de lluvia en el cabello. La mira embobado, francamente embelesado. Ella baja la mirada a la vez que le ofrece la misma sonrisa evasiva y tal vez algo coqueta que esbozó antes.
En la cocina él abre una botella de Meerlust y sirve una fuente de galletas saladas y queso. Al volver la encuentra de pie ante las estanterías, con la cabeza ladeada, leyendo los títulos de los lomos. Él pone música: el quinteto para clarinete de Mozart.

El vino, la música: un ritual al que suelen jugar los hombres y las mujeres, unos con otros. No hay nada malo en los rituales, de hecho se inventaron para hacer más llevaderos los momentos difíciles, delicados. Sin embargo, la chica que se ha llevado a casa no solo es treinta años más joven que él: es una estudiante, es su alumna, está bajo su tutela. Poco importa lo que ahora pase entre ellos, pues tendrán que volver a verse en calidad de profesor y alumna. ¿Estará él preparado para eso?
–¿Te lo pasas bien con el curso? –le pregunta.
–Me gustó Blake. Me gustó todo lo relacionado con el Wonderhorn.
–Wunderhorn.
–En cambio, Wordsworth no me entusiasma.
–Eso no deberías decírmelo a mí: Wordsworth ha sido uno de mis maestros.
Es cierto. Desde que alcanza a recordar, las armonías y las consonancias de El preludio han propagado sus ecos en su ser.
–Puede que a final de curso consiga tomarle cariño. A lo mejor, con el tiempo me agradará más. A veces pasa.
–Puede ser. De todos modos, según mi experiencia la poesía te habla y te llega a primera vista o no te llegará nunca. Hay un destello de revelación y un destello reflejo de respuesta. Es como el rayo. Como enamorarse.
Como enamorarse. ¿Seguirán enamorándose los jóvenes, o ese es un mecanismo obsoleto a estas alturas, algo innecesario, pintoresco, similar a las locomotoras de vapor? Él sí que está anticuado, ajeno a las realidades del momento. Por lo que alcanza a saber, eso de enamorarse podría haber pasado de moda y haber vuelto a estar de moda al menos media docena de veces.
–¿Escribes poesía? –le pregunta.
–Antes sí, cuando estaba en el instituto. Pero no era gran cosa. Ahora mismo no tengo tiempo para eso.
–¿Y otras pasiones? ¿No tienes alguna pasión literaria? Ella frunce el ceño al oír esa extraña palabra.
–En segundo estudiamos a Adrienne Rich y a Ton¡ Morrison. Ah, y a Alice Walker. Me metí muy a fondo en la obra de estas escritoras, pero yo no diría que fuera exactamente una pasión.
Vaya: así pues, no es una criatura apasionada. ¿No será que, mediante un rodeo, del modo más indirecto que pueda imaginarse, ella trata de disuadirlo?
–Voy a preparar algo de cena –le dice–. ¿Por qué no te quedas? Será algo muy sencillo.
Ella parece dubitativa.
–¡Vamos, anímate! –dice–. ¡Di que sí!
–Vale, pero antes he de hacer una llamada.
La llamada dura bastante más de lo que él había supuesto. Desde la cocina oye los murmullos, los silencios.
–¿Qué planes tienes para cuando acabes los estudios? –le pregunta después.
–Me dedicaré al diseño teatral. Escenografía y vestuario. De hecho, estoy preparando una diplomatura en teatro.
–¿Y por qué razón has escogido mi curso sobre los poetas del romanticismo?
Ella se para a pensar y arruga la nariz.
–Más que nada por el ambiente –contesta–. Además, no quería estudiar a Shakespeare otra vez. El año pasado ya estudié a Shakespeare.

Lo que él prepara para cenar es ciertamente muy simple: anchoas sobre un lecho de tagliatelle con salsa de champiñones. Deja que sea ella quien trocee los champiñones. Por lo demás permanece sentada en un taburete, viéndolo cocinar. Cenan en el comedor, él abre una segunda botella de vino. Ella devora la cena sin recato. Un apetito muy sano para ser tan delgada.
–¿Siempre cocinas para ti? –le pregunta.
–Vivo solo. Si no cocino yo, no lo hace nadie.
–Yo odio la cocina. Supongo que debería aprender.
–¿Por qué? Si de veras lo odias, cásate con un hombre que sepa cocinar.
Juntos, contemplan la imagen: la joven esposa vestida con atrevimiento, adornada con joyas llamativas, entra por la puerta y olisquea el aire con impaciencia; el marido, un pálido Príncipe Azul, aparece con un delantal y da vueltas a la cazuela en una cocina humeante. Las inversiones: de esa materia está hecha la comedia burguesa.
–Eso es todo –dice al final, cuando queda vacía la fuente–. No hay postre, a no ser que quieras una manzana o un yogur. Perdona, no sabía que iba a tener una invitada.
–Estaba muy rico –contesta. Vacía la copa y se pone en pie–. Gracias.
–Espera, no te vayas aún. –La toma de una mano y la lleva hasta el sofá–. Quiero enseñarte una cosa. ¿Te gusta la danza? No bailar; la danza. –Introduce una cinta en el vídeo–. Es una película de un tipo llamado Norman McLaren. Es bastante vieja. La encontré en la biblioteca. A ver qué te parece.
Sentados uno junto al otro en el sofá, ven la cinta. Dos bailarines en un escenario despojado de toda decoración van ejecutando los pasos. Filmadas con una cámara estroboscópica, las imágenes son una fantasmagoría de sus movimientos reales, y se extienden tras ellos como un abanico que aletease sin cesar. Es una película que él vio hace ya un cuarto de siglo, pero que sigue cautivándolo: el instante del presente y el pasado de ese instante, evanescente, son captados en un mismo espacio.
Ansía que la muchacha también esté cautivada, pero se da cuenta de que no.
Cuando termina la película, se levanta y deambula por la sala. Levanta la tapa del piano, pulsa un do sostenido.
–¿Tocas? –pregunta.
–Un poco.
–¿Clásica o jazz?
–No, jazz me temo que no.
–¿No te apetece tocar una pieza para mí?
–No, ahora no. Hace tiempo que no ensayo. Tal vez en otra ocasión, cuando nos conozcamos mejor. Ella se asoma al estudio.
–¿Puedo echar un vistazo? –pregunta.
–Claro, enciende la luz.
Él pone más música: sonatas de Scarlatti, música para amansar a las fieras.
–Tienes muchos libros de Byron –dice cuando sale–. ¿Es tu autor preferido?
–Es que estoy trabajando sobre Byron, sobre la etapa que pasó en Italia.
–¿No murió muy joven?
–A los treinta y seis. Todos morían jóvenes. Si no, se secaban. O se volvían locos de atar y terminaban por encerrarlos. De todos modos, Byron no murió en Italia, sino en Grecia. Se fue a Italia para huir de las consecuencias de un escándalo, y terminó por acomodarse allí. Allí se instaló. Y allí vivió la última gran aventura amorosa de su vida. En aquella época, Italia era muy popular entre los ingleses que viajaban al extranjero. Estaban convencidos de que los italianos todavía se mantenían en contacto con su naturaleza, de que estaban menos constreñidos por las convenciones, de que eran más apasionados.
Ella vuelve a recorrer toda la sala.
–¿Esta es tu mujer? –pregunta al detenerse ante la fotografía enmarcada que hay sobre la mesita del café.
–Mi madre. Es una fotografía de cuando era joven.
–¿Estás casado?
–Lo estuve. Dos veces. Pero ya no lo estoy. –No añade: ahora me las arreglo con lo que me sale al paso. No dice: ahora me contento con las putas–. ¿Puedo ofrecerte un licor?
Ella no desea tomar un licor, pero acepta un chorrito de whisky en el café. Mientras ella da un sorbo, él se inclina y le roza la mejilla.
–Eres un verdadero encanto –le dice–. Voy a invitarte a hacer una temeridad. –Vuelve a rozarla–. Quédate. Pasa la noche conmigo.
Ella lo mira con firmeza sin apartar la taza de sus labios.
–¿Por qué?
–Porque debes.
–¿Por qué debo?
–¿Por qué? Porque la belleza de una mujer no le pertenece solo a ella. Es parte de la riqueza que trae consigo al mundo, y su deber es compartirla.
Él todavía tiene la mano apoyada en la mejilla de ella. Ella no se retrae, pero tampoco cede.
–¿Y si ya la compartiera? –En la voz se le nota que casi está sin aliento. Siempre es excitante ser cortejada: excitante, placentero.
–Entonces, deberías compartirla más aún.
Palabras suaves, lisonjeras, tan antiguas como la seducción misma. Sin embargo, en ese momento él cree en esas palabras. Ella no es dueña de sí misma. La belleza no es dueña de sí misma.
–De los más bellos seres de la creación deseamos más aún –dice–, para que la belleza de la rosa jamás muera.
No ha sido una buena iniciativa. La sonrisa de ella pierde su calidad juguetona y móvil. El verso pentámetro, cuya cadencia tan bien sirvió para endulzar las palabras de la serpiente, ahora solo consigue crear un efecto de extrañeza. Ha vuelto a ser el profesor, el hombre libresco, el guardián de los tesoros de la cultura. Ella deja la taza sobre la mesa.
–Tengo que marcharme, me están esperando.
Ha despejado, lucen las estrellas.
–Hace una noche deliciosa –dice él abriendo la verja del jardín. Ella ni siquiera mira al cielo–. ¿Quieres que te acompañe a casa?
–No.
–Muy bien. Como quieras. Buenas noches. –Se acerca a ella, la abraza. Por un instante llega a sentir los pequeños pechos de ella contra sí. Acto seguido, ella se escurre de su abrazo y desaparece.

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