LA CIUDAD DE CRISTAL -Capítulo 1-

1


Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pen­sar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus conse­cuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.
En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mu­cho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca im­portancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que es­cribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproxi­madamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vi­vir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía mu­chos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.
Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de in­terminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lo­graba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo es­taba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en nin­guna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estu­viese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pe­día a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el nin­gún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.
En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias traduc­ciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.
Había seguido escribiendo porque era lo único que se sen­tía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se con­sideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsa­ble de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una inven­ción, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba con deferen­cia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo hom­bre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus con­tactos se limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores, no conce­día entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su es­posa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía amigos.
Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en ge­neral parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encen­dida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.


Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el repiqueteo de la lluvia en la ven­tana. Se preguntó cuándo dejaría de llover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de los Viajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la almohada, a su lado. Desde que había terminado la última novela de Wil­liam Wilson dos semanas antes había estado haciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había resuelto una serie de complicados crímenes, había sufrido un buen número de pali­zas y había escapado por un pelo varias veces, y Quinn se sen­tía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de los años Work se había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson se­guía siendo una figura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la triada de personajes en que Quinn se había conver­tido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el propio Quinn era el muñeco y Work la voz animada que daba sen­tido a la empresa. Aunque Wilson fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque Wilson no existiera, era el puente que le permitía a Quinn pasar de si mismo a Work. Y, poco a poco, Work se había convertido en una presencia en la vida de Quinn, su hermano interior, su camarada en la so­ledad.
Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página. “Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clase de invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plena confianza, porque no con­tiene nada más que la verdad.” Justo cuando Quinn estaba empezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar vueltas en la cabeza a su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mu­cho más tarde, cuando pudo reconstruir los sucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio que eran más de las doce y se preguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que lo más probable era que fuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió el auricular al segundo timbrazo.
-¿Sí?
Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había col­gado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecá­nica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.
-¿Oiga? -dijo la voz
-¿Quién es? -preguntó Quinn.
-¿Oiga? -repitió la voz.
-Le estoy escuchando -dijo Quinn-. ¿Quién es?
-¿Es usted Paul Auster? -preguntó la voz-. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.
-Aquí no hay nadie que se llame así.
-Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.
-Lo siento -dijo Quinn-. Debe haberse equivocado de número.
-Es un asunto de la máxima urgencia -dijo la voz.
-Yo no puedo hacer nada por usted -contestó Quinn-. Aquí no hay ningún Paul Auster.
-Usted no lo entiende -dijo la voz-. El tiempo se acaba.
-Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.
Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con la persona que lla­maba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la co­rriente durante un rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera. “Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie”, se dijo.
Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las histo­rias que escribía no era su relación con el mundo, sino su rela­ción con otras historias. Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio. Sa­bía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayo­ría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se tra­taba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la in­transigencia, con estas obras no mostraba casi ninguna discri­minación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le cos­taba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de él, un ansia de una comida espe­cial, y no paraba hasta que se sentía lleno.
Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de pleni­tud y economía. La buena novela de misterio no tiene desper­dicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea signifi­cativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bu­lle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es pre­ciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.
El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensa­miento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el es­critor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empeza­ran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existen­cia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra “i”, inicial de “investigador”, era “I”, con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira.[1] Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de pa­labras.
Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo era única­mente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La na­turaleza de los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los confines de una vida ex­traña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cual­quier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban pro­blemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca de­jaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se deci­día a ello, aunque sólo fuera en su mente.
Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho Work al descono­cido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se encon­traba solo en una habitación disparando con una pistola con­tra una pared blanca y desnuda.

A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el libro es­taba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del telé­fono con clara irritación. Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle en con­tra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus ór­denes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intes­tino se había vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había colgado.
La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuan­do, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco -la ópera de Haydn El hombre en la lu­na- y la escuchó de principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue a dormir.
Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha por­que era el aniversario de boda de sus padres -o lo habría sido, si hubieran estado vivos- y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído -poder conocer con precisión el pri­mer momento de su existencia- y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches -aún no eran las once- y cuando alargó la mano para coger el teléfono su­puso que sería otra persona.
-¿Diga? -dijo.
De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inme­diatamente que era el desconocido.
-¿Diga? -repitió-. ¿Qué desea?
-Sí -dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado-. Sí. Es necesario ahora. Sin di­lación.
-¿Qué es necesario?
-Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora mismo. Sí.
-¿Y con quién quiere usted hablar?
-Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.
Esta vez Quinn no vaciló. Sabia lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.
-Al habla -dijo-. Yo soy Auster.
-Al fin. Al fin le encuentro.
Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentina­mente la inundó.
-Exactamente -dijo Quinn-. Al fin. -Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él como en el otro-. ¿Qué desea?
-Necesito ayuda -dijo la voz-. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.
-Depende de a qué cosas se refiera.
-Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el ase­sinato.
-Ésa no es exactamente mi especialidad -dijo Quinn- No voy por ahí matando gente.
-No -dijo la voz, malhumorada-. Quiero decir lo contrario.
-¿Alguien va a matarle a usted?
-Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.
-¿Y quiere usted que yo le proteja?
-Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.
-¿No sabe usted quién es?
-Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.
-¿Puede usted explicarme el asunto?
-Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.
-¿Qué le parece mañana?
-Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.
-¿A las diez?
-Bien. A las diez. -La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este-. No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.
-No se preocupe -dijo Quinn-. Allí estaré.


[1] Este párrafo es intraducible. En argot al detective privado se le llama pri­vate eye, que significa “ojo privado”. Además, la palabra eye se pronuncia igual que la letra i, que, escrita con mayúscula, significa “yo”. (N. de lo T.)

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