QUÉ VIVA LA MÚSICA -Fragmento Inicial-. Por Andrés Caicedo.

Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: "Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa". No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo.
Alguien que pasara ahora y me viera el pelo no lo apreciaría bien. Hay que tener en cuenta que la noche, aunque no más empieza, viene con una niebla rara. Y además que le hablo de tiempos antes y que... bueno, la andadera y el maltrato le quitan el brillo hasta a mi pelo.
Pero me decían: "Pelada, voy a ser conciso: ¡es fantástico tu pelo!". Y uno raro, calvo, prematuro: "Lilian Gish tenía tu mismo pelo", y yo: "Quién será ésta", me preguntaba, "¿Una cantante famosa?". Recién me he venido a desayunar que era estrella del cine mudo. Todo este tiempo me la he venido imaginando con miles de collares, cantando, rubia total, a una audiencia enloquecida. Nadie sabe lo que son los huecos de la cultura.
Todos, menos yo, sabían de música. Porque yo andaba preocupadita en miles de otras cosas. Era una niña bien. No, qué niña bien, si siempre fue rebuzno y saboteo y salirle con peloteras a mi mamá. Pero leía mis libros, y recuerdo nítidamente las tres reuniones que hicimos para leer El Capital. Armando el Grillo (le decían Grillo por los ojos de sapo que paseaba, perplejo, sobre mis rodillas), Antonio Manríquez y yo. Tres mañanas fueron, las de las reuniones, y yo le juro que lo comprendí todo, íntegro, la cultura de mi tierra. Pero yo no quiero acostumbrarme a pensar en eso: la memoria es una cosa, otra es querer recordar con ganas semejante filo, semejante fidelidad.
Yo lo que quiero es empezar a contar desde el primer día que falté a las reuniones, que haciendo cuentas lo veo también como mi entrada al mundo de la música, de los escuchas y del bailoteo. Contaré con detalles: al estimado lector le aseguro que no lo canso, yo sé que lo cautivo.
Tan tarde que me levanté aquel día y abrir los ojos no me dio fuerza. Pero me dije: "No es sino que pise el frío mosaico y verá que cumple con su horario". Me mentía. La reunión era a las 9 y serían qué... las 12. Toqué con mis piecitos, tan blancos, tan chiquitos, y me estremecí toda viendo que podía dar de a paso por mosaico. Así caminé, feliz, día poquitos, sin pretender otra cosa que llegar a la ventana.
Abrí la cortina con fuerza, y los brazos extendidos me hicieron pensar en la mujer resoluta que era, como quien dice que si quisiera sería capaz de labrar la tierra. No, no lo era. Después de la cortina tenía allí ante mí la persiana veneciana. ¿Es cierto que trae la muerte, Venecia? Digo porque lo he escuchado (ya no) en canciones viejas. He podido jalar las cuerdillas de la veneciana como el marinero que iza las velas, y dejar entrar, glorioso, el nuevo día. No lo hice. Me acerqué con un movimiento mínimo que también supe corrompido y rendijié por la ventana el día: Oh, y cómo extrañé todo lo de la tardecita: el color del cielo, el viento que hacía, recibirlo de frente como a mí me gusta. Es lo que le da fuerza y fragancia a mi pelo.
Pero no esos nuevos días. Vi trazos de brocha gorda, grumos en el cielo, y las montañas que parecían rodillas de negro. Condené la rendija, alarmada y abatida. ¿Por qué si era tan temprano? Pensé: "anoche quemaron las montañas y sólo le quedan pelitos pasudos".
Mis piernas eran muy blancas, pero no de ese blanco plebeyo feo, y tenía venitas azules detrás de las rodillas. Ayer me dijo el doctor que las tales venitas, de las que me sentía orgullosa, son nada menos que principio de várices.
Volví a mi cama, pensando: "¿cuánto falta para que sea de noche?". Ni idea. He podido gritarle a la sirvienta por la hora, pero no. He podido volver a cerrar los ojos y perderme, pero no: ya estaba encontrada y tenía rabia. No lo niego, le estaba sacando gusto a dormir más y más, pero ¿cómo hacía teniendo un horario estricto?
Entonces vociferé que si me había llamado alguien, y claro que inmediatamente me dijeron: "sí, niña, los jóvenes que estudian con usted".
Me hundí en la almohada y me empapé, consciente, en aquella humedad que se daba entre las sábanas, no sé si limpias, y mi cuerpo, suave y escurridizo como un pescado sin escamas. Sentí vergüenza, arrepentida.
Primer día que falté a la lectura de El Capital , y no volví. De allí en adelante me persigue esa vergüenza mañanera que intenta que yo borre y niegue todo lo genial que he pasado la noche entera, toda la nueva gente... Bueno, eso era al principio, ya no se conoce nueva gente, no crea, los mismos, las mismas caras, y sólo dos me gustan: uno que es bailarín experto y lleva bigote de macho mexicano y yo le digo: "te hace ver más viejo", y él me contesta, mostrando esos dientes grandes, bellos, sonriendo: "¿y para qué ser joven otra vez? Como si no se hubiera pasado por hartas para llegar a la edadcita esta. Cuando opino algo de esta vida no me dejo llevar por el gusto. Hablo es según conceptos, ¿ves? Ya mi pensamiento no cambia, pero se entiende: en lo fundamental, porque en lo que es la sal de la vida quién se va a poner a decir nada, entonces cómo se explicaría que yo siga viniendo a verla cada noche pelada": porque nunca han dejado de nombrarme pelada. Del otro que me gusta mejor no hablo, es un ratero, un langaruto de ésos que todavía usan camisetica negra.
Que la vergüenza, decía. Y yo me digo y la peleo: "no tiene razón de ser", no. si he gozado la noche, si la he controlado y ya teniéndola rendida me la ha bebido toda, pero alto: yo no soy como los hombres, que se caen. A lo mucho terminaré toda desgreñada, lo que me ha dado aires de andar sólita en el mundo, por estas calles. Y antes de cerrar los ojos se lo juro que pienso: "esto es vida". Y duermo bien. Pero viene el día que me dice: (yo creo que es el sol anormal de estos dos últimos meses): "cambia de vida".
¿Con qué objeto esta conciencia? ¿Cambiarla yo ahora que soy experta? Pero tal es el peso de la maldita, a la que imagino toda de negro y llevando velo, que hasta hago mis contriciones, mis propósitos de enmienda. Igual da: no es sino que lleguen las 6 de la tarde para que se acaben las rezanderías. Yo creo que sí, que es el sol el que no va conmigo. He probado no salir, quedarme haciendo pensamientos en el cuarto. Nada, no funciona. Salgo atolondrada, pero purísima, repleta de buenas intenciones a meterme entre el barullo de la gente que va de compras, de las señoras, de esos muchachos buenos mozos en bicicleta, y una vez estuve a punto de gritar: " ¡me encanta la gente!". No lo hice. Ya eran las 6 y me tiré a la noche. Babalú conmigo nada.
Eso fue la semana pasada, el sábado apenitas. No quiero adelantarme mucho, no sea que terminemos empezando por la cola, que es difícil de asir, que golpea y se enrosca. Desearía que el estimado lector se pusiera a mi velocidad, que es energética.
Vuelvo al día en el que quebré mi horario. ¿Por qué lo hice, si le había cogido afición al Método? Sobre todo en los últimos años de bachillerato. Fui aplicadísima, y no me faltaba nada para entrar a la U. del Valle y estudiar arquitectura: segundo lugar en los exámenes de admisión (la primera fue una flaquita de gafas, mal compuesta en cuestión de dientes, medio anémica, que salió de La Presentación del Aguacatal), faltaban 15 días para entrar a clases y yo, sabiéndome cómo son las cosas, pues estudiaba El Capital con estos amigos míos, hombre, pues era, a no dudarlo, una nueva etapa, tal vez la definitiva de esta vida que ahora me la dicen triste, que me la dicen pálida, que se pasea de arriba a bajo y me encuentran mis amigas y dele que dele a que estás i-rrecono-ci-ble. Yo les digo: "olvídate". Yo las había olvidado antes, anyway, bastó una sola reunión de estudio para reírmeles en la cara cuando me llamaron dizque a inventarme un programa de piscina: no sabían que yo, al salir de la reunión, agotada de tanto comprendimiento, me había ido con Ricardito el Miserable (así lo nombro porque sufre mucho, o al menos eso es lo que él decía) al río. Ni más ni menos descubrí el río.
"¿Cómo no lo había conocido antes?", le pregunté, y él contestó con la humildad del que dice la verdad: "porque eras una burguesita de lo más chinche".
Yo le hice apretadita de cejas, desconcertada ante la franqueza, y él, todo bueno (y porque me quería), complementó: "pero ahora, después del contacto con esta agua, no lo eres más. Eres adorable". Y yo qué fue lo que no hice al oír semejantes alabanzas: me tiré vestida, elevé los brazos, no dejé de ver el césped de la espuma que producían mis embriagados movimientos chapoteantes. Era el río Pance de los tiempos pacíficos.
Entonces, como me les reí en la cara a mis amigas, fue diciéndoles: "¿piscina? Pero qué piscina teniendo allí no más en las afueras un don de la Naturaleza de agua entradora y cristalina, ¡buena para los nervios, para la piel!".
No me entendieron esa vez y ya no me entienden nunca, cuando me las encuentro acompañadas de sus mancitos que me parecen tan blancos, tan rectos, buenos para mí, que soy como enredadera de Nigth Club, y yo sé que piensan: "esa es una vulgar. Nosotras somos niñas bien. Entonces, ¿por qué coincidimos en los mismos lugares?". No voy a darles el gusto de responder a esa pregunta, que se la dejo a ellas. A cambio pienso en ese territorio de nadie que es el pedaci-to de noche atrapado por la rumba, en donde no ven nunca a nadie que goce más, a nadie más amada (superficial, lo sé, y olvido, pero ese es mi problema) y pretendida, y cuando se van temprano piensan: "¿hasta qué horas se queda ella?". Me quedo la última, pa que sepan, hasta que me sacan.
He perdido esa chicharra del escrúpulo que al fin y al cabo no es lo mismo que muerde al otro día, el horrible sentimiento mañanero. Que el cielo me perdone, en unas 9 a.m. aborrecibles pensé llamarlas, sobre todo a la Lucía, que era amiguita y un poco vivaracha y generosa, así la recuerdo, y explicarle mis causas, mis historias. No lo pensé: lo hice. Levanté el teléfono y, al sentirlo tartamudo, me tiré a dormir sola, llorando sola.
Ahora sé que no tenía por qué hacerlo. Hay mejores oportunidades de contar la historia, y ahora el lector se está enterando, papito mío. Aún tengo la vida.
Vuelvo a mi día. Ese Ricardito también me había llamado, muy temprano, antes que los marxistas. Era que no había estado conmigo por la noche, la que de algún modo perfecto moduló el día que empieza mi historia. El no sabía entonces, que la noche, que fue profunda, fue toda, toda mía, que cuando el noventa por ciento de los otros estaba con el genio ido y con los ojos en la nuca, yo descollé por mi vestido de colores y por mi inagotable energía. Así hablo yo.
Pensé: "Podría llamar a Ricardito, muchacho de río, y decidirme a tenderme hoy sí en las piedras ardientes, desnuda". Pero una niña nunca llama a un hombre, eso es lo que pensaba y lo que pienso, soy muy jovencita, otra de las cosas que no me perdonan. Y que nunca los llamé, claro.
Ante el espejo separé este pelo mío en dos grandes guedejas y abrí los ojos hasta que no se me vieron párpados y la frente se me llenó de brillantez y de hoyuelos los pómulos. También me dicen: "qué ojos", y yo los cierro un segundo, discreta. Si ya los tengo hundidos es porque en esa época lo deseaba: sí, tenerlos como Mariángela, una pelada que ahora está muerta. Quería yo tener ese filo que tenía ella cuando miraba de medio costado, en las noches en que bailaba sola y nadie que se le acercara, quién con esa furia que se le iba metiendo hasta que ya no era ella la que seguía la música: yo la llegué a ver totalmente desgonzada, con los ojos idos, pero con una fuerza en el vientre que la sacudía. Era la furia que tenía adentro la que respondía al ritmo.
Me acuerdo que me decía, cuando acudíamos donde un pelado que nos esperaba: "No camines tan rápido. Es mejor hacernos esperar. Además, de paso conocemos gente".
Le gustaba ser mirada. No resistía que la tocaran. Ella fue hasta donde llega mi conocimiento, la primera del Nortecito que empezó esta vida, la primera que lo probó todo. Yo he sido la segunda.
No me apartaba del espejo, y pensaba: "bañarme y peinarme y vestirme: 20 minutos". Era el dilema de la urgencia de estar afuera, de ya oír música, de encontrar amigos. "¿Si no me bañara ni hiciera higiene y saliera a dar escándalo con mi facha?". Fíjese, tener ya en cuenta arma tan revolucionaria como el escándalo. "No puedo", pensé, "anoche estuve en lugar cerrado, humo. Si cojo por costumbre ir a grill todas las noches (era una broma que me hacía, una posibilidad imposible) tengo que lavarme el pelo mínimo día de por medio, con tanto humo".
No se ve bien, en un pelo tan rubio como el mío, ese olor. Una niña que tenga pelo como ala de cuervo, es distinto. Así que me dije: "me lavo el pelo. Cuarenta minutos". Tal resolución necesitaba de una tregua. Me fumé todo un cigarrillo haciendo muecas en el espejo, que tenía (supongo que todavía la tiene, háyan-lo o no vendilo) una fisura en la mitad que chupaba mi imagen, que literalmente se la sorbía, pero nunca pedí que me lo cambiaran, mi mamá con todo lo compuesta y arreglona que es, era capaz de comprarme un espejo con marco dorado de 2 x 2. Tal cual me fascinaba, digo me fascina, tanto que lo recuerdo: hallé uno parecido en un almacén de trastos, uno con marco blanco que parece de hueso y con la misma fisura idéntica; ni que fuera el mismo espejo que ha vuelto a mí, y el tiempo ha angostado la fisura y la ha hecho, por lo tanto, más profunda.
Tenía yo un radio viejo en mi cuarto y pensé en sintonizarlo, pero recordé que me habían prestado discos, me los prestó un amigo, Silvio, que me dijo: "se los presto para que aprenda a oír música". Porque le tenía confianza, pues lo conozco desde chiquito, me le quedé callada, que hubiera sido otro, cualquier alimaña de la noche, le digo: "hágame preguntas a ver si es que me raja". Pero Silvio era sincero y se interesaba por mí, por mi cultura, y además era verdad que yo no sabía nada de música. La que más sabía era Mariángela: decía nombres de músicos y de canciones en inglés.
Pensé, pues, allá arriba, en esa fiebre de heno de mi cuarto: "¿bajo y me pongo a aprender música e inglés con los discos de Silvio?". Pero cuando ya me estaba parando resuelta me senté. "No, qué voy a querer bajar —pensé, en formas como de lamento por mi suerte—, qué voy a querer oír la música delante de todo el mundo (hay que decir la verdad: a esa hora del día el mundo eran sólo tres sirvientas y un perro majadero y creo yo que minetero), qué voy a querer ponerla bien pasito después de que anoche el sonido era en chorreras, y bueno, cuando venga mi papá y mi mamá para el almuerzo le bajaré el volumen, por respeto, y apuesto que al rato ya me están diciendo: " ¡más pasito!". "No, no bajo", me dije, y caminé hasta la ventana, que no estaba sino a dos pasos. Necesité tres.
Quería cerrar la cortina y, tal vez sí, dormir. Pero no lo hice: miré de cara al día (sana fue esa acción), sabiendo que bien malo iba a ser, sobre todo bordeado por esas montañas de pelos crespos. ¿Abría las piernas el negro?
Esto de ver de rodillas donde hay montañas, lo supondrá el lector, es porque la muchachita ha probado ya sus drogas... Entonces empecemos: la mariguana me daba pesadez de estómago, pensadera inútil, odio, horquilla, pereza, insomnio; luego vendrían los riecitos de fuego excavando, cienpiés, pequeños y mordientes en mi cerebro (allí caí en cuenta que tenía un cerebro), melancolía de boca, flojera de piernas y punzones en las ingles de tanto en tanto.
Pero, oh, ¿qué cuenta eso al lado de la extendida tierra eternamente nueva, de arena dura y negra que uno descubre y jamás explora del todo cuando la música suena? Y ya dije que yo no tenía cultura, pero podía sentir cada sonido, cada ramillete de maravillas. ¿Así cómo hace uno, ellos?
Le cerré los ojos a las montañas. Del parque, ni hablar; todavía no me arrastraba allá: ya saldría a mi paso, con su abrazo, una vez que yo descendiera al día. Pensando en esto me comenzaron a distraer unas como libélulas diminutas: si forzaba los ojos a cada lado las veía triple; hice bizco: localicé un enjambre en la punta de mi nariz. Eso sí no me gustó. Cerré mucho los ojos para olvidarme. El olvido vino bueno: vi fue miles de colores, luego sólo dos colores, verde y gris más triste del mundo, crucigramas, globitos de tira cómica sin ninguna palabra adentro, disgregación del verde hasta ser millones de puntitos como alfileres enterrados profundo, entonces abrí los ojos. Sobreexpuse (uso el término porque mi papá es fotógrafo) a las montañas, los pelos de la montaña y el azul cielo. ¿Azul porque sobre exponía o porque de veras mejoraba el día? No, era la aridez y la congoja más terrible después de un año completo que no llovía sobre esta tierra buena. "A mí no me importa —me decían— si la veo a usted, con ese pelo, me refresco". Y yo agachaba la cabeza, complacida. Pero también decían: "¿caerá la peste sobre la ciudad esta?", y otro que contestó: "que caiga", y se lanzó a bailar, frenético, chiquito, y yo también bailé, contagiada, y era la segunda que mejor bailaba (siempre fue Mariángela la primera) y no recuerdo que alguien haya dicho nada más, los que sabían inglés repetían la letra, prendieron las mejores luces y no hubo más pensamientos tristes sino puro frenetismo, como dicen.
Bueno, decidí ir derechito al baño. Decidí también pedir un desayuno lo suficientemente abundante (alas, complicado) como para que cuando yo saliera del baño apenitas estuviera listo. Lo pedí a gritos, y dejé por allí tirados blusa y calzoncitos en mi carrera.
Siempre, hasta hoy, me baño con agua helada. Procuré demorarme en la jabonada. Conté hasta miles y al salir canté mientras me desenredaba el pelo.
¡Por las ventanas eran tan duro y tan seco el día! Decidí que no saldría después del desayuno, no con ese sol, y pensé, trágica: "si al menos alguien viniera a reclamarme, a elevarme a clima frío". Pero si no salía, ¿qué? Tendría que almorzar una hora después junto a toda la familia. No era problema de que no me cupiera más comida, yo como con la voracidad de un jabalí, era que no me gustaba ese silencio en la mesa, interrumpido sólo cuando mi mamá se ponía a cantar falsetes de Jeanette Mac Donald y Nelson Eddy: odia toda la otra música que no sea: acostumbraba a arrullarme los veranos, cantándome la historia de Amor Indio.
Y después de comer, qué, subir a mi cuarto, porque abajo sí era cierto que el calor no se aguntaba, acostarme de 2 a 4 a pensar, porque ese día no iba a poder leer.
Tuve este pensamiento: "qué tal vivir sólo de noche, oh. la hora del crepúsculo, con los nueve colores y los molinos. Si la gente trabajara de noche, porque si no, no queda más destino que la rumba".
Tocaron a mi cuarto sin avisar y yo vociferé que quién era, furiosa.
"Ricardito", dijo él, con esa voz desamparada que tenía y que sacaba de quicio a todas las mujeres pero a mí no, a mí nunca.
"¡Visita!", pensé feliz, y enredé la toalla amarilla en mi cuerpo, como trigo, y así le abrí la puerta.
El pobre sonreía. Yo también: ¡traía puesta una espectacular camisa! Entró a mi cuarto siguiendo el rumbo de mi blusa y de mis calzoncitos blancos sobre el piso. Supe que la visión lo refrescó del día que había soportado afuera desde cuántas horas: siempre salía a recorrer las calles después del desayuno, a recorrerlas sin propósito, sin esa senda que ahora le proporcionaba mi ropa por allí esparcida.
Se hizo el que no la miraba, se paró en toda la mitad del cuarto y la luz, que entraba libre, sin la veneciana, le daba como una facha imponente a su preocupación constante, y yo pensé: "cuando mejor se ve es cuando está en mi cuarto. Además, quién no con esa camisa verde profundo y lila, plenamente psicodélica”. La palabra me hizo tramar que si bajaba la veneciana le pintaría sombras horizontales a su cuerpo, que si le quitaba la camisa, él sería una especie de John Gavin con 30 kilos menos, y que ambos éramos, allí, en ese cuarto de una casa perdida en una ciudad desolada y ardiente, nada menos que el principio de Psicosis, esa película que no he querido volverla a ver, para no olvidarla.
"¿Rica el agua?", me dijo Ricardito, nostálgico. Se le veía en la frente y en la nariz grasosas, por el sol que había pasado. Yo le dije que sí, y me le burlé. "Tan madrugador siempre" y él se me puso sombrío, como si mis palabras lo hubiesen envuelto de noche, a la que temía. En esa repentina negrura se me acercó y me hizo una confesión: "Hace diez meses que no duermo", y yo retrocedí, protestando: "No pongas esa cara, no la pongas, Ricardito, que apenas comienza el día". Supe, entonces, de mi error. Con justicia ha podido responder: "Apenas para ti", pero no me dijo nada, aunque lo pensó, y yo aproveché su silencio para darle la espalda y para divertirlo: abrí la puerta del closet y me saqué la toalla del cuerpo en un solo movimiento, la dejé caer cerca de él (no vi qué tan cerca. Uno no podía permitir que él se pusiera a hablar de melancolías, eran muchas las historias de las fiestas que había aguado, de las muchachas que había aburrido hasta la muerte con su melancolía) y protegida, como estaba, por la puerta del closet me hice ¡Chif Chif! en cada una de mis axilas, como gorditas, y tiré el tubo de desodorante a la cama para que él viera que la marca que siempre uso es "Aurora de Polo". Nunca me ponía a pensar en cuál calzoncito ponerme: cogía el primero del montón, y tenía miles.
"Traje una cosa", dijo, serísimo, y yo, que no lo estaba viendo, le pregunté distraída: "¿Chiquita?", haciendo torsión y metiéndome en el vestido camisero anaranjado para días como el que narro. Para una noche así de rara como ésta uso capa negra, ya raída y todo, pero es que la toco y toco la cercanía, la confianza que produce envolvedora mía.
Ya vestida, le di la cara: "Te cogí", pensé. Me había estado mirando todo el tiempo las nalgas, a las que de refilón se les puede ver los pelitos rubios. Subió la vista azorado, y se concentró en mis pómulos tiernos. Se habría quedado horas allí, mirándome, haciendo ya la cara de mártir, si no lo saco de su concentración: "¿Chiquita?", le repetí, y él respondió rápido, como agitado por el chispazo de una idea genial: "Chiquita (yo me puse tiesa) pero poderosa", y "ja, ja, ja", se rio solo. Me había puesto tiesa porque creí que iba a decir "Chiquita, pero cumplidora", para copiarle a una propaganda de Bavaria. La Mejor Cerveza. Yo lo habría odiado por esa vulgaridad, típica de hombre, así que le sonreí en dos tiempos, agradecida por no haberme defraudado. Me le acerqué y él requetenotó mi fragancia. "Es que me acabo de jabonar el pelo", expliqué, y él: "Yo sé. Se te ve lindo", y yo le dije gracias, parpadeándole en Close-un. (Comprenderá el lector que el oficio de mi papá fue extendiéndose hacia una afición por la cinematografía, así que valga la licencia por el término). He aquí lo que yo pensaba: "Lo puse nervioso, es capaz de salir corriendo", pero él hizo como una especie de quite, fue y se tiró en mi cama y allí se acomodó mal, forzando la columna vertebral y con respiración de asmático.
Entonces sacó su agenda, de la agenda el sobrecito blanco, de mi mesita de noche un libro: Los de abajo, y encima desparramó el polvito y se puso a observarlo, olvidándome. Cocaína era la cosa que traía. Me estremecí, como maluca y con ansia, pero "No —pensé—, es la excitación que trae todo cambio". Yo había soñado con ella, con un polvito blanco (erótica, aunque referidas a una raquítica acción de fuerzas, me sonaban estas palabras) en un fondo azul, y luego con el polo Sur, y por allí navegando una barca de muertos. Luego vendría a saber que soñaba era una carátula de un disco de John Lennon, con un polvo de verdad en el extremo inferior izquierdo, "ja, ja, ja", me reía de ver al miserable Ricardito tan serio, y pensé: "ni siquiera me pregunta que si quiero. ¿Así seré de cuerva?". Había sacado uñ par de pitillos de la agenda y ya me ofrecía el más corto. Cuando lo recibí le dije: "gracias", pensándolo muy conscientemente porque me había arreglado ese horrible día, y él se incendió de la dicha ante el halago y después le di su beso, espontánea, sincera y superficialmente.
Tenía la boca amarga. ¿Ya se habría dado un toque? No me dijo nada, el traidor. Me preguntó: "no hay ningún problema, tus papas no están, ¿cierto?". No había problema, pero yo puse a que sonara ese radio viejo por si las moscas, lo puse duro, se demoró un poquito y luego sonó ronco. Ricardito me miró disgustado. "Le hacen falta pilas", expliqué, con gran sonrisa. Menos mal, había atrapado una buena canción: "Vanidad, por tu culpa he perdido...", que me gustaba desde hacía dos noches, y que cuando la oigo ahora me sume en una cosa rica e inútil como toda tristeza, y si quiero no salgo, y si salgo hundo la cabeza y no miro a nadie hasta que el viento de esta ciudad me despierta de mi propósito de no importarme ¡nadie, de siempre vivir sola, y levanto la cabeza y helos ante mí los jóvenes con la bicicleta entre las piernas, y a esa hora (las 6) se me antojan tan femeninas, tan hermanas las montañas, y obedeciendo a la emoción pura le respondo su llamado a la noche, que no me traga, me sacude nada más, y me acuesto con el cuerpo lleno de morados. Y ya lo dije: los buenos propósitos vienen es al otro día. No he cumplido ninguno. Soy una fanática de la noche, Soy una nochera. No está en mí.
"Empieza", me dijo Ricardito, y demonios, debía vacilar algo, porque me preguntó, no burlón sino caritativo: "¿sabes cómo?".
"Claro que sí —respondí—. Si no habré visto Viaje hacia el delirio". Me armé de pitillo y aspiré duro dos veces por cada lado y él bajó la cabeza y yo no lo pude encontrar durante un segundo hasta que bajé los ojos y lo vi allí, todo agazapado en la cocaína.
"No hagas tanto ruido", le dije, íntima.
"Perdón —salió diciendo—. Es que tengo un cornete torcido".
Y yo: "¿le subimos más al radio?".
"No —dijo, muy decidido—, no me gusta esa ronquera".
Cuando yo ya saltaba por todo ese cuarto él cerró el sobre, avaricioso. Dando brincos salí de allí, fui por el pequeñísimo y genial transistor de mis papás, y al regresar vi todo desamparado al Ricardito tirado de mala manera en esa cama mía. En el trayecto yo había localizado, con la rapidez del rayo, la misma canción Vanidad, e incluso la venía cantando. Yo le sonreí y fue también como silbido, pues en ningún momento dejó de salir música de esta boca mía. Pero él estaba más bien como medio acuscambado, un color verde se le había subido a la cara.
Bueno, la probé y qué. Dura 10 minutos el efecto, que es fantástico. Después da achante y ganas de no moverse, espeluznante sabor en la boca, ardor en los pliegues del cerebro, fiebre, uno se pellizca y no se siente, ver cine no se puede porque da angustia el movimiento, sentimiento de incapacidad, miedo y rechinar de dientes. ¡Pero qué lucidez para la conversación, para los primeros minutos de una conferencia! Y si se tiene bastante, no hay cansancio: uno se la puede pasar 3 días seguidos de pura rumba. Luego viene el insomnio, el mal color, las ojeras amarillas y los poros lisos, descascarados. Ganas de no comer sino de darse un pase.
Pero yo me sentía fabulosa. Le dije a Ricardito que saliéramos, hasta lo golpié para animarlo. "¿En qué andas?", le dije.
"¿Yo? A pie", me contestó, parándose como pudo, entre suspiros y traqueteo de ropa nueva y huesos.
"¿Y el carro?", dije, desencantada, ya pensando en recibir ful viento en la frente. Y él me dijo, con cara de no estar dando ninguna mala noticia: "Ya no me lo prestan más".
Qué se lo iban a prestar, si la primera vez que lo cogió no distinguió el acelerador del freno. Entonces lo metieron a clases a la Academia "Bolívar", la más exclusiva: le llevó 5 meses aprenderse toda la teoría, pero cuando le soltaron la máquina fue un desastre: me dijo que sintió primero pánico ante la idea de confundir la información tan bien asimilada y clasificada en la cabeza, y segundo, una vergüenza preliminar al inminente error, y que la vergüenza no lo dejó pensar y volvió a confundir el acelerador y el freno: estrelló el carro en una palma africana, lo sacó (operación difícil, teniendo en cuenta la reversa) y cuando ya lo tuvo lejos, a salvo, fue y lo estrelló en la misma palma.
No quise apagar el radio grande y viejo cuando ya salíamos. Al bajar las escaleras se acabó la canción, siguió una especie de charanga que yo eliminé de ipso facto en mi transistor minúsculo, pero como arriba seguía sonando, sonaba enferma, entonces, fue cuando sentí el olor a comida, que me repugnó: mi gran desayuno.
"¡Ya no lo quiero! —vociferé—. ¡Se me pasó el hambre, se me demoraron mucho!". Nada me dijeron, como siempre. Yo le rogué a Dios que la sirvienta estuviese con hambre para que se lo devorara. A ella le hacía más falta que a mí, la pura verdad.
Bueno, salimos a ese sol maldito, y sentí una mala vibración en el occipucio que no me gustó para nada. Ya iba a decírselo a mi amigo, pero me reprimí de solo verlo: en toda la mitad de la calle estaba recibiendo el sol de frente y con los brazos abiertos; hasta me pareció que daba gracias. Sí, fantástica camisa la que traía puesta. "¿Regalo de tu mamá?", pregunté.
"Sí, ayer llegó de USA (yo ya saltaba hacia él por ese andén caliente). También me trajo la coca, qué tontería, es como mil veces más cara allá. Dice que ya que tengo tantos traumas que meta de esto. O me calmo un poco o me quiebro el coco. Yo creo que ella quiere lo último. Está pidiendo prospectos de un hospital mental en Inglaterra".
"Pobre Ricardito Miserable", le dije, conmovida y con ganas de pedirle un pase, ya que se trataba de un regalo materno, pensé, bromeando: "el amor de madre no es nocivo".
Era ella una señora bonita, escultural para mejor definírsela, vestida toda de cuero y brillos. Sólo tuvo a Ricardito, y a un pavo real medio apocado de tanta pedrada que le dio el hijo. Alarmada ante las pésimas notas que siempre sacó su hijo en el colegio, se pasaba las noches mostrándole diapositivas de viajes y museos. "El colmo de todo —decía Ricardito—, la Acrópolis de Atenas". Allí era que siempre se dormía, y lo despertaban con jarradas de agua fría. Después se cansaron y decidieron ignorarlo. Ricardito se despertaba antes que todo el mundo para desayunar solo, almorzaba afuera con Coca-Cola y un pan de cincuenta, y llegaba tarde por la noche, con miedo, a comer frío. "La que más me ignora es ella, eso sí", se quejaba.
Atravesamos en silencio el Parque Versalles, creo yo que sin pensar en sus deteriorados pinos, sin oler muy profundo, no fuera que me acabara dando nostalgia de Navidad o de veraneos. Cuando cruzábamos la calle, a él le hizo falta la música.
"Pone ese radio, ¿querés?", y yo que lo pongo y suena tremendo Rock pesado y seguido. Miré a Ricardito emocionada. "Es Gran Funk", me informó. El entendía. Yo lo admiraba.
"¡Oh, va a ser un gran día!", exclamé, un poco aliviada de haber salido del parque sin pensar en cosas raras, y alcé los brazos, y en ese movimiento oigo que nuestra música se multiplica una esquina más allá, dos esquinas, hacia el parqueadero de los almacenes Sears. ¿Era que alguien ponía un radio a todo volumen o era que bailaban? "Bailan a esta hora del día", me preguntó Ricardito, y yo no le contesté, frenética. Apuré para cruzar la Avenida Estación y llegar a la esquina deseada, mis esquinas, creyendo como cosa cierta que en la mitad del parqueadero de Sears habían instalado de nuevo el Centro a Go-Go que fue delicia de mis 1960s.
En tres, en cuatro pasos me imaginé lo que sería ver otra vez esa construcción de lona y nylon, repleta de gente y cayéndose de tanto soportar la música, a esa hora del día. "Volvería a empezar", me prometí. "(',A empezar qué?". O vivir de nuevo a! menos dos momentos: primero, ver bailar a una muchacha de minifalda blanca y rombos negros, toda Op, ver su estilo liviano, seguro, callado, y los muslitos, verla recibir el primer premio. Segundo: verlo, desde que entró, al muchacho de camisa rosada, rosada para esa época, de Pelo hasta los hombros, mi primer peludo, y la gente se abría para verlo; bailó con la niña de blanco y no le sirvió pero no sintió vergüenza; yo tampoco la sentí por él; "estamos entrando a una nueva época", pensaba, alborozada. Esa misma noche le dispararon, los de la barra de El Águila. La bala le entró por la nariz y la cara toda fue una bola inflada de sangre, una burbuja gigantesca que flotó a la altura de la mirada fijísima de los jovencitos que nunca habían visto un muerto; se desplazó un buen trecho y luego se reventó fácil, ni ruido ni salpicaduras. Los tres que lo mataron salieron de allí rápido, prodigiosos (yo me enrolaría con uno que los conoció, tiempo después, en la cola). Al otro día cerraron el Centro.
Yo pensé, mientras daba mi último paso: "Me tocaría escoger; no me sería deparado ver ambas cosas por segunda vez; tendría que escoger entre la chica del baile o la burbuja". Me decidí. "El muerto —pensé—, el muerto", y voltié la esquina.
En la inmensidad de aquel parqueadero no había i más que dos personas. No ajetreo, nada de baile. Los inseparables Bull y Tico, pasándose de oreja oreja un transistor más pequeño que el mío, y el volumen era como se apresuró a decir Ricardito: "Fenomenal. Yo lo conozco. Es un nuevo modelo que se han inventado en Japón". Pensé: "ellos también estaban esa noche, ellos también recuerdan", cuando ya nos habían visto y sonreían. También pensé: "pero no recuerdan tanto como yo. Se reúnen aquí con este sol para gozar del único espacio abierto que queda en el norte de Cali". Espacio, si se me permite informar, que ya no existe. Colombina, la fábrica de confites que se exportan, ha levantado allí una torre de 30 pisos.
Les gustó verme. No se aguantaron las ganas y caminaron hacia mí, cuando a mí me habría gustado más encontrarlos en pleno centro. Noté que Bull se quedaba un poquito atrás. ¿Estaría ya cansado de verme tanto? Yo estuve muy cerca de él en el verano del 66 en la Carretera al Mar; luego se ligó con Tico y no lo volví a ver más con peladas, la pura verdad. A Tico sí.
"Bien venidos —dijeron—. Buena música. Coincidimos".
"Lo que podría indicar un rumbo común para este día, ¿no? ¿Cuántas rumbas hay?".
"Tres", me respondieron. "Una donde Patricia la linda (que era malvada con los hombres), otra donde el flaco Flores que acaba de llegar de USA y trajo un montonón de discos, y la última, sin sitio fijo: la gente se reúne en el parque del viejo teatro Bolívar y allí se decide".
"A mí me suena la del flaco", dije, y a ellos les sonaba lo mismo. "Entonces, ¿avanzamos?", invité encantadora.
Avanzamos, no sin que antes fuera tesamente alabada la camisa de Ricardito, que respondió más bien huraño a las descripciones (pobres) del color y la textura de la tela.
Caminamos largo por el parqueadero y yo lamenté no llevar zapatos de suela gruesa. Ardía el suelo.
A la Avenida Sexta llegamos entre aroma y porciones de sombra de carboneros.
Vivía, pues, yo, en el sector más representativo y bullanguero del Nortecito, aquél que comprende el triángulo Squibb-Parque Versalles-Dari Frost, el primer Norte, el de los suicidas. Lo demás, Vipepas, La Flora, etc., es suburbio vulgar y poluto. Mi Norte era trágico, cruel, disipado. Vivía con ventana al Parque Versalles, amiga del menor de los Castro, que se disparó en la frente de vergüenza ante las humillaciones de un policía en Felidia; única amiga del mayor de los Higgins, aquellos ingleses enigmáticos, asmáticos, el que murió de locura, de hambre (no sentía hambre) y de insomnio (no sentía sueño); los otros, quedan tres, andan por allí desperdigados; me parece que se han vuelto peliadores.
Era el Norte en donde los hermanitos de 12 crecían con los vicios solitarios que los de 18 recién habían aprendido y ya fomentaban, el Norte de los buenos bailadores, de los francotiradores de rifle de copas. Ya voy poco por allá, pero cuando me dejo descolgar, la gente que sé que es, me recibe bien. Aún así, me la paso esperando a que algún día se pierdan por aquí, por esta Quinta con Quince en la que vivo, conscientes, a ensuciarse de la grasita de la plebe y, camarada, yo sí los atiendo bien, vuelven a sus casas tarde, a luchar con mi recuerdo, ése que les obliga a prometerse que no vuelven más, a no volver el otro sábado porque si vienen a mí dos veces, acá se quedan. Y no hay entre ellos uno con la fuerza, el aguante, la prudencia y la ilustración que yo tengo para saber bandear esta vida de amanecida.
En la esquina de la Sexta con Squibb encontramos a Pedro Miguel Fernández, el que envenenaría a sus tres hermanas, a Carlos Phileas, el lector de H. G. Wells, y a Lucio del Balón, que yo creo va a llegar a médico famoso. Los tres cargaban libros. Dijeron que estudiaban para exámenes de no sé qué, pero que hacían recreo, así que se nos unieron, hacia el Sur.
Ya el andén no alcanzaba para todos, y al Ricardito le tocaba ir bordeando el césped. Yo iba en el centro, y a todos ellos les había llegado noticias de lo que comenzaban a ser mis noches, y todos tenían preguntas para hacerme, y yo a ninguno le dejé con la palabra en la boca, respondía a punto, pausada, para todos (oh, cómo recuerdo los cuellos estirados, las caras que relucían de gusto ante el vaivén de mi pelo, que era verdad, como me decían, refrescaba el día), y mientras más ganábamos Sur era obvio (por las cabezas que se asomaban de los buses, porque dos pelados más se habían sumado a la comitiva) que mi reinado se establecía. Horrible fue comprobar que un foco de rebelión se gestaba recién coronada, por ese sol, la reina: nada menos que Ricardito Sevilla, el Miserable, el sempiterno inconforme. Hacía un buen rato que se había ensilenciado y sólo miraba a donde iba a poner el zapato, como si previera una repentina caída de bruces.
Temí, entonces, una deserción, que sería grave porque, primero, su espectacular camisa colaboraba a mi colorido; segundo, él me traducía, a mi pedido, las canciones más bonitas en inglés; y tercero, unas tres cuadras para acá yo ardía en ganas de decirle que nos arrimáramos a un árbol (no importa que los otros nos creyeran novios) y que me diera más cocaína.
Cuando vi que puso la mirada terrible, que ya no andaba sino que zapatiaba, y lo peor, cuando comenzó a mirar por encima del hombro, yo le dije: "¿sientes lo que yo estoy sintiendo?".
Y la verdad fue que el muchacho se quedó de una pieza; hasta se detuvo, y el grupo entero tuvo que perder un paso para esperarlo. Era mi manera de recordarle nuestro vínculo psicodélico, pero él francamente no la captó, o si la captó pensaría, el autosuficien-te: "bueno, ¿y a mí qué con eso?".
Pero el percance no alteró la satisfacción de mi talante, de mi sonrisa. El radio, en su inconstancia, cambió de Rock pesado a Llegó borracho el borracho, que yo mutilé en el acto (Tico también), para que se diera una sinfonía de rasguidos y chillidos buscando la mejor estación, el acuerdo. "No hay mucha", pensé desesperada. Tico me miraba pidiendo ayuda y yo que no encontraba nada, entonces le pasé el radio a Ricardito el Miserable que en tal caso era el entendido: se lo tiré como si fuera un ladrillo encendido. "Localicé", dijo Tico, y yo no le quitaba los ojos al Miserable para ver si se ponía de acuerdo. Expresó su malestar, su profunda pena, sus celos, sintonizando y subiéndole a "Por la lejana montaña / va caminando un jinete, / anda sólito en el mundo / y va deseando..." ya se sabe. Era para oírlo. Oír la bella (pero vieja) Casa del Sol Naciente con "Va cabalgando un jinete", y tener en cuenta que ya caminábamos entre ceibas y samanes y que era, cielos, la hora de más ajetreo de las chicharras. Tico le subió volumen a su poderosísimo receptor, disgustado. Yo miré feo a Ricardito y le dije: "Please, ¿no? Sintonízalo donde es. Somos un grupo". Ya había uno que le quería pegar: "o pones algo en inglés o te sacudo". Cortó por el camino más directo: apagó el radio.
En aquel silencio el transistor de Tico sonó majestuoso, chirriaba la puntera, empujaba el bajo, y la queja de Eric Burdon (conocía yo la versión en español de Los Speakers, por eso sabía de qué trataba la letra) comenzó como a tender un manto de sombra sobre las montañas que avanzó rápido, con límites en forma de cuadrado, dispensándonos, entonces, por primera vez en ese sábado, la sombra total. Con ella vino brisa del mar.
"Tico —dije—, tu radio es fabuloso", y él estiró el cuello, a la vez que Bull tosía, celoso. "Con esa música —complementé mirando a los muchachos— ustedes ya me tienen".
Ni sabía bien lo que estaba diciendo.
"Pero yo no te tengo —protestó Ricardito, y luego: yo me voy, yo me piso". Miró torvo. Yo lo cogí de un hombro. No era caridad y él lo sintió, pero me miró aún más altanero. Los demás pensarían que había allí trifulca de enamorados.
Yo lo llamé aparte, Dios me perdone, dejé un hueco en ese grupo de muchachos bellos que, comprensivos, esperaron. Pasó un carrito Simca y Pedro Miguel Fernández, el futuro envenenador, reconoció en él a dos amigas que, haciéndole señas, manoteos de gallina, le pararon.
—"¿Por qué te vas?", le pregunté a Ricardito.
"Sorry, hay mucha gente —me contestó rápido—, sin dulzura. Ya me estaba poniendo nervioso".
"Sí, te noto".
Me decidí, perdí los escrúpulos que ahora me acosan, le dije: "antes de irte, ¿no me dejas algo?". Lo miré directo a los ojos, no podía resistir. No resistió, pero se vengó hablando:
"Para eso es que me querés. Tomá". Me extendió un sobrecito completo. Me impresionó la blancura de su mano, y las venas. No me importó, la verdad, que con ese regalo me ofendiera. Pensé en Mariángela. Lo bendecí.
"Cuídate mucho", le dije, de último.
Gocé viéndolo cómo me daba la espalda, odiándome. Siempre tuvo miedo a que le recomendaran cuidado. Decía: "Es como si alguna confabulación me esperara en mi camino. La persona que me previene sabe cuándo y quiénes, pero no me dice por miedo y egoísmo". Lo vi alejarse rápido y torpemente. Nunca fue de ánimo colectivo. Nunca comprendió los grupos. Cuando me voltié, el Simca arrancaba y Pedro Miguel volvía corriendo al grupo.
"Otra rumba —anunció—. La cuarta. Lunada en finca cerca a Pance: Marsmellows asados y Rock latino". 'Peor porai", pensé; "latino y no saber inglés para entenderlo".
Ya con sombra, caminábamos más despacio. El lector sabrá de la prisa demente de aquél que camina al sol, buscando una pared en cuya base crezca una franjita de 35 milímetros de sombra y pararse allí, con escalofríos hasta la caída de la tarde.
El Ricardito se fue seguro de que los otros se iban a poner a mencionarlo, a preguntarme cosas de él. Se equivocó.
Carlos Phileas habló de una posible ayuda estatal para obtener la "Cavorita" y la droga que lo haría invisible; terminó con una comparación feliz: "invisible como las chicharras que se mueren de tanto cantar", porque con la sombra novedosa cada árbol se ensilenciaba a nuestro paso. Sabido es que a las chicharras les rasca el sol y cantan para olvidarse. Cuando no cantan, duermen un sueño tonto. Cuando cantan en exceso, revientan.
Yo me puse a describir melódicamente lo que sería esa noche con todos ellos juntos, a cada uno le fijé un puesto, una actitud, cada uno participaría de mí si seguían a mi lado. Pasamos Dary Frost oyendo a Santana, dos cuadras más allá antologías de los Beatles, que un locutor ocurrente seleccionaba.
Vino, entonces, el encuentro, que más fue incidente. Me distrajeron los picos de las montañas, como espejos y "viene el sol", pensé, preparando mi moral y asegurándome "mi cara permanecerá fresca" y miré delante de mí, calculando las cuadras que faltaban para llegar a Oasis. Al término de la cuenta venían dos muchachos con botas de trabajo y libros hasta la coronilla, caminando cansados, patiabiertos y tímidos: Armando el Grillo y Antonio Manríquez.
"Los marxistas", pensé, sintiendo como un impulso de apartarme de mi cohorte de juventud fantástica e irles al encuentro, porque, como le digo, respetaba y respeto su pensamiento.
Hice lo que tenía que hacer. Pensé: "yo ni riesgo que voy a estar con esos solitarios esta noche ni la otra, y además ninguno de los dos me gusta. Si voy a ellos sola no me creen las razones que dé de mi incumplimiento, y además ofendo a éstos". Seguí, pues, caminando, conversando con todos y sonriéndoles. Ocupábamos la extensión de dos andenes, éramos una gallada desde un punto de vista numérico, respetable.
El Grillo y Manríquez se intimidaron más, bajaron los ojos y exhibieron los títulos de los libros. Yo paré, porque habíamos llegado a Oasis. Ellos, a reclamarme.
"Me muero de la pena —dije—; tuve un problema; ustedes saben cómo es mi mamá. ¿Estudiaron mucho?".
"Me parece que se nos nota", dijo el Grillo.
"Ay sí, están barbados, con ojeras, sucios, cuánto lo siento. Saben que me gusta compartir sus esfuerzos. Será vernos el lunes".
"A la misma hora", dijo el Grillo, y siguieron cabizbajos ante ese sol que ya aplanaba el mundo.
Voltié mi cara rápido, para no deprimirme. Acción magnífica: recostada en la pared de la siguiente esquina, con facha de comprenderlo todo y de no gustarle nada, y bellísima, mirándome, estaba Mariángela. La acompañaba el mismo Prometeo, pelirrojo y todo, encadenado a gigantesco estuche de guitarra eléctrica. "Trae música", pensé, y de brinquitos me les fui acercando y ella me regaló la sonrisa, que estoy segura, era la primera de ese día.
Nos saludamos de "quiay pelada", y me presentó al fantástico acompañante: Leopoldo Brook, acabado de venir de USA, tocaba Rock y yo pensé: "Necesito intérprete", y maldije a Ricardito por abandonarme. "Me voy a morir de la vergüenza si esta noche él me ve emocionada ante letras que no entiendo".
Ya sabían de las cuatro rumbas, ya ellos habían escogido la de Flores.
Yo me volví y animé a todos los muchachos buenos, que ya estando en Oasis se dispersaban hacia cualquiera de las tres esquinas, pero no a la cuarta que era de Mariángela, a quien admiraban, pero temían. Comenzaba allí la espera de la noche pero una espera divertida, no había posibilidad de que la cita no fuera cumplida, una cita a la que ellos, por buen ánimo, le llegaban temprano. Pero nunca fue cosa fácil situarse toda una tarde en un sitio así de meridional. Había que huirle a las malas presencias de parientes y enemigos. Tener en cuenta que eran todos muchachos psicodélicos, que unos llegaban a la cita ya bajando, pretendiendo que la compañía de la gente bella les hiciera menos hiriente el cese de velocidad, ese peso en el estómago que a la vez va subiendo... Siempre había colas ante el baño de los hombres, los muchachos que intentaban ponerse livianos y más plácidos defecando al fin de cada viaje.
Que un muchacho aparecía tal día con la piel cuarteada, con menos pelo, con el equilibrio un tanto descuadrado, ¿un muchacho de 15 años? No importaba. Había una actividad en todos ellos (yo no sé si era la ropa a la moda) que hacía un espectáculo feliz de ese desperdicio. Reían con prevención. Cruzaban unas diez veces la Sexta, pendientes del menor gesto que les indicara una posibilidad de nuevo vínculo, de nuevo arranque. Había allí como una revista de flacuchentos movimientos atléticos, y a mí me gustaba. Cada dos horas descendía por allí la corriente que salía de cine, y cada quien ocupaba entonces su sitio estratégico, cada quién sabía cuál conocido estaría en Social, cuál en Vespertina. Y había una actitud, un saludo distinto para cada uno. No es lo mismo ver pasar y desearle suerte a una hermana (alcohólica), a un compañero de generación que no participa de esa cultura, a un profesor marxista al que un día se le dijo que cada acto de la vida iría encaminado a combatir el imperialismo, que al droguito fácil que viene con buenas nuevas, un pericazo para los tres más amigos. Se estaba allí, se semi-habitaba allí y se metía droga todo el día. La hermana, el diferente, el marxista, tenían que saber eso. ¿Qué hacían ellos, entonces, para no ser despreciados o para devolver el desprecio en movimiento de volibol? Oponían a esos solitarios ejemplares de ca-balidad y lucidez, su unión, su número, su música (que no era suya), los restos de su belleza. Todo el mundo iba allí, el mundo por allí pasaba. El de conciencia social tenía que atravesar el sector bajando la mirada, yendo a hundirse en sus libros y a la cama temprano. Ellos, en ese como dulce y permanente movimiento de moscas, envolvían y polarizaban cualquier ofensa. Algunos, los más inquietos, Les reprochaban su falta de talento para apreciar la noche, para tomársela, como decíamos, lo que significaba entonces que eran viejos, y otros, aún inteligentes, no salían de la certeza de que cuando se llegara la hora de avaluar esa época, ellos, los drogos, iban a ser los testigos, los con derecho al habla, no los otros, los que pensaban parejo y de la vida no sabían nada, para no hablar del intelectual que se permitía noches de alcohol y cocaína hasta la papa en la boca, el vómito y el color verde, como si se tratara de una licencia poética, la sílaba no-gramatical, necesaria para pulir un verso. No, nosotros éramos imposibles de ignorar, la ola última, la más intensa, la que lleva del bulto bordeando la noche.
Cuando llegó fue mágica. El repentino fuego de los autos, las montañas a morado, la música de palmoteos y saltos y chillidos que entonaron los muchachos, yo sonreí y mis dientes y los de Mariángela se vieron brillantes en la nueva oscuridad, con fuerza de marfil, como para no cariarse ni acabarse nunca: digo, no es un proceso corriente tener que acostumbrarse a una noche que siempre llega así, siempre excepcional. Tal costumbre tiene que implicar locura. Por eso somos como somos.
Yo definitivamente cautivé al Leopoldo Brook, mientras Mariángela, que ya había mirado y mirado la venida de la noche, se tomó su tiempo para contarme su angustia de ese día: le había rascado el cuerpo, como a las chicharras. "No importa —le dije— ya te tocó su sombra y ahora vendrá la música". Se moría de tristeza ante miles de fotografías que descubrió de su mamá cuando joven, con ella en brazos, en las fincas. La atormentaba pensar que a los 17 había vivido más que su mamá a los 50 (desproporción simple de comprender, teniendo en cuenta cómo van los tiempos). "La única corrompisiña que tuvo fue cuando conoció a mi papá, un campeón de tenis belga que pasó por aquí en tour y siguió en tour, y hacían el amor como conejos". Allí se quedó como atolondrada, y luego dijo suplicante: "yo lo que quiero es música", a lo que el pelirrojo contestó que no era sino decirle y a berriar mensaje "delante de todos estos cuchitriles", fue la palabra que empleó. "No —dijo Mariángela—, más bien vamos a dar un paseillo a la manzana, para calmarme", y el pelirrojo le obedeció de primero: yo en cambio, me tomé mi tiempo para mirar a muchos de mis compañeros, y les hacía señales, les indicaba que sería temporal la ausencia, que a la fija nos veíamos donde Flores, lueguito. El Bull y el Tico se la habían pasado toda la tarde con el transistor a todo volumen, y más de un ciudadano se había acercado a hacer reclamos, pero Tico era atravesado y Bull nada más que con su simpleza de estar allí, detrás de él e impajaritablemente frente a quien viniera a molestarlo, era el mejor apoyo.

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