El Último Encuentro. Por Sándor Márai

1

El general se entretuvo casi toda la mañana en la bodega del lagar. Había salido al viñedo de madrugada, junto con el vinatero, para ver qué se podía hacer con dos barriles de vino que habían empezado a fermentar. Eran las once pasadas cuando terminaron de embotellar el vino; entonces regresó a la casa. Bajo las columnas del porche de piedras húmedas que olían a moho le esperaba el montero, para entregar a su señor una carta que acababa de llegar.
—¿Qué quieres? —le preguntó, y se detuvo con fastidio. Se echó atrás el sombrero de paja de ala ancha que le cubría la frente y le oscurecía totalmente la cara rojiza. Hacía años que no leía ni abría ninguna carta. El correo lo abría, examinaba y seleccionaba uno de sus sirvientes de confianza, en la oficina del administrador.
—Un recadero acaba de traerla —dijo el montero, que se mantenía en posición de firme en el porche.
Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó en el bolsillo. Entró en el frescor del vestíbulo y entregó al montero su sombrero y su bastón, sin musitar palabra. Sacó las gafas del bolsillo donde guardaba también los puros, se acercó a la ventana y se puso a leer la carta en la sombra rasgada apenas por algunos rayos que penetraban por las rendijas de las persianas medio echadas.
—Espera —dijo por encima del hombro al montero, que se disponía a retirarse con el sombrero y el bastón.
Arrugó la carta y se la guardó en el bolsillo.
—Que Kálmán prepare el coche para las seis. El landó, que va a llover. Que se ponga la librea de gala. Tú también —añadió con énfasis, como si estuviera enfadado por algo—. Que todo esté limpio y reluciente. Que empiecen ahora mismo a limpiar el coche y el aparejo. Te vistes de gala, ¿entendido? Y te sientas al lado de Kálmán, en el pescante.
—Entendido, excelencia —respondió el montero, mirando a su amo fijamente a los ojos—. A las seis en punto.
—A las seis y media os vais —dijo, moviendo a continuación los labios en silencio, como si estuviera contando—. Os presentáis en el Hotel del Águila Blanca. Sólo tienes que decir que te he enviado yo y que ya está dispuesto el coche del capitán. Repítelo.
El montero repitió las instrucciones. Entonces el general levantó una mano y miró al techo, como si quisiera añadir algo más. No dijo nada y subió al primer piso. El montero, firme, lo observó con ojos vidriosos, lo siguió con la mirada y esperó a que la cuadrada figura de anchas espaldas desapareciera por el recodo de la escalera de piedra del primer piso.
El general entró en su habitación, se lavó las manos y se acercó al pupitre alto y estrecho, cubierto de paño verde, salpicado de manchas de tinta, donde había portaplumas, tinteros y cuadernos con tapas de hule a cuadros, como los que utilizan los colegiales para hacer los deberes, todos guardados con un orden milimétrico. En el centro del pupitre había una lámpara de pantalla verde y la encendió porque la habitación estaba a oscuras. Detrás de las persianas echadas, el verano quemaba el jardín lleno de plantas secas y de hojas arrugadas, como un pirómano colérico que incendiara toda la vegetación antes de desaparecer. El general sacó la carta del bolsillo, alisó el papel con gran cuidado y, con las gafas caladas, volvió a leer las frases cortas y rectas, escritas con letra fina, a la luz resplandeciente de la lámpara. Juntó las manos por detrás mientras leía.
En una pared había un almanaque de números enormes. Catorce de agosto. El general echó la cabeza hacia atrás, para contar. Catorce de agosto. Dos de julio. Contaba el tiempo transcurrido entre una fecha remota y aquel día. Cuarenta y un años, dijo en voz alta. Hacía rato que hablaba en voz alta, aunque estaba solo en la habitación. Cuarenta años, repitió después, un tanto confundido. Como un colegial que se enreda por lo difícil de los deberes, se puso colorado, echó la cabeza atrás y cerró los ojos humedecidos. Por encima de la chaqueta amarilla como el maíz tenía el cuello hinchado y rojo. Dos de julio de mil ochocientos noventa y nueve, la fecha de aquella cacería, musitó. Luego guardó silencio. Apoyó los codos en el pupitre, con preocupación, como si fuera un colegial aplicado, volvió a mirar el texto de la carta, aquellas pocas líneas. Cuarenta y uno, dijo al final, con la voz ronca. Y cuarenta y tres días. Eso era.
A continuación, como si ya se hubiese calmado, dio unos pasos por la habitación. En el centro había una columna que sustentaba el techo abovedado. Antaño había habido allí dos habitaciones: un dormitorio y un vestidor. Hacía muchísimos años —ya sólo contaba las décadas, no le gustaban los números exactos, como si todas las fechas le recordaran algo que prefiriese olvidar— había mandado derribar el muro que separaba las dos estancias. Sólo se dejó intacta la columna que soportaba las bóvedas del centro. La casa la había construido doscientos años atrás un proveedor militar que abastecía de avena a la caballería del ejército austriaco y que más tarde se hizo con el título de duque. Fue entonces cuando mandó construir la mansión. El general había nacido en la casa, en aquella habitación. La más oscura de las dos habitaciones, cuyas ventanas daban al jardín, al huerto y a los edificios de la hacienda, era por entonces la de su madre, y la más luminosa y alegre servía de vestidor. Hacía ya décadas, al cambiarse él a esta ala del edificio, había mandado derribar el tabique medianero y había convertido las dos habitaciones en una sola, más grande, dominada por las sombras. Había diecisiete pasos desde la puerta hasta la cama. Dieciocho desde la pared del jardín hasta el balcón. Los había contado muchas veces, y lo sabía con certeza y precisión.
Vivía en aquella habitación, adaptado a las dimensiones de las enfermedades que le acechaban. Le quedaba como hecha a medida. Pasaban años y años sin que se desplazara a la otra parte del edificio, ocupada por salones multicolores, verdes, azules y rojos, con arañas doradas en el techo. Allí las ventanas daban al parque, a los castaños que asomaban tras los cristales de ventanas y puertas, ascendiendo en semicírculo, orgullosos, ante los balcones de piedra del ala sur de la mansión, elevando en primavera sus flores rosadas y sus hojas verde oscuro. Unos angelitos regordetes de piedra sostenían los pasamanos de los balcones. El general se pasaba las mañanas en el lagar o en el bosque, se acercaba a diario al arroyo lleno de truchas, incluso en las mañanas lluviosas y frías del invierno. Luego, al volver a la casa, subía desde el porche a su dormitorio, donde le servían la comida.
—Así que ha regresado —dijo en voz alta—. Después de cuarenta y un años. Y cuarenta y tres días.
Se tambaleó de repente, como si se hubiese agotado al pronunciar tales palabras, como si hubiera comprendido de pronto lo mucho que eran cuarenta y un años y cuarenta y tres días. Se sentó en una de las sillas tapizadas en cuero, un tanto destartaladas. En la mesilla había una campanilla de plata al alcance de la mano: la agitó.
—Que suba Nini —le dijo al criado. Luego añadió cortésmente—: Que haga el favor.
No se movió, se quedó sentado, con la campanilla de plata en la mano, hasta que llegó Nini.


2


Nini tenía noventa y un años, pero llegó enseguida. Había criado al general en aquella misma habitación. Había estado presente durante su nacimiento. Tenía entonces dieciséis años y era muy hermosa. Era bajita, pero tan fuerte y tranquila como si su cuerpo conociese todos los secretos. Como si escondiese algo en sus huesos, en su sangre, en su carne, los secretos del tiempo o de la vida, algo que no se puede decir a los demás, algo que no se puede traducir a ningún idioma, un secreto que las palabras no pueden expresar. Era la hija del cartero del pueblo; a los dieciséis años dio a luz a un niño y nunca reveló a nadie quién era el padre. Amamantó al general, porque tenía leche en abundancia. Había subido a la mansión tras echarla su padre de casa. No tenía más que el vestido que llevaba puesto y un mechón del cabello de su hijo muerto que guardaba en un sobre. Así llegó a la mansión, y en el momento del parto. El primer sorbo de leche que tomó el general fue del seno de Nini.
Así vivió en la mansión, sin decir palabra, durante setenta y cinco años. Sonreía siempre. Su nombre volaba por las habitaciones, como si los habitantes de la mansión quisieran llamar la atención de los demás, comunicarles algo. Simplemente decían: «¡Nini!» Era como si dijeran: «Qué curioso, existe algo más en el mundo que la egolatría, la pasión o la vanidad. Existe Nini...» Como estaba siempre allí donde se la necesitaba, nunca se la veía en ningún sitio. Como siempre estaba contenta, nunca le preguntaban cómo podía estar de buen humor tras haberse ido el hombre al que amaba, tras haberse muerto el niño para quien se le habían hinchado los senos de leche. Amamantó y crió al general, y pasaron setenta y cinco años. A veces, el sol brillaba encima de la mansión, encima de la familia, y en aquellas ocasiones, en medio de aquel resplandor general, todos se daban cuenta, sorprendidos, de que Nini también sonreía. Más tarde murió la condesa, la madre del general, y Nini limpió su frente blanca, fría, cubierta de sudor, con un paño humedecido en vinagre. Más adelante llevaron al padre del general en una camilla, porque se había caído del caballo: vivió cinco años más. Nini lo cuidó. Le leía libros en francés, y como no hablaba aquel idioma, le deletreaba las palabras que no era capaz de pronunciar, leía todo letra por letra, muy lentamente, una palabra tras otra. El enfermo lo entendía de todas formas. Más tarde se casó el general, y cuando volvió con su esposa de la luna de miel, Nini los esperaba en la puerta de la mansión. Besó la mano a la nueva señora y le entregó un ramo de rosas. En aquel momento también sonreía, el general se acordaba a veces de ello. Más adelante, unos veinte años más adelante, murió la señora, y Nini cuidó de su tumba y sus vestidos.
No tenía título ni rango en la casa. Solamente tenía su fuerza, que todo el mundo sentía por igual. Sólo el general se acordaba, de manera un tanto distraída, de que Nini tenía más de noventa años. Nadie mencionaba este hecho. La fuerza de Nini llenaba la casa, a las personas, traspasaba las paredes, los objetos, como una corriente secreta: era como los hilos invisibles que mueven los muñecos del titiritero ambulante, como los hilos que mueven a Juanito y el Ogro. A veces les parecía que la casa se derrumbaría con todos sus muebles si la fuerza de Nini no lo tuviera todo unido; que se caería en pedazos, como los paños muy antiguos se deshacen al tocarlos. Cuando su esposa murió, el general partió de viaje. Regresó un año después, y enseguida se mudó al ala más antigua de la mansión, a la habitación que había sido de su madre. El ala nueva, donde había vivido con su esposa, se cerró: allí quedaron los salones multicolores, con sus paredes tapizadas en seda francesa que ya empezaba a rasgarse, la sala enorme con la chimenea y los libros, la escalera decorada con cornamentas de ciervo, con cabezas de gamuza y urogallos disecados, el gran comedor cuyas ventanas daban al valle y a la pequeña ciudad, a los montes lejanos de cimas azuladas, las habitaciones de su esposa y su antiguo dormitorio, que se encontraba al lado de aquéllas. Desde hacía treinta y dos años, desde que su esposa había muerto, y él había regresado del extranjero, solamente Nini entraba en aquellas salas y habitaciones, y los criados cuando, cada dos meses, hacían limpieza.
—Siéntate, Nini.
La nodriza se sentó. Había envejecido en el curso de aquel año. Cuando pasa de los noventa, la gente envejece de manera distinta que a los cincuenta o a los sesenta. Envejece sin resentimiento. La cara de Nini estaba llena de arrugas y era rosada: envejecía como los paños más nobles, como una seda fina y antigua, tejida por toda una familia de hábiles artesanos que hubiesen puesto todos sus sueños en aquel retal. Durante el último año, un ojo de Nini enfermó de cataratas. Desde aquel momento, el ojo se volvió gris, parecía apagado y triste. El otro era todavía azul, del color de los lagos profundos de los montes, del azul que ostentan durante los meses de agosto. Este ojo sonreía. Nini iba vestida de azul marino, como siempre, y llevaba una falda de pana azul marino y una blusa del mismo color. Era como si en setenta y cinco años nunca se hubiese puesto otra ropa.
—Me ha escrito Konrád —dijo el general, alzando la carta con la mano, sin dar importancia al gesto, con deseos de enseñársela—. ¿Te acuerdas de él?
—Sí —respondió Nini. Se acordaba de todo.
—Está aquí, en la ciudad —dijo el general muy bajo, como si le estuviera dando una noticia muy importante, muy confidencial—. Está alojado en el Hotel del Águila Blanca. Vendrá por la tarde, he ordenado disponer el coche para ir a buscarlo. Se quedará aquí para cenar.
—¿Aquí? ¿Dónde? —preguntó Nini, muy serena. Su ojo azul, vivo y sonriente, recorrió la habitación.
Hacía dos décadas que no recibían invitados. A las visitas que llegaban de vez en cuando y que se quedaban a almorzar, a los representantes de la autoridad municipal o provincial y a los participantes en las grandes cacerías los recibía el administrador de la hacienda, en la casa del bosque donde todo estaba dispuesto; siempre, día y noche y en cualquier estación; allí todo estaba preparado: los dormitorios, los cuartos de baño, la cocina, el gran comedor decorado con motivos de caza, el porche abierto, las mesas de borriquete. En tales ocasiones, el administrador de la hacienda presidía la mesa, e invitaba a los cazadores o a los representantes de la autoridad en nombre del general. Ningún invitado se enfadaba, puesto que todos sabían que el señor de la casa no se dejaba ver. A la mansión sólo llegaba el párroco, una vez al año, en invierno, cuando aparecía para apuntar con tiza en el dintel de la puerta las iniciales de los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar. El mismo párroco que había enterrado a los muertos de la familia. Nadie más, nunca.
—En la otra ala —respondió el generad—. ¿Es posible?
—Hace un mes que hicimos limpieza —observó la nodriza—. Es posible.
—A las ocho en punto. ¿Es posible?... —preguntó, un tanto excitado, con la curiosidad de un niño, inclinándose hacia delante en el sillón—. En el gran comedor. Ahora son las doce.
—Las doce en punto —dijo la nodriza—. Voy a dar la orden. Que dejen las ventanas abiertas hasta las seis, para que se airee, y que pongan la mesa después. —A continuación, sus labios se movieron sin pronunciar palabra, como si estuviera echando cuentas. Calculaba el tiempo necesario para cada tarea—. Sí —afirmó al cabo de un rato, con voz tranquila y decidida.
El general la observó con curiosidad, inclinándose hacia delante. Su vida y la de ella habían transcurrido paralelas, con el movimiento lento y ondulado de los cuerpos muy viejos. Lo sabían todo el uno del otro, más de lo que una madre puede saber de su hijo, más de lo que un marido puede saber de su mujer. La comunión de sus cuerpos los unía con más fuerza que ningún otro lazo. Quizás fuera por la leche materna. Quizás porque Nini había sido el primer ser vivo que había visto al general al nacer, en el momento de llegar al mundo, lleno de sangre y de mucosidad, como se suele nacer. Quizás fuera por los setenta y cinco años que habían pasado juntos, bajo el mismo techo, comiendo la misma comida, respirando el mismo aire: lo compartían todo, hasta el olor a moho de la casa, hasta los árboles que crecían delante de las ventanas, todo. Y todo esto no se podía expresar con palabras. No eran hermanos, ni amantes. Existe algo diferente de todos esos lazos, y ellos lo intuían de una manera poco precisa. Existe una especie de hermandad, más fuerte y más densa que la que une a los gemelos que salen del mismo útero. La vida había mezclado sus días y sus noches, lo sabían todo del cuerpo del otro, de los sueños del otro.
La nodriza preguntó:
—¿Quieres que todo sea como antaño?
—Sí, eso quiero —respondió el general—. Exactamente igual. Como la última vez.
—Bien —respondió ella con parquedad.
Se acercó al general, se inclinó ante él y le besó la mano fuerte, vieja, llena de manchas parduscas y adornada con un anillo.
—Prométeme una cosa —dijo— prométeme que no te excitarás.
—Te lo prometo —respondió el general, en voz baja y obediente.


3

Hasta las cinco no llegó ningún signo de vida de su habitación. Entonces hizo sonar la campanilla para llamar al criado y decirle que le preparase un baño frío. No quiso comer y sólo tomó una taza de té frío. Pasó la tarde recostado en el sofá, en aquella habitación a oscuras. Detrás de las paredes frescas resonaba y se fermentaba el verano. Percibía el burbujeo ardiente de la luz cegadora, el resoplar del viento cálido entre las hojas resecas, y prestaba atención a los ruidos de la mansión.
Una vez pasado el sentimiento de sorpresa, se sentía cansado. Uno se pasa toda la vida preparándose para algo. Primero se enfada. A continuación quiere venganza. Después espera. El llevaba mucho tiempo esperando. Ya no se acordaba ni siquiera del momento en que el enfado y el deseo de venganza habían dado paso a la espera. El tiempo lo conserva todo, pero todo se vuelve descolorido, como en las fotografías antiguas, fijadas en placas metálicas. La luz y el paso del tiempo desgastan los detalles precisos que caracterizan los rostros fotografiados. Hay que mirar la imagen desde distintos ángulos y buscar la luz apropiada para reconocer el rostro de la persona cuyos rasgos han quedado fijados en el espejo ciego de la placa. De la misma manera se desvanecen en el tiempo todos los recuerdos humanos. Luego, en algún momento inesperado, nos llega un rayo de luz y entonces volvemos a ver el mismo rostro olvidado. El general guardaba las fotografías antiguas en un cajón. El retrato de su padre. En la foto, el padre llevaba el uniforme de capitán de la guardia imperial. Tenía el cabello ondulado, como una muchacha. Llevaba la capa blanca de los guardias imperiales y la asía a la altura del pecho con una mano adornada con anillo. Ladeaba la cabeza, con orgullo y enfado. Nunca había dicho dónde lo habían enfadado ni con que. Al regresar de Viena, se había dedicado a la caza. Iba de caza todos los días del año, y cuando no había nada que perseguir, en los tiempos de veda, cazaba zorros y cuervos. Como si quisiera matar a alguien, como si estuviera preparando diariamente una venganza. La madre del general, la condesa, prohibió que los cazadores entraran en la mansión, mandó que hicieran desaparecer todo lo que recordase la caza: las armas, las cartucheras, las flechas antiguas, las cabezas disecadas de las aves, las cornamentas de los ciervos, todo. Fue entonces cuando el capitán de la guardia imperial mandó construir la casa del bosque. Allí reunió todo lo necesario para la caza, puso las pieles de oso delante de la chimenea, expuso en las paredes las armas sobre tablas forradas de lana blanca y enmarcadas en madera oscura. Había escopetas belgas y austríacas. Cuchillos ingleses y armas de luego rusas. Todo tipo de armas para cualquier modalidad de caza. Al lado de la casa se encontraban las perreras: en ellas había una jauría de animales de caza y presa, todos de pura raza; el cetrero vivía en la misma casa, con sus tres halcones adiestrados. El padre del general también vivía en aquella casa, empleada exclusivamente para la caza. Sólo aparecía en la mansión a las horas de las comidas. Las paredes estaban cubiertas con sedas francesas de colores claros: azul celeste, verde manzana, rosa con tenues tintes de rojo, todas llegadas de París, todas reforzadas con ribetes dorados. La condesa elegía personalmente, año tras año, las sedas para las paredes y para los muebles, dando una vuelta por las fábricas y las tiendas cada otoño, al volver de visita a su país. No dejaba de visitar a su familia ni un solo año. Tenía derecho a hacerlo: había fijado tal privilegio en el contrato matrimonial, al casarse con aquel guardia imperial extranjero.
—Quizás fuera a causa de los viajes —pensó el general.
Se preguntaba por qué sus padres no se comprendían. El guardia imperial salía de caza, y como no era capaz de destruir el mundo, lleno de seres extraños —de ciudades extranjeras como París, con sus palacetes, con su idioma, con sus costumbres foráneas—, mataba cervatillos, osos y ciervos. Sí, quizás fuera a causa de los viajes. El general se levantó, se detuvo delante de la estufa redonda, de porcelana blanca, que antaño había calentado el dormitorio de su madre. Era una estufa enorme, centenaria, que irradiaba calor como una persona gruesa y apoltronada irradia bondad, tratando de atenuar su propia egolatría, convirtiéndola en un acto bondadoso, en una especie de piedad fácil y barata. Comprendió de repente que su madre había pasado allí muchísimo frío. La mansión era demasiado oscura para ella, con sus habitaciones abovedadas, allí, en medio del bosque; por eso había cubierto las paredes de las habitaciones con sedas de colores claros. Pasaba frío, puesto que en el bosque siempre hacía viento, incluso en verano, un viento con sabor a arroyo, un sabor primaveral, como cuando crecen las aguas y se desbordan a causa de la nieve que se funde en las montañas. Ella pasaba frío, por eso había ordenado que la estufa redonda de porcelana blanca estuviera ardiendo siempre. Su madre había esperado que ocurriera algún milagro. Había ido a vivir a Europa oriental porque la pasión que había nacido en ella era más fuerte que su inteligencia y que su juicio. El guardia imperial la había conocido estando destinado como correo en la embajada de París, en los años cincuenta. La conoció en un baile, y ninguno de los dos pudo hacer nada en contra de aquel encuentro. Sonaba la música, y el guardia imperial le dijo a la condesa francesa: «En mi país este sentimiento se presenta de manera más fuerte y fatal.» Todo ocurrió en un baile organizado por la embajada. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de seda blanca; los dos estaban de pie, en el entrante de una de aquellas ventanas, mirando a los que bailaban. La calle estaba blanca, aquella noche nevaba en París. En aquel momento entró en la sala uno de aquellos sucesores de los Luises, el que reinaba entonces en Francia. Todos los presentes se inclinaron. El soberano llevaba un frac azul y un chaleco blanco, y con un movimiento lento levantó los anteojos con montura de oro. Cuando todos se enderezaron, los dos se miraron a los ojos, y desde entonces supieron que estaban destinados a vivir juntos, que no podían hacer nada en contra. Sonrieron, pálidos y confusos. La música seguía sonando en la sala de al lado. La joven francesa preguntó: «En su país... ¿dónde?», y siguió sonriendo, con sus ojos de miope. El guardia imperial pronunció el nombre de su país. La primera palabra íntima que le dijo a aquella joven fue el nombre de su patria.
Llegaron a su país en otoño, casi un año después de aquel encuentro. La joven extranjera se cubría con chales y con mantas en el fondo del carruaje. Atravesaron las montañas, pasaron por Suiza, por el Tirol. En Viena los recibieron el emperador y la emperatriz. El emperador se mostró generoso, tal como se describe en los libros escolares. Le dijo: «¡Vaya usted con cuidado! En los bosques adonde él la lleva, también hay osos. El es uno de ellos.» El emperador sonreía. Todos sonreían. Se trataba de una atención especial: el emperador se permitía una broma con la esposa francesa del guardia imperial húngaro. La mujer respondió: «Intentaré domesticarlo con la música, Majestad, como hizo Orfeo con las fieras.» Viajaron a través de prados y bosques que olían a fruta. Cuando cruzaron la frontera, desaparecieron las montañas y las ciudades, y la mujer rompió a llorar. «Chéri —dijo—, estoy mareada. Aquí todo parece infinito.» Se mareaba con lo que veía, con la simple vista de la llanura agonizante, cargada con el aire pesado del otoño que lo cubría todo, con aquella llanura vacía donde ya habían recolectado todo, con aquella llanura por donde avanzaban durante horas infinitas sin ver ni siquiera el camino, donde sólo se divisaban las bandadas de grullas en el cielo, donde los maizales ya se encontraban devastados, como después de una batalla, cuando incluso el paisaje cae herido tras el paso de las tropas. El guardia imperial no respondió, callaba en el fondo del carruaje, con los brazos cruzados. A veces subía a uno de los caballos y cabalgaba al lado del vehículo, durante horas. Miraba su patria como si la viera por primera vez. Miraba las casas blancas, con ventanas de persianas pintadas en verde, bajitas, con porche, las casas donde se alojaban por las noches, las casas de sus compatriotas, aquellas casas escondidas en el fondo de los jardines, con sus frescas habitaciones, donde todos los muebles le resultaban conocidos, incluso el olor de sus armarios. Miraba el paisaje, cuya soledad y tristeza le tocaban el corazón como nunca: miraba los pozos con cigüeñal a través de los ojos de su esposa, los páramos, los bosques de abedules, las nubes rosadas en el cielo crepuscular, encima de la llanura. La patria se abría delante de ellos, y el guardia imperial sintió, entre fuertes latidos de su corazón, que el paisaje que los recibía representaba también su destino. Su esposa permanecía sentada en el fondo del carruaje, en silencio. A veces cogía el pañuelo para secarse las lágrimas. Él se inclinaba entonces desde la silla de montar, para mirarla a los ojos, con aire interrogador. La mujer sólo respondía con un gesto, indicando que siguieran. Estaban destinados el uno para el otro.
En los primeros tiempos, la mansión consiguió apaciguar los ánimos de la mujer. Era enorme, los bosques y las montañas la protegían de la llanura; aquella casa llegó a ser para ella su propia patria dentro de un país extraño. En aquella época llegaron carros de carga, hasta uno por mes. Procedían de París y de Viena, cargados con muebles, sedas, retales, grabados y una espineta: la mujer pretendía domesticar a las fieras con la música. Ya habían caído las primeras nieves en las montañas cuando estuvieron instalados y pudieron empezar su vida en común en aquella mansión. La nieve dejó la casa aislada; la sitió por completo, como un ejército silencioso y sombrío, llegado del Norte, cerca un castillo. Por las noches llegaban del bosque los cervatillos y los ciervos, se detenían en medio de la nieve, a la luz de la luna, miraban las ventanas iluminadas de la mansión, ladeando la cabeza, con sus ojos azules, oscuros y serios, maravillosos y maravillados, y escuchaban la música que salía de allí. «¿Lo ves...?», preguntaba la mujer, sentada al lado del piano, y se reía. En febrero, las heladas hicieron bajar a los lobos de las montañas nevadas; los criados y los cazadores encendían hogueras en el parque, y las fieras aullaban y daban vueltas alrededor del fuego, hechizadas. El guardia imperial las ahuyentaba con cuchillos, su esposa lo observaba desde la ventana. Había algo entre ellos que no se podía reparar. No obstante, se amaban.
El general se acercó al retrato de su madre. El cuadro era obra de un pintor vienes, el mismo que había hecho un retrato de la emperatriz con el cabello ondulado: el guardia imperial conocía la pintura, pues la había visto en el despacho del emperador, en el palacio imperial. En su retrato, la condesa llevaba un sombrero de paja adornado con flores rosadas, parecido a los que se ponen las florentinas en verano. El cuadro tenía un marco dorado y estaba colgado en la pared blanca, encima de un mueble de cerezo, lleno de cajones. Este mueble había pertenecido a su madre. El general se apoyó en él con las dos manos, para contemplar el cuadro colgado en lo alto. La joven del retrato del pintor vienes ladeaba ligeramente la cabeza, y su mirada tierna y seria se perdía en la nada, como si se estuviera preguntando «¿Por qué?». Tal era el mensaje del retrato. El rostro era dey rasgos nobles, el cuello sensual, las manos también, cubiertas con guantes cortos de punto, y también eran sensuales los hombros y el escote blancos, rodeados por un vestido verde claro. Aquella mujer siempre había sido una extraña. El guardia imperial y ella habían librado una batalla sin decir palabra: habían combatido a través de la música y de la caza, a través de los viajes y de las fiestas; unas fiestas en las que la mansión se iluminaba, casi ardía, como si se hubiera declarado un incendio en sus enormes salones; cuando los establos se llenaban con los caballos, carrozas y cocheros de los invitados; cuando cada cuatro peldaños de la escalera de entrada se apostaba un húsar, manteniéndose durante toda la noche en posición de firme —sin el menor movimiento, como una figura de cera—, empuñando un candelabro de plata de doce brazos; todo aquello —las luces, la música, las palabras de los invitados, el perfume de sus cuerpos flotando en los salones— causaba la sensación de que la vida era una fiesta desesperada, una fiesta trágica y majestuosa, cuyo final se proclamaría con el sonido de las trompetas y con el anuncio de alguna orden nefasta. El general recordaba aquellas fiestas. A veces, los caballos y las carrozas tenían que quedarse en medio del parque nevado, al lado de enormes fogatas, puesto que no cabían en las cuadras. A una de aquellas fiestas acudió incluso el emperador de Austria, que era el rey de Hungría. Llegó en su carroza, acompañado de caballeros ataviados con plumas de cisne en los cascos. Pasó dos días cazando en los bosques, se alojó en la otra ala del edificio, durmió en una cama de hierro e incluso bailó con la señora de la casa. Charlaron durante el baile y los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. El rey dejó de bailar. Se inclinó, besó la mano de la dama, la acompañó al salón contiguo, donde los hombres de su séquito se mantenían en pie, en semicírculo. Condujo a la dama junto a su esposo y volvió a besarle la mano.
—¿De qué hablásteis ? —preguntó más tarde, mucho más tarde, el guardia imperial a su esposa. La mujer no se lo quiso decir. Nadie supo nunca lo que el rey le había dicho a aquella mujer llegada del extranjero que se había echado a llorar en medio del baile. La gente de los alrededores habló largamente de aquello.

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