Tokio Blues (Nowergian Wood) Por Haruki Murakami

1
Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747. El gigantesco avión había iniciado el descenso atravesando unos espesos nubarrones y ahora se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Hamburgo. La fría lluvia de noviembre teñía la tierra de gris y hacía que los mecánicos cubiertos con recios impermeables, las banderas que se erguían sobre los bajos edificios del aeropuerto, las vallas que anunciaban los BMW, todo, se asemejara al fondo de una melancólica pintura de la escuela flamenca. «¡Vaya! ¡Otra vez en Alemania!», pensé.
Tras completarse el aterrizaje, se apagaron las señales de «Prohibido fumar» y por los altavoces del techo empezó a sonar una música ambiental. Era una interpretación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melodía me conmovió, como siempre. No. En realidad, me turbó; me produjo una emoción mucho más violenta que de costumbre.
Para que no me estallara la cabeza, me encorvé, me cubrí la cara con las manos y permanecí inmóvil. Al poco se acercó a mí una azafata alemana y me preguntó si me encontraba mal. Le respondí que no, que se trataba de un ligero mareo.
—¿Seguro que está usted bien?
—Sí, gracias —dije.
La azafata me sonrió y se fue. La música cambió a una melodía de Billy Joel. Alcé la cabeza, contemplé las nubes oscuras que cubrían el Mar del Norte, pensé en la infinidad de cosas que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto, en las que me habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían.
Seguí pensando en aquel prado hasta que el avión se detuvo y los pasajeros se desabrocharon los cinturones y empezaron a sacar sus bolsas y chaquetas de los portaequipajes. Olí la hierba, sentí el viento en la piel, oí el canto de los pájaros. Corría el otoño de 1969, y yo estaba a punto de cumplir veinte años.
Volvió a acercarse la misma azafata de antes, que se sentó a mi lado y me preguntó si me encontraba mejor.
—Estoy bien, gracias. De pronto me he sentido triste. Es sólo eso —dije, y sonreí.
—También a mí me sucede a veces. Le comprendo muy bien —contestó ella. Irguió la cabeza, se levantó del asiento y me regaló una sonrisa resplandeciente—. Le deseo un buen viaje. Auf Wiedersehen!
—Auf Wiedersehen! —repetí....

Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado en sus pequeños detalles. Recuerdo el verde profundo y brillante de las laderas de la montaña, donde una lluvia fina y pertinaz barría el polvo acumulado durante el verano. Recuerdo las espigas de susuki[1] balanceándose al compás del viento de octubre, las nubes largas y estrechas coronando las cimas azules, como congeladas, de las montañas. El cielo estaba tan alto que si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos. El viento que silbaba en aquel prado agitaba suavemente sus cabellos, atravesaba el bosque. Las hojas de las copas de los arboles susurraban y, en la lejanía, se oía ladrar un perro. Era un ladrido tan tenue y apagado que parecía proceder de otro mundo. No se oía nada más. Ningún otro ruido llegaba a nuestros oídos. No nos habíamos cruzado con nadie. La única presencia, dos pájaros rojos que alzaban el vuelo de aquel prado, como espantados por algo, se dirigían hacia el bosque. Mientras andábamos, Naoko me hablaba de un pozo.

La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.
Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gélido, las crestas de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que tengo la impresión de que, si alargara la mano, podría ubicarlos, uno tras otro, con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay nadie. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adonde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor —ella, mi yo de entonces, nuestro mundo— ¿adonde ha ido a parar?». Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes.
Aunque, si me tomo el tiempo suficiente, puedo revivir su imagen. Sus manos pequeñas y frías, su pelo liso, tan bonito y agradable al tacto; los lóbulos de sus orejas, suaves y carnosos, y el lunar que tenía debajo; el elegante abrigo de piel de camello que solía llevar en invierno; su costumbre de mirar fijamente a los ojos cuando hacía una pregunta; el ligero temblor que, por una u otra razón, vibraba en su voz (como si estuviera hablando en lo alto de una colina barrida por un fuerte viento). Al sobreponer estas imágenes, su rostro emerge de repente. Primero se dibuja su perfil. Tal vez porque Naoko y yo solíamos andar el uno al lado del otro. Por eso el perfil es lo que primero emerge en mi recuerdo. Después ella se vuelve hacia mí, me sonríe, ladea la cabeza, me habla y me mira fijamente a los ojos. Tal vez esperaba ver en ellos el rastro de un pececillo que cruzaba, veloz como una centella, el fondo de un manantial de aguas cristalinas.
Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi yo de entonces. Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi mente como la escena simbólica de una película. Aquel paisaje sigue sacudiendo, pertinaz, una parte de mi cabeza. «¡Vamos! ¡Arriba! ¡Aún estoy aquí! ¡Arriba! ¡Levántate y comprende! ¿Cuál es la razón de que todavía esté aquí?» No siento dolor. Únicamente el sonido hueco que acompaña cada patada. Pero también este eco se apagará algún día. Como se ha ido borrando, inexorablemente, lo demás. Con todo, a bordo de aquel avión en el aeropuerto de Hamburgo, la sacudida fue más fuerte, más prolongada que de costumbre.
«¡Arriba! ¡Comprende!», decía. Por eso ahora estoy escribiendo. Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito.

¿De qué me estaba hablando ella?
¡Ah, sí! Me hablaba de un pozo. No sé si existía en realidad o si era alguna imagen o símbolo que sólo existía para ella. Como tantas otras cosas que, en aquellos días inciertos, entretejía su mente. Sin embargo, después de que Naoko me hablara del pozo, he sido incapaz de imaginarme aquel prado sin su existencia. La figura de un pozo que jamás he visto con mis propios ojos está grabada a fuego en mi mente como parte inseparable del paisaje. Puedo describirlo en sus detalles más triviales. Se encuentra en la linde donde termina el prado y empieza el bosque. Es un gran agujero negro de un metro de diámetro que se abre en el suelo, oculto hábilmente entre la hierba. No lo circunda brocal alguno, ni siquiera un cercado de piedra de una altura prudente. Se trata de un simple agujero abierto en el suelo. Aquí y allá, las piedras del reborde, expuestas a la lluvia y al viento, han mudado a un extraño color blancuzco, se han agrietado y han ido desmoronándose. Unas lagartijas verdes se deslizan entre las grietas. Sé que si me asomo y miro hacia dentro no veré nada. Es muy profundo. No puedo imaginar cuánto. Y está tan oscuro como si en una marmita alguien hubiera cocido todas las negruras de este mundo.
—Es muy, pero que muy profundo —decía Naoko escogiendo cuidadosamente las palabras. Ella hablaba así a veces: muy despacio, buscando los términos adecuados—. Es muy profundo. Pero nadie sabe dónde se encuentra. Claro que está por allí, en algún sitio. Eso es seguro.
Y, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de tweed, se volvió hacia mí y me sonrió como diciendo: «¡Es verdad!».
—Tiene que ser muy peligroso —comenté—. Hay un pozo muy hondo por alguna parte. Pero nadie sabe encontrarlo. Si alguien se cae dentro, está perdido.
—Pues sí, está perdido. ¡Catapún! Y se acabó.
—¿Y eso ocurre?
—Quizás una vez cada dos o tres años. Alguien desaparece de repente, y por más que lo buscan no lo encuentran. Entonces la gente de por aquí dice: «Se habrá caído dentro del pozo».
—¡Vaya! No es una muerte muy agradable que digamos.
—iOh, no! Es una muerte horrible —dijo Naoko sacudiéndose con la mano unas briznas de hierba de la chaqueta—. Si te rompes el cuello y te mueres sin más, todavía, pero si resulta que sólo te tuerces el tobillo, o algo parecido, estás perdido. Por más que grites, nadie va a oírte, no hay esperanza alguna de que nadie te encuentre, los ciempiés y las arañas pululan a tu alrededor, el suelo está lleno de huesos de personas que han muerto allá dentro, todo está oscuro, húmedo... Y allá arriba se dibuja un pequeño círculo de luz parecido a la luna en invierno. Y tú vas muriéndote allí, solo.
—Si lo pienso se me ponen los pelos de punta —dije—. Alguien tendría que buscarlo y cercarlo.
—Pero nadie puede encontrarlo. Así que ten cuidado y no te apartes del camino.
—No temas. No lo haré.
Naoko sacó la mano izquierda del bolsillo y agarró la mía.
—Pero a ti no te pasará nada. Tú no tienes por qué preocuparte. Aunque anduvieras por aquí de noche con los ojos cerrados, tú jamás te caerías dentro. Seguro. Y a mí, mientras esté contigo, tampoco me pasará nada.
—¿Jamás?
—Jamás.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo sé. —Naoko asió mi mano con fuerza. Luego siguió andando un rato en silencio—. Estas cosas las sé muy bien. De pronto las siento, y punto. Por ejemplo, ahora que estoy agarrada a ti con fuerza, no tengo miedo. Nada puede hacerme daño.
—Entonces es fácil. Basta con que estés siempre así —dije.
—¿Eso... lo dices en serio?
—Desde luego.
Naoko se detuvo. Yo también. Ella posó sus manos sobre mis hombros y se quedó mirándome fijamente. En el fondo de sus pupilas, un líquido negrísimo y espeso dibujaba una extraña espiral. Las pupilas permanecieron largo tiempo clavadas en mí. Después se puso de puntillas y acercó su mejilla a la mía. Fue un gesto tan cálido y dulce que mi corazón dejó de latir por un instante.
—Gracias —dijo Naoko.
—De nada —contesté.
—Estoy muy contenta de que me digas eso. —Esbozó una sonrisa triste—. Pero no es posible.
—¿Por qué?
—Porque no puede ser. Porque es horrible. Eso... —Pero enmudeció y siguió andando en silencio.
Comprendí que debía de darle vueltas a algo, así que, sin mediar palabra, empecé a andar a su lado en silencio.
—Porque eso... no es bueno. Ni para ti, ni para mí —prosiguió ella mucho rato después.
—¿Y en qué sentido no lo es? —le pregunté en voz baja.
—Eso de que alguien proteja eternamente a alguien... es imposible. Mira. Suponiendo, ¿eh?, suponiendo que te casaras conmigo... Tú trabajarías en alguna empresa, ¿no es así? ¿Quién me protegería mientras tú estuvieses en el trabajo? ¿Y quién me protegería mientras estuvieses de viaje de negocios? ¿Tengo que estar pegada a ti hasta que me muera? ¿Dónde está la igualdad? A eso no puede llamarse una relación humana, ¿no te parece? Además, cualquier día acabarías hartándote de mí. Te preguntarías: «¿Qué es mi vida? ¿Hacer de niñera de esta mujer?». Yo no quiero eso. No resolvería mis problemas.
—Mis problemas no tienen por qué durar toda la vida. —Posé mi mano en su espalda—. Algún día acabarán. Y cuando todo haya terminado, bastará con que reconsideremos el asunto. Bastará con que pensemos qué debemos hacer a partir de entonces. Y ese día tal vez seas tú quien me ayude a mí. No tenemos por qué vivir haciendo balance. Si tú ahora me necesitas a mí, me utilizas sin más. ¿Por qué eres tan terca? Relájate. Estás tensa y por eso te lo tomas así. Si te relajas, te sentirás más ligera.
—¿Por qué dices eso? —La voz de Naoko sonó muy seca.
Al oírla, comprendí que acababa de pronunciar las palabras equivocadas.
—¿Por qué? —repitió Naoko con la vista clavada en el suelo—. Si te relajas, te sientes más ligero, eso también lo sé yo. No hace ninguna falta que me lo recuerdes. Pero si ahora me relajo me haré pedazos. Desde hace tiempo he sido incapaz de vivir de otra manera, y todavía lo soy. Si bajara la guardia, aunque fuera una sola vez, sería incapaz de recomponerme a mí misma. Me haría pedazos y éstos volarían con un soplo de viento. ¿Cómo puede ser que no lo entiendas? ¿Cómo puedes decir que cuidarás de mí si no comprendes eso?
Enmudecí.
—Me siento mucho más perdida de lo que puedas imaginarte. Perdida entre tinieblas y hielo... Escucha... ¿Por qué te acostaste conmigo aquel día? ¿Por qué no me dejaste en paz?
Andábamos por un pinar en el más absoluto silencio. En lo alto de una cuesta había esparcidos los restos de unas cigarras muertas a finales del verano, que crujían bajo nuestros pies. Naoko y yo cruzamos el pinar despacio, con la mirada fija ante nosotros, como quien busca algo.
—Lo siento —dijo Naoko tomándome del brazo cariñosamente. Sacudió varias veces la cabeza—. No pretendía herirte. No hagas caso de mis palabras, ¿eh? Lo siento muchísimo. Sólo estaba enfadada conmigo misma.
—Quizás aún no te comprenda —afirmé—. No soy muy inteligente y me cuesta entender las cosas. Pero, con un poco de tiempo, llegaré a entenderte. Y no habrá nadie en el mundo que te comprenda mejor que yo.
Nos detuvimos un momento y aguzamos el oído en el silencio que nos envolvía. Con la punta del zapato hice rodar los restos de las cigarras y unas piñas, contemplé el cielo a través de las ramas de los pinos. Naoko permanecía absorta con las manos en los bolsillos, sin mirar nada en concreto.
—Watanabe, ¿me quieres?
—Claro —respondí.
—¿Puedo pedirte dos favores?
—Incluso tres.
Naoko sacudió la cabeza sonriendo.
—Con dos es suficiente. El primero es que te agradezco que vengas a verme. Estoy muy contenta y me... me ayuda mucho. Quizá no lo parezca, pero es así.
—Volveré a venir —dije—. ¿Y el otro?
—Que te acuerdes de mí. ¿Te acordarás siempre de que existo y de que he estado a tu lado?
—Me acordaré siempre.
Ella prosiguió la marcha sin más, en silencio. La luz del otoño se filtraba a través de las copas de los árboles y danzaba sobre los hombros de su chaqueta. Volvió a oírse el ladrido del perro, ahora más cercano. Naoko subió un ligero promontorio parecido a una colina pequeña, salió del pinar y bajó la suave pendiente a paso ligero. Yo la seguía dos o tres pasos detrás.
—Ven. El pozo puede estar por aquí cerca —le advertí a sus espaldas.
Naoko se detuvo, me sonrió y me tomó del brazo. Recorrimos el resto del camino el uno junto al otro.
—¿No me olvidarás jamás? —me preguntasen un susurro.
—Jamás te olvidaré. No podría hacerlo.

Pero lo cierto es que mi memoria se ha ido alejando de aquel prado y son ya muchas las cosas que he olvidado. Al escribir así, persiguiendo mis recuerdos, a menudo me asalta una inseguridad terrible. ¿No estaré olvidando la parte más importante? ¿Acaso no existe en mi cuerpo una especie de limbo de la memoria donde todos los recuerdos cruciales van acumulándose y convirtiéndose en lodo?
Esto es cuanto puedo conseguir por ahora: asir con fuerza dentro de mi pecho unos recuerdos incompletos que ya han palidecido y siguen palideciendo a cada instante que pasa, y escribir estas líneas con la desesperación de un hombre que va chupándose la médula de los huesos. Ésta es la única forma de mantener la promesa que le hice a Naoko.
Tiempo atrás, cuando todavía era joven y mis recuerdos eran mucho más nítidos que ahora, intenté escribir varias veces sobre Naoko. Pero entonces fui incapaz de escribir una sola línea. Era consciente de que una vez brotara la primera frase, las restantes fluirían espontáneamente, pero ésta jamás brotó. Todo era demasiado nítido, y yo nunca supe cómo moldearlo. El mapa más detallado puede no servirnos en algunas ocasiones por esta misma razón. Pero ahora lo sé. En definitiva —así lo creo—, lo único que puedo verter en este receptáculo imperfecto que es un texto son recuerdos imperfectos, pensamientos imperfectos. Y cuanto más ha ido palideciendo el recuerdo de Naoko, más capaz he sido de comprenderla. Ahora sé por qué me pidió que no la olvidara. Por supuesto, ella intuía que mi memoria la borraría algún día. Por eso me lo pidió: «¿Te acordarás siempre de que existo y de que he estado a tu lado?».
Este pensamiento me llena de una tristeza insoportable. Porque Naoko jamás me amó.
[1] Una especie de gramínea. (N. de la T.)


2
Hace mucho tiempo —aunque, por más que lo repita, apenas han transcurrido veinte años— yo vivía en una residencia de estudiantes. Tenía dieciocho años y acababa de ingresar en la universidad. No conocía Tokio y era la primera vez que vivía solo, así que mis padres, intranquilos, me matricularon en aquella residencia. Estaban incluidas las comidas y disponían de unas buenas instalaciones. En fin, aquél era el clásico sitio en que podía sobrevivir un muchacho inexperto de dieciocho años. La cuestión monetaria también contaba, por supuesto. Alojarme en una residencia era mucho más barato que vivir solo. Un futón y una lámpara era todo cuanto necesitaba. Yo hubiera preferido alquilar un apartamento y vivir a mi aire, pero, teniendo en cuenta el importe de la matrícula de la universidad, el coste de las clases y el de mi manutención, la verdad es que no podía quejarme. En realidad, tanto me daba vivir en un lugar como en otro.
La residencia estaba en la ciudad misma, en lo alto de una loma que tenía unas vistas magníficas sobre Tokio. Ocupaba un extenso terreno rodeado por un alto muro de cemento. Frente al portal se erguía un olmo gigantesco. Al parecer, las instalaciones tenían más de ciento cincuenta años. Al pie del árbol, no podías vislumbrar el cielo, oculto por entero tras el verde follaje.
El camino de cemento daba un rodeo para evitar el impresionante olmo y luego cruzaba el patio en línea recta. A ambos lados del patio se alineaban, en paralelo, dos bloques de hormigón de tres pisos: los dormitorios. Eran unos edificios grandes y con tantas aberturas por ventanas que parecían celdas de una cárcel reconvertidas en apartamentos, o apartamentos reconvertidos en celdas. Sin embargo, no estaban sucios ni daban una impresión deprimente. A través de las ventanas abiertas de par en par, se oían las radios. Las cortinas que colgaban de las ventanas eran todas del mismo tono crema, el color que mejor resistía la decoloración solar.
El camino daba al pabellón principal, de dos pisos de altura. En la planta baja estaba el comedor y el baño grande; en la primera planta, el paraninfo, varias salas de reuniones y, aunque desconozco qué utilidad podía tener, el salón para recepciones de huéspedes importantes. Al lado del pabellón principal, se levantaba un tercer bloque de tres plantas. En el césped del amplio patio, un sistema automático de riego por aspersión daba vueltas, de modo que las gotitas de agua reflejaban los rayos del sol. Detrás del pabellón principal había un campo de béisbol, uno de fútbol y seis pistas de tenis. En fin, a la residencia no le faltaba nada.
El problema era que la envolvía un turbio halo de misterio. La dirigía una fundación poco transparente donde se concentraban individuos de extrema derecha, y —a mis ojos, por supuesto— la política directiva mostraba una curiosa perversión. Se evidenciaba en los folletos informativos para los nuevos residentes y también en el reglamento. «El principio rector de la enseñanza consiste en la formación de hombres de talento para servir a la patria.» Ésta era la filosofía que regía la fundación de la residencia, y muchos empresarios que comulgaban con ella habían hecho importantes donaciones de capital... Así rezaba en la fachada. Pero detrás se escondía algo, cuando menos, sospechoso. Nadie conocía la verdad a ciencia cierta. Había quien afirmaba que la fundación era un medio para desgravar impuestos, o pura propaganda, o que la construcción de la residencia había sido un mero pretexto, rozando la estafa, para hacerse con aquel terreno de primera categoría. Incluso había quien decía que no, que la cosa iba mucho más lejos. Según esta última hipótesis, el objetivo de los fundadores era crear un clan subterráneo en el mundo de la política y las finanzas entre los antiguos residentes de la institución. Ciertamente, había un club de estudiantes privilegiado donde se agrupaba la élite de los internos y, aunque desconozco los detalles, según parece se celebraban varias veces al mes una especie de seminarios a los que asistían los fundadores; quien pertenecía a ese club tenía un puesto de trabajo asegurado al terminar los estudios. No puedo juzgar cuál de las hipótesis era cierta, pero todas ellas coincidían en un mismo aspecto: allí había gato encerrado.
Pasé en aquella residencia sospechosa los dos años que van de la primavera de 1968 a la primavera de 1970. Si me preguntaran por qué permanecí tanto tiempo allí, no sabría qué responder. En cuanto a la vida cotidiana, no hay tanta diferencia entre la derecha y la izquierda, o entre parecer mejor o peor de lo que uno es en realidad.
El día empezaba con la ceremonia solemne de izamiento de la bandera. Himno nacional incluido, por supuesto. Del mismo modo que en televisión la melodía de inicio de un programa no puede separarse de las noticias deportivas, el himno nacional no puede desligarse del izamiento de la bandera. El podio estaba en el centro del patio para que pudiera verse desde las ventanas de todos los bloques.
Izar la bandera era función del celador del bloque este (donde estaba mi dormitorio), un personaje de unos sesenta años, alto y de mirada acerada. En su pelo espeso se entreveían algunas canas y lucía una larga cicatriz en la nuca tostada por el sol. Se rumoreaba que el sujeto procedía de la Escuela Militar de Espionaje del Ejército de Tierra de Nakano. A su lado, un estudiante oficiaba de asistente en la ceremonia. Tampoco a ése lo conocía nadie: cabeza rapada, siempre vestido de uniforme. No sé cómo se llamaba ni en qué habitación vivía. Jamás habíamos coincidido en el comedor o en el baño. Ni siquiera estoy seguro de que fuera estudiante. En fin, si llevaba uniforme, debía de serlo. Era lo único que cabía pensar. Y, al contrario que don Escuela-Militar-de-Nakano, éste era bajo, rollizo, de tez pálida. Cada día a las seis de la mañana aquella pareja, siniestra en extremo, izaba el sol naciente en el patio.
En mis primeros tiempos en la residencia, movido por la curiosidad, solía levantarme a las seis de la mañana para presenciar aquel ritual patriótico. Y, a las seis de la mañana, casi en el mismo instante en que la radio daba la señal horaria, aparecía aquella pareja. Uniforme, así llamábamos al asistente, llevaba, por supuesto, el uniforme de estudiante y unos zapatos negros de piel; Escuela-Militar-de-Nakano, una cazadora y unas zapatillas de deporte blancas. Uniforme sostenía una caja alargada de madera de paulonia. Escuela-Militar-de-Nakano, un magnetófono portátil de la casa Sony. Escuela-Militar-de-Nakano depositaba el magnetófono a los pies del podio. Uniforme abría la caja de madera de paulonia. Dentro estaba la bandera nacional, doblada con esmero. Uniforme entregaba ceremoniosamente la bandera a Escuela-Militar-de-Nakano. Éste la ensartaba en la cuerda. Uniforme pulsaba el botón del magnetófono.
«Que tu reinado...»
Y la bandera ascendía deslizándose por el asta.
«... perdure hasta que...»
En este instante la bandera estaba a media asta.
«... las pequeñas piedras...»
Ya había alcanzado lo más alto. Y ambos se cuadraban adoptando la posición de «¡Firmes!» y miraban la bandera de frente. Si el cielo estaba despejado y tenían la suerte de que soplara el viento, aquél era un hermoso espectáculo.
Al atardecer se arriaba la bandera siguiendo el mismo ritual. Sólo que en orden inverso al matutino. Se arriaba la bandera y se guardaba dentro de la caja. Durante la noche no ondeaba.
¿Por qué tenían que arriarla de noche? Las razones se me escapaban. La nación sigue existiendo durante la noche, y hay mucha gente que trabaja a esas horas. Las brigadas del ferrocarril, los taxistas, las chicas de alterne, los bomberos con turno de noche, los guardas nocturnos de los edificios... Me parecía injusto que todas las personas que trabajaban de noche no contaran con la tutela del Estado. Aunque era cierto, quizá no tenía mucha importancia. Tal vez no le preocupaba a nadie y fui yo el único que reparó en ello. Y a mí, en realidad, sólo se me pasó una vez por la cabeza, y no tuve ganas de llevar las cosas más lejos.
Las habitaciones se distribuían de la siguiente manera: las dobles para los estudiantes de primero y segundo; las individuales para los de tercero y cuarto curso. Las habitaciones dobles tenían una superficie de seis tatami[1], si bien la forma era un poco más estrecha y alargada de lo habitual. En la pared del fondo había una ventana con el marco de aluminio y, frente a la ventana, dos mesas y dos sillas, espalda contra espalda, para facilitar el estudio. A la izquierda de la puerta, una litera de hierro de dos pisos. Todos los muebles eran austeros y resistentes. Aparte de las mesas y la litera, había una mesita baja y una estantería empotrada. Por más buenos ojos con que la miraras, la estancia no tenía nada de poético. En los estantes de la mayoría de habitaciones se alineaban transistores, secadores del pelo, cafeteras y hervidores eléctricos, café instantáneo, bolsitas de té, terrones de azúcar, ollas y vajilla sencilla para preparar raamen[2] instantáneo. En las paredes de yeso, pin-ups del Heibon Panchi[3] o pósters, arrancados de alguna parte, de películas porno. En una de las paredes habían pegado, en broma, la fotografía de dos cerdos copulando, pero ésa era una excepción, pues lo que colgaba de la mayoría de las paredes eran fotos de mujeres desnudas y de jóvenes cantantes y actrices. Encima de la mesa se alineaban manuales, diccionarios y novelas.
Al ser habitaciones masculinas, solían estar muy sucias. En el fondo de las papeleras había pegadas pieles de mandarinas enmohecidas, y las latas vacías que hacían las veces de ceniceros estaban atiborradas, hasta una altura de unos diez centímetros, de colillas que, cuando humeaban, apagábamos echándoles café o cerveza, por lo que despedían un asfixiante olor agrio. Todos los utensilios de cocina estaban ennegrecidos y tenían pegados restos de comida de dudosa procedencia, y el suelo estaba sembrado de envoltorios de celofán de raamen instantáneo, botellas de cerveza vacías, tapas..., un poco de todo. A nadie se le ocurría tomar una escoba, barrer la porquería, recogerla con la pala y tirarla a la papelera. Las ráfagas de aire levantaban nubes de polvo del suelo. Todas las habitaciones despedían un hedor nauseabundo, distinto en cada habitación, aunque los componentes eran exactamente los mismos: sudor, olor corporal y basura. Todos arrojábamos la ropa sucia debajo de la cama y, como a nadie se le ocurría airear los futones a menudo, éstos estaban completamente empapados en sudor y apestaban sin remedio. Que un caos de tal magnitud no originara una epidemia letal es algo que aún hoy sigue extrañándome.
Mi habitación, por el contrario, estaba limpia como una patena. No había ni una mota de polvo en el suelo, ni vaho que empañara el cristal de las ventanas; los futones se tendían al sol una vez por semana, los lápices estaban colocados dentro de su bote, las cortinas se lavaban cada mes. Y es que mi compañero de habitación era patológicamente limpio. En una ocasión les conté a los chicos de las otras habitaciones: «El tío incluso lava las cortinas», pero no me creyeron. Nadie sabía que las cortinas tuvieran que lavarse de vez en cuando. Todos pensaban que era algo que siempre había colgado de las ventanas.
«Es un anormal», decían. Y, empezaron a llamarlo Nazi o Tropa-de-Asalto.
Ni siquiera teníamos pin-ups. De nuestra pared colgaba la imagen de un canal de Amsterdam. Cuando intenté pegar el póster de una mujer desnuda, mi compañero me espetó: «Wat-wat-anabe. A mí, no me gus-gustan esas co-cosas», lo arrancó y pegó el póster del canal. Puesto que yo no suspiraba por tener una mujer desnuda colgando de la pared, no protesté. Todos los que venían a nuestra habitación decían: «¿Pero esto qué es?». Alguna vez comenté: «Tropa-de-Asalto se masturba mirándolo». Fue una broma, pero todos lo creyeron. Lo aceptaron con tanta naturalidad que yo mismo acabé pensando que era cierto.
Todos me compadecían por tener que compartir habitación con Tropa-de-Asalto, pero a mí no me desagradaba. Mientras yo mantuviera limpias mis cosas, él me dejaba en paz, así que era un compañero bastante cómodo. Él se encargaba de la limpieza, tendía los futones, sacaba la basura. Cuando yo tenía mucho trabajo y llevaba tres días sin bañarme, él arrugaba la nariz y me aconsejaba que me diera un baño. También solía decirme que fuera al barbero o que me cortara los pelos de la nariz. Lo único molesto era que, en cuanto veía un insecto, pulverizaba insecticida por toda la habitación, y yo entonces tenía que refugiarme en el caos de la habitación vecina.
Tropa-de-Asalto estudiaba geografía en una universidad pública.
—Es-estoy estu-tudiando ma-mapas —me dijo cuando nos conocimos.
—¿Te gustan los mapas? —le pregunté.
—Sí. Cuando acabe la universidad quiero entrar en el Instituto Nacional de Geografía y hacer ma-mapas.
Me admiró la gran diversidad de deseos y objetivos que pretende alcanzar el ser humano. Era una de las primeras cosas que me habían sorprendido al llegar a Tokio. Si no hubiera algunas personas —no hace falta que sean muchas— que se interesan, apasionan incluso, por la cartografía, tendríamos un serio problema. Pero me extrañaba que alguien que tartamudeaba cada vez que pronunciaba la palabra «mapa» quisiera entrar en el Instituto Nacional de Geografía. A veces tartamudeaba y a veces no, pero cuando se trataba de la palabra «mapa» tartamudeaba el cien por cien de las veces.
—¿Qué es-estudias? —me preguntó.
—Teatro —le respondí.
—¿Haces teatro?
—No. Se trata de leer obras de teatro, de investigar. Ya sabes, Racine, Ionesco, Shakespeare...
Repuso que, aparte de Shakespeare, no había oído hablar jamás de los otros autores. Yo apenas los conocía, pero figuraban en el índice de materias del curso.
—Bu-bueno, sea como sea, eso es lo que te gusta —dijo.
—No especialmente —repuse.
Esta respuesta lo desconcertó. Y cuando se desconcertaba su tartamudeo se agravaba. Me sentí culpable.
—Me daba igual una cosa que otra —le expliqué—. Etnología, historia de Asia... Al final elegí teatro un poco por casualidad.
Por supuesto, no era ése el tipo de explicación que podía convencerlo.
—No lo en-entiendo. —Puso cara de no entender nada—. En mi ca-caso, me gustan los ma-mapas, y por eso estudio ma-mapas. Por eso, he en-entrado en una universidad de Tokio, y mis padres me envían di-dinero. Pero tú dices que a ti no te pa-pasa lo mismo que a mí...
Su argumento era más lógico que el mío, así que desistí de seguir dándole explicaciones. Luego nos jugamos a los chinos qué litera usaría cada uno. A mí me tocó la de arriba y a él la de abajo.
Él siempre vestía camisa blanca, pantalones negros y jersey azul marino. Llevaba la cabeza rapada, era alto, de pómulos marcados. Para ir a la universidad, se ponía siempre el uniforme de estudiante y zapatos de cordones negros. Tenía toda la pinta de ser un estudiante de derechas y, por eso, los demás chicos lo llamaban Tropa-de-Asalto, pero la verdad es que no sentía ningún interés por la política. Le daba pereza elegir la ropa y, en consecuencia, vestía siempre así. Su interés se limitaba a las transformaciones de la línea costera, a la construcción de un nuevo túnel del ferrocarril, a ese tipo de cosas. Cuando empezaba a hablar de esos temas, podía pasarse una o dos horas tartamudeando y encallándose, hasta que yo acababa huyendo de la habitación o me dormía.
Cada mañana se levantaba a las seis usando el «Que tu reinado...» como despertador. Así que no puede decirse que aquella ceremonia ostentosa de izamiento de la bandera no sirviera para nada. Se vestía, iba al baño y se lavaba la cara. Tardaba tanto rato que yo me preguntaba si se quitaba los dientes y se los lavaba uno por uno. Cuando volvía a la habitación, alisaba con esmero las arrugas de la toalla y la ponía a secar sobre el radiador, depositaba el cepillo de dientes y el jabón en la repisa. Luego encendía la radio y empezaba su sesión de gimnasia radiofónica.
Solía quedarme leyendo hasta tarde y, por las mañanas, dormía como un bendito hasta las ocho. Por más que Tropa-de-Asalto se levantaba y daba vueltas por la habitación, por más que encendía la radio y empezaba a hacer gimnasia, yo seguía durmiendo como si nada. Hasta que se ponía a dar saltos, claro. No me despertaba exactamente, pero, cada vez que brincaba —y daba grandes saltos—, con la vibración, la litera daba una sacudida. Lo soporté tres días. Había oído que, en la convivencia, hay que aguantarse hasta cierto punto. A la cuarta mañana llegué a la conclusión de que mi tolerancia había llegado a un límite.
—Perdona, pero ¿no podrías hacer gimnasia en la azotea? —le solté a bocajarro—. No puedo dormir.
—Pero si son ya las seis y media —dijo con cara de incredulidad.
—Ya lo sé. Para mí las seis y media es hora de estar durmiendo. No podría explicarte por qué, pero es así.
—Im-imposible. Si lo hago en la azotea, los del tercer piso se quejarán. Aquí no hay problema, como debajo hay un almacén nadie se queja.
—Entonces puedes hacerla en el patio. En el césped.
—Im-imposible también. Mi ra-radio no es un transistor. Si no hay enchufe, no puedo usarla. Y sin música, no puedo hacer la gimnasia de la ra-radio.
La verdad es que su radio era de un modelo muy anticuado y funcionaba sin pilas. Yo tenía un transistor, pero sólo sintonizaba FM para escuchar música. «¡Qué fuerte!», pensé.
—Negociemos —sugerí—. Tú puedes hacer la gimnasia aquí. Pero, a cambio, te olvidas de la parte de los saltos. Haces mucho ruido...
—¿Saltos? —repitió asombrado—. ¿Saltos? ¿Y eso qué es?
—Saltos son saltos. Levantar una pierna y otra, saltar...
—De eso no hay.
Empezó a dolerme la cabeza. Sentí que tanto me daba una cosa que otra, pero ya que había sacado el tema a colación, decidí que lo mejor sería zanjarlo y, tarareando la música de apertura del programa radiofónico de gimnasia de la cadena de televisión NHK, empecé a dar saltos en el suelo.
—¡Mira! Es esto. Hay, ¿no?
—Sí que los hay. No me había da-dado cuenta.
—Así que —proseguí sentándome en la cama— quiero que te saltes esta parte. El resto lo soportaré. ¿Harás el favor de olvidarte de la parte de los saltos y me dejarás dormir en paz?
—Im-imposible —me dijo con la mayor naturalidad del mundo—. No puedo saltarme ninguna parte. Hace diez años que hago lo mismo todos los días. En cuanto empiezo me sale todo, una cosa tras otra. Si me saltara una parte, no podría continuar.
Nada pude responder a eso. ¿Qué podía decirle? Lo más sencillo hubiese sido arrojar aquella maldita radio por la ventana cuando él no estuviera, pero era evidente que si lo hacía abriría la caja de los truenos. Tropa-de-Asalto era un chico extremadamente celoso de sus pertenencias. Cuando, ya sin palabras, me senté desalentado en la cama, me consoló con una sonrisa.
—Wat-watanabe, ¿por qué no te levantas y hacemos gimnasia los dos juntos? —Y se fue a desayunar.

Naoko se rió cuando le conté el incidente de la gimnasia radiofónica con Tropa-de-Asalto. No se lo había contado con la intención de divertirla, pero al final me reí con ella. Aunque su sonrisa duró un instante, hacía mucho tiempo que no la veía sonreír. Naoko y yo nos habíamos apeado en la estación de Yotsuya e íbamos andando por el malecón paralelo a la vía en dirección a Ichigaya. Era la tarde de un domingo de mediados de mayo. Esa mañana había lloviznado a ratos; al mediodía la lluvia había cesado y el viento del sur barría los oscuros nubarrones que cubrían el cielo. Las hojas de los cerezos, de un fresco color verde, se mecían al viento y reflejaban los destellos de los rayos del sol. Ya era un día de principios de verano. Las personas con quienes nos cruzábamos se habían quitado los jerséis y las chaquetas, que llevaban sobre los hombros o colgados del brazo. Todo el mundo parecía feliz bajo los cálidos rayos del sol de aquella tarde de domingo. En la pista de tenis, frente al malecón, un chico se había quitado la camisa y blandía la raqueta apenas vestido con unos sucintos pantalones cortos. Dos monjas sentadas en un banco vestían pulcramente sus negros hábitos, por lo que, a su alrededor, parecía no haber llegado todavía la luz del verano. Con todo, ambas disfrutaban con aire satisfecho de su charla.
Tras quince minutos de caminata, tenía la espalda bañada en sudor, así que me quité la gruesa camisa de algodón y me quedé en camiseta. Naoko se había subido hasta los codos las mangas de la chaqueta de su chándal color perla. La prenda había adquirido una bonita tonalidad al desteñirse, a fuerza de lavados. Tenía la impresión de haberla visto enfundada en un chándal parecido mucho tiempo antes, pero no estaba seguro. En aquella época no eran muchos los recuerdos que yo tenía de Naoko.
—¿Qué tal la convivencia? ¿Es divertido vivir con otra gente? —me preguntó.
—Todavía no lo sé. Llevo un mes —dije yo—. No está mal. Como mínimo, no es insoportable.
Ella se detuvo delante de una fuente, bebió un sorbo de agua, se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se secó los labios. Luego se agachó y se anudó los cordones de los zapatos.
—¿Crees que yo también podría vivir así?
—¿Con otra gente?
—Sí —dijo Naoko.
—No lo sé. Depende de cómo te lo tomes. Supone muchas molestias, ésa es la verdad. Las reglas son una pesadez, y hay muchos imbéciles prepotentes. Mi compañero de habitación, por ejemplo, hace gimnasia con la radio puesta a las seis de la mañana. Pero cuando pienso que en cualquier otra parte hay casos parecidos, me conformo. Si te haces a la idea de que no tienes más remedio que estar allí, puedes ir tirando. De eso se trata.
—Claro —asintió ella.
Durante unos instantes pareció darle vueltas a algo. Me clavó los ojos con cara de estar observando un objeto extraño. Su mirada era tan profunda y cristalina que me dio un vuelco el corazón. No me había dado cuenta de que tuviera una mirada tan clara. De hecho, jamás había tenido la oportunidad de mirarla a los ojos. Era la primera vez que paseábamos los dos solos, y la primera vez que hablábamos tanto rato.
—¿Quieres ir a vivir a una residencia? —le pregunté.
—¡Oh, no, no! —respondió Naoko—. Me estaba imaginando cómo debe de ser vivir con gente. O sea que... —Naoko buscó las palabras apropiadas mordiéndose los labios, pero al parecer no logró encontrarlas. Apartó la mirada lanzando un suspiro—. No sé. Da igual.
Así terminó la conversación. Naoko reemprendió su marcha hacia el este, y yo la seguí unos pasos detrás.
Hacía casi un año que no la veía. Durante este tiempo, Naoko había adelgazado tanto que apenas la reconocí. La carne había desaparecido de sus mejillas, antes rellenas, y su nuca se había afinado. Sin embargo, no se la veía huesuda ni tenía un aire enfermizo. Su delgadez resultaba natural y serena. Parecía que su cuerpo hubiese estado oculto en un lugar largo y estrecho al que se hubiera amoldado. Y estaba mucho más hermosa de lo que recordaba. Estuve a punto de decírselo, pero no sabía cómo y al final me callé.
No habíamos ido allí por nada en concreto. Nos habíamos encontrado por casualidad en un tren de la línea Chūō. Ella acababa de salir de casa para ir al cine, y yo me dirigía a las librerías de viejo de Kanda. Ninguno de los dos había quedado con nadie. Naoko propuso que nos apeáramos del tren, y casualmente bajamos en Yotsuya. No teníamos nada especial que decirnos.—No entendía por qué Naoko me había propuesto irnos juntos. El punto de partida es tener algún tema de conversación.
En cuanto salimos de la estación, ella empezó a andar resuelta sin mencionar siquiera adonde nos dirigíamos. No tuve más remedio que seguirla, siempre un metro detrás de ella. De haber querido, hubiese podido reducir esa distancia, pero una repentina timidez me lo impidió. Andaba detrás de Naoko con la vista clavada en su espalda y en su melena, negra y lisa. En el pelo lucía un gran pasador de color marrón y, al ladear la cabeza, mostraba sus pequeñas orejas blancas. A trechos se volvía y me decía algo. A veces era capaz de darle una respuesta adecuada; otras, no tenía ni idea de qué contestarle. Y otras, ni siquiera entendía lo que me estaba diciendo. Pero a ella parecía tenerla sin cuidado si la oía. Cuando acababa de expresar lo que pensaba, volvía a darme la espalda y reemprendía la marcha. «¡En fin! Hoy hace un día perfecto para pasear», terminé resignándome.
La forma de andar de Naoko era demasiado sistemática para que aquello fuera un simple paseo. En Iidabashi giró hacia la derecha, cruzó el foso, atravesó el cruce de Jinbochō, subió la cuesta de Ochanomizu y llegó a Hongō. Después prosiguió hasta Komagome bordeando la línea férrea. Fue un itinerario nada desdeñable. Cuando llegamos a Komagome, el sol declinaba. Era un apacible atardecer de primavera.
—¿Dónde estamos? —preguntó Naoko como si descubriera aquel lugar de repente.
—En Komagome —dije—. ¿No te has fijado? Hemos dado una vuelta enorme.
—¿Y por qué hemos venido hasta aquí?
—Has sido tú quien me ha traído. Yo me he limitado a seguirte.
Entramos en una soba-ya[4] cerca de la estación y tomamos un bol de soba. Como tenía sed, bebí cerveza, yo solo. Encargamos los fideos y comimos en silencio. Yo estaba agotado por la caminata, y ella, con sus manos descansando sobre la mesa, parecía estar de nuevo absorta en sus cavilaciones. Las noticias de la televisión anunciaban que aquel domingo los lugares de ocio habían tenido una ocupación plena. «Y nosotros hemos ido a pie desde Yotsuya hasta Komagome», me dije.
—Estás en forma —bromeé cuando terminé mis fideos.
—¿Sorprendido?
—Sí.
—En el instituto era corredora de fondo. Corría unos diez o quince kilómetros. Además, como a mi padre le gustaba el montañismo, desde pequeña, todos los domingos me llevaba con él de excursión. Ya has visto que detrás de casa está la montaña. Así que las piernas se me han ido fortaleciendo poco a poco.
—Pues no lo parece —dije.
—No, ¿verdad? Todo el mundo piensa que soy una chica muy delicada. Pero uno jamás debe fiarse de las apariencias. —Subrayó sus palabras con una media sonrisa.
—Sintiéndolo mucho, estoy hecho polvo.
—Vaya, perdona. Te he llevado todo el día de aquí para allá.
—No te lo negaré. Pero así hemos tenido la oportunidad de charlar. Que yo recuerde, ésta es la primera vez que lo hacemos.
Sin embargo, por más que lo intentaba, era incapaz de recordar de qué habíamos hablado.
Naoko, sin razón aparente, hacía girar el cenicero sobre la mesa.
—Si quieres..., si no te va mal..., si no fuese una molestia..., podríamos vernos otra vez. Ya sé que no tengo ningún derecho a proponértelo, pero...
—¿Derecho? —me extrañé—, ¿qué quieres decir con «derecho»?
Ella enrojeció. Tal vez mi sorpresa había sido excesiva.
—No sé explicarlo —comentó en tono de disculpa. Se subió las mangas del chándal hasta los codos y volvió a bajárselas. La luz de la lámpara confería un bonito color dorado al suave vello de sus brazos—. No es «derecho» lo que quería decir. Era otra cosa muy distinta.
Naoko hincó los codos sobre la mesa y clavó la vista en un calendario que colgaba de la pared. Tal vez esperaba encontrar allí las palabras adecuadas. Por supuesto, no las halló. Suspiró, cerró los ojos y se arregló el pasador del pelo.
—No importa —tercié—. Comprendo lo que quieres decir. Pero yo tampoco sé cómo expresarlo.
—No puedo hablar bien —dijo Naoko—. Me pasa desde hace un tiempo. Cuando intento decir algo, sólo se me ocurren palabras que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y, si intento corregirlas, me lío aún más, y más equivocadas son las palabras, y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviera el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuviesen jugando al corre que te pillo. En medio hay una columna muy gruesa y van dando vueltas a su alrededor jugando al corre que te pillo. Siempre que una parte de mí encuentra la palabra adecuada, la otra parte no puede alcanzarla.
Naoko levantó la vista y me miró a los ojos.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
—Esto nos sucede a todos —añadí—. Todos queremos expresarnos y nos impacientamos cuando no encontramos las palabras apropiadas.
Naoko pareció decepcionada por mi comentario.
—No era eso —dijo, pero no añadió nada más.
—No me importa quedar contigo. Los domingos nunca tengo nada que hacer, y andar es bueno para la salud.
Tomamos la línea de tren Yamanote y, en Shinjuku, Naoko hizo trasbordo a la línea Chūō. Vivía en un pequeño apartamento de alquiler en Kokubunji.
—¿Crees que hablo de forma diferente a como lo hacía antes? —me preguntó al separarnos.
—Sí, me da esa impresión —contesté—. Pero no podría decirte por qué. Aunque nos veíamos mucho, no recuerdo que habláramos demasiado.
—Es cierto —reconoció Naoko—. ¿Puedo llamarte el sábado que viene?
—Claro. Te estaré esperando.

Conocí a Naoko durante la primavera de mi segundo año de bachillerato. Ella también estaba en segundo curso e iba a un exclusivo colegio de monjas. Un colegio tan fino que, si estudiabas demasiado, te tildaban de hortera. Yo tenía un buen amigo llamado Kizuki (más que bueno era, literalmente, el único); Naoko era su novia. Kizuki y Naoko salían juntos casi desde su nacimiento; sus casas quedaban a menos de doscientos metros la una de la otra.
Al igual que muchas parejas que han crecido juntas, mantenían una relación muy abierta y no sentían unos deseos muy fuertes de estar a solas. Se visitaban con frecuencia, solían cenar con la familia del uno o del otro, jugaban al mahjong con ellos. Me habían incluido en varias citas dobles. Naoko venía con una compañera de clase y los cuatro íbamos al zoo, a la piscina o al cine. Debo reconocer que las chicas que me presentaba Naoko eran guapas, pero algo refinadas para mi gusto. Yo hubiera preferido a una de mis compañeras de la escuela pública, aunque fuesen un poco menos sofisticadas, alguien con quien poder hablar relajadamente. Para mí era un misterio saber qué estarían rumiando aquellas lindas cabecitas. Tal vez no nos hubiéramos entendido.
Total, que Kizuki desistió de organizar citas dobles y, en vez de esto, empezamos a salir los tres: Kizuki, Naoko y yo. Visto ahora, no era una situación muy normal, pero sí lo que mejor resultaba. En cuanto entraba una cuarta persona todo rechinaba. Cuando estábamos los tres juntos, aquello parecía un talk show televisivo: yo era el invitado; Kizuki, el anfitrión talentoso, y Naoko, su ayudante. Kizuki siempre era el centro de atención y sabía cómo llevarlo. Era cierto que tenía una vena sarcástica y que solían tacharlo de arrogante, pero, en esencia, era una persona amable y justa. Cuando estábamos los tres juntos, hablaba y bromeaba con Naoko y conmigo de manera equitativa, e intentaba que ninguno de los dos se sintiera marginado. Si uno permanecía largo rato en silencio, sabía cómo sacarle las palabras. Mirándolo, yo pensaba que debía de resultarle muy difícil, pero ahora no lo creo. Kizuki tenía la capacidad de graduar, en cada segundo, la atmósfera del lugar y de adaptarse a ella. Además, tenía el talento de sacar a relucir las partes interesantes de la charla de un interlocutor que no lo era especialmente. Y cuando uno hablaba con él, tenía la impresión de ser alguien excepcional que llevaba una vida interesantísima.
Sin embargo, no era una persona sociable. En la escuela, yo era su único amigo. No entendía cómo una persona tan inteligente, un conversador tan brillante, no llevaba su talento a círculos más amplios y se contentaba con nuestro pequeño mundo a tres. Tampoco entendía por qué me había escogido como amigo. Yo era una persona corriente a quien le gustaba estar a solas leyendo o escuchando música, no tenía nada que pudiera llamarle la atención a alguien como Kizuki. Con todo, congeniamos enseguida. Su padre era un dentista famoso por su habilidad y sus altos honorarios.
—¿Te apetece que salgamos en parejas este domingo? Mi novia va a un colegio de monjas y traerá a una chica guapa —me dijo Kizuki al poco de conocernos.
—Vale —le respondí.
Así conocí a Naoko.
Pasábamos mucho tiempo los tres juntos, pero, en cuanto Kizuki se levantaba y nos quedábamos solos Naoko y yo, jamás lográbamos mantener una conversación fluida. No se nos ocurría nada de que hablar. En realidad, no teníamos ningún tema de conversación en común. Y, ¡qué remedio!, nos limitábamos a beber agua o a juguetear con los objetos que había encima de la mesa sin apenas dirigirnos la palabra. Esperando a que volviera Kizuki. En cuanto aparecía él se reanudaba la conversación. Naoko era poco habladora, y yo prefería escuchar a hablar, así que, siempre que me quedaba a solas con ella, me sentía incómodo. No es que no congeniáramos, pero no teníamos nada que decirnos.
Naoko y yo volvimos a vernos pocas semanas después del funeral de Kizuki. Teníamos un asunto que tratar y quedamos en una cafetería, pero una vez solventamos el problema no supimos qué decirnos. Saqué varios temas, pero la conversación languideció enseguida. Además, noté en la manera de hablar de Naoko cierta agresividad. Parecía enfadada conmigo, aunque yo desconocía el motivo. Luego nos separamos y no volvimos a vernos hasta pasados unos años, cuando nos encontramos por casualidad en aquel tren de la línea Chūō.

Quizás el motivo del enfado de Naoko fuese el hecho de que la última persona que habló con Kizuki fui yo, y no ella. Ésta no es la mejor manera de expresarlo, pero creo que entiendo cómo se sentía. De haber podido, me hubiera cambiado por ella. Pero era la típica cosa que, una vez ha sucedido, no cabe hacer ni pensar nada.
Aquella agradable tarde de mayo, después de comer, Kizuki me propuso saltarnos la clase e ir a jugar unas partidas de billar. Dado que no sentía un interés desbordante por las clases de la tarde, salimos de la escuela, bajamos tan campantes la colina en dirección al puerto, entramos en un billar y nos pusimos a jugar. Gané la primera partida, y entonces él se puso serio de repente, se concentró en el juego y ganó las tres partidas siguientes. Mientras jugábamos, no bromeó ni una sola vez, cosa rara en él. Después fumamos un cigarrillo.
—¿Qué te pasa hoy que estás tan serio? —le pregunté.
—Hoy no quería perder —me dijo Kizuki sonriendo satisfecho.
Se mató aquella misma noche en el garaje de su casa. Conectó una manguera al tubo de escape de su N-360, selló los resquicios de las ventanillas con cinta adhesiva y puso en marcha el motor. No sé cuánto tiempo tardó en morirse. Cuando sus padres, que volvían de visitar a un pariente enfermo, abrieron la puerta del garaje para meter el coche, Kizuki ya estaba muerto. La radio del coche permanecía encendida; había un recibo de la gasolinera prendido en el limpiaparabrisas.
No había motivos aparentes, ni dejó escrita una carta. Fui la última persona que habló con él, y la policía me llamó a declarar. Le expliqué al inspector encargado de la investigación que la actitud de Kizuki no me hizo sospechar nada, que se había comportado como siempre. El policía no parecía haberse formado una buena impresión ni de Kizuki ni de mí. Parecía creer que no era extraño que un chico que se saltaba las clases para ir a jugar al billar se suicidara. Salió publicada una pequeña nota en el periódico, y con eso se zanjó el asunto. Sus padres se deshicieron del N-360 rojo. En el colegio, sobre su pupitre, lucieron durante un tiempo unas flores blancas.
En los diez meses que transcurrieron desde el suicidio de Kizuki hasta que terminé el instituto, fui incapaz de hallar mi propio espacio en el mundo que me rodeaba. Salí con una chica, me acosté con ella, pero no duramos más de medio año. Ella no poseía nada que la hiciera especialmente atractiva a mis ojos. Elegí una universidad privada de Tokio en la que pudiera entrar sin estudiar demasiado e hice el examen de ingreso sin ilusión alguna. Aquella chica me pidió que no me fuera a Tokio, pero yo deseaba alejarme de Kobe como fuese. Necesitaba empezar una nueva vida en un lugar donde no me conociera nadie.
—¡Como te has acostado conmigo, ya no te importo nada! —berreó la chica.
—No es verdad —le dije.
Lo único que quería era irme de la ciudad. Pero ella no lo entendió. Y nos separamos. En el tren, camino de Tokio, me acordé de sus cualidades, de sus virtudes, y me arrepentí pensando que había sido muy injusto. Pese a todo, no podía volver atrás. Decidí olvidarla.
Recién llegado a Tokio, cuando empecé una nueva vida en la residencia, tenía un único propósito: tratar de no tomarme las cosas a pecho, mantener la debida distancia con el mundo. Nada más. Y decidí olvidar por completo la mesa de billar forrada de fieltro verde, el N-360 rojo y las flores blancas sobre el pupitre, la columna de humo alzándose desde la alta chimenea del crematorio, el pisapapeles con forma achaparrada en la sala de interrogatorios. Al principio, pensé que iba a lograrlo. Sin embargo, por más que intentase olvidarlo, en mi interior permanecía una especie de masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esta masa empezó a definirse. Ahora puedo traducirla en las siguientes palabras: «La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella».
Expresado en palabras, suena a tópico, pero yo en ese momento lo sentía como una masa de aire en mi interior. La muerte estaba presente en el pisapapeles, en las cuatro bolas rojas y blancas alineadas sobre la mesa de billar. Y nosotros vivimos respirándola, y va adentrándose en nuestros pulmones como un polvo fino.
Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de la vida. «Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero hasta el día en que nos atrape nos veremos libres de ella.» Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está en esta orilla; la muerte, en la otra. Nosotros estamos aquí, y no allí.
A partir de la noche en que murió Kizuki, fui incapaz de concebir la muerte (y la vida) de una manera tan simple. La muerte no se contrapone a la vida. La muerte había estado implícita en mi ser desde un principio. Y éste era un hecho que, por más que lo intenté, no pude olvidar. Aquella noche de mayo, cuando la muerte se llevó a Kizuki a sus diecisiete años, se llevó una parte de mí.
Viví la primavera de mis dieciocho años sintiendo esta masa de aire en mi interior. Al mismo tiempo, intentaba no mostrarme serio, pues intuía que la seriedad no me acercaba a la verdad. Pero la muerte es un asunto grave. Quedé atrapado en este círculo vicioso, en esta asfixiante contradicción. Cuando miro hacia atrás, hoy pienso que fueron unos días extraños. Estaba en la plenitud de la vida y todo giraba en torno a la muerte.
[1] Seis tatami (roku-jo) equivalen a 9,9 metros cuadrados. (N. de la T.)
[2] Fideos chinos. (N. de la T.)
[3] Nombre de una revista masculina dirigida a un público joven. (N. de la T.)
[4] Establecimiento donde sirven soba, fideos de alforfón. (N. de la T.)

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