Confesiones de un Perro Muerto. Por Ednodio Quintero

35.

Algunas veces, como hoy, se me hace extremadamente difícil dar inicio a la redacción del diario. La tarea de encontrar la primera frase me resulta ardua e inextricable. Como si avanzara descalzo por un sendero tapizado de cristales rotos. Por suerte, la bendita frase, que había permanecido oculta en el buche de algún pajarito o sepultada bajo toneladas de lodo en un alud de montaña, aparece con sus destellos de grafito sobre la página blanca. Propiciando, ya se sabe, una avalancha de palabras. La promesa de una tormenta verbal. Se trata de un proceso natural, que por conocido no deja de sorprenderme.Palabras, palabras y palabras, que, como decía Chuang Tzu, no son una mera emisión de aire. Palabras que intentan expresar, más allá de sus oscuras resonancias, alguna forma de sentimiento. Ideas que necesitan ser expuestas al sol de mediodía. O, tal vez un mundo de abstracciones ligado a lo meramente verbal. Quién sabe.Hacía ya más de una semana que no escribía. Y durante ese lapso, que podría ser tomado como uno de los tramos más dilatados de la eternidad, tampoco hablé. Sólo lo indispensable para no verme en la necesidad de recurrir al lenguaje de señas. Hoy, mientras buscaba con desesperación la frase inicial, leí varias veces el capítulo anterior. Y entendí de pronto que la ausencia de Aurora había dejado una marca indeleble en la estela de los días que me restaban por vivir. Entender que junto a ella había alcanzado la más alta cota del placer, me convertía en un ser sin esperanzas, vacío y exangüe, condenado a vivir del esplendor de aquel recuerdo. Pero lo peor no era la ausencia física de Aurora, a fin de cuentas ahí estaba Ligia, en cuyo cuerpo generoso podía yo bogar confiado, con los ojos bien cerrados, imaginando que trazaba extrañas figuras entre los pliegues acogedores de la carne de Aurora, florecitas barrocas, enrevesados ideogramas de un alfabeto rupestre, laberintos de hiedra y coral. Podía jugar con la idea de que Aurora se había quedado a vivir para siempre en el cuarto de huéspedes, y que Ligia dormía a pierna suelta bajo los efectos de aquel poderoso somnífero. Lo peor aún estaba por suceder.Al comienzo, quizá por estar todavía embriagado con el recuerdo de Aurora, no percibí las señales de descontento e insatisfacción que Ligia me enviaba casi a diario. Señales que se habrían de convertir, más temprano que tarde, en un rechazo definitivo. Cuando Ligia se enteró de su preñez tomó la decisión de abortar sin haber solicitado mi opinión. Protesté, más bien por amor propio, pues aun cuando yo estuviera de acuerdo con aquel acto de dudosa moralidad, me dolía que Ligia me hubiera dejado al margen. No te preocupes por la pérdida, me consoló Ligia con ironía, de todas maneras serás padre de un bastardo. Ante aquella inesperada declaración, un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies, no pude articular palabra, sentí que el mundo se me venía encima y que ya nada ni nadie me iba a librar de la furia vengadora de mi mujer. Comprendí que Ligia había estado al corriente, tal vez desde el primer día, de mi relación furtiva con su prima. A lo mejor Ligia y Aurora se habían puesto de acuerdo para utilizarme como semental, y una vez logrado el objetivo, Aurora se hizo a un lado y Ligia se disponía a librarse de mí. Yo había sido un instrumento desechable. Ahora cobraba sentido un comentario casual que le había escuchado a Ligia acerca de las causas del divorcio de su prima: el ex marido de Aurora era estéril o impotente, o ambas cosas a la vez. A partir de ese dato, deduje lo demás: Aurora deseaba con desesperación tener un hijo, recurrió a los consejos de Ligia y ésta se prestó para la farsa del somnífero —que era un placebo— y la representó a la perfección. El embarazo de Ligia había sido un inconveniente adicional. Ligia se recuperó muy pronto de la operación. Y yo creí oportuno sondearla acerca de aquel asunto que me avergonzaba. Estaba dispuesto a admitir mi infidelidad y aceptaría el castigo que se me impusiera. Me intrigaba el tema de mi supuesta paternidad, al cual Ligia había aludido con aviesa intención. Yo me debatía entre dudas y temores, quería sincerarme delante de mi mujer, pero no hallaba la forma de abordarla. Un día me emborraché para darme fuerzas y aguardé la llegada de Ligia. Hablé hasta por los codos, de esto y lo otro y de lo de más allá. Hablé de la naturaleza promiscua de los machos, de la agria testosterona y de la tardía misoginia de san Agustín. Revelé los más íntimos detalles de mi romance fugaz con Aurora, y le supliqué a Ligia que me perdonara. Chillé como un marico. Concédeme, amor mío, una segunda oportunidad. Por favor, please, don't let me down. Ante el férreo silencio de mi amada, opté por una solución extrema: le propuse una inmediata separación. No me esperaba una reacción tan virulenta. El rostro de Ligia se transfiguró. Su ligero estrabismo se acentuó hasta el límite del terror. Y por primera vez, en tantos años, la escuché tartamudear. Me acusó de cobarde, farsante, mentiroso y ruin. Te llenas la boca de palabras necias, dijo, te atragantas con tu propia bazofia verbal. Sólo sabes hablar y hablar y hablar. Si quisieras de verdad separarte, no estarías ahí, con esa cara de sota de copas, hablando pistoladas. Te habrías ido detrás de la perra. Ah, y por favor, no se te ocurra hablarme de amor. Preferiría arrancarme los dientes antes que escuchar esa sarta de idioteces con las que en mala hora has pensado que me podrías engatusar. Guárdate tu discursito y quédate donde estás.

Y eso fue todo. Ligia se levantó del sofá, alisó un pliegue invisible de su falda de seda adornada con motivos vegetales, y abandonó la estancia dejando tras de sí el eco apagado de sus pisadas y un aroma acre y dulzón que despertó en mí sentimientos contradictorios: asco, ternura, lástima de mí mismo, alegría de vivir. Curiosamente, no me sentía humillado ni ofendido. De alguna manera, la perorata de Ligia me había liberado del pesado fardo de la culpa. Yo había mostrado mis cartas, sin guardar ninguna debajo de la manga, y ya nada tenía que perder. Lo que sucediera de aquí en adelante podía ser endosado al renglón de las ganancias. Y a decir verdad, me daba igual perder o ganar. Me invadió entonces una sensación placentera, como de abandono, y ahí mismo, sobre la alfombra que de haber sido otro el desenlace de aquella pugna conyugal hubiera absorbido mis lágrimas de arrepentimiento, me quedé dormido.El sueño que tuve en aquella memorable oportunidad nunca lo olvidaré. Yo era un solitario cazador extraviado en una jungla enmarañada y sombría, tan espesa que a ninguna hora se divisaba el sol. Avanzaba a tientas por un sendero de hojas muertas musitando una plegaria a la virgen del Pilar, cuando de pronto caí en una trampa de cazar perros salvajes. Un maldito artilugio de fierro oxidado que un trampero mal nacido había dejado enterrado a escasos centímetros de la superficie. El pie se me quedó trabado en aquel artefacto, y el dolor en el tobillo me hacía aullar. No tuve tiempo para refocilarme en el sufrimiento, pues del cielo verde, como surgida de otro sueño, se desprendió una figura aérea envuelta en luces, que en un primer momento confundí con mi Ángel Guardián. Era una mona, de la familia de los araguatos, que descendía a velocidad supersónica saltando de liana en liana. Comprendí enseguida que la mona caída del cielo estaba allí con el único propósito de ayudarme. Ya calmado y bajo la mirada compasiva de mi protectora logré zafar el pie de la trampa. La operación había resultado más fácil de lo que hubiera podido imaginar. Sin embargo, el tobillo hinchado y una cortadura en el talón me impedían caminar.Los sueños obedecen a una lógica singular. Quizá por esa razón no me asombré al sentir que la mona me llevaba por los aires, en un dulce y delicioso bamboleo, rumbo a su rústica y acogedora residencia, allá entre las copas de los árboles. No me sorprendí de la corriente de empatía que brotaba de aquel ser angelical, a la cual yo respondía con toda la fuerza y energía de que era capaz. Me enamoré a primera vista de la mona, y al sentirme correspondido mi corazón se aceleraba de la más pura emoción. Mi alegría era auténtica, superaba cualquier comparación, ya que después de tantos años de penalidades y decepciones había encontrado mi alma gemela. Que fuera una mona salvaje y coqueta me tenía sin cuidado, pues ningún otro ser me había ofrecido tal cúmulo de delicias y sorpresas gratas como aquellas que me brindaba mi nueva compañera.A pesar de mi pie dolorido, nos pasamos la jornada entera amándonos con pasión. La mona tenía un estilo muy particular para retener mi miembro viril dentro de su vagina retráctil. Mientras se meneaba al ritmo de una música invisible, que no podía ser otra que “El Bolero” de Ravel, lo iba exprimiendo y retorciendo con lentitud exasperante, que incrementaba hasta el límite de lo insoportable mi placer. También ella gozaba, de lo lindo, cómo no. Mi falo calzaba en su coño prensil como un dedo en un guante, y el empuje de mis rodillas la levantaba en el aire amenazando con sacarla de órbita. Ella se aferraba a una rama y regresaba a su querencia. Y yo la recibía con renovados bríos, sofrenándome para evitar un estallido precoz. Los chillidos de la princesa de los araguatos, aquella prima consanguínea que me procuraba a raudales la esencia de la felicidad, rayaban el aire selvático, viajaban en las crestas del viento y se expandían en el éter ligero como ondas que anunciaran una tormenta en alta mar. Algunas veces, en medio de los espasmos que la hacían estremecer, la mona se volteaba para verme, y en la superficie de sus ojos que espejeaban como pozos opacos yo distinguía mi propio rostro, duplicado, ardiendo como un sol de medianoche, transfigurado por la dicha, pleno de vitalidad, contento de vivir.

Si hubiera advertido que aquel feraz y simiesco romance tenía como escenario los territorios huidizos del sueño, me habría valido de cualquier artimaña para permanecer dormido hasta la eternidad. Lanzarme al vacío desde aquel lecho de ramas entrecruzadas, ocultarme entre los pliegues de un huracán o hacerme morder por una mapanare, habría afrontado cualquier riesgo, incluso el de una muerte escandalosa, antes que volver a la rutina y la ignominia que me aguardaban tras las puertas corredizas del despertar.¡Qué bochorno, señores, qué desilusión! Desperté llorando como un bebé. Y al darme cuenta del lugar donde me hallaba, el llanto aquel que pregonaba mi desdicha se convirtió en un lamento de bestia acorralada. Lamentaba la pérdida del único ser que me había ofrecido su amor incondicional, y en cuya mirada vidriosa me reconocí.Ocho años después me pregunto si de verdad estuve enamorado de la mona que me llevó en vilo por los aires del sueño hasta su lecho de ámbar, estatíes y arenas calientes entre las ramas de un baobab. Y un repentino dolor en el tobillo izquierdo me advierte que entre todos los recuerdos, miserables o gratos, de mi ya larga y estéril existencia, éste de mi romance con la mona es quizá el único que vale la pena rescatar.¿Qué sucedió entonces con tu ofendida mujer? ¿Se fue a vivir con el demonio del piso 22? ¿O acaso se reconcilió contigo luego de una maratónica sesión de backgamon? ¿Sufrió un ataque de celos cuando le contaste tus amoríos selváticos con una mona? ¿Te denunció ante la sociedad protectora de animales? ¿Acaso te propuso una excursión dominical al zoológico de la ciudad? ¿Y ese hijo de puta que engendraste en la inocente Aurora, dónde está? ¿Te has ocupado de su manutención?Precisaría del auxilio de un taquígrafo para responder semejante retahíla. Y no es ésta la hora de andar complaciendo peticiones. Se equivocó usted de emisora, y la nuestra está a punto de cerrar. Ya el d. j. desempolva el L. P. de "Alma Llanera". Pero antes del The End, y para que no se vaya usted con las manos vacías, le confiaré aquí, en voz baja, un secreto: Ligia nunca más habló del asunto. El tema del bastardo se quedó flotando en un limbo de conjeturas y vagas fantasías paternales, pues la ingrata Aurora ni siquiera se reportó para agradecer la hospitalidad de su prima, menos aún para anunciar el advenimiento del fruto maduro, lleno de sangre y babas y lágrimas y mocos, producto de nuestra unión. ¿Y qué nombre le pondremos, materile, rile, ra?¿Matilde, que suena bonito? ¿O Héctor José, como su papá?Puede que alguien no haya quedado del todo satisfecho. Lo lamento de verdad, pues nuestro lema, "satisfacción garantizada", no es una consigna vacía, sino un propósito firme, una promesa de fidelidad.¿Qué más puedo decirles? Ah, se me olvidaba. Ligia impuso su ley seca. Quiero decir que cerró a cal y canto la puerta de jade que daba acceso a su jardín. ¡Qué manera más rebuscada de nombrar el coño de tu mujer! Bueno, en fin, que me dieron matica de café. Me mudé entonces al aposento del lado oeste de la casa. Al principio pensé que se trataba de una mudanza provisional, creía que Ligia y yo nos habíamos concedido una tregua para luego recomenzar. Mas pronto me fui acostumbrando y amoldando a la nueva situación. Descubrí algo que había olvidado: los secretos dones que nos depara la soledad. Dicen que lo mejor es lo que sucede. No estoy muy convencido de ese adagio, pero puedo afirmar que en las noches de insomnio de mi exilio doméstico no echaba en falta el cuerpo otrora tan querido y ponderado de mi mujer. Quizá añoraba el rumor de su conversación o un leve destello en su mirada. Nada más. Y cuando me apremiaba el deseo, a decir verdad un deseo opaco y sin objeto, me masturbaba pensando en la mona del sueño. Todavía lo hago, muy de tanto en tanto, pero ya no siento la misma emoción que experimentaba en los inicios de mi vida de solitario. Un hombre solo que no precisa de ninguna compañía.
Se acabó.
Sábado, 17 de diciembre
3.30 a.m.

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