Perder es Cuestión de Método. Por Santiago Gamboa

I


«Todo lo que ocurre tiene un sentido», pensó Víctor Silanpa al notar que era una mañana distinta. Había terminado los dos tomos de Shanghai Hotel, de Vicki Baum, leyendo con ojos irritados hasta el amanecer, y aún no sabía si el libro le gustaba. Ni siquiera sabía por qué lo había leído. Durante la noche había vuelto a romper la promesa de no fumar y, encima, debía empezar con la crema antihemorroidal, que lo observaba desafiante desde la repisa del baño. Miró con odio el tubito rojo, le atornilló la capucha plástica y, sintiendo un derrumbe de galerías en la psique, lo acercó a su cuerpo haciendo salir un líquido frío.
El ruido del teléfono retumbó en la mesa de entrada.
—¿Aló? —Silanpa sostuvo la bocina con los dedos pulgar y meñique.
—Sé que es domingo pero la cosa es grave —reconoció la voz del capitán Moya—: cincuenta y cinco años más o menos, empalado en la orilla del Sisga y desnudo como un Mercurio galante. Ni un papel, ni rastros de ropa. Nada.
—¿Cuándo lo encontraron?
—Esta mañana, pero parece que lleva varios días. Está en una parte de la represa alejada de la carretera. Lo encontraron unos jóvenes que hacían canoa. Apúrese, yo di orden de que no lo desclaven hasta que usted llegue. ¿Buena la chiva o no?
—Sí, capitán. Ya mismo salgo para allá.
Saltó dentro de un viejo pantalón de dril, se despidió con un gesto de la muñeca, que recibía el sol en la frente y estaba hermosa en su pedestal, al lado de la biblioteca, y en dos patadas ya estaba bajando por la Avenida Chile en dirección a la autopista.
—Silanpa. Prensa —mostró su tarjeta.
—Siga, es por allá.
De lejos le pareció un Cristo obeso. Un elefante pálido dibujado por un niño.
—Póngase esto en la nariz —el agente le alcanzó un algodón con amoniaco—. Allá abajo huele peor que pedo de borracho.
Sujetó la compresa sobre el labio; con los ojos lagrimeando comenzó a saltar matorrales y juncos hasta llegar al lugar. El cuerpo estaba amoratado, hinchado y lleno de tierra seca. Las estacas lo atravesaban en cruz. Los músculos de Silanpa se contrajeron instintivamente y sintió una fuerte picada.
Hizo un croquis en su libreta, dibujó la colocación del cadáver a unos metros de la orilla, en medio del juncal, y luego comenzó el detestable trabajo de reconocer el cuerpo. Tenía marcas en las muñecas y el cuello. Lo habían amarrado y, seguro, tironeado. El agente le alcanzó una escalera de pintor y, muerto de asco, se acercó a la cara. Las cuencas de los ojos estaban vacías y la boca a medio abrir, repleta de tierra y arena. Luego sacó su pequeña Nikkormat y le hizo varias fotos.
—Parece más un ahogado que un empalado, ¿no, agente?
—Sí señor. Y mírelo por detrás: ¿eso que le sale del rabo no son algas?
—Sí, pareciera... —Silanpa bajó de la escalera—. Bueno, ahora les toca a ustedes. Díganle a Piedrahíta que yo voy mañana temprano.
Subió de regresó hasta la carretera y miró el lago desde el puente. De ese lugar habían saltado muchos desesperados, personas que soñaron con una llamada, un gesto de alguien o de algo que nunca llegó. Sintió frío. Una brisa húmeda creaba en el agua un relieve de líneas paralelas. Desde la radiopatrulla llamó al capitán.
—Aquí Aristófanes Moya —escuchó al otro lado de la línea—, capitán de la Brigada 40, ¿a la orden?
Silanpa se identificó. El cigarrillo le temblaba en los dedos.
—Es un ahogado —le dijo—. A ese lo sacaron del lago para clavarlo. La cosa está bien rara, ¿no?
—¿Encontró algún indicio?
—Los agentes peinaron 2.00 metros a la redonda y no encontraron nada. Ni una ramita partida. El capitán se aclaró la voz carraspeando.
—Bueno, yo veré ese articulito. ¿Tiene fotos mías recientes?
—Claro que sí, capitán.
Llamó luego a la redacción de El Observador.
—¿Esquivel? Aquí Silanpa, urgente. Necesito que me guarde un recuadro en portada para foto en color y una página completa en policiales.
—¿Y no quiere también que le cante Hay humo en tus ojos?
—Es una vaina bien gorda, Esquivel, créame, un empalado en la orilla del Sisga. Luego voy y le muestro.
Regresó a Bogotá fumando un cigarrillo tras otro, hipnotizado por la imagen del cadáver, las órbitas reventadas de sus ojos, la mueca de la cara. Sintió horror al decirse que eso fue alguna vez un hombre como él, una persona a la que otros escuchaban, daban la mano y tal vez amaban. La última calada del cigarrillo le llenó la boca de un sabor agrio y bajó la ventana para escupir. Era malo estar tan cerca de los muertos.
Al llegar al tercer puente miró el reloj y vio que eran casi las cinco: «Mónica debe estar furiosa», se dijo. Aceleró hasta la avenida 127 y luego bajó hacia Niza reprochándose ser como era: alguien perdido en el tiempo, incapaz de cumplir con una cita, como si las coordenadas del reloj fueran un lenguaje ajeno a su vida. Le había prometido acompañarla a trotar a la ciclovía, pero ya era muy tarde.
Mónica le abrió la puerta con la cara larga y fue a la cocina a servirse un café. Tenía puesta la ropa deportiva.
—¿Dónde carajo te metiste? Te llamé a tu casa. En el periódico me dijeron que no te habían visto.
—Tuve que ir al Sisga. Encontraron un cadáver empalado en la orilla. Una vaina horrible.
—¿Empalado? —lo miró sorprendida mientras soplaba el humo de la taza—. ¿Y qué es: paramilitares, narcotráfico, guerrilla?
—Ya sabes que yo no me meto en esas cosas —se sirvió un vaso de leche—. De momento se va a tratar como un simple homicidio. ¿Saliste a trotar?
—Sí, con Óscar. Espérame aquí que voy a ducharme.
La acompañó con la mirada hasta la habitación pensando en Óscar. Había sido novio de Mónica antes que él y nunca se había resignado a perderla. La seguía, le hacía favores... siempre atento al menor capricho con la secreta esperanza de recuperarla.
Por la puerta entreabierta la vio bajarse el pantalón y quedar con ese calzoncito azul que le producía un efecto instantáneo. De un salto la alcanzó y la miró a los ojos, pero estos brillaban sin afecto. Más bien con algo de rabia.
—Perdóname, ¿el próximo domingo?
—Jura.
—Juro.
La abrazó con fuerza, le recorrió el cuerpo con las manos hasta que ella se separó.
—¡Para, paz, paz! —le dijo con risa—. Espera, yo me los quito.
El día que la conoció, hacía ya tres años, Silanpa volvía de hacer un reportaje sobre un extraño accidente en la Guajira. Un avión de carga lleno de flores había caído en medio de las dunas sin que hubiera rastro de muertos ni sobrevivientes. ¿Saltaron los pilotos en paracaídas? ¿Escaparon antes de que llegaran los equipos de rescate? Misterio... No había registro de salida desde ningún aeropuerto del país y sólo se encontró el esqueleto calcinado del avión en medio de una montaña de claveles y rosas chamuscados y cubiertos de ceniza y hollín. Al volver de allá, en una avioneta Cessna alquilada por el periódico, Silanpa tuvo la ocurrencia de quedarse en el aeropuerto a escribir la nota con el pretexto de que el ruido de los aviones le serviría de inspiración. Así lo hizo, y estuvo sentado en una de las mesas del Presto durante más de dos horas hasta que una mujer le preguntó qué hacía y por qué, y le armó charla diciéndole que estaba esperando a un amigo que venía de Panamá y que estaba retrasado, y siguieron charlando después de que Silanpa dictara la nota por teléfono y el vuelo de Panamá tuviera que aterrizar en Medellín por problemas técnicos. Él, que era más bien tímido, sentía que las palabras le salían de la boca con una extraña elocuencia, mientras que ella, que a esas alturas ya era Mónica, lo escuchaba describir los restos del avión, las caras silenciosas de los habitantes de la zona que oyeron la explosión y dieron la alarma, la probable reconstrucción del trayecto, etc. Lo miraba con un brillo en los ojos cuando, muy tarde y después de algunas cervezas, pasaron a hablar de sí mismos, de sus deseos y carencias, de sus obsesiones y pequeñas manías, y empezaron a estar tan de acuerdo en todo y a querer hacer algo tan parecido con sus vidas que de pronto Mónica se puso un dedo en los labios y lo invitó a su casa con una frase que Silanpa nunca había escuchado, y que fue la primera que escribió en un papel y guardó en uno de los bolsillos de su muñeca: «Quiero que me veas desnuda.» El avión de Panamá, con Óscar dentro, nunca llegó a Bogotá, y cuando él apareció con la maleta llena de chocolates Milky Way y frasquitos de perfume Dior Mónica lo sentó delante de un café y le dijo con tono fatídico: «Tenemos que hablar, pasaron cosas.»
Un rato después Mónica se levantó de la cama para ir a la ducha y él, en frío, volvió a sentir el ardor. ¿Quién podrá ser ese cadáver anónimo? ¿Cómo habrá llegado hasta ese lugar? Imaginó las manos que lo clavaron y dejaron allí, expuesto al viento y a la lluvia. Manos duras, acostumbradas a la muerte.
Se vistió mientras Mónica se duchaba.
—Voy a la redacción a escribir la nota. ¿Vamos luego a nocturna?
—Rico, sí. ¿Qué quieres ver?
—No sé, me da lo mismo. ¿Tú?
—Dicen que El guardaespaldas es buena. La dan en el Astor Plaza.
—Okey, te llamo luego.
Llegó al periódico cuando estaba oscureciendo y fue con el rollo al laboratorio.
—Mire —Silanpa alargó el índice hasta tocar el negativo; Esquivel se puso las gafas en la punta de la nariz—. Esto es pura candela.
Llevaron las fotos a edición y Silanpa se sentó frente al viejo PC de su despacho. Encendió un cigarrillo y empezó a picotear con dos dedos sobre el teclado.




El empalado del Sisga



Represa del Sisga, Cund. (16 de octubre). —El cadáver de un hombre aún no identificado fue encontrado ayer en la orilla sur de la represa del Sisga luego de ser objeto de uno de los más crueles y ancestrales castigos jamás ideados por la barbarie humana: el empalamiento. La Brigada 40 de la Policía, Sección Bogotá, comandada por el juliocésar del orden público, capitán Aristófanes Moya (ver foto 1, ángulo superior), comenzó la investigación inmediatamente después del hallazgo. «La ciudadanía puede estar tranquila», declaró el capitán Moya al reportero que esto escribe, «pues la persona jurídica o el ente delictivo que ostenta la autoría intelectual de esta cochinada recibirá justo castigo.»
Así pues, las investigaciones apenas comienzan y, a pesar de haber serios indicios y muchas pistas, este diario se abstiene de comentarlos para proteger el secreto de la investigación policial. ¿Cuál es la identidad del misterioso cadáver? ¿Cuál el móvil de este horrendo crimen? Habrá que esperar a que el capitán Aristófanes Moya y su equipo de detectives nos den la respuesta.
Pero detengámonos en un factor explicativo: ¿En qué consiste el empalamiento, oscura técnica heredada de los Balcanes, dominio que otrora lo fuera del conde Drácula, también llamado Señor de la Transilvania? Las sensibilidades a flor de piel deberán abstenerse de leer esta explicación: La práctica macabra, en efecto, introduce una estaca en sentido transversal desde la región anal que atraviesa el torso rompiendo la clavícula a un lado del cuerpo. La segunda estaca hace un camino equivalente, ya no introduciéndose por la región anal sino un poco más arriba, a la altura del riñon, formando una terrorífica X cuyo fin es sostener en peso al perjurado (ver fotos 1 y 2).






2



En el anfiteatro del Instituto de Medicina Legal la humedad había terminado por soplar la pintura del techo dejando a la vista grietas y perforaciones. Por una de ellas asomaban las diminutas antenas de una cucaracha.
—La mierda que recibí anoche es una de las cosas más feas que he visto en mi vida —Piedrahíta tomaba café y mordía un roscón sin quitarse los guantes plásticos de las manos.
—¿Y de qué murió?
—Está roto por todas partes. Tiene fractura de columna, el estómago reventado, agua en los pulmones y la garganta pegada. Por la mitad de cualquiera de esas, chao mi negro.
Silanpa observó horrorizado las botellas de formol en las que Piedrahíta guardaba sus trofeos: un corazón con tres huecos de bala, un hígado carcomido por la cirrosis, una mano apretando un cuchillo...
—Caray. ¿Y del tiempo hay algún indicio?
—Dos semanas, de pronto más. Es difícil saber cuando hay tanto daño. Lo máximo que le calculo son dos meses teniendo en cuenta que estuvo bajo el agua. Más y se deslíe.
—¿Entre dos semanas y dos meses? —Sí.
—Bueno. Al menos le ponemos un marco. ¿Qué edad le calcula?
—Entre cincuenta y sesenta. No se puede acumular tanta grasa en menos.
—¿Y de los rasgos?
—Blanco de piel. Pelo cano, calvo en la punta y escobillas a los lados. Uno sesenta y ocho de estatura. Ya le mandé todo al capitán Moya, allá deben estar preparando el dibujito.
—¿Y lo que tenía por dentro: la tierra, las algas?
—Todo eso lo mandé temprano al laboratorio. A lo mejor mañana por la tarde.
—Gracias. Cualquier cosa nueva me avisa.
—Sí, hasta luego.
El capitán Moya era un hombre de aspecto poco saludable que parecía haber cumplido los cincuenta. Sus facciones estaban marcadas por el exceso de comida y la falta de sueño: ojos inyectados, oscuras bolsas debajo de los párpados, sudoración intensa. Su nariz era un tubérculo atravesado por infinidad de venas a punto de estallar sobre unos labios muy f inos, como dibujados a lápiz. Aquel rostro parecía decir: aquí hay un hombre que ha sufrido, que ha sido abofeteado por la adversidad pero que, a pesar de todo, sigue creyendo en la bondad esencial del hombre; aquí hay un mártir que ha sonreído en medio de las llamas y que ha comprendido el profundo sentido del sacrificio y la entrega.
Moya tenía el retrato del empalado sobre la mesa. Era un hombre de rasgos amables.
—Ahí tiene todo lo que le puedo dar en esa carpeta. La lista de desaparecidos, sobre todo. ¿Me dijo dos meses? —Sí, para empezar.
—Seleccionamos los mayores de 25 años, varones. Claro, sólo está lo del Distrito. Ya pedí esta mañana datos del país, pero los computadores están saturados. Creo que hay algunos nombres de Chocontá.
—Por algo hay que empezar.
El capitán se recostó en el espaldar del asiento y respiró con fuerza intentando en vano cruzar la pierna. La guerrera le apretaba la inmensa barriga y un carraspeo arenoso le ahogaba la voz.
—Permítame una preguntica privada, periodista —dijo. Moya le clavó los ojos mientras se acariciaba el mentón—. Le voy a hablar como amigo, Silanpita, de hombre a hombre, porque con toda modestia me estoy preparando para una experiencia profunda... ¿Conoce una vaina que se llama La Última Cena?
—Sí, capitán, es una asociación evangélica para adelgazar leyendo pasajes de la Biblia —respondió Silanpa—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Es que a mi mujer se le metió en la cabeza que yo vaya allá. Pero no sé, esas vainas me suenan raro.
—Puede que sea útil. Por estos días hay un montón de gente metida en eso. ¿Cuándo comienza?
Moya se miró el estómago y trató de chuparlo. El espaldar de la silla chilló y él volvió a incorporarse.
—Todavía no sé. El problema es que me dijeron que uno tiene que hablarle a los compañeros en la primera sesión, explicarles por qué uno está ahí... Y usté me conoce, yo soy una persona muy tímida. No sé hablar en público.
—Lo importante son los resultados —dijo Silanpa—. ¿Quiere que le averigüe algo en el periódico?
—No, sólo si hay algún dato especial. Lo estoy pensando apenas.
Silanpa salió a la carrera 13 y abrió la carpeta que le había dado Moya. Cada expediente tenía una foto, un historial y declaraciones de familiares sobre las circunstancias, estado mental y posibles motivos de desaparición. Se entró a almorzar al Burger, pidió una superqueso y fue a sentarse junto a la ventana con los 38 expedientes, pero de pronto sintió una profunda pereza. ¿Por dónde comenzar? Trató de concentrarse pero el ruido de la calle le llevó los ojos hacia afuera. Leyó varias veces un aviso que colgaba de lo alto del semáforo: «Bogotá es de todos. Cuídela.» El reloj de Granahorrar daba las dos de la tarde y del otro lado de la avenida, sobre un muro desconchado lleno de viejas pancartas electorales, alguien había escrito: «No seré un Don Johnson... ¡Pero tampoco soy un Don Nadie!»
Cuando regresó a la comisaría con los expedientes, el capitán Moya le dijo que a partir de las dos de la tarde esperaban gente en la morgue para intentar identificar el cadáver.
—¿Los parientes de estos? —agitó la carpeta.
—Sí. Vaya a ver, periodista. Seguro que allá consigue algo.
Piedrahita le dio una bata y lo invitó a sentarse. El primero en llegar fue un joven de unos 27 años.
—¿Nombre de la persona que busca y vínculo familiar?
—Tulio Poveda Bejarano. Hijo mayor.
—Siga.
Lo llevaron hasta la camilla y retiraron la sábana. El joven hizo un gesto de asco pero le bastaron tres segundos para decir no, no es.
—Mírelo bien —insistió Piedrahita.
—No es, ya le dije.
—El cuerpo está muy maltratado, ¿le puedo preguntar por qué está tan seguro?
—Por la boca, doctor. A mi taita sólo le quedaba el colmillo izquierdo.
Silanpa, que escuchaba desde atrás, marcó el expediente. Luego le tocó el turno a una señora acompañada de un joven.
—Marcos Nemqueteba Carrero. Esposa y sobrino.
Se acercaron. El joven se quedó atrás al ver que retiraban la sábana.
—No es.
—¿Está segura, señora?
—Sí.
—¿Podemos saber la razón?
—Perdone que le diga doctor —bajó la voz, se le acercó al oído—. Y que conste que no lo diría si usted no me lo pregunta... Una mujer conoce bien a su marido, ¿no le parece?
—Aquí se trata de una investigación policial, señora, ¿puede decirme la razón?
La mujer se acercó a la oreja de Piedrahíta.
—A Marquitos le faltaba un testículo, doctor... Fue una cosa horrible. Él nació como todos, normal y completico, pero ya casados tuvo el accidente. Imagínese, montando a caballo en el Llano se golpeó contra una cerca y al caer se enredó en el alambre de púas. Ahí se lisió Marquitos. Pero sepa, no por eso dejó de ser un hombre...
—Gracias por su colaboración, señora.
Hacia la media tarde ya habían pasado más de la mitad y la respuesta siempre era la misma: No es.
—Arturo Carrizo Sinoco. Cuñado.
Se lo mostraron y el hombre negó con la cabeza.
—¿Por qué razón?
—Debe haber un error, doctor. Mi cuñado no era tan gordo ni tan viejo, y la última vez que lo vimos era negro.
—Pues sí, entonces debió haber un error. Siguiente.
—Ósler Estupiñán Juárez. Hermano menor.
—Concéntrese y observe —dijo Piedrahíta.
—¿A ver? —comenzó a mirarlo con atención. Lo estudió de arriba a abajo. Dudó.
—De primerazo no parece, pero hay algo familiar.
—Mírelo bien. Tenemos todo el tiempo.
—Podría ser, sí.
—Pase allá, el enfermero le hará unas preguntas de rutina.
Silanpa lo invitó a sentarse en una mesa de fórmica. El hombre era bajito, llevaba un vestido mil rayas y una corbata azul de lana. Tenía los zapatos sucios de barro.
—Usted dice en este expediente que su hermano desapareció hace mes y medio. ¿Lo confirma?
—Sí.
—Su hermano era soltero, tenía 50 años, vivía en Fontibón, no sufría trastornos mentales y era chofer de un taxi urbano, Chevrolet 66 con placas FT 3643. ¿Correcto?
—Sí. Chevrolet 66 modernizado al 73.
—Aquí dice que usted no lo veía desde febrero del año pasado. ¿Es verdad?
—Positivo.
—Considerando que estamos en octubre, quiere decir que hace 21 meses que usted lo vio la última vez. ¿En qué circunstancias fue ese encuentro?
—Una cosa increíble. Fíjese, yo trabajo en el CAN, en Catastro. Un día salgo de afán a coger el bus Samper Mendoza-Bosque Izquierdo y cuando esperaba en el paradero de la avenida El Dorado, veo un taxi que pita y se acerca. Al principio creí que una de las personas que esperaba bus había decidido darse el lapo parando un carro, pero al estar más cerca vi una mano que hacía señas. Me acerqué y, sorprendido, vi a Ósler. Bueno, le confieso que si él no se presenta yo no lo reconozco, porque en esa época sí que no lo veía desde que me fui a Cartagena, imagínese, hace ya 9 años.
—¿A Cartagena?
—Sí. Divina ciudad —continuó diciendo Estupiñán—. La cosa estaba tan jodida en Bogotá que apenas me ofrecieron un empleo modesto en una empresa costeña, la Royal Crown de gaseosas, me decidí. Un puesto decente, de jefe de bodegas en una de las repartidoras, no muy bien pago pero tampoco miserable. Daba para pagar un alquiler, comprar ropa una vez al año y, aquí entre nos, mojar el nabo de vez en cuando en la zona de la muralla, que como es oscuro no impresiona y comparado con Bogotá es baratico. Se pasean por ahí unas morochas que, si me permite la expresión, son de entrepierna fácil. Se les paga una Bavaria, se les compra una chuspita de maíz y un cigarrillo suelto, se les mete un billete de mil entre el escote y, ¡contacto!, se abren como patos, ja ja. ¿De qué estábamos hablando?
—Su hermano. Usted estaba esperando bus y él llegó.
—Ah, sí. Como le decía, casi no lo reconozco. Pero él me vio y me hizo subir. Ese día, como yo estaba de afán porque tenía que hacer un trabajito por fuera de horas en el Bosque Izquierdo, no nos vimos mucho. Pero el fin de semana siguiente nos encontramos en la calle 23, esquina con la Séptima, y fuimos a comer a lo que diera la panza al Punto Rojo, donde me dijo iban mucho los profesionales del transporte público.
—¿Y el cuerpito que le mostramos es o no es?
—No, creo que no. No sé. De pronto sí.
—Dígame una cosa, ¿qué cree que le pudo haber pasado a su hermano?
—Misterio. Él chupaba poco, no le gustaba la timba y con las hembritas apenas lo estricto necesario para cumplirle a la cédula en donde dice «masculino», ¿me capta? —soltó una risa picara—. Ni idea. Era un tipo bueno, un hombre sin enemigos.
—¿Piensa en un secuestro?
—Nooo... Quién iba a secuestrar a un taxista que ni siquiera era propietario de su taxi —tomó aire, se acercó a la oreja de Silanpa—. Fue algo distinto: el carro lo encontraron parqueado sin señas de violencia. Su casa estaba ordenadita. De verdad le digo, ni idea. Pero cuénteme, ¿todos los enfermeros hacen estos interrogatorios?
Silanpa sacó una insignia falsa de la billetera y se la mostró.
—Ah, ya entiendo... ¿De la secreta?
—Colaboro con la policía. ¿Le puedo pedir que me llame si sabe algo de su hermano? A lo mejor colaborando entre los dos damos con él.
—Listo, Jefe. Yo lo llamo. Keep in touch.
—¿Habla inglés?
—Me estoy preparando para emigrar. ¿Usted conoce allá?
—No, me gustaría, pero no.
Silanpa salió desanimado. Ninguna de las personas había reconocido el cadáver y ya veía venir la avalancha de expedientes de todo el país. Llamó a Moya y le contó los resultados, luego fue a su casa y encontró un mensaje en el contestador: «Señor Silanpa, es la señora Gallarín. Ya consulté con mi abogado y él está de acuerdo. Dice que con las fotos es suficiente, así que tómelas y tráigamelas lo más rápido posible. Gracias.»
Se acercó a la muñeca y le dijo en tono bajo: «Esta noche salimos juntos», y le tiró un beso. Miró el reloj y vio que había mucho tiempo por delante. Se sirvió una cerveza y se la tomó con calma mientras revisaba las copias de las fotos del empalado y algunos expedientes. Luego pensó que hacía días que no veía a Guzmán.
Y fue a visitarlo.
Fernando Guzmán había terminado el colegio con él. Habían hecho juntos la carrera de periodismo en la Javeriana y, luego, entrado al tiempo a El Observador. Guzmán directamente a judiciales, pues tuvo la mejor prueba de ingreso y le pidieron elegir, mientras que Silanpa debió hacer un periodo de aprendizaje en la sección domingo.
Guzmán era el periodista más lúcido de su generación: un hombre culto, obsesivo, con intuición. Silanpa lo veía discutir con sus compañeros de sección sobre los diferentes casos y sentía orgullo. «Ese es mi amigo», se decía, y se daba cuenta de cómo los ponía en jaque, de cómo siempre era Guzmán, inexperto y neófito, el que lograba resolverlo todo llegando al fondo de la cuestión, encontrando la pista, sabiendo dónde y cómo buscar lo que parecía inencontrable.
Cuando Silanpa pudo entrar por fin a judiciales Guzmán fue ascendido al cargo de editor, que para él era lo más natural del mundo y que, en realidad, ya asumía desde hacía varios meses por su dinamismo y perspicacia. A partir de ese día los más tempraneros, los que llegaban en los primeros buses al periódico, lo encontraban sentado, fumando, tomándose frente a la pantalla un café negro con los ojos inyectados. Guzmán gesticulaba, se emocionaba con la realidad y la perseguía como a una presa. Quería anticiparla, comprenderla, casi seducirla...
Trabajaba hasta muy tarde. Cuando los últimos redactores diurnos se habían ido Guzmán seguía ahí, con su corbata descentrada, en mangas de camisa y fumando Pielroja tras Pielroja, dando instrucciones a los redactores de la noche y encargando investigaciones, haciendo llamadas, pasándole revista a sus chivatos y, en ocasiones, saliendo a la carrera a buscar algún dato urgente.
Al filo de la medianoche se iba, a veces con Silanpa, que lo esperaba tomando ron con los de provincias, o a veces solo, y todo el mundo sentía que faltaba algo importante cuando Guzmán no estaba, que una de las columnas del periódico se había esfumado.
El rápido ascenso convirtió a Guzmán en un hombre ensimismado. El trabajo ocupaba la totalidad de su cerebro y cuando le hablaban miraba hacia una de las esquinas del techo, como vigilando sus ideas. Las salidas nocturnas lo llevaron primero al alcohol y, de ahí (eso Silanpa nunca lo supo a ciencia cierta), a las drogas... Decían que se drogaba para soportar el trabajo, para estar lúcido y despierto todo el día y toda la noche. Desde su cargo de redactor en judiciales Silanpa podía observarlo de lejos y alimentar su admiración. Pero al acercarse vio que Guzmán comenzaba a extraviar la brújula. Cada día se emborrachaba más temprano, cada vez los tragos de ron eran más largos.
Al filo de las diez de la noche, Guzmán era una especie de papel tornasol: sus mejillas se hinchaban y su nariz parecía un pimiento rojo. Silanpa decía que tal vez ese era el precio que pagaba por la inteligencia, y todos lo aceptaban así. Y hacia las once, cuando Guzmán tenía los ojos inyectados y la voz era apenas un remedo, una especie de grabación alucinada, se iba al baño dando tumbos. Al volver era otro: no hay mal en el mundo que no cure un chorro de agua fría en la nuca, decía.
Silanpa llegaba a la redacción a las nueve de la mañana y, mientras tomaban café, Guzmán le explicaba lo que había para el día, con gráficos y líneas que representaban sus ideas porque era de esos grafómanos que no pueden hablar sin dibujar lo que dicen, que complementan sus palabras con trazos sobre el papel.
Una mañana le sintió el aliento y quedó perplejo.
—¿Ha estado tomando a estas horas? —preguntó Silanpa—. Son las nueve de la mañana... ¿Pasa algo?
—Nada, apenas un traguito para afinar la voz.
—Está borracho. Mírese...
Vio junto a la papelera una botella de ron.
—Tranquilo —Guzmán encendió otro cigarrillo con gesto nervioso—. Soy como esa botella: estoy lleno de alcohol pero no ebrio. ¿Nos concentramos?
Las cosas se precipitaron un día en que, alegando que veía cucarachas gigantes, pateó todas las lámparas y máquinas de la redacción. Los psiquiatras dijeron que tenía el cerebro destrozado por el estrés, las drogas, el alcohol y el trabajo... Que debían internarlo, alejarlo de la redacción.
Desde entonces Guzmán estaba recluido en una casa de reposo en Chía, alejado de todo. Silanpa iba a visitarlo de vez en cuando.
Dejó el R6 en el parqueadero de la entrada, fue a pie hasta la verja y llamó a una de las monjas.
—Vengo a ver a Fernando Guzmán. Soy un amigo de la familia.
La monja lo acompañó al cuarto.
Al verlo, como cada vez, se le formó un nudo en la garganta.
—¿Cómo lo tratan, bien? —le entregó el paquete de almojábanas y unas uvas.
—Sí... —lo miró con ojos afilados y esperó a que la monja saliera—. Quería verlo, ayer logré un avance importante hacia la libertad.
—¿Cuál?
—Los convencí de que me dejaran leer la prensa...
—¡Pero eso le va a hacer daño! —se exasperó Silanpa—. El médico dijo que nada de información.
—Espere, espere, la cosa es así. Les propuse que me dejaran leer un periódico por día, pero no como noticia ni actualidad sino como historia, ¿me entiende?
—No.
—Ellos me van dando cada día un periódico viejo, del año en que entré al sanatorio... Y así yo me entero de las cosas con varios años de retraso y en pequeñas dosis, pero me entero.
Silanpa lo miró con admiración. Se había salido con la suya.
—Voy en la toma del Palacio de Justicia, ¿qué vaina tan jodida, no? Este país se enfermó. Betancur va a tener que hacer un plebiscito, o dimitir.
—Ni se imagina lo que va a venir después...
—Ni una palabra, poeta —le dijo Guzmán—. Si hubiera habido un segundo bogotazo me habría dado cuenta.
Una cortina de lágrimas lo hizo retroceder. Fue hacia la ventana y miró los cerros con tristeza. Entonces decidió contarle del empalado.
—No sé ni quién es ni de dónde salió. Una bola de sebo repleta de arena y algas...
—Hay que ver si ya se ha hecho algo parecido —analizó Guzmán—. Mirar en los archivos de la policía si alguien ha sido ya empalado, o crucificado, o ahorcado y dejado al aire libre. Hay que buscar apoyo en algo, la única pista no puede ser la identificación del cadáver.
—La cosa está bien complicada —Silanpa encendió un cigarrillo y abrió la ventana—. Estoy buscando en los expedientes de personas desaparecidas, Moya me está ayudando a cambio de colaboración.
—Una vaina de esas no se hace sin odio, Víctor, y un odio muy profundo. Eso no es sólo un crimen. Ahí hay humillación, desprecio, bajeza.
La enfermera entró con una pastilla y lo miró de arriba a abajo, con desconfianza. Silanpa pensó que debía irse. Se despidieron con un apretón de manos que a él le calentó la sangre y, una vez más, evitó mirarlo a los ojos. Regresó despacio a Bogotá pensando en las tardes de estudio en su casa con Guzmán, el Negro Ferreira y Juan Carlos Elorza. Analizaban los recortes de prensa, discutían sobre los enfoques de la información y se veían ya sentados frente a una IBM, en la redacción de algún periódico importante, con la bocina del teléfono pegada a la oreja y copiando una declaración vital que al día siguiente cambiaría el curso de la realidad. Todos sentían que la tinta corría por sus venas y que la página impresa era una extensión de tiempo en la que anhelaban pasar tardes de trabajo, noches de amistad y fatiga.
Miró el reloj: eras las 6 de la tarde. El señor Gallarín no salía antes de las 7:30 pero era mejor ir prevenido. Comprobó que tenía en la guantera el libro de Ciorán que su amigo filósofo Tabo Chirolla le había prestado y se voló para la clínica.
A las 19:30 exactas el BMW sedán de Gallarín salió del parqueadero. Avanzó hasta la esquina de la calle 100 con carrera 19 y en el semáforo, como de costumbre, recogió a su amante. Luego bajó por la 100 hasta la autopista y condujo hacia el Estadero del Norte. Silanpa revisó su Nikkormat y el plano de la planta del motel. Gallarín siempre iba a los cuartos que daban al patio de adentro, los que tienen miniteca y sauna. Palpó en el bolsillo la ganzúa y encendió un cigarrillo mientras miraba las luces del BMW, unos metros delante de las suyas.
Al llegar al motel Silanpa sentó la muñeca en la silla del copiloto, le puso una ruana y la recostó contra su hombro. Avanzó hacia la puerta y pitó dos veces. «Bienvenida al templo de Malpighi», le dijo al oído, y le pareció que sonreía. Un joven les abrió a toda velocidad indicándole que siguiera las señales. Fue a la izquierda a buscar los cuartos interiores y al pasar vio que el BMW sedán estaba en el número 7.
Bajó con la muñeca en brazos y subió a la habitación con los ojos clavados en el corredor interno. Por ahí entraría. En la habitación se miró en el espejo, revisó el equipo y sacó de nuevo su libro. Quería agarrarlos con las manos en la masa y para eso debía esperar unos minutos.
Antes de salir entró a orinar al baño y apagó la colilla del cigarrillo. «Espérame aquí», le dijo a la muñeca sentándola delante del televisor. Los tobillos le temblaron al llegar a la puerta. Escuchó gemidos y se dijo: «Ya están en lo bueno.» Alistó la cámara y abrió disparando golpes de flash y gritando «¡Nadie se mueva, policíaaa!».
Gallarín estaba boca abajo. Tenía puesto un brassier de encaje rosado, los brazos amarrados con medias de nylon al marco de la cama y zapatos de tacón color plata. Detrás de él estaba el negro Zoltán, el encargado de la limpieza en la clínica, con una camiseta de esqueleto recortada al ombligo.
—Sonrían y no se me muevan —gritó Silanpa sin dejar de disparar la cámara.
Como un rayo el negro sodomita se desprendió de Gallarín y enfrentó a Silanpa blandiendo su oscuro príapo.
—Quieto... Policía.
No terminó de decir la frase y ya rodaba por el suelo de un tremendo puñetazo. El etíope tenía el puño veloz.
—Zoltán, bruto, ¿qué carajo estás haciendo? Déjalo, no compliques más las vainas —Gallarín intentó reponerse.
Silanpa se levantó magullado y el negro se retiró mirándolo con un odio impregnado de humillación.
—La policía tiene rodeado el motel —mintió con voz que pretendía ser agresiva—. Es una operación de rutina, así que quédense acá sin moverse hasta que venga el capitán.
—Zoltán, al baño. Déjame hablar con el caballero. El negro entró y cerró la puerta. —No sé quién es usted, joven, pero me lo imagino. No creo esa historia de la policía y me inclino más bien por uno de esos detectives que andan vigilando a maridos adúlteros. ¿Me equivoco?
Silanpa no dijo ni sí ni no. Más bien se acarició el pómulo golpeado y evitó mirar al hombre desnudo, sudoroso.
—Sé que es mi mujer la que lo manda y por lo tanto podemos hablar con franqueza: ¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—No nos hagamos los pendejos. ¿Cuánto, cuánto le pagó mi esposa?
—Eso es secreto profesional.
—A la mierda su secreto profesional. ¿Cuánto por el rollo fotográfico? Pídame lo que sea. ¿Quiere doscientos mil pesos?
Silanpa pensó que había cobrado exactamente esa suma y que ya la había gastado reparándole el sistema eléctrico al Renault 6.
—Por esa plata ni me rasco la oreja, doctor. Además no es legal lo que me propone.
—¿Y es legal meterse en la vida ajena?
Sintió vergüenza, pero se repuso.
—Usted está engañando a su esposa, doctor, no me venga con sermones. Lo que viene a hacer aquí con el zambo está penalizado hasta en la Biblia.
Se acarició el pómulo. Se dio media vuelta y enfiló hacia la puerta.
—Espere... ¿Medio millón le sirve? —reviró Gallarín.
Silanpa miró la cámara y un gesto de sorpresa lo traicionó.
—Venga, ya mismo le hago un cheque. El hombre se cubrió con la sábana. Fue hasta su chaqueta y sacó un estilógrafo.
—Aquí tiene. Déme el rollo.
Silanpa cogió el cheque y le entregó la película. Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta pensando que era la última vez que lo hacía. La vida privada de los demás ejercía sobre él una gran fascinación, pero se dijo: «Yo soy periodista, carajo. ¿Qué hago metido en estos líos?»



3



Me llamo Aristófanes Moya. Mido 1.80 metros y peso 124 kilos. A lo mejor algunos ya me conocen dada mi modesta y sacrificada condición de hombre semipúblico, ejem... que dedica su vida al servicio de los otros. Pero no estamos aquí para hablar de lo que hacemos en la calle sino de lo que nos trae a este recinto, a esta respetable asociación.
Comer o no comer, ¿quién decide? La cosa se puso grave un día en que, además de las tres comidas reglamentarias, me manduqué la medio pendejadita, con perdón de las señoras, de 17 chocolatinas Jet, 14 talegos de Chitos y 11 Chocorramos. Y eso sólo en lo dulce, porque en lo salado también hice plusmarca: 9 empanadas, 6 arepas con ají y 4 hamburguesas con queso con respectivas porciones de papas fritas, salsa de tomate y mostaza. Todo esto más lo que me aplico en los tres golpes de mantel diarios que exige la Iglesia católica suma más de nueve mil calorías, el triple de lo que un ser humano normalmente constituido necesita para alimentarse. Soy una persona con poca instrucción, pero no por eso me considero un inculto. Veo televisión y oigo radio. Leo un periódico todos los días, me demoro en la sección deportiva pero tampoco le pierdo letra a lo que tiene que ver con política, delincuencia o actos sociales. Una vez al mes, y por consejo de mi señora esposa, compro las Selecciones del Reader's Digest y, a pesar de lo que ella dice cuando quiere burlarse del sotoscripto, leo varios artículos y no sólo la página de chistes. Fue ahí en donde comencé a tener conciencia de mi problema, concretamente en un capítulo titulado «Soy el estómago de Juan». Aprendí, en resumen, que el estómago es una cosa y la bolsa de la basura otra. Y aquí hago otra hipérbole con disculpa de ustedes: mi señora, que es una santa y que en la cocina y con el cucharón en la mano es capaz de mover montañas, siempre me dice: «Termínese el poquito de sopa que queda, ¿sí? Mire que si no hay que botarla», «Échese esta salsita con más arroz así la acabamos, ¿se la caliento?», y cosas de esas todo el día. Y yo, que delante de un plato de comida tengo la voluntad de un nene de teta, pues le hago caso. Una vez leí, también en Selecciones, que los animales depredadores se comen toda la carne que cazan. Que un tigre o una pantera terminan siempre la presa para no dejarla en manos de otros. Un animal de esos puede comerse 35 kilos de carne, y sólo termina cuando los huesos quedan limpiecitos y ya no hay de dónde chupar. Pero eso es una cosa natural y ahí está la diferencia. Yo me dije: «Aristófanes, usté no es ni tigre ni pantera», aunque debo decir aquí que mis compañeros de trabajo me llaman a veces El Tigre, pero por otras razones que no vienen al caso. En fin, que yo no soy un animal y que puedo pensar, y por eso, por haber pensado, es que estoy pidiendo la ayuda de ustedes, de la asociación La Ultima Cena. No creo que sea una debilidad pedir ayuda, ¿no? Si es humano equivocarse, también es humano saber que un problema existe y que hay que meterle el diente, aunque la expresión ya me delate.

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