Diablo Guardián. Por Xavier Velasco

¿Quién de ellos no era yo?

El Señor esté con vosotros... El sepelio es el fin de la primera persona. Una ocasión pomposa donde unos cuantos ellos despiden a otro yo de su nosotros, a la vez que lo envían a otro ellos, más hondo e insondable. Ellos: los que no están, ni van a estar. Los que, si un día estuvieran, nos harían correr despavoridos. ¿o no es así, despavoridos como dicen que corren los que huyen de los muertos? Lo más fácil, e incluso lo más lógico, sería que enterrásemos a nuestros difuntos en el jardín de la que fue su casa. Pero entonces ya nadie se sentiría en su casa, ni en su mundo, sino sólo en el de ellos.– los temibles difuntos–, a quienes conducimos al panteón para poner entre ellos y nosotros no sólo tierra, sino de preferencia un mundo de por medio. Por más que añoremos a nuestros muertos, no queremos estar ni un instante en su mundo. Ni respirar su aire, ni mirar su paisaje.
Desde la cripta de la familia Macotela, camuflado por el olvido de los vivos, Pig divide el paisaje de tumbas sobre tumbas sobre tumbas en dos: a izquierda y a derecha de la mole blanca: una grandilocuente cripta en condominio a cuyo borde abre las alas una gran paloma, entre chispas doradas que acusan la presencia de la Tercera Persona de la Trinidad. Son cinco pisos, con nueve bóvedas en cada uno: cuarentaicinco departamentos, amparados por el titulo impreso entre el cuarto y el quinto piso:

“Hijos Predilectos del Espíritu Santo”

Ocho criptas vacías: en ninguna cabría entero un muerto, pero sí las cenizas de varios. Cuarentaicinco menos ocho igual a treintaisiete. ¿Cuántas urnas por cripta? Cuatro, tal vez. Cuatro por treintaisiete igual a ciento cuarentaiocho. Eso, claro, si las que están ocupadas tienen ya sus cuatro. Potencialmente, la cripta en condominio podría albergar hasta ciento ochenta inquilinos. Pig calcula: un metro de profundidad por diez de ancho. Diez metros cuadrados. Es decir, a dieciocho difuntos por metro cuadrado. La familia Macotela, en cambio, posee un espacio que Pig estima en cuando menos tres por cuatro: doce metros cuadrados, todos ellos en honor a los cuatro inquilinos que para siempre y a sus anchas reposan en el sótano, cada uno con tres metros cuadrados de terreno a su disposición, en dos cómodas plantas. Por ahí de las cinco de la tarde de un lunes soleado que se mira sombrío a través de los vidrios opacos de la cripta Macotela, Pig concluye que una mujer como Violetta jamás toleraría –ni muerta, ni en cenizas– terminar sus días en ese palomar, soportando además el tácito desdén de los señores Macotela, condenados a contemplar a perpetuidad el paisaje de la miseria encaramada sobre si misma. ¿Quién iba a convencer a Violetta de la predilección de la Tercera Persona del Verbo –quien es pero no es una paloma– por lo que a todas luces era un palomar? ¿Tiene acaso mal gusto el Espíritu Santo?
Pig sofoca una risa nerviosa, inoportuna, estúpida. Podría andar por ahí un enterrador, un aguador, un deudo: nadie quiere escuchar risas idiotas saliendo de las criptas. Con frecuencia se ríe de chistes malos, insulsos, como si todo el acto de reírse fuese una suerte de certificación: Ah, ya entiendo. ¿Qué es lo que Pig entiende, en este caso? Concretamente, que no todos los fans de la Tercera Persona del Verbo tienen acceso a su camerino. Y entonces se le ocurre que Violetta no dudaría en tachar hijos y escribir en su lugar siervos, ni en un rato después volver para tachar siervos y escribir criados. Pero ¿qué no un cristiano de verdad humilde tendría que considerarse criado, antes que siervo?
Cuando los vio venir, Pig llevaba tres horas esperando. Entró poco antes de las dos de la tarde, aprovechando el vuelo bajo de un avión para darle el jalón a la llave de cruz, y así probar el choque eléctrico del miedo tras el estruendo sordo del pestillo al quebrarse. Se habían roto las bisagras, además. En todo caso desde afuera no se notaba. La puerta se abría sola, pero Pig la cerró a fuerza de atorarla con la misma oficiosa herramienta.
Pasada medianoche, había llamado a la casa de la familia. La madre se quejó, pero apenas le mencionó la palabra «procuraduría», su tono se hizo abruptamente dócil, y hasta obsequioso. Le dio todos los datos: el panteón, la sección, la cripta, la hora del sepelio: cinco de la tarde. Suficiente para estar ahí a tiempo, pero no todavía para no ser visto: cosa difícil un lunes por la tarde, cuando las tumbas están casi tan solas como de noche, y las raras visitas son más que notorias. Por eso Pig llegó tres horas antes, y no bien hubo reventado la chapa se tendió sobre los primeros escalones que llevan hacia el sótano, tras los cristales convenientemente oscuros de Chez Macotela: una trinchera tétrica que lo obliga a mirar todo el tiempo hacia arriba y hacia afuera. Desde entonces ha dedicado los minutos a contar las cruces en ambos lados del paisaje, a calcular la cantidad de criptas necesarias para enterrar a todos los habitantes de la ciudad, a imaginar los más probables comentarios de Violetta, y entonces cada vez ha vuelto a los números, como niño perdido a las faldas de su abuela. Cuando uno se ha quedado solo entre los muertos, decidido a fisgar un entierro al que no fue invitado, las matemáticas acuden como legitimas enviadas del Espíritu Santo.
Un entierro sin tierra, ni ataúd, ni gusanos; un encierro, más bien. No quería perderse los detalles, ni podía correr el riesgo de que lo vieran. El único peligro inevitable era que un deudo de los Macotela –muertos hacia treinta, cuarenta años– tuviera la fatal ocurrencia de ir a visitarlos en la tarde del lunes. ¿Se es todavía deudo luego de cuatro décadas del trágico suceso? Con tan escasos momios en su contra, Pig terminó por apreciar el privilegio de los Macotela sobre los Hijos Predilectos del Espíritu Santo. Especialmente luego de verlos venir: dos, cuatro, ocho en total. La familia Rosas, más dos enterradores –o encerradores–, el sacerdote y su ayudante. Un cortejo discreto y breve.– dos calificativos que igual describen a un sepelio que al ánimo de pronto amedrentado de quienes prefirieron asistir sin otras compañías al evento.
No podía escucharlos. Se interponían el cristal y los nueve o diez metros que alejaban al multifamiliar del mausoleo. A cambio, los miraba con una nitidez obscena, y en momentos dudaba si no lo habían visto. El padre iba cargando la urna, la madre un oso de peluche rosa. Atrás, los dos hermanos caminaban con las manos metidas en las bolsas de las chamarras: Miami Dolphins, Dallas Cowboys.
Pig volvía a sentir las ganas de reírse, porque quizás con una carcajada histérica y adolorida lograría vencer los agobios que oprimen a la primera persona del singular cuando lleva tres horas oculta entre los muertos, y acto seguido es invitada a presenciar una escena que seria insoportable si no fuera, antes que eso, patética. Ya Violetta se había cansado de acusarlos: rehenes permanentes de la opinión ajena. Especialmente en ese trance, con sus caras de no soy yo el que está aquí con el dolor vestido a tiempo de pudor, a su vez disfrazado, aunque jamás a tiempo, de una dignidad meramente decorativa. Una dignidad rosa mexicano, con los ojos perpetuamente abiertos y el peluche radiante de los muñecos que jamás llegaron a las manos de un niño. Porque el oso era nuevo, eso seguro. ¿Quién seria, sin embargo, lo suficientemente cínico para indagar en el peluche del muñeco, cuando ya su presencia invita a quitarse el sombrero, persignarse, pensar, expropiar pesadumbre? (Pero Pig está allí sin estar. Mira los movimientos y los gestos de los deudos como quien ve a través de un vidrio empañado: percibiendo figuras y colores inconexos, como sueños espesos y enrarecidos, pero de rato en rato vuelve a enfocar el oso de peluche. Hasta que ve a la madre dar un paso hacia el hueco en la cripta y acomodar allí el osito, recargado en la urna. Luego la ve sacar una caja negra y blanca –¿un casete?– y pasarla lenta, pomposamente al otro lado de la urna.)
Toda la ceremonia duró quince minutos. Si Pig hubiese estado filmando aquella escena, probablemente se habría concentrado en el osito, luego una toma lenta sobre las expresiones de piedra de los deudos, y al final otra vez el osito, justo antes de que lo cubriera para siempre la losa:
Rosa del Alba Rosas Valdivia (1973 – 1998)
«Para siempre»: Pig no estaba dispuesto a permitirlo. Porque Pig ya no piensa más en el osito, ni en la urna, ni en los deudos, como en la sola circunstancia que de un instante a otro le ha jodido el sosiego: ¿Qué hay en ese casete? ¿Las Mañanitas, Las Golondrinas, La Martina, la voz arrepentida de Rosa del Alba Rosas Valdivia? Desde que vio la caja y advirtió que si, es un casete, le ha ido creciendo dentro un temblor que tardó casi nada en llegar a las manos, las rodillas, la quijada. Un miedo intrépido, por fatalista. El miedo de quien sabe que pase lo que pase va a hacer lo que va a hacer: ese osito podrá quedarse para siempre sin un niño que lo abrace por las noches, pero Pig no tolera ni la idea de salir del panteón sin esa cinta. ... y con tu espíritu, alcanza a leer Pig en los labios de los deudos, los mira santiguarse, fisgar hacia los lados y hacia atrás: comprobar con alivio la madre, luego el padre, la ausencia de testigos indeseables (con excepción del yo que, oculto entre ellos, profana en la penumbra su nosotros).
¿Yo? –duda Pig, no bien ha recordado su calidad de fantasma, su papel de testigo, sus ganas incumplidas de llorar a gritos, y entiende que esta historia no admite más primera persona que Violetta. Su Violetta.



Parábola del Buen Pastor

¿Cómo quieres que empiece? Daddyhadalittlelamb? Soy oveja, ya sé, mi destino es vivir entre el rebaño. Pero eso sí: primero negra que mestiza. Mis papás son ovejas mestizas, yo salí negra y con modales de cabra. Soy la vergüenza del rebaño, y en eso estamos más que correspondidos. Por mi, ni los conozco. Soy el cordero que le saca lo cerdo al buen pastor, pero también lo buen pastor al cerdo. ¿No te parece lógico que a mi diablo guardián le digan Pig?
Las ovejas mestizas se tiñen el pelo, como si las ovejas blancas no se supieran de memoria ese cuento.
Afortunadamente las ovejas negritas somos menos ingenuas. Llevamos más camino recorrido, ¿ajá? Nos ponemos pelucas, nos cambiamos el nombre, le apostamos a no sé cuántos números y jugamos en todas las mesas que podemos. Y eso es lo que no te perdonan las ovejas mestizas, que cambies de rebaño, que te vayas con tu lana a otro corral. Que dejes en la puerta de la iglesia al buen pastor para irte a la ruleta con el mejor postor.
Mi papá quería que me llamara Guadalupe o Genoveva, que eran nombres de mujer buena. Pero mi mamá opinó que así sólo se llaman las jodidas, y se empeñó en ponerme Violetta. Sólo que luego apareció mi abuelo, que igual que ellos tenía su teoría de los nombres, y dijo que Violetta era nombre de piruja. Creo que había visto una película, o a lo mejor fue sólo por chingar a mi madre. No sé, el caso es que el papá de mi papá sugirió que me pusieran Rosalba, y ya al final en eso quedaron de acuerdo: Rosa del Alba. Imagínate yo, con ese nombre. Pero mi mamá me llamaba a escondidas Woletta, aunque me hubiera registrado como Rosa del Alba. Y a lo mejor de ahí viene mi maldición, porque el alba es mi peor momento del día. A esas horas lo fácil es llevarme al Infierno, ¿ajá? Porque si el diablo existe debe tener claro que yo en la mañanita no sirvo para nada, que no tengo ni fuerzas en las piernas y soy como esas Barbies que están siempre hasta el fondo de la caja de juguetes, con los brazos y piernas chuecos o arrancados, esperando a que un duende venga a componerlas; sería suficiente con empujarme suavecito, como desde lo alto de una resbaladilla. Y yo me iría de cabeza, bocabajo, con las palabras mágicas tatuadas en la frente: Las Violettas jamás se van al Cielo.
De niña me gustaba decir que la segunda t era una cruz, que mi nombre traía su propio crucifijo. Pero tampoco tengo que ir tan lejos para decirte cómo me llamo. Y además tú no quieres saber mi vida entera. Tú sólo vas a masticar lo que puedas comerte, ojalá que sin mucho envenenarte. Era mi papá el que decía eso de las Violettas. Y como yo en el fondo no quería irme al Cielo, decidí hacerle caso a mi mamá y llamarme como ella me había querido bautizar. Pero siempre en secreto, porque mi papá me ponía morada a cinturonazos si llegaba a enterarse de que yo me presentaba como Violetta. Claro que a estas alturas del bochorno familiar, y es más, desde mucho antes, mi mamá ya tampoco soporta que me llame Violetta. Las mujeres que duermen con cerdos poco a poco se van haciendo cerdas.
Mi mamá dice que no les heredé nada. Yo digo que nomás los puros defectos. Me doy un poco de asco cuando recuerdo cuánto me gusta el dinero. Y en eso soy igual a ellos. También soy egoísta, vanidosa, trendy. Sobre todo si en ese momento me llamo Violetta. Entonces necesito que me abraces, que corras tras de mi, que no me dejes Regar hasta el alba esa que a huevo me encajaron en el nombre, porque seguro estaban decididos a joderme como a una Guadalupe o una Genoveva, que ya desde que nacen traen la vida madreada. Y a mi me gustan cosas de verdad horribles, como que me regalen lo más caro de la tienda. Que se metan en broncas por mi culpa, como tú que no sabes ni quién soy y ya estás escribiendo mi vida. ¿De verdad quieres que yo sea tu problema? ¿No te parezco demasiado gorda para problema, y aparte demasiado flaca para solución? Suena como uno de tus anuncios: Pig & Company S. A. de C. V.– Soluciones esbeltas a problemas gordos. I mean, ¿realmente no te importa que te haya agarrado de mi juguetito? ¿Vas a venir a recogerme cuando yo sea también juguete y me veas desarmada en el fondo de la caja? ¿Quién va a decirte cómo armarme, Diablo Guardián?
No debería estarte diciendo estas cosas. Soy una pendeja. Eso de «no debería estarte diciendo» lo dicen solamente los pendejos. Yo debería estar diciéndote que soy maravillosa, pero como creo que tú ya te diste cuenta de eso, digo estas cosas para confundirte. Para jugar contigo. Para que seas mi muñequito. ¿Checas las dimensiones de mi egoísmo? ¿Verdad que es robusto, él? O a lo mejor lo digo para que pares de una vez la pinche cinta, lo tires todo y ya no escuches nada. Para que metas toda mi vida en una caja y la quemes completa, sin ponerte a pensar más que en tu propio bien. Pero entonces no serías ya Mi Diablo Guardián. No vendrías tras de mí como coyote hambreado, ni tendrías que haberte puesto la máscara de lobo para que yo te viera interesante.
¿Cómo quieres que empiece, pues? ¿Te cuento del origen de mi mala entraña? ¿Quieres saber en qué columpio enseñé por primera vez los calzones? ¿Cuáles fueron mis primeras palabras mágicas, mi primera escobita de velocidades, mi primer príncipe convertido en sapo? ¿No prefieres que antes de eso te platique el hotel de mierda donde estoy? No creo, porque no te serviría, y además ya bastante incómoda estoy en este chiquero para ponerme desde ahorita en las garras de mi biógrafo. No quiero imaginarme la de tlahuicas y coatlicues que se habrán metido en estas sábanas antes que yo, ni me gustaría nada que me pusieras en tu libro rascándome los piojos. Pero no soy ingenua, insisto, soy quien soy: la oveja negra, la plebeya ambiciosa, la puta de este hotel, la bruja de este cuento. Ni modo de esperar que me pongas de princesa, ¿ajá? No espero nada, de hecho siempre he sido una desesperada: quiero acabarlo todo cuando ni he comenzado. Así que igual empiezo por un cuento. Apunta:
Había una vez un buen pastor, que un día se escapó con la oveja más negra del rebaño. Nadie podía explicarse cómo un hombre tan bueno se había dejado seducir por aquella putilla de mala entraña. Cierta vez, sus antiguas ovejas, que por supuesto eran todas mestizas, los vieron bajar juntos de un Corvette amarillo. Cuando le preguntaron de dónde había sacado ese coche tan lindo y tan cabrón, el pastor les contó que se había ganado el dinero en un casino, apostando la lana de su oveja negra. Y ellas, claro, se derretían del rencor, porque sabían que nunca en sus re corrientes vidas iban a tocar un coche así de lindo y de cabrón. Pero se equivocaban, porque al día siguiente vino el Corvette y las atropelló, por envidiosas. Mientras sus almas de borrego rascuache se elevaban por los aires, se escuchaba una voz en la Tierra diciendo: « Yo soy el Buen Pastor, quien apueste por mí no volverá a ser prángana».


El huérfano invisible

Siempre quiso esconderse, volverse invisible. Un día o un mes, o un año, eso quién va a saberlo– descubrió que escribir era una buena forma de transparentarse, de estar sin nunca estar. ¿Por qué tenia que esconderse con todo y sus nueve años? Primero, para disimular su extranjería de niño mimado: si en el recreo estaba escribiendo, en lugar de jugar fútbol o básquetbol o bote pateado, ello al menos le daba a su aislamiento el decoro de la propia elección: estoy solo porque me da la gana, En segundo lugar, porque nadie más que él sabía las cosas que pasaban en todas esas hojas infestadas de garabatos y tachones, de modo que escribirlas era darse a una vida subterránea donde podía hacer, decir y decidir todo lo que en el mundo de los niños nadie hace, ni dice, ni decide por cuenta propia. Pig no recuerda ni una de esas historias, pero nunca ha dejado de escribir así, con el ánimo de quien comete una secreta y mezquina fechoría.
Alguna vez pasó al frente a leer una de sus historias, de la mano de una maestra que no le dio otra opción, y así extendió sobre él un manto de impunidad, pues a partir de entonces ya menos sospecharon que el niño que escribía historias en clases y recreos fuera el mismo que desquiciaba la buena marcha del calendario escolar, experimentando con toda suerte de pequeños sabotajes, no siempre de pequeñas consecuencias. Escribir, hacer trampas: ¿no era la misma cosa? Una y otra labor tenían por recompensa un regocijo cínico y silencioso. Como el día que hizo expulsar a dos compañeritos, por el incendio en la oficina de la directora. Eran los más osados: a los diez años fumaban escondidos detrás de la ventana, donde no bien se fueron Pig metió el cerillo, entre las dos cortinas que tanto ayudarían a acabar con la oficina. Nadie vio a Pig, tampoco dejar en las mochilas de los dos niños sendas cajas de cerillos, con las lijas gastadas y varios fósforos de menos. Además de la cajetilla de Marlboro que terminó de hundirlos. Pig no pensaba entonces en la palabra «ficción», y acaso ni siquiera la comprendía, pero la practicaba con una insistencia que el prefecto no habría dudado en tachar de malsana. (Sabía que los adultos, a partir de ciertos estímulos, podían transformarse en bestias desquiciadas.) Para cuando expulsaron a los falsos incendiarios, las maestras habían hurgado en cada pupitre y en cada mochila, pero no hubo una sola que pensara en espulgar los cuadernos de Pig, donde el narrador hablaba de esa y otras fechorías, con detalle bastante para enviarlo fuera de la escuela, y quizás dentro del reformatorio.
No era eso, no obstante, lo que más temía Pig que alguien pudiera descubrir en sus cuadernos, sino algo mucho menos notorio. Algo que, sin causarle tantas calamidades, lo habría sumido en una vergüenza honda y traumática. No habría querido nunca escribir sobre ese tema, de suyo incómodo, tiránico, intangible, pero ya a los diez años intuía que nadie nunca escribe lo que quiere. Que, al igual que la trama impredecible de las fechorías, la escritura acontece ante los ojos de quien la dibuja, revelando deseos más o menos extraoficiales, como la fantasía de besar teatralmente a otra niña de diez años, para envidia de un público de atónitos adultos.
El amor: qué cosa tan prohibida. No jugaba con los demás porque nadie entre los demás quería jugar con él, pero escribía cosas de amor (canciones, versos, cuentos, infracciones al código casi tan bochornosas como lo habría sido jugar a las muñecas) porque al amor no había forma de tocarlo sino así: escribiendo sobre él, encerrándose en soliloquios impensables en una escuela primaria para varones, donde todas las niñas son oficialmente detestadas, como no sea para fantasear con dealearks la pepita Y enchufárselas.
Pig escribía con una angustiante sensación de insuficiencia, sobre todo cuando lo hacia desde el desamor. Por más que se esforzaba en replicar los trucos de la ingeniosa Scherezada, sus historias no conseguían sofocar la gritería obvia del primitivismo. Así, cada escrito de amor estaba condenado a reproducir clichés de canciones de amor, casi siempre infumablemente melosos. ¿En qué clase de infierno se habría convertido su ya de por sí horrenda escuela si alguno entre todos esos extraños hubiese conseguido asomarse a sus cartas de amor? Pig se pensaba incapaz de concebir pensamientos impunes: todo lo que se le ocurría, o casi, era mal visto por Mamita, o las muchachas, o la maestra, o los compañeros. Pig escribía historias y en ellas anotaba todo lo que ante nadie podía decir. Para los otros, su cuaderno era el símbolo de la soledad y el tedio; para él, era como cargar dinamita en la mochila.
Otros hacían equipos, disputaban trofeos, se colgaban medallas. Pig hacia eso y más, pero siempre dentro de esas historias cojas, deformes o patizambas donde los principios parecían finales, y los finales casi nunca llegaban. De manera que cada historia era un fracaso asegurado, pero en tanto duraba—esto es, a lo ancho de las horas, días o semanas que le bailaba en la cabeza– era más divertida que todos los trofeos concebibles. Era como robar, sólo que sin testigos, ni castigos, ni limites. Era ser cada día un embustero artificioso, y a veces hasta un asesino sin cadáver ni cuerpo del delito, cuyas únicas huellas resultaban apenas menos que ilegibles: hojas y hojas de una caligrafía tan pudibunda que se empeñaba en no decir lo que decía. Escribir para nadie y para nada: fue así como aprendió a hacerse invisible.
Hay un desprendimiento liberador en el acto de romper las hojas que uno ha escrito, acaso por haber notado en ellas la desnudez obscena de un par de sentimientos. Existe una soberbia mojigata remojada en pudores melancólicos detrás de la sospecha de que cuanto escribimos hace pocas semanas nos hace ver como unos cursis infumables: pornógrafos del sentimiento. Y la idea es en tal medida insoportable que esa sola vergüenza engendra cualquier día al narrador despiadado, súbitamente experto en demoliciones. Al llegar a esa etapa, ya con los pies bien puestos en una adolescencia trémula y rabiosa, Pig descubrió que le quedaba un mundo por demoler, y se dio a la tarea con el celo propio de un sepulturero de la propia vergüenza. O mejor todavía, de sí mismo.
No quería hacerse una carrera de escritor, ni algún día dictar conferencias. No quería otra cosa que acelerar en un contrasentido furioso y estridente, mientras iba a la escuela como cualquiera y planeaba estudiar una carrera útil. Pero había algo adentro. Un virus, un circuito interrumpido, una rara incompatibilidad con todo lo evidentemente útil, que le llevaba a boicotear cualquier iniciativa en esa dirección, aún con mayor energía y eficiencia de las que empleaba en demoler sus escritos.
A los dieciséis descubrió el Detector de Faulkner, y a partir de ese punto se empleó a fondo en desarrollar su mecanismo, hasta un día privilegiarlo por sobre el raciocinio y la imaginación. El talento y el genio, si existían, tenían que gobernar las agujas brinconas del Detector de FauIkner, fuente de toda inspiración legitima. Lo había dicho el mismo William Faulkner durante una entrevista: para escribir, es preciso poseer un detector de mierda, innato y aprueba de golpes. Pig no sabía si su detector era innato, pero se había encargado de endurecerlo hasta alcanzar con él un éxito dudoso: el de no estar jamás dentro de esas historias que seguía despedazando sin piedad ni propósito. O tal vez con el solo propósito de llegar a ser lo suficientemente duro para escribir alguna cosa de la que luego no se avergonzara hasta los huesos. Ya no una historia larga, ni corta, ni en episodios, sino cualquier escrito que le permitiera el lujo de medirse en una cancha reglamentaria –periódicos, revistas, lo que fuera–––. Una reseña, una opinión, una idea preferentemente demoledora, de esas que se conciben para ahorrarse el engorro de tomar prisioneros. Todavía no había publicado una palabra –tenía dieciocho años, representaba quince, quién iba a tomarlo en serio– cuando ya sabía lo importante: no iba a dejar un solo títere con cabeza. Pasaría a cuchillo todo aquello que reseñara, desde el principio se haría fama de implacable.
No es difícil ser implacable cuando se ha crecido entre toda suerte de mimos y licencias. Pues con frecuencia el gusto del mimado consiste en rechazar sus privilegios: tirar cuanto recibe por la borda. Entre mejor le parecía alguna línea, más le satisfacía tachonarla. Pig no se daba cuenta, pero estaba avanzando hacia el extremo equivocado del lápiz, al punto de encontrar mayor placer borrando que escribiendo. Más que un método de trabajo –escribir no era todavía propiamente un trabajo– tres años de perder el tiempo en la Universidad le dieron todas las facilidades para demoler, barrer, borrar la historia entera de la literatura, Faulkner incluido. Una vez atascado su mecanismo, el Detector de Faulkner se convertía en un patíbulo portátil. Pig no subía a los hombros de los gigantes para ver más lejos, sino para intentar dinamitarlos: la clase de actitud pedante y pendenciera que distingue a los implacables de los obedientes. Sólo que Pig, a diferencia de tantos y tantos implacables, no quería ser notorio. Había un contrasentido sarcástico entre su vocación de anacoreta y el nombre de su carrera: Licenciado en Comunicación. ¿Qué comunica quien disfruta escribiendo con la goma, como no sea una oscura vocación de incomunicador? ¿No era cierto que en el origen mismo de su misión demoledora se agazapaba, dormida aunque triunfante, la vergüenza? Si el Detector & Faulkner funcionara como debe, razonó Pig un día, tendría que llevarse a la vergüenza: esa mierda mayúscula.
No puede recordar en qué momento se hizo alérgico al ridículo. En todo caso a la vergüenza la recuerda desde siempre. Antes, mucho antes de tener que inventar que sus padres vivían en Europa. Años antes, incluso, de convertirse en huérfano, cuando Mamita no era más que su abuela y no había ni escuela y el mundo era Mamá y Papá y las muchachas. Recuerda a la vergüenza como una picazón en el semblante, un calor desmedido que con toda seguridad le deformaba por completo la simpatía cada vez que una vieja gorda y halitosa venía a preguntarle: « ¿Me regalas tus ojos?». O las mañanas largas con Mamá o con Mamita en el salón de belleza: se escondía en un rincón, debajo de una mesa, donde nadie lo viera. Especialmente si traía pantalones cortos, que eran los preferidos de Mamita, cuyos hermanos, decía, los habían llevado hasta los quince. ¿Nueve años más de pantalones cortos? Esa sola vergüenza colmaba la tragedia de ser huérfano.
Lo que Pig no sabía a los seis años –recién muertos Papá y Mamá, con Mamita elevada al rango de madre, pero aún investida como abuela– era que en adelante la manipularía a placer, y que aquella orfandad le daría privilegios que ni como hijo único había concebido. Excepto uno: la vergüenza de ser huérfano. Estúpida, tal vez. Irracional, también. Pero Pig no podía evitar considerarla una mutilación. ¿Cómo podía ser que a él, que lo tenía todo, le faltaran dos padres en su sitio? No podía pasar, no lo aceptaba, ni siquiera sabiendo que tenía casa grande y chofer uniformado y varias cordilleras de juguetes a los que casi siempre desdeñaba para jugar a solas con cuatro canicas.
¿Qué es lo que te da pena, que tu madre sea una vieja? –lloró Mamita, el día que la llamaron del colegio.Tú no eres mi mamá, me da pena ser hijo de una muerta –disparó Pig esa vez, y las siguientes, hasta que al fin Mamita consintió en contribuir a la patraña: lo inscribió en una nueva escuela y respaldó la historia de los padres viajeros–. Mamita tenía una ventaja sobre el resto del mundo: sabía perder, y lo hacía con entusiasmo. Por más que con alguna regularidad llorara por su causa, no podía evitar mirarlo como el más alto orgullo de su sangre. ¿Cómo entender que luego, años más tarde, nada de aquel orgullo, se esforzara más que por borrarse? ¿No había estudiado en los mejores colegios? ¿No estrenó una motocicleta a los trece años, y hasta un coche a los quince? ¿No viajaba cada verano al campamento de Wisconsin? Pig no podía suponer que si Mamita hablaba tanto del pasado era porque no había un futuro al cual mirar. No para ella, por lo menos; si los doctores no se equivocaban, el cáncer se la habría comido en un par de años. Cuando le dieron el diagnóstico que la llenó de angustia por el futuro incierto de su único nieto, Mamita estaba cerca de cumplir setenta años; Pig apenas rozaba los diecinueve. Los dos sabían, cada uno a su modo, que sus trenes corrían en direcciones opuestas, pero sólo Mamita debía de entender que, llegado el momento, se descarrilarían juntos.


Vengan esos mil

Ser puta es como bailar: cuestión de agarrar el ritmo. Las monjas de la escuela nos decían: Los malos pensamientos galopan cabalgados por demonios. Pero ser puta no es un mal pensamiento. Es más: no es ni siquiera un pensamiento. En la academia de hawaiano la maestra me pedía que pensara con la pelvis, y mejor ni te digo lo que se le ocurría. Aunque hay lugares donde casi te juraría que nunca he tenido una idea. No sé, los nudillos. Los hombros, que ya de por si son bastante idiotas. ¿En qué piensas, idiota? Pendejo. Muy escritor y muy creativo, pero a la hora de la hora también piensas con el pito. ¿Tú crees que si mi vagina no fuera una estúpida, incapaz de pensar nada, podría soportar las babas de quien sea?
Esto es ser una puta. ¿Ya me entiendes? Pude aventarte ofensas más directas, pero quise embarrarte en la carota las babas de quien fuera, porque eso es lo que más puede joderte. Ya sé que es muy injusto. Ser junkie de tus celos, alimentarme de ellos hasta cuando no estoy, eso sí que es ser puta, ¿ajá? ¿Quién te dice que yo no hago todo esto por órdenes estrictas de Miss Pelvis? Mira, yo creo que el arte de la puta, o las artes, o lo que tú quieras, está un poco en la cama y un mucho en otra parte. ¿Cómo ves en el centro del pastel?
Mis tíos, cuando hablaban de putas, decían: Las tramposas. Entonces yo de niña siempre que hacia trampas pensaba: ¡Dios mío, qué puta soy!, y me iba a confesar. Claro que al padre no le decía: Me acuso de ser puta, porque además Puta era una grosería. Pero sí me acusaba de ser tramposa. Y lloraba muchísimo, porque me imaginaba al sacerdote pensando: Tan chiquita y tan putita.
No te imaginas todo lo que cambié por eso. Luego de confesarme cada mes por años, ya supondrás que un día no lloré, y al final tanto el padre como yo nos acostumbramos a los mismos pecados y a la misma penitencia. Tres Padres Nuestros y una buena obra. Según yo, a los doce años era una puta perdonada. Entonces a los trece pensé: Guau. Todos los niños de mi calle hablaban de las putas, y los más grandes hasta ahorraban para irse de putas. Me sentaba solita a la orilla del jardín y los oía hablar, siempre de cochinadas, y más de putas. Y otra vez guau, porque con las pinturas de mi mamá –de algo tenía que servir, la vaca– me transformaba en una puta de verdad. Y luego me escapaba, así pintada, a algún lugar bien lejos, donde no me podía encontrar a nadie. Pensaba: En cuanto vea putas me paro junto a ellas y luego a ver qué pasa. Qué me iba a imaginar entonces que ser puta no era pintarse, ni pararse, ni acostarse. Ser puta es calentarte con cada «a ver qué pasa».
O quién sabe, no sé. Una había de la vida que le toca. Y a mí me tocó ser La Chica del Pastel. Era lo que mejor pagaban, y creo que hasta me llegó a gustar. No te voy a decir que lo habría hecho de gratis, aunque casi. Porque cuando tenían para el numerito del pastel, de seguro también les alcanzaba para champañita y buena casa y buenos coches y grandes invitados y en fin, valía la pena. Había noches que me hacía la gringa. Ahora pienso que igual era patético, porque debió haber varios que no se la tragaron. I dont care, cutsíe. Oh, my goodness! ¿Tú dirías que tengo buen inglés?
Las monjas no sabían ni decir yes. Claro, por eso eran monjas. Pero ¿tú crees que mis papás iban a permitir que yo no hablara inglés? Ahora no me perdonan que sea como soy, pero entonces hacían esfuerzos pendejísimos para que nuestros aborígenes vecinos se tragaran el cuento de que éramos gringuitos. Tú dirás que no me perdonan haber sido una chica de pastel, pero deja y te digo lo que nomás no pueden perdonarme. Nunca me viste rubia, ¿ajá? Pues ahí donde me ves, o no me ves, yo fui rubia desde muy chiquita. Todos los domingos, antes del desayuno, tanto mis papás como nosotros teníamos que pasar lista en el lavabo. ¿Creerás que hasta cuando teníamos catarro y calentura nos teñían el pelo con agua fría? Mi papá decía que con el agua tibia se jodía el cuero cabelludo, pero yo y mis hermanos ya sabíamos que lo que no quería era gastar en calentarla. Los viernes en la tarde, cuando mis papás se iban a cenar con mis abuelos, mis hermanos jugaban a La hora del tinte, y yo me dedicaba a mojarles y secarles el pelo, siempre con el agua bien caliente. Y mi papá ni en cuenta, creyendo que en su casa se ahorraba minuciosamente. Así decía él: Hay que ser minuciosos en el ahorro. Un día me peleé con mis hermanos y los acusé. Pero como yo era la que abría la llave del agua caliente, ya sabrás que acabé pagando el pato entero. Y mal, ¿me entiendes?, porque al mes siguiente hicieron las cuentas del gas y de la luz y según esto vieron que por mi culpa estaban pagando más del doble. ¿Sabes entonces qué hizo mi papá? Primero, tras joder las llaves del agua caliente en mi baño; luego, sacarme de la escuela de monjas y meterme a la secundaria con secretariado. Si no cuándo le iba a pagar por todo.
Tú, que eres de mi equipo, sabes que lo tramposo no se quita nunca. Comencé por pensar: Soy una idiota, Tenía trece años y no se me había ocurrido una buena fórmula para esquilmar a mi familia con provecho. Porque ya lo del tinte no me divertía. Además, de pendeja iba a confiar otra vez en mis hermanos. Y el chiste era sacar un beneficio. Algo que equivaliera por lo menos al doble del dinero que mi papá me estaba cobrando.
De entrada, la colegiatura de la escuela secretarial tenía que pagarla a sirvientazo limpio. Me hacían lavar platos, tender camas, trapear cocina y patio, sacudir toda la casa y hasta lavar el coche de mi papá. Según ellos, ya les debía muchas antes de lo del agua, así que para cuando me recibiera de secretaria ya íbamos a quedar a mano. O sea que querían criada por cuatro años. Casi podría decirte que me empecé a pintar y a vestir como puta para sentir que era algo diferente a una criada. Y digo, tenía edad suficiente para comprender que putear era algo más que ser tramposa. Pero nomás un poco, porque como te digo: de lo que se trataba era de hacerles una súper putada a mis papás.
El jardinero era viejo, pero el hijo no tenía ni doce años. Cuando acababan de cortar el pasto, mí mamá les pagaba mil pesos, y un día yo pensé: Quiero ese milagrín, o sea ese billete, y ningún otro. Como un trofeo, ¿ajá? Lo más fácil habría sido robárselo directamente a mi mamá, pero después del chiste del agua caliente igual de fácil era echarme a mí la bronca por todo lo torcido que pasara en la casa. Mí mamá ni me hablaba. Bueno, decía: Barre aquí o Trapea allá o No está bien limpia esa estufa, pero no me llamaba por mi nombre. No me decía Rosalba, mucho menos Violetta.
Nunca me dijo cómo se llamaba, ni yo le pregunté. Siempre fue nada más el hijo del jardinero. Ni siquiera me daba los buenos días, pero bien que se encaramaba en el árbol para espiarme. Y yo me hacia la loca, como que me iba desvistiendo frente a la ventana. No me quitaba nada, pero me levantaba la falda de la escuela casi hasta la cintura. Después me daba por meterme a bañar. Él no podía verme, of course, pero esperaba a que saliera envuelta en una toalla, empapada, cagada de frío. Yo creo que no me imaginaba bañándome con agua helada. Tampoco mi papá podía imaginarse que yo de pronto le encontrara el gusto al chingado tormento.
Caminaba desnuda por el baño, me metía corriendo debajo del chorro y me ponía a saltar. A veces sólo me mojaba la cabeza, pero igual me temblaban las rodillas. Pensaba: Estoy desnuda y totalmente indefensa, pensaba cantidad de cosas de lo más calentonas, y sentía unas cosquillas en los huesos que de seguro los hacían temblar, porque ya frío–frío no tenía. O sea que al final el agua helada servía para calentarme. Aunque tampoco era así. Igual el agua caliente sí habría tenido sus encantos, carajo. Pero de cualquier forma lo importante era poder estar ahí, desnuda, muriéndome de ganas de que me viera, y al mismo tiempo planeando una estrategia para que un día se me cayera de repente la toalla, y ensayando la sorpresa y la pena y la calentura enfrente del espejo. Hasta que ya pensé: Si así estoy yo ¿cómo estará él?
Me dije: Esto es curiosidad científica. Hazte cuenta que el resultado de mi investigación me iba a decir si el hijo del jardinero estaba dispuesto a cualquier cosa por mirarme desnuda. Por eso fue que tuve que cambiar de estrategia. Así decía: estrategia. Al principio, el ensayo en el espejo era para enseñar lo más que pudiera. La toalla que se cae, yo que me tiro al piso, el escuincle metiche que pela los ojos... Lo importante ya no era que me viera, sino yo verlo a él. Y a mi me convenía que no viera nada, o casi.
Ensayé varias noches en mi cuarto. Llegué a la conclusión científica de que tenía que agacharme y tirarme encima de la toalla, a un lado de la cama. Desde ahí podía ver la ventana y el árbol, en el espejo de la puerta del clóset. ¿Me entendiste ya cómo? Yo tirada, encuerada, a un ladito de la cama. Y él sin poderme ver, tratando de asomarse. Bueno, eso ya lo supe cuando lo hice. El caso es que fue así como logré enterarme que el hijo del jardinero era capaz de cualquier cosa por mirarme sin ropa. ¿Te conté cómo supe? Creo que si. El escuincle pendejo se cayó del árbol. Y yo ni me enteré, seguí tendida en cueros como diez minutos. Por más que me estiraba no podía ver al niño, ni a la rama. Ya luego oí los gritos de mi mamá. ¿Ves que yo de chiquita me sentía una putilla? Pues digamos que con el accidente del árbol descubrí las ventajas de la profesión. El hijo del jardinero estaba afuera chille y chille con el brazo roto, y yo decía: Si ya se rompió un brazo, ¿qué más le da robarle el sueldo a su papá? Mil pinches pesos. Y hasta me daba vueltas, si quería. Pero tenía que ser el mismo billetito que le diera mi mamá. Es más, yo misma lo marqué después que mi mamá lo acomodó debajo de la licuadora: me metí a la cocina cuando no había nadie y le pinté una V con lápiz en la orilla. Y le dejé bien claro que si no eran exactamente esos mil, no había trato. Y si no había trato, yo iba a explicarle a mi mamá por qué se había roto el brazo. Y hasta le dije: A ver,¿a quién van a creerle?
Entonces yo decía, ya con mayor razón: Soy una puta. Acuérdate que según yo lo puta me salía al hacer trampas, no al quitarme la ropa. Y el chiste era que al niño no le había dejado otra salida. Además, yo sabía por mi mamá que en su casa el jardinero le ponía al escuinde unas pinches palizas espantosas. ¿Te imaginas la que le habría tocado si nomás por morboso le hacía perder la chamba a su papá? Cuando te lo conté, no con tantos detalles como ahora, quería sólo que me dijeras lo que me dijiste. O sea que no hubiera tenido ni que chantajearlo, que a su padre lo habría hasta matado con tal de verme un día encueradita. Pero ya no indefensa, como niñita estúpida que se muere de pena porque justo a la hora de perder la toalla se entera de que hay un extraño en el árbol que la está contemplando con la mano encajada en la bragueta. Si me iba a desnudar, la delante de el tenía que tener todo el control. Todo, ¿entiendes? Entonces me di cuenta que después del accidente yo podía jugar con algunas ventajillas. No solamente mi mirón se había fracturado por espiarme, que era un antecedente de lo más pinche incriminante; también tenía el brazo derecho enyesado.
No estaba en condiciones de treparse al árbol, pero yo sí podía bajar al desayunador y cumplir con mi parte del, digamos, contrato. No sé si sea ésa la palabra. Más bien era como una garantía, un pactito. Si esa tarde yo no tenía el billete debajo de mí almohada, a la noche el hijito del jardinero iba a estrenar otra fractura en la mera comodidad de su hogar. No se lo dije así. Lo digo ahorita para ver si de menos te divierto. ¿Qué no sabías que las putas de verdad también somos expertas en hacer reír? Perdón. Soy un horror. Pero es que yo en el fondo no me considero puta, y si lo digo es para hacer un chiste y creerme otra vez que no soy lo que digo que soy. Porque lo que yo soy es La Chica del Pastel. Por eso aquí te estoy contando del primer pastel. ¿O qué tú crees que yo tendría tanto que platicarte si ese día no hubiera recibido en mi manita los mil pesos que le pagó mi mamá al jardinero?
O sea que tenía trece años y era una profesional. Recibía honorarios, ¿ajá? Cero amateur. Al llegar el domingo, mis hermanos iban a recibir doscientos pesos, cien para cada uno, directito de los bolsillos de mí papá. Yo tenía mil desde el jueves, todos para mí. Además, mi papá me abonaba cien pesitos en mi deuda. ¿Te conté que el muy mierda me cobraba intereses? El mismo porcentaje que a él le cobraban las tarjetas de crédito, más un quince por ciento de castigo.
Te decía que desde el jueves vino el niño a pagarme. Como a las cuatro, porque eran cuatro y cuarto cuando le dije a mi mamá que estaba vomitando. Luego hasta calenté el termómetro, así que el viernes me dejaron quedarme en la casa: sola desde las nueve. Claro que me tardé, eso si. Me pintaba y me despintaba y me volvía a pintar y no me convencía. Finalmente salí como a la una, con los ojos turquesa y los labios naranja y las mejillas más notorias que un pinche semáforo. Mis papás no tardaban en aparecerse y el escuincle debía de estar mentando madres. Creo que iba a la escuela vespertina, o algo así. Supongo que se estaba derritiendo del nervio desde la mañana. Como yo, pues. Pero ya a la hora buena dije: No me voy a atrever a tirarme la toalla.
Si yo fuera tú, pensaría: Ésta usaba los miedos para disimular las culpas. Pero no eran las culpas. Al contrario. No sé si tú disfrutes tus culpas por ser puta, pero a veces se vuelven la mejor parte. Te calientan, de pronto. Por eso luego hasta las andas extrañando. Aunque siempre regresan. Cada vez más hambrientas, más tullidas. Yo no quería librarme de las culpas. Pero ¿qué tal del miedo? No era que alguien nos fuera a descubrir. El jardinero no estaba, solamente el niño. Había entrado con la llave de su papá, en cuanto vio que mis papás salían. Lo veía por entre las persianas, paradito a medio jardín, como castigado. Pero igual yo seguía sin saber qué iba a pasar. O, mejor dicho, no me constaba que el escuincle no se fuera a reír. O a aburrir. O no sé, a decepcionar, pues. Yo estaba, ¿cómo te lo explico? Te lo podría decir cínicamente, pero quiero que entiendas que por más putísima que ya me sintiera, yo no era todavía una puta completa. Si me daba la gana no bajar, ya no iba a ser La Puta sino La Estafadora. No sé qué sea mejor, pero digamos que a la una de la tarde me decidí a no ser una ladrona. Ni tampoco una estúpida a la que se le cae la toalla de mentiras, aunque ya haya cobrado mil pesotes. Así que decidí bajar sin toalla.
Pensé: Él va a ver mi cuerpo, pero yo voy a ver su mente.
Mis coartaditas, ¿sí?, ya ves que las mejores trampas son las que una se pone sola. Apenas di un pasito en el desayunador, vi que el niño seguía mirando hacia mi ventana. Alelado, el pendejo. Y yo abajo, desnuda, casi frente a él. Yo, o sea su puta. Eso es lo que pensaba, y me entraban las ganas de acariciarme toda enfrente de él. Hazte cuenta las piernas, los brazos, la cabeza. Nada más ¿Me creerías que me trepé a la mesa del desayunador? Como vedette, te juro. Y creo que él me vio en el peor momento: cuando estaba en la silla, subiendo un pie a la mesa, sin un gramo de estilo. ¿Te conté que llevaba tacones altos? Me quedaban grandísimos. Creo que eran de una tía, o de mi mamá, no sé, porque las muy coatlicues se prestaban hasta las tarzaneras. Balaceadas, of course. Tampoco sé cómo le hacía para no caerme. Pero apenas caché que me estaba mirando se me fue todo el miedo. No creas que lo vi así, frente a frente. ¿Ves lo que te decía, que según yo iba a leer en su cerebro? Pues a la hora de los chilazos no vi nada. Era como si un faro muy potente me cayera encima, y yo claro que estaba como deslumbrada por toda esa vergüenza junta. ¿Sabes lo que es sentir que el pudor se te sale por los poros’ Tener escalofríos y no moverte. Querer salir corriendo pero también querer quedarte por los siglos de los siglos así, toda desnuda.
Te lo cuento y lo pienso, y lo recuerdo, pero me siento como si algo me faltara. Porque era algo tan grande y tan oscuro y tan difícil que ahora ni siquiera puedo imaginármelo con, no sé, claridad. ¿Te dije que era oscuro? No es cierto, era naranja. No podía moverme, ni tocarme. Creo que solamente miraba para abajo. Como si me estuvieran fotografiando el perfil en la cárcel. De esas veces que sudas pero no estás cansada, que sientes como un resplandor naranja brotándote del cuerpo. Me acuerdo que me preguntaba: ¿Ya serán los milpesos? Y entonces me ponía a girar despacito, como si le dijera: ¡Apúrate a mirarme! Y tanto se apuró que se volvió mirón profesional, o sea: full time. Pero eso cae ya en otras funciones, yo te estoy platicando del día del estreno.
No podía ver su cara, pero si su figura. Con el brazo doblado dentro del yeso, la otra mano colgando como trapo, quieto, quietísimo, mío, completamente, mucho más que el billete que tenía escondido en el librero. Mío como mis piernas y mis hombros, que por más que trataba de moverlos estaban igual de tiesos y de tensos que el bracito quebrado de mi culto público. No te voy a decir que lo deseaba, porque en esos momentos tan terribles yo no deseaba nada más en este mundo: tenía todo lo que según yo podía llegar a no sé, ambicionar. Porque ya desde entonces mi ambición era, ¿cómo te lo explico? Pues eso mismo, ser ambicionada.
Vengo de una familia ambiciosa, y mucho. Siempre vi a mis hermanos deseando lo que no tenían, ni iban a tener. Porque mis papacitos eran igual de ambiciosos, entonces qué esperanzas que un día los llevaran a, no sé, Disney World. En todo caso mis papás viajaban solos. Ajá, solitos, con nosotros nunca. De repente juntaban los ahorros y se iban de crucero, como ricos. O como ellos pensaban que debían de viajar los ricos, porque nomás de ver su ropa y sus maletas jurabas: clase media. Entonces yo pensaba: Mi mamá ni siquiera se imagina lo que es posar desnuda encima de una mesa. Y a precios populares. Mi mamá todo lo deseaba, pero creo que nadie la deseaba a ella. Y eso de ser deseada es droga dura. Pone. No pude darme cuenta de cuánto tiempo pasó sin que ninguno de los dos pudiéramos, o bueno, igual, quisiéramos movernos.
Un día me dijeron que la felicidad consiste en no querer moverse de donde una está. Si eso es verdad, aquél fue el día más feliz de mi vida. Y eso que ni siquiera me atreví a manosearme toda, cómo crees. Igual estás pensando que fue muy sensual o muy excitante o las arañas, pero como a lo mejor esperas que te cuente qué pasó después y a lo mejor también a mi me gustaría inventarte algo y ponerte a pensar en no sé cuántas cochinadas, pero aunque no me creas pasó muy pocas veces. Como que a esas edades casi todo te pasa. Te llevan a la escuela, van por ti, te castigan, te premian, te obligan, te convencen, el caso es que una nunca, O bueno, casi nunca provoca que algo pase. Algo grande, me entiendes. Decir: Me voy de viaje, Voy a comprarme ese Mustang, Hoy no llego a mi casa, ¿ajá? No sé qué pensarás de mi primer trabajo, pero yo lo recuerdo como la vez en que solita provoqué un evento fuerte de verdad. Algo que habría puesto verde a mi mamá. Y a mi papá ni digas. Porque aparte no era una cosa, sino dos. Igual lo de la mesa lo habrían comprendido, pero lo del billete era imperdonable. Y todavía peor tratándose del hijo del jardinero. Ellos pujando como desquiciados para subir de clase social y yo encuerada enfrente de la servidumbre. Recibiendo dinero de la servidumbre. Obligando a robar a la servidumbre. Aunque ya la verdad no sé qué les habría molestado más. Seguro el qué dirán. Ya veo a mi papá dándole una propina al jardinero para que su hijo no abriera el hocicote. O más bien despidiéndolo, y a mí de paso. Siempre que los avergonzaba, mi papá amenazaba con mandarme a vivir a casa de los tíos de Zacatecas. Nunca fui a Zacatecas, ni conocí a esos tíos, pero me acuerdo que lloraba como loca cuando me hacían creer que me iban a mandar.
A partir de ese día como que se me fue el terror. No dije nunca nada, pero empecé a pensar: Y si me mandan, ¿qué? Total, me iba a escapar. Yo ya entonces sabía que más tarde o más temprano me iba a ir de mi casa. Tenía muy claro lo que no quería, y eso era ser igual a mis papás, o todavía peor: ser como ellos habían decidido que yo fuera: secretaria bilingüe. Prefería ser puta, sin ninguna duda. ¿Hacerme secretaria ejecutiva? ¿Tener un jefe como mi papá, que se pasara el día sabroseándome, a cambio de un sueldito de tercera y pinches regaluchos de segunda? Había que ser pendeja. Y a lo mejor si soy, porque en eso acabé.
Y en fin, que ya sabía desnudarme. Y además era tramposísima. Y además detestaba la idea de ser rubia. Cuando mi papá llegó con mi mamá y mis hermanos –rubios todos, Clairol todos, qué ascos todos– y subieron a ver cómo seguía de mi empacho, no sé por qué me parecieron de repente tan extrañas sus cejas más oscuras, sus pelos renegridos en los brazos, el color de sus ojos. Creo que el numerito de la mesa me puso a volar, porque al bajar de ahí no volví a ser la misma. Veía a mi papá y pensaba: Qué? ridículo, cualquier día me escapo y dejo de ser güera. Ni siquiera pensaba en el dinero, ni en la mesa, ni en mi cuerpo, ni en el niño, sino nomás en una pinche cosa. Algo que era un deseo muy remoto y de repente se volvía un plan: Yo quería tener el pelo negro, así ellos nunca me volvieran a hablar. Cualquier noche me lo iba a teñir en el lavabo, y a la mañana siguiente tantán: Si no les gusta córranme, al cabo que ni soy de su familia.
Se me ocurre que ahorita estoy como el día de la mesa. Desnudando mi vida frente a ti, pero otra vez con todas las ventajas. No tienes fracturado el brazo pero tampoco tienes ojos. No sabes dónde estoy. No puedes verme. No te imaginas todo lo que estoy haciendo mientras hablo. Podría estar desnuda mirando tu foto, o metida en la cama con un güey que me besa las piernas en perfecto silencio. ¿Tú qué crees? ¿Alguna vez te dije que me gusta ver fotos mientras hablo por teléfono?
Pero no te estoy viendo a ti, ni estoy hablando por teléfono. Tengo un álbum de fotos de mi mamá. ¿Creerás que mandó pintar de colores sus fotos de niñita para ya desde entonces verse güera? Mi papá no. Él nada más no tiene ni una foto. Un día dejó a su distinguida tribu en Zacatecas y supongo que entonces estrenó identidad. O no sé si después. ¿Sabes que en todo el álbum no hay una sola foto en la que aparezcamos con el pelo oscuro? Qué enfermitos, ¿verdad?
Y un día resultó que la enferma era yo. Ya no voy a contarte más de las otras ondas porque luego te enojas. Solamente una cosa, que si no te la digo vas a acabar creyendo que de verdad soy puta. O sea de la calle, ¿ajá? Putaputa, me entiendes. ¿Sabes qué era lo que más me gustaba, o bueno, lo que más me había podido del escenón en la mesita del desayunador? Imagínatela: una güerita linda de casi catorce años, ya con bultos brotándole arriba y abajo y esos vellitos negros horrorosos que llevaban un rato saliéndome de entre las piernas, así como diciendo: No eres niña, ni rubia, eres más bien pendeja. O sea que esos pelitos sabían mis secretos. Yo podía pasarme la mañana jugando con muñecas como niña babosa, pero nadie había visto que a las muñecas rubias les había pegado pedacitos de peluche negro. Tanto que hasta dejé sin orejas a los changuitos de mis hermanos. Porque claro, en mi casa ni las muñecas eran prietas. Entonces cuando estaba encima de la mesa, rubiecita y desnuda, con los pelitos negros delatándome, pensaba: Si este niño es chismoso, media colonia va a enterarse de que no soy rubia, ni tampoco niña. ¿Tú qué crees: tenía yo vocación de puta o de publicista? Como tú me decías: no son dos, sino una sola vocación, sólo que en diferentes ramas. Pero no era eso de lo que estaba hablando. Más bien quería contarte que el día de la mesa yo no pensaba para nada en sexo. Bueno, tenía que pensar un poco porque estaba desnuda frente a un hombre y no tenía no sé, la costumbre, pero lo que pensaba de verdad, con todas mis ganas, o sea con toda mi alma, era en hacerle la jugada a mis papás y mis hermanos. Mi familia de rubios que nunca serían rubios y que se hubieran muerto de enterarse que todos los vecinos ya se habían enterado. Corno si no fuera obvio, carajo. Todavía mi mamá se depilaba muchísimo las cejas, pero lo que es mi padre no tenía madre. Y si la tenía, sería con unas cejas igual de negras y de enormes que las de él. Pero eso sí: el copete rubio encima, como queriendo taparlas y más bien señalándolas. Miren, soy un farsante. Porque además de rubio se sentía muchachón. Con decirte que un día llegó a la casa con el pelo enchinado. Cada que lo veía hablando con su inglés de academia de Tlalnepantla, me imaginaba a un lanchero con el pelo oxigenado y la gringota junto. Y claro, ésa era mi mamá. ¿Ya te conté que entre ellos hablan en inglés? De niña los oía y opinaba: Guau. Nunca me dio mucha curiosidad saber lo que decían, yo no quería entender sino poder decir, ¿me entiendes? Sólo que luego ya no quise hablar inglés para ser igual que ellos. Más bien quería hablar inglés para escaparme de ellos. Hablar inglés, tener el pelo negro, no vivir en mi casa. Creo que esas tres cosas eran las importantes cuando llegó Iggy Pop.
Mis papás tenían una de esas consolas de tapa transparente. Se las habían regalado cuando se casaron y ellos la usaban para oír una música horrorosa. Aunque había canciones que me gustaban, pero como eran suyas yo nunca las ponía. Ponía el radio, y luego en mi recámara ya inventaba los bailes. Cada vez que me acuerdo de la escena del niño mirándome desnuda me pregunto por qué no me puse a bailar. Ya sé que estaba tiesa y muriéndome de miedo y de vergüenza, pero digo: si me había subido en esa mesa sólo para dar show, ya lo más fácil era ponerme a bailar. Aunque si he de decirte la verdad, nunca antes de Iggy Pop sentí así, verdaderas ganas de bailar. O sea de bailar sin que nadie me viera, completamente sola, corriendo por mi casa, igual que las señoras cursis de las películas donde todo el tiempo cantan. Y nada de eso habría sucedido si antes yo no me hubiera interesado en el inglés.
Nunca puse interés en mis clases de secretaria, aunque ahí si me daban un poco más de inglés. Pero no era el inglés que me gustaba. Todo lo que enseñaban, según yo, sólo me iba a servir para encuerármele al vicio que iba a ser mi jefe, ¿ajá? o sea que el inglés que me gustaba me empezó a gustar con el disco de 199 y Pop. Tenía pocas amigas, o creo más bien que no tenía amigas. Total que me iba al súper a comprar revistas en inglés, que igual yo ni leía pero me divertía el chiste de tener que esconderlas, porque se suponía que yo era la más pobre de la casa. ¿Y de dónde salían las revistas? O sea que te digo, tenía que esconderlas. Como todo en mi vida, siempre y en todas partes. Ahora mismo me estoy escondiendo para grabar las cintas que tú vas a esconderte para poder oír.
Traducía las letras de las canciones en mis cuadernos, hasta que un día una me dejó pasmada. Decía: I need some lovin’, like a fastball needs control. Perdona que pronuncie así de feo pero ya ves que esto de pronunciar bonito no siempre se me da. My God, soy una naca. La canción se llamaba Isolation y yo pensaba que era insolación. No entendía muy bien cómo un tipo que se estaba insolando podía darse el lujo de pedir amor. Bueno, si lo entendía, pero a mi modo. Pensaba: Imagínate lo sacado de onda que estaría el pobre güey, si hasta a medio desierto sigue chíngando con que nadie lo quiere. Pero lo que más me gustaba era lo otro:
“Like a faseball needs control”. Yo era una bola rápida, por eso ni siquiera yo podía controlarme. Por eso me di cuenta de que ese disco era mío. No mío, sino El Mío. Lo grabé en varias cintas, tenía que tenerlo cerca para escucharlo el día entero. No se me olvida el titulo: Blah–blah–blah.
Desde que yo me acuerdo todo era idéntico. Íbamos a la iglesia, salíamos de visita, nos llevaban al parque. Y yo no me enteraba más que de lo básico. Si papi, no papi, de chocolate, con queso, sin chile, con permiso, me da igual. Todo me daba igual porque era como si todo lo que pasaba alrededor de mí fuera parte de un tiempo no sé, ajeno. Luego empezaban a tomarse fotos, sobre todo cuando mi hermano más chico ya era rubio, y entonces yo sentía que todo eso pasaba a espaldas de no sé, mis pensamientos.
O de lo que yo era, pues. Nunca me perdonaron que en todas, todas, todas las fotos saliera con mi cara de aburrida, o haciendo muecas de asco, casi siempre mirando para cualquier lado, menos hacia la cámara. Un día me obligaron a mirar de frente, y a mi me dio tanto coraje que puse cara de odio. Me acuerdo que pensaba: Los voy a matar. Digo, tenía nueve años, no iba a matar a nadie, pero quería pensarlo para que luego se notara en la fotografía. Y mi papá diciéndome: Sonríe, y yo le sonreía, pero siempre pensando: Los voy a matar. Cómo sería la cosa que rompieron la foto. Pero siguieron insistiendo en fotografiarme. Yo para ellos era La Güerita, ya me entiendes. La Nena de la Casa. La Ricitos de Oro. ¿Te imaginas el chasco: La Chica del Pastel?
El día de la mesita del desayunador me di cuenta de lo poco que los necesitaba. Llevaban no sé cuántas semanas quitándome el dinero, el agua caliente, los paseos y hasta mis ratos libres, porque cuando no estaba estudiando me tenían de su esclava. Entonces yo pensé: No soporto esta vida. Digo, tenía que haber algo mejor que joderme el día entero sin ir más que a la escuela ni tener un centavo ni poderme bañar con agua de jodida tibiecita. ¿Tú crees que no podía, yo solita, darme una vida menos espantosa? Pensaba: Me voy a ir a New York. Recortaba periódicos, pegaba en mis cuadernos fotos de rascacielos, tenía hasta un mapita con las líneas del subway. Me imaginaba recorriendo tiendas, con el pelo negrísimo, ya mero azul, cantando: I need some lovin, líke a fastball needs control. Me reía de imaginarme a mi papá sirviéndome un hot dog y robándose el cambio de mis diez dólares.
Cada vez que hacía cuentas decía: Me faltan equis meses y tantos días, y hasta sonaba bien, como que no era tanto. Pero luego pensaba: Voy a tener dieciocho cuando acabe el martirio. ¿O sea que les iba a dar el chance de enanearme a su gusto hasta mi puta mayoría de edad? Porque ya a los dieciocho te sales por la puerta, no tienes que escaparte. El chiste era quitarles el gustito de tener cenicienta en casa por cuatro años. Pero según yo, antes tenía que arreglármelas con el inglés. O sea hablar, porque igual más o menos entendía. Si hablaba bien inglés, podía irme a hacer trampas a Manhattan. Así decía: Manhattan, la muy ñoña.
O sea que lo cursi se pegaba, ¿ajá? Tenía que largarme en chinga loca, y a lo mejor por eso me propuse un plan de locos: me iba a escapar el día que cumpliera quince años. ¿Te imaginas? ¡Y dejarlos plantados con la fiesta! Era para reírme de mis papás casi tanto como mis compañeras de la secundaria ejecutiva se burlaron de mi cuando reprobé todititas las materias. Con tanta puntería que mis papas apenas alcanzaron a cancelar la fiesta. Y toma: adiós escape.
Estoy segura de que mis compañeras me odiaban por güerita. O más bien por güerita renegada, porque yo me pasaba el día diciendo: No soy rubia. Y ellas, que se morían por que las confundieran con gimnastas noruegas, imagínate el odio que sentían cada vez que hacia burla de sus sueños de cíertopelo. Y como yo ya las había invitado a todas (quería muchos testigos para mi fuga), la semana siguiente media escuela sabía que la niña que había reprobado todas las materias ya no iba a tener fiesta. Y yo decía: Ni fuga, carajo. Sin poder embarrarles a esas pinches coatlicues en sus pinches carotas que yo no iba a ser una pinche esclava como ellas. Qué pinche ingenua, ¿verdad? Total que me quedé unos meses más, pero no te he contado del dinero. ¿Quieres que te platique cómo me hice niña rica?

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