Si esto es un Hombre. Por Primo Levi


El viaje

Me había capturado la Milicia fascista el 13 de diciembre de 1943. Tenía veinticuatro años, poco juicio, ninguna experiencia, y una inclinación decidida, favorecida por el régimen de segregación al que estaba reducido desde hacía cuatro años por las leyes raciales, a vivir en un mundo poco real, poblado por educados fantasmas cartesianos, sinceras amistades masculinas y lánguidas amistades femeninas. Cultivaba un sentido de la rebelión moderado y abstracto.

No me había sido fácil elegir el camino del monte y contribuir a poner en pie todo lo que, en mi opinión y en la de otros amigos no mucho más expertos, habría podido convertirse en una banda de partisanos afiliada a «Justicia y Libertad». No teníamos contactos, armas, dinero ni experiencia para procurárnoslos; nos faltaban hombres capaces y estábamos agobiados por un montón de gente que no servía para el caso, de buena fe o de mala, que subía de la llanura en busca de una organización inexistente, de jefes, de armas o también únicamente de protección, de un escondrijo, de una hoguera, de un par de zapatos.

En aquel tiempo todavía no me había sido predicada la doctrina que tendría que aprender más tarde y rápidamente en el Lager, según la cual el primer oficio de un hombre es perseguir sus propios fines por medios adecuados, y quien se equivoca lo paga, por lo que no puedo sino considerar justo el sucesivo desarrollo de los acontecimientos. Tres centurias de la Milicia que habían salido en plena noche para sorprender a otra banda, mucho más potente y peligrosa que nosotros, que se ocultaba en el valle contiguo, irrumpieron, en una espectral alba de nieve, en nuestro refugio y me llevaron al valle como sospechoso.

En los interrogatorios que siguieron preferí declarar mi condición de «ciudadano italiano de raza judía» porque pensaba que no habría podido justificar de otra manera mi presencia en aquellos lugares, demasiado apartados incluso para un «fugitivo», y juzgué (mal, como se vio después) que admitir mi actividad política habría supuesto la tortura y una muerte cierta. Como judío me enviaron a Fossoli, cerca de Módena, donde en un vasto campo de concentración, antes destinado a los prisioneros de guerra ingleses y americanos, se estaba recogiendo a los pertenecientes a las numerosas categorías de personas no gratas al reciente gobierno fascista republicano.

En el momento de mi llegada, es decir a finales de enero de 1944, los judíos italianos en el campo eran unos ciento cincuenta pero, pocas semanas más tarde, su número llegaba a más de seiscientos. En la mayor parte de los casos se trataba de familias enteras, capturadas por los fascistas o por los nazis por su imprudencia o como consecuencia de una delación. Unos pocos se habían entregado espontáneamente, bien porque estaban desesperados de la vida de prófugos, bien porque no tenían medios de subsistencia o bien por no separarse de algún pariente capturado; o también, absurdamente, para «legalizarse». Había, además, un centenar de militares yugoslavos internados, y algunos otros extranjeros considerados políticamente sospechosos.

La llegada de una pequeña sección de las SS alemanas habría debido levantar sospechas incluso a los más optimistas, pero se llegó a interpretar de maneras diversas aquella novedad sin extraer la consecuencia más obvia, de manera que, a pesar de todo, el anuncio de la deportación encontró los ánimos desprevenidos.

El día 20 de febrero los alemanes habían inspeccionado el campo con cuidado, habían hecho reconvenciones públicas y vehementes al comisario italiano por la defectuosa organización del servicio de cocina y por la escasa cantidad de leña distribuida para la calefacción; habían incluso dicho que pronto iba a empezar a funcionar una enfermería. Pero la mañana del 21 se supo que al día siguiente los judíos iban a irse de allí. Todos, sin excepción. También los niños, también los viejos, también los enfermos. A dónde iban, no se sabía. Había que prepararse para quince días de viaje. Por cada uno que dejase de presentarse se fusilaría a diez.

Sólo una minoría de ingenuos y de ilusos se obstinó en la esperanza: nosotros habíamos hablado largamente con los prófugos polacos y croatas, y sabíamos lo que quería decir salir de allí. Para los condenados a muerte la tradición prescribe un ceremonial austero, apto para poner en evidencia cómo toda pasión y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el acto de justicia no representa sino un triste deber hacia la sociedad, tal que puede ser acompañado por compasión hacia la víctima de parte del mismo ajusticiador. Por ello se le evita al condenado cualquier preocupación exterior, se le concede la soledad y, si lo desea, todo consuelo espiritual; se procura, en resumen, que no sienta a su alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad y la justicia y, junto con el castigo, el perdón.

Pero a nosotros esto no se nos concedió, porque éramos demasiados, y había poco tiempo, y además ¿de qué teníamos que arrepentirnos y de qué ser perdonados? El comisario italiano dispuso, en fin, que todos los servicios siguieran cumpliéndose hasta el aviso definitivo; así, la cocina siguió funcionando, los encargados de la limpieza trabajaron como de costumbre, y hasta los maestros y profesores de la pequeña escuela dieron por la tarde su clase como todos los días. Pero aquella tarde a los niños no se les puso ninguna tarea. Y llegó la noche, y fue una noche tal que se sabía que los ojos humanos no habrían podido contemplarla y sobrevivir. Todos se dieron cuenta de ello, ninguno de los guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo el ánimo de venir a ver lo que hacen los hombres cuando saben que tienen que morir.

Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños tienen siempre necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy?

En la barraca 6 A vivía el viejo Gattegno, con su mujer y sus numerosos hijos y los nietos y los yernos y sus industriosas nueras. Todos los hombres eran leñadores; venían de Trípoli, después de muchos y largos desplazamientos, y siempre se habían llevado consigo los instrumentos de su oficio, y la batería de cocina, y las filarmónicas y el violín para tocar y bailar después de la jornada de trabajo, porque eran gente alegre y piadosa.

Sus mujeres fueron las primeras en despachar los preparativos del viaje, silenciosas y rápidas para que quedase tiempo para el duelo; y cuando todo estuvo preparado, el pan cocido, los hatos hechos, entonces se descalzaron, se soltaron los cabellos y pusieron en el suelo las velas fúnebres, y las encendieron siguiendo la costumbre de sus padres; y se sentaron en el suelo en corro para lamentarse, y durante toda la noche lloraron y rezaron.

Muchos de nosotros nos paramos a su puerta y sentimos que descendía en nuestras almas, fresco en nosotros, el dolor antiguo del pueblo que no tiene tierra, el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada siglo.

El amanecer nos atacó a traición; como si el sol naciente se aliase con los hombres en el deseo de destruirnos. Los distintos sentimientos que nos agitaban, de aceptación consciente, de rebelión sin frenos, de abandono religioso, de miedo, de desesperación, desembocaban, después de la noche de insomnio, en una incontrolable locura colectiva. El tiempo de meditar, el tiempo de asumir las cosas se había terminado, y cualquier intento de razonar se disolvía en un tumulto sin vínculos del cual, dolorosos como tajos de una espada, emergían en relámpagos, tan cercanos todavía en el tiempo y el espacio, los buenos recuerdos de nuestras casas.

Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es mejor que no quede el recuerdo.

Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana. Al terminar, Wieviel Stück?, preguntó el alférez; y el cabo saludó dando el taconazo, y le contestó que las «piezas» eran seiscientos cincuenta, y que todo estaba en orden; entonces nos cargaron en las camionetas y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí recibimos los primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo un estupor profundo: ¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?

Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven, aquéllos de los cuales, temblando y siempre un poco incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo. Esta vez, dentro íbamos nosotros.

Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado limite son de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana. Se opone a ello la seguridad de la muerte, que pone limite a cualquier gozo, pero también a cualquier dolor. Se oponen a ello las inevitables preocupaciones materiales que, así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la misma manera apartan nuestra atención continuamente de la desgracia que nos oprime y convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable, su conciencia.

Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No el deseo de vivir, ni una resignación consciente: porque son pocos los hombres capaces de ello y nosotros no éramos sino una muestra de la humanidad más común.

Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se puso en marcha hasta por la tarde. Nos habíamos enterado con alivio de nuestro destino. Auschwitz: un nombre carente de cualquier significado entonces para nosotros pero que tenía que corresponder a un lugar de este mundo.

El tren iba lentamente, con largas paradas enervantes. Desde la mirilla veíamos desfilar las altas rocas pálidas del valle del Ádige, los últimos nombres de las ciudades italianas. Pasamos el Breno a las doce del segundo día y todos se pusieron en pie pero nadie dijo una palabra. Yo tenía en el corazón el pensamiento de la vuelta, y se me representaba cruelmente cuál debería ser la sobrehumana alegría de pasar por allí otra vez, con unas puertas abiertas por donde ninguno desearía huir, y los primeros nombres italianos... y mirando a mi alrededor pensaba en cuántos, de todo aquel triste polvo humano, podrían estar señalados por el destino.

Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado.

Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces, o por lo menos un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron caso; los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. Dos jóvenes madres, con sus hijos todavía colgados del pecho, gemían noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para todos el hambre, el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios hacían menos penosos: pero las noches eran una pesadilla interminable.

Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no aquéllos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente por riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a ciegas para defenderse contra cualquier contacto molesto e inevitable. Entonces alguien encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido en el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas súbitamente sofocadas por el cansancio.

Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades austríacas, Salzburgo, Viena; luego checas, al final, polacas. La noche del cuarto día el frío se hizo intenso: el tren recorría interminables pinares negros, subiendo de modo perceptible. Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria, las estaciones eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba ya, durante las paradas, de comunicarse con el mundo exterior: nos sentíamos ya «del otro lado». Hubo entonces una larga parada en campo abierto, después continuó la marcha con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa.

Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de lejos los lugares habitados. A la luz mísera de la última vela, extinguido el ritmo de las ruedas, extinguido todo rumor humano, esperábamos que sucediese algo.

Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos miedo.

Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los alemanes cuando mandan, que parecen dar salida a una rabia secular. Vimos un vasto andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares. Luego, todo quedó de nuevo en silencio. Alguien tradujo: había que bajar con el equipaje, dejarlo junto al tren. En un momento el andén estuvo hormigueante de sombras: pero teníamos miedo de romper el silencio, todos se agitaban en torno a los equipajes, se buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente, a media voz.

Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las piernas abiertas. En determinado momento empezaron a andar entre nosotros y, en voz baja, con rostros de piedra, empezaron a interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal italiano. No interrogaban a todos, sólo a algunos. «¿Cuántos años? ¿sano o enfermo?» y según la respuesta nos señalaban dos direcciones diferentes.

Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de los sueños. Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples guardias. Era desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar por las maletas: contestaron: «maletas después»; otro no quería separarse de su mujer: dijeron «después otra vez juntos»; muchas madres no querían separarse de sus hijos: dijeron «bien, bien, quedarse con hijo». Siempre con la tranquila seguridad de quien no hace más que su oficio de todos los días; pero Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de Francesca, que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la cara lo tumbaron en tierra; era su oficio de cada día.

En menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y simplemente. Hoy sabemos que con aquella selección rápida y sumaria se había decidido de todos y cada uno de nosotros si podía o no trabajar útilmente para el Reich; sabemos que en los campos de Buna-Monowitz y Birkenau no entraron, de nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más tarde. Sabemos también que por tenue que fuese no siempre se siguió este sistema de discriminación entre útiles e improductivos y que más tarde se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los dos portones de los vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados. Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas.

Así murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes les parecía clara la necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los judíos. Emilia, hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte.

Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos. Los vimos un poco de tiempo como una masa oscura en el otro extremo del andén, luego ya no vimos nada.

Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de extraños individuos. Andaban en formación de tres en tres, con extraño paso embarazado, la cabeza inclinada hacia adelante y los brazos rígidos. Llevaban en la cabeza una gorra cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas que aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y desgarrado. Describieron un amplio círculo alrededor de nosotros, sin acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos.

Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así.

Sin saber cómo, me encontré subido a un autocar con unos treinta más; el autocar arrancó en la noche a toda velocidad; iba cubierto y no se podía ver nada afuera pero por las sacudidas se veía que la carretera tenía muchas curvas y cunetas. ¿No llevábamos escolta? ¿...tirarse afuera? Demasiado tarde, demasiado tarde, todos vamos hacia «abajo». Por otra parte, nos habíamos dado cuenta de que no íbamos sin escolta: teníamos una extraña escolta. Era un soldado alemán erizado de armas; no lo vemos porque hay una oscuridad total, pero sentimos su contacto duro cada vez que una sacudida del vehículo nos arroja a todos en un montón a la derecha o a la izquierda. Enciende una linterna de bolsillo y en lugar de gritarnos «Ay de vosotras, almas depravadas» nos pregunta cortésmente a uno por uno, en alemán y en lengua franca, si tenemos dinero o relojes para dárselos: total, no nos van a hacer falta para nada. No es una orden, esto no está en el reglamento: bien se ve que es una pequeña iniciativa privada de nuestro caronte. El asunto nos suscita cólera y risa, y una extraña sensación de alivio.


En el fondo

El viaje duró sólo una veintena de minutos. Luego el autocar se detuvo y vimos una gran puerta, y encima un letrero muy iluminado (cuyo recuerdo todavía me asedia en sueños): ARBEIT MACHT FREI, el trabajo nos hace libres.

Bajamos, nos hacen entrar en una sala vasta y vacía, ligeramente templada. ¡Qué sed teníamos! El débil murmullo del agua en los radiadores nos enfurecía: hacía cuatro días que no bebíamos. Y hay un grifo: encima un cartel donde dice que está prohibido beber porque el agua está envenenada. Estupideces, a mí me parece evidente que el cartel es una burla, «ellos» saben que nos morimos de sed y nos meten en una sala, y hay allí un grifo, y Wassertrinken verbotten. Yo bebo, e incito a mis compañeros a hacerlo, pero tengo que escupir, el agua está tibia y dulzona, huele a ciénaga.

Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe de ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo trascurre gota a gota.

No estamos muertos; la puerta se ha abierto y ha entrado un SS, está fumando. Nos mira sin prisa, pregunta, Wer kann Deutsch?, se adelanta de entre nosotros uno que no he visto nunca, se llama Flesch; él va a ser nuestro intérprete. El SS habla largamente, calmosamente: el intérprete traduce. Tenemos que ponernos en filas de cinco, separados dos metros uno de otro; luego tenemos que desnudarnos y hacer un hato con las ropas de una manera determinada, las cosas de lana por un lado y todo lo demás por otro, quitarnos los zapatos pero tener mucho cuidado para que no nos los roben.

Robárnoslos ¿quién? ¿Por qué iban a querer robarnos los zapatos? ¿Y nuestros documentos, lo poco que tenemos en los bolsillos, los relojes? Todos miramos al intérprete, y el intérprete le preguntó al alemán, y el alemán fumaba y lo miró de hito en hito como si fuese transparente, como si no hubiese dicho nada.

Nunca habíamos visto a viejos desnudos. El señor Bergmann llevaba un cinturón de herniado y le preguntó al intérprete si tenía que quitárselo, y el intérprete se quedó dudando. Pero el alemán lo entendió y habló seriamente al intérprete señalando a algunos; vimos que el intérprete tragaba saliva, y después dijo:

-El alférez dice que se quite el cinturón y que le darán el del señor Coen.

Se veían las palabras salir amargamente de la boca de Flesch, era su modo de reírse del alemán.

Luego llegó otro alemán, y dijo que pusiésemos los zapatos en una esquina, y los pusimos, porque ya no hay nada que hacer y nos sentimos fuera del mundo y lo único que nos queda es obedecer. Llega uno con una escoba y barre todos los zapatos, fuera de la puerta, en un montón. Está loco, los mezcla todos, noventa y seis pares, estarán desparejados. La puerta da al exterior, entra un viento helado y nosotros estamos desnudos, y nos cubrimos el vientre con las manos. El viento golpea y cierra la puerta; el alemán vuelve a abrirla y se queda mirando con aire absorto cómo nos contorsionamos para protegernos del viento los unos tras de los otros; luego se va y cierra.

Ahora es el segundo acto. Entran violentamente cuatro con navajas de afeitar, brochas y maquinillas rapadoras, llevan pantalones y chaquetas a rayas, un número cosido sobre el pecho; tal vez son de la misma clase que aquellos otros de esta tarde (¿esta tarde o ayer por la tarde?); pero éstos están robustos y floridos. Les hacemos muchas preguntas, pero ellos nos cogen y en un momento nos encontramos pelados y rapados. ¡Qué caras de idiotas tenemos sin pelo! Los cuatro hablan una lengua que no nos parece de este mundo, es seguro que no es alemán porque yo el alemán lo entiendo un poco.

Por fin se abre otra puerta: y aquí estamos todos encerrados, desnudos, tapados, de pie, con los pies metidos en el agua, es una sala de duchas. Estamos solos, y poco a poco se nos pasa el estupor y nos ponemos a hablar, y todos preguntan y ninguno contesta. Si estamos desnudos en una sala de duchas quiere decir que vamos a ducharnos. Si vamos a ducharnos es porque no nos van a matar todavía. Y entonces por qué nos hacen estar de pie, y no nos dan de beber, y nadie nos explica nada, y no tenemos zapatos ni ropas sino que estamos desnudos con los pies metidos en el agua, y hace frío y hace cinco días que estamos viajando y ni siquiera podemos sentarnos.

¿Y nuestras mujeres?

El ingeniero Levi me pregunta si pienso que también nuestras mujeres estarán así como nosotros en estos momentos, y que dónde estarán, y si podremos volver a verlas. Le contesto que sí porque él está casado y tiene una niña; naturalmente que las veremos. Pero ahora mi idea es que todo esto es un gran montaje para reírse de nosotros y vilipendiarnos, y está claro que luego van a matarnos, quien crea que va a vivir está loco, quiero decir que se ha vuelto loco, yo no, yo me he dado cuenta de que pronto habremos terminado, tal vez en esta misma sala, cuando se hayan aburrido de vernos desnudos dando saltos primero con un pie y luego con el otro y tratando de sentarnos en el suelo de vez en cuando, pero en el suelo hay tres dedos de agua fría y no podemos sentarnos.

Andamos de arriba abajo, sin sentido, y hablamos, cada uno de nosotros hablamos con todos los demás, hacemos un gran barullo. Se abre la puerta, entra un alemán, es el alférez de antes; habla brevemente, el intérprete lo traduce.

-El alférez dice que tenéis que callaros porque esto no es una escuela rabínica.

Se ve que estas palabras no suyas, estas palabras malvadas le tuercen la boca al salir, como si escupiese un bocado asqueroso. Le pedimos que le pregunte lo que estamos esperando, cuánto tiempo vamos a estar aquí, qué es de nuestras mujeres, todo: pero dice que no, que no quiere preguntárselo. Este Flesch, que se pliega de muy mala gana a traducir al italiano las gélidas frases alemanas, y no quiere traducir al alemán nuestras preguntas porque sabe que es inútil, es un judío alemán de unos cincuenta años que tiene en la cara una gran cicatriz de una herida que recibió luchando contra los italianos en el Piave, Es un hombre cerrado y taciturno por quien experimento un respeto instintivo porque noto que ha empezado a sufrir antes que nosotros.

El alemán se va y nosotros ahora estamos callados, aunque nos avergoncemos un poco de estar callados. Era aún de noche, nos preguntábamos si veríamos la luz del día. Otra vez se abrió la puerta, y entró uno vestido a rayas. Era distinto de los otros, más viejo, con lentes, una cara más civilizada, y era mucho menos robusto. Nos habló, y hablaba italiano.

Ya estamos cansados de asombrarnos. Nos parece que estamos asistiendo a algún drama insensato, de esos dramas en los que aparecen en escena las brujas, el Espíritu Santo y el demonio. Habla italiano mal, con mucho acento extranjero. Ha hablado mucho tiempo, es muy cortés, trata de contestar todas nuestras preguntas.

Estamos en Monowitz, cerca de Auschwitz, en la Alta Silesia; una región habitada a la vez por alemanes y polacos. Este campo es un campo de trabajo, en alemán se dice Arbeitslager todos los prisioneros (son cerca de diez mil) trabajan en una fábrica de goma que se llama Buna, de manera que el mismo campo se llama Buna.

Nos darán zapatos y ropa, no las nuestras: otros zapatos, otras ropas, como los suyos. Ahora estamos desnudos porque van a ducharnos y a desinfectamos, cosa que harán inmediatamente después de diana, porque en el campo no se entra si no se está desinfectado.

Sí, tendremos que trabajar, todos aquí tienen que trabajar. Pero hay trabajos y trabajos: él, por ejemplo, es médico, es un médico húngaro que ha estudiado en Italia, es el dentista del Lager. Está en el Lager desde hace cuatro años (no en éste, Buna sólo existe desde hace un año y medio) y, sin embargo, lo podemos ver, está bien, no está demasiado delgado. ¿Por qué está en un Lager? ¿Es judío como nosotros?

-No- dice sencillamente -yo soy un criminal.

Le hacemos muchas preguntas, él se ríe de vez en cuando, contesta a unas y a otras no, se ve que evita ciertas cuestiones. De las mujeres no dice nada: dice que están bien, que las veremos pronto, pero no dice cómo ni dónde. En vez de eso nos cuenta otras cosas, extrañas y locas, puede que él se esté burlando también de nosotros. Puede que esté loco: en el Lager uno se vuelve loco. Dice que todos los domingos hay conciertos y partidos de fútbol, dice que quien boxea bien puede llegar a ser cocinero. Dice que quien trabaja bien gana buenos premios con los que puede comprarse tabaco y jabón. Dice que realmente el agua no es potable y que en su lugar se distribuye todos los días un sucedáneo de café, pero que generalmente nadie lo bebe porque la sopa está tan aguada que satisface la sed. Le pedimos que nos dé algo de beber y dice que no puede, que ha venido a vernos a escondidas, saltándose la prohibición de los SS porque todavía estamos sin desinfectar, y que tiene que irse en seguida; ha venido porque los italianos le son simpáticos y porque, según dice, «tiene el corazón blando». Le preguntamos entonces si hay más italianos en el campo y dice que hay algunos, pocos, no sabe cuántos, y luego súbitamente cambia de conversación. Mientras tanto ha sonado una campana y se ha ido rápidamente dejándonos atónitos y desconcertados. Hay quien se siente reanimado, pero yo no, yo sigo pensando que también este dentista, este individuo incomprensible, ha querido divertirse a costa nuestra, y no quiero creer una palabra de lo que ha dicho.

Al sonar la campana se ha oído despertar al oscuro campo. Inesperadamente el agua ha empezado a caer, hirviendo, de las duchas, cinco minutos de beatitud; pero inmediatamente después irrumpen cuatro tipos (puede que los barberos) que, empapados y humeantes, nos echan a gritos y empellones a la sala contigua, que está helada; aquí, otras personas que gritan nos echan encima no sé qué andrajos y nos arrojan a las manos un par de zapatones de suela de madera; sin tiempo para entender lo que pasa nos encontramos ya al aire libre, sobre la nieve azul y helada del amanecer y, descalzos y desnudos, con el ajuar en la mano, tenemos que correr hasta otra barraca, a un centenar de metros. Aquí podemos vestirnos.

Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos a levantar la mirada hacia los demás. No hay donde mirarse, pero tenemos delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche.

Entonces por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca.

Sabemos que es difícil que alguien pueda entenderlo, y está bien que sea así, Pero pensad cuánto valor, cuánto significado se encierra aun en las más pequeñas de nuestras costumbres cotidianas, en los cien objetos nuestros que el más humilde mendigo posee: un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida. Estas cosas son parte de nosotros, casi como miembros de nuestro cuerpo; y es impensable que nos veamos privados de ellas, en nuestro mundo, sin que inmediatamente encontremos otras que las substituyan, otros objetos que son nuestros porque custodian y suscitan nuestros recuerdos.

Imaginaos ahora un hombre a quien, además de a sus personas amadas, se le quiten la casa, las costumbres, las ropas, todo, literalmente todo lo que posee: será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo; hasta tal punto que se podrá decidir sin remordimiento su vida o su muerte prescindiendo de cualquier sentimiento de afinidad humana; en el caso más afortunado, apoyándose meramente en la valoración de su utilidad. Comprenderéis ahora el doble significado del término «Campo de aniquilación», y veréis claramente lo que queremos decir con esta frase: yacer en el fondo.

Häftling: me he enterado de que soy un Häftling. Me llamo 174517; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo.

La operación ha sido ligeramente dolorosa y extraordinariamente rápida: nos han puesto en fila a todos y, uno por uno, siguiendo el orden alfabético de nuestros nombres, hemos ido pasando por delante de un hábil funcionario provisto de una especie de punzón de aguja muy corta. Parece que ésta ha sido la iniciación real y verdadera: sólo «si enseñas el número» te dan el pan y la sopa. Hemos necesitado varios días y no pocos bofetones y puñetazos para que nos acostumbrásemos a enseñar el número diligentemente, de manera que no entorpeciésemos las operaciones cotidianas de abastecimiento; hemos necesitado semanas y meses para aprender a entenderlo en alemán. Y durante muchos días, cuando la costumbre de mis días de libertad me ha hecho ir a mirar la hora en el reloj de pulsera he visto irónicamente mi nombre nuevo, el número punteado en signos azulosos bajo la epidermis.

Sólo mucho más tarde, y poco a poco, algunos de nosotros hemos aprendido algo de la fúnebre ciencia de los números de Auschwitz, en la que se compendian las etapas de la destrucción del judaísmo en Europa. A los veteranos en el campo el número se lo dice todo: la época de ingreso en él, el convoy del que formaban parte y, por consiguiente, la nacionalidad. Cualquiera tratará con respeto a los números del 30 000 al 80 000: ya no quedan más que algunos centenares, y marcan a los pocos supervivientes de los ghettos polacos. Hace falta tener los ojos bien abiertos cuando se entra en relaciones comerciales con un 116 000 o 117 000: han quedado reducidos a una cuarentena, pero se trata de los griegos de Salónica, no hay que dejarse embaucar. En cuanto a los números altos tienen una nota de comicidad esencial, como sucede con los términos «matrícula» y «conscripto» en la vida normal: el número alto típico es un individuo panzudo, dócil y memo a quien puedes hacerle creer que en la enfermería distribuyen zapatos de cuero para los individuos de pies delicados, y convencerle de que se vaya corriendo hasta allí y te deje su escudilla de sopa «para que se la guardes»; puedes venderle una cuchara por tres raciones de pan; puedes mandarle al más feroz de los Kapos, a preguntarle (¡y me ha sucedido a mí!) si es verdad que el suyo es el Kartoffelschalenkommando, el Kommando de Pelar Patatas, y si puede enrolarse en él.

Por otra parte, todo nuestro proceso de inserción en este orden nuevo sucede en clave grotesca y sarcástica. Terminada la operación de tatuaje nos han encerrado en una barraca donde no hay nadie. Las literas están hechas, pero nos han prohibido severamente tocarlas o sentarnos encima: así, damos vueltas sin sentido durante medio día por el breve espacio disponible, todavía atormentados por la sed furiosa del viaje. Después se ha abierto la puerta, y ha entrado un muchacho de traje a rayas, con aire bastante educado, bajo, delgado y rubio. Habla francés y muchos nos echamos encima agobiándolo con todas las preguntas que hasta ahora nos hemos hecho inútilmente los unos a los otros.

Pero no habla de buena gana: nadie aquí habla verdaderamente de buena gana. Somos nuevos, no tenemos nada y no sabemos nada; ¿para qué perder el tiempo con nosotros? Nos explica de mala gana que todos los demás están fuera trabajando, y que volverán por la noche. El ha salido de la enfermería esta mañana, por hoy está dispensado del trabajo. Yo le pregunto (con una ingenuidad que sólo pocos días más tarde me parecería fabulosa) si nos iban a devolver por lo menos los cepillos de dientes; no se rió, sino que, con expresión llena de intenso desprecio, me contestó, Vous n'étes pas á la maison. Y éste es el estribillo que todos nos repiten: no estáis ya en vuestra casa, esto no es un sanatorio, de aquí sólo se sale por la Chimenea (¿qué quería decir?, lo aprenderíamos más tarde).

Y precisamente: empujado por la sed le he echado la vista encima a un gran carámbano que había por fuera de una ventana al alcance de la mano. Abrí la ventana, arranqué el carámbano, pero inmediatamente se ha acercado un tipo alto y gordo que estaba dando vueltas afuera y me lo ha arrancado brutalmente.

-Warum?- le pregunté en mi pobre alemán.

-Hier ist kein warum (aquí no hay ningún porqué) -me ha contestado, echándome dentro de un empujón.

La explicación es sencilla, aunque revuelva el estómago: en este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para ese propósito. Si queremos seguir viviendo tenemos que aprenderlo rápidamente:

«El Santo Rostro no se halla aquí expuesto

ni esto es baño en el Serquio»...

Una hora tras otra, esta primera jornada larguísima del anteinfierno llega a su fin. Mientras se pone el sol en un vértice de feroces nubes sanguinolentas, nos hacen por fin salir del barracón. ¿Van a darnos de beber? No, vuelven a ponernos en fila, nos llevan a una vasta explanada que ocupa el centro del campo y nos colocan meticulosamente en formación. Luego, de nuevo pasa otra hora sin que ocurra nada: parece que estamos esperando a alguien.

Una banda empieza a tocar junto a la puerta del campo: toca Rosamunda, la famosa canción sentimental, y nos parece tan extraño que nos miramos sonriendo burlonamente; surge en nosotros un amago de alivio, puede que todas estas ceremonias no sean más que una payasada colosal al gusto germánico. Pero la banda, al terminar Rosamunda, sigue tocando otras marchas, una tras otra, y he aquí que aparecen los pelotones de nuestros compañeros que vuelven del trabajo. Vienen en columnas de cinco: tienen un modo de andar extraño, inhumano, duro, como fantoches rígidos que sólo tuviesen huesos: pero andan marcando escrupulosamente el tiempo de la música.

También, como nosotros, se colocan en orden minucioso en la vasta explanada; cuando ha entrado el último pelotón nos cuentan y vuelven a contar; durante más de una hora se llevan a cabo largas revisiones que parecen dirigidas por un tipo vestido a rayas que responde a un grupito de SS formado en orden de combate.

Por fin (ya es de noche pero el campo está vivamente iluminado por faroles y reflectores) se oye gritar «Absperre» y las formaciones se deshacen en un enjambre confuso y turbulento. Ahora andan ya rígidos y embarazados como antes: todos se arrastran con evidente esfuerzo. Advierto que todos llevan en la mano o colgando de la cintura una escudilla de hojalata tan grande como una palangana.

También los recién llegados damos vueltas entre la multitud en busca de una voz, de un rostro amigo, de un guía. Contra las paredes de madera de un barracón están apoyados, sentados en el suelo, dos muchachos: parecen jovencísimos, de unos diez y seis años como mucho, los dos tienen la cara y las manos sucias de hollín. Uno de los dos, mientras pasamos, me llama y me pregunta en alemán algunas cosas que no entiendo; luego me pregunta de dónde venimos.

-Italien -le contesto; querría preguntarle muchas otras cosas, pero mi vocabulario alemán es limitadísimo.

-¿Eres judío? -le pregunto.

-Sí, judío polaco.

-¿Desde cuándo estás en el Lager?

-Tres años -y me muestra tres dedos.

Debe de haber entrado siendo un niño, pienso con horror; por otra parte, esto significa que por lo menos alguien puede vivir aquí.

-¿En qué trabajas?

-Schlosser -me contesta. No le entiendo-: Eisen; Feuer (hierro, fuego).

Insiste, y hace señales con las manos como de quien golpea con el martillo sobre un yunque. Así que es un herrero.

-Ich Chemiker -le confío yo; y él asiente gravemente con la cabeza

-Chemiker gut -Pero todo esto se refiere a un futuro lejano: lo que en este momento me atormenta es la sed.

-Beber, agua. Nosotros no agua-, le digo.

Él me mira con cara seria, casi severa, y me dice separando las sílabas:

-No bebas agua, compañero -y luego otras palabras que no entiendo.

-Warum?

-Geschwollen -contesta telegráficamente: yo muevo la cabeza porque no le he comprendido.

«Hinchado», me lo hace entender hinchando los carrillos e indicando con las manos una monstruosa hinchazón de la cara y el vientre.

- Warten bis heute abend

«Esperar hasta esta noche», traduzco yo palabra por palabra.

Luego me dice:

-Ich Shloime. Du?

Le digo cómo me llamo, y me pregunta:

-¿Dónde tu madre?

-En Italia.

Shloime se asombra:

-¿Judía en Italia?

-Sí -le explico del mejor modo que sé- escondida, nadie lo sabe, escapar, no hablar, nadie verlo.

Me ha entendido; ahora se pone de pie, se me acerca y me abraza tímidamente. La aventura ha terminado, y me siento lleno de una tristeza que es casi una alegría. No he vuelto a ver a Shloime, pero no he olvidado su cara grave y mansa de muchacho que me acogió en el umbral de la casa de los muertos.

Nos quedan por aprender muchísimas cosas, pero hemos aprendido ya muchas. Tenemos una idea de la topografía del Lager; este Lager nuestro es un cuadrado de unos seiscientos metros de lado, rodeado por dos alambradas de púas, la interior de las cuales está recorrida por alta tensión. Está constituido por sesenta barracones de madera que se llaman Blocks, de los que una decena está en construcción: hay que añadir el cuerpo de las cocinas, que es de ladrillo, una fábrica experimental que dirigen un destacamento de Häftlinge privilegiados; los barracones de las duchas y de las letrinas, uno por cada seis u ocho Blocks. Además, algunos Blocks están dedicados a funciones particulares. Antes que ninguno, un grupo de ocho, al extremo este del campo, constituye la enfermería y el ambulatorio; luego está el Block 24 que es el Kaftzeblock, reservado a los sarnosos; el Block 7, en donde nunca ha entrado ningún Häftling corriente, reservado a la Prominenz, es decir, a la aristocracia, a los internados que desempeñan las funciones más altas; el Block 47, reservado a los Reichsdeutsche (a los alemanes arios, políticos o criminales); el Block 49, sólo para Kapos; el Block 12, la mitad del cual, para el uso de los Reichsdeutsche y los Kapos, funciona como Kantine, es decir, como distribuidora de tabaco, insecticida en polvo y ocasionalmente otros artículos; el Block 37, que contiene la Fureria central y la Oficina de trabajo; y para terminar el Block 29, que tiene las ventanas siempre cerradas porque es el Frauenblock, el prostíbulo del campo, servido por las muchachas polacas Häftlinge, y reservado a los Reichsdeutsche.

Los Blocks comunes de viviendas estás divididos en dos locales; en uno (Tagesraum) vive el jefe del barracón con sus amigos: tienen una mesa larga, sillas, bancos; por todas partes un montón de objetos extraños de colores vivos, fotografías, recortes de revistas, dibujos, flores artificiales, adornos; grandes letreros en la pared, proverbios y aleluyas que encomian el orden, la disciplina, la higiene; en un rincón, una vitrina con los instrumentos del Blockfrisör (el barbero autorizado), los cucharones para repartir la sopa y dos vergajos de goma, el lleno y el vacío, para mantener la misma disciplina. El otro local es el dormitorio; en él no hay más que ciento cuarenta y ocho literas de tres pisos, dispuestas apretadamente como las celdas de una colmena, de modo que se aprovechen todos los metros cúbicos del espacio, hasta el techo, y separadas por tres pasillos; aquí viven los Häftlinge corrientes, doscientos o doscientos cincuenta por barracón, por consiguiente dos en una buena parte de cada una de las literas, que son tablas de madera movibles, provistas de un delgado saco de paja y de dos mantas cada una. Los pasillos de desahogo son tan estrechos que difícilmente pueden pasar dos personas; la superficie total del suelo es tan poca que los habitantes del mismo Block no pueden estar dentro a la vez si por lo menos la mitad no están echados en las literas. De ahí la prohibición de entrar en un Block al que no se pertenece.

En medio del Lager está la plaza del Pase de Lista, vastísima, donde nos reunimos por las mañanas para formar los pelotones de trabajo, y por la noche para que nos cuenten. Frente a la plaza de la Lista hay un arriate de hierba cuidadosamente segada donde se alza la horca cuando llega la ocasión.

Hemos aprendido bien pronto que los huéspedes del Lager se dividen en tres categorías: los criminales, los políticos y los judíos. Todos van vestidos a rayas, todos son Häftlinge, pero los criminales llevan junto al número, cosido en la chaqueta, un triángulo verde; los políticos un triángulo rojo; los judíos, que son la mayoría, llevan la estrella hebraica, roja y amarilla. Hay SS pero pocos y fuera del campo, y se ven relativamente poco: nuestros verdaderos dueños son los triángulos verdes, que tienen plena potestad sobre nosotros, y además aquéllos de las otras dos categorías que se prestan a secundarles: y que no son pocos.

Y hay otra cosa que hemos aprendido, más o menos rápidamente, según el carácter de cada cual; a responder Jawohl, a no hacer preguntas, a fingir siempre que hemos entendido. Hemos aprendido el valor de los alimentos; ahora también nosotros raspamos diligentemente el fondo de la escudilla después del rancho, y nos la ponemos bajo el mentón cuando comemos pan para no desperdiciar las migas. También sabemos ahora que no es lo mismo recibir un cucharón de sopa de la superficie que del fondo del caldero y ya estamos en condiciones de calcular, basándonos en la capacidad de los distintos calderos, cuál es el sitio más conveniente al que aspirar cuando hay que hacer cola.

Hemos aprendido que todo es útil; el hilo de alambre para atarse los zapatos; los harapos para convertirlos en plantillas para los pies; los papeles, para rellenar (ilegalmente) la chaqueta y protegerse del frío. Hemos aprendido que en cualquier parte pueden robarte, o mejor, que te roban automáticamente en cuanto te falla la atención; y para evitarlo hemos tenido que aprender el arte de dormir con la cabeza sobre un lío hecho con la chaqueta que contiene todo cuanto poseemos, de la escudilla a los zapatos.

Conocemos ya buena parte del reglamento del campo, que es extraordinariamente complicado. Las prohibiciones son innumerables: acercarse más de dos metros a las alambradas; dormir con la chaqueta puesta, sin calzoncillos o con el gorro puesto; usar determinados lavabos o letrinas que son nur für Kapos o nur für Reichsdeutsche; no ir a la ducha los días prescritos, e ir los días no prescritos; salir del barracón con la chaqueta desabrochada o con el cuello levantado; llevar debajo de la ropa papel o paja contra el frío; lavarse si no es con el torso desnudo.

Infinitos e insensatos son los ritos que hay que cumplir: cada día por la mañana hay que hacer «la cama» dejándola completamente lisa; sacudir los zuecos fangosos y repugnantes de la grasa de las máquinas, raspar de las ropas las manchas de fango (las manchas de barniz, de grasa y de herrumbre se admiten, sin embargo); por las noches hay que someterse a la revisión de los piojos y a la revisión del lavado de los pies; los sábados hay que afeitarse la cara y la cabeza, remendarse o dar a remendar los harapos; los domingos, someterse a la revisión general de la sarna, y a la revisión de los botones de la chaqueta, que tienen que ser cinco.

Además, se dan innumerables circunstancias, normalmente insignificantes, que se convierten en problemas. Cuando las uñas están largas hay que cortárselas, lo que no se puede hacer sino con los dientes (para las uñas de los pies es suficiente el roce de los zapatos); si un botón se pierde hay que saber cosérselo con un hilo de alambre; si se va a la letrina o al lavabo hay que llevarse todo consigo, siempre y en cualquier parte, y mientras uno se lava los ojos tiene que tener el lío de la ropa bien cogido entre las rodillas: si no fuese así, en aquel preciso momento se lo robarían. Si un zapato hace daño hay que acudir por la tarde a la ceremonia del cambio de zapatos: en ella se pone a prueba la pericia del individuo, que en medio de un increíble montón tiene que saber elegir con un rápido vistazo un zapato (no un par) que le esté bien, porque una vez que lo ha elegido no se le permiten más cambios.

Y no creáis que los zapatos, en la vida del Lager, son un factor sin importancia. La muerte empieza por los zapatos: se han convertido, para la mayoría de nosotros en auténticos instrumentos de tortura que, después de las largas horas de marcha, ocasionan dolorosas heridas las cuales fatalmente se infectan. Quien las padece está obligado a andar como si tuviese una bala en el pie (y he aquí por qué andan tan extrañamente los ejércitos de larvas que cada noche vuelven desfilando); llega a todas partes el último y por todas partes recibe golpes; no puede huir si lo persiguen; se le hinchan los pies, y cuanto más se le hinchan más insoportable le resulta el roce con la madera y la tela de los zapatos. En­tonces lo único que le queda es el hospital: pero entrar en el hospital con el diagnóstico de dicke Füsse (pies hinchados) es extraordinariamente peligroso, porque es bien sabido por todos, y especialmente por los SS, que de este mal aquí es imposible curarse.

Y a todo esto todavía no hemos tenido en cuenta el trabajo, que a su vez es una maraña de leyes, de tabúes y de problemas.

Todos trabajamos, excepto los enfermos (lograr ser declarado enfermo supone de por sí un importante bagaje de sabiduría y de experiencia). Todas las mañanas salimos en formación del campo de Buna; todas las tardes, en formación, volvemos a él. Por lo que se refiere al trabajo estamos subdivididos en unos doscientos Kommandos cada uno de los cuales consta de quince a ciento cincuenta hombres bajo el mando de un Kapo. Hay Kommandos buenos y malos: en su mayor parte están adscritos a los transportes y el trabajo es muy duro, especialmente en invierno, aunque no sea más que por desarrollarse siempre al aire libre. También hay Kommandos de especialistas (electricistas, herreros, albañiles, soldadores, mecánicos, picapedreros, etcétera) que están adscritos a determinadas oficinas o departamentos de la Buna, dependientes de modo más directo de Meister civiles, en su mayoría alemanes y polacos: esto, naturalmente, sucede sólo durante las horas de trabajo: durante el resto de la jornada los especialistas (en total no son más de trescientos o cuatrocientos) no reciben un trato distinto del de los trabajadores comunes. En la asignación de los individuos a los distintos Kommandos decide un oficial especial del Lager, el Arbeitsdienst, que está en continua relación con la dirección civil de la Buna. El Arbeitsdienst toma las decisiones siguiendo criterios desconocidos, a menudo basándose abiertamente en el favoritismo y la corrupción, de manera que si alguien consigue hacerse con algo de comer puede estar prácticamente seguro de obtener un buen puesto en la Buna.

El horario de trabajo cambia según la estación. Todas las horas de luz son horas de trabajo: por ello se va de un horario mínimo de invierno (de 8 a 12 y de 12.30 a 16) a uno máximo de verano (de 6.30 a 12 y de 13 a 18). Bajo ningún concepto pueden los Häftlinge estar trabajando durante las horas de oscuridad o cuando haya una niebla densa, mientras se trabaja regularmente cuando llueve o nieva o (caso muy frecuente) cuando sopla el feroz viento de los Cárpatos; esto en relación con el hecho de que la oscuridad o la niebla podrían proporcionar ocasión para las tentativas de fuga.

Un domingo de cada dos es día normal de trabajo; los domingos que se llaman festivos se trabaja en realidad generalmente en la conservación del Lager, de manera que los días de reposo real son extraordinariamente raros.

Ésta habrá de ser nuestra vida. Cada día, según el ritmo establecido, Ausrücken y Einrücken, salir y entrar; trabajar, dormir y comer; ponerse enfermo, curarse o morir.

...¿Y hasta cuándo? Pero los antiguos se ríen de esta pregunta: en esta pregunta se reconoce a los recién llegados. Se ríen y no contestan: para ellos, hace meses, años, que el problema del futuro remoto se ha descolorido, ha perdido toda su agudeza, frente a los mundos más urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy, si nevará, si habrá que descargar carbón.

Si fuésemos razonables tendríamos que resignarnos a esta evidencia: que nuestro destino es perfectamente desconocido, que cualquier conjetura es arbitraria y totalmente privada de cualquier fundamento real. Pero los hombres son muy raramente razonables cuando lo que está en juego es su propio destino; en cualquier caso prefieren las posturas extremas; por ello, según su carácter, entre nosotros los hay que se han convencido inmediatamente de que todo está perdido, de que no podemos seguir viviendo y de que el fin está cerca y es seguro; otros, que por muy dura que sea la vida que nos espera aquí, la salvación es probable y no está lejos, y que si tenemos fe y fuerza volveremos a ver nuestro hogar y a nuestros seres queridos. Los dos grupos, los pesimistas y los optimistas, no están, por otra parte, tan diferenciados: no ya porque los agnósticos sean muchos sino porque la mayoría, sin memoria ni coherencia, oscila entre las dos posturas limite según sus interlocutores del momento.

Heme aquí, por consiguiente, llegado al fondo. A borrar con una esponja el pasado, el futuro se aprende pronto si os obliga la necesidad. Quince días después del ingreso tengo ya el hambre reglamentaria, un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por la noche nos hace soñar y se instala en todos los miembros de nuestro cuerpo; he aprendido ya a no dejarme robar, y si encuentro una cuchara, una cuerda, un botón del que puedo apropiarme sin peligro de ser castigado me lo meto en el bolsillo y lo considero mío de pleno derecho. Ya me han salido, en el dorso de los pies, las llagas que no se curan. Empujo carretillas, trabajo con la pala, me fatigo con la lluvia, tiemblo ante el viento; ya mi propio cuerpo no es mío: tengo el vientre hinchado y las extremidades rígidas, la cara hinchada por la mañana y hundida por la noche; algunos de nosotros tienen la piel amarilla, otros gris: cuando no nos vemos durante tres o cuatro días nos reconocemos con dificultad.

Habíamos decidido reunirnos los italianos todos los domingos en un rincón del Lager: pero pronto lo hemos dejado de hacer porque era demasiado triste contarnos y ver que cada vez éramos menos, y más deformes, y más escuálidos. Y era tan cansado andar aquel corto camino: y además, al encontrarnos, recordábamos y pensábamos, y mejor era no hacerlo.


LA INICIACIÓN

Después de los primeros días de traslados caprichosos de un bloque a otro y de Kommando a Kommando, me asignaron, ya de noche, al Block 30 y me indicaron una litera donde estaba durmiendo Diena. Diena se despierta y, aunque muerto de cansancio, me hace sitio y me recibe amistosamente.

Yo no tengo sueño o, mejor dicho, el sueño me lo disimula el estado de tensión y de ansiedad de que no he podido librarme todavía, y por eso hablo y hablo.

Tengo demasiadas preguntas que hacer. Tengo hambre, y cuando mañana repartan el potaje cómo voy a arreglármelas para comerlo sin cuchara? ¿Y cómo se puede uno hacer una cuchara? ¿Y dónde van a mandarme a trabajar? Diena sabe tanto como yo, naturalmente, y me contesta con otras preguntas. Pero de arriba, de abajo, de al lado, desde lejos, desde todos los rincones del barracón ya a oscuras, voces sonoras e iracundas me gritan:

-Ruhe, Ruhe!

Entiendo que me imponen silencio, pero la palabra es nueva para mí, y como no conozco su sentido y sus complicaciones, mi inquietud aumenta. La confusión de las lenguas es un componente fundamental del modo de vivir aquí abajo; se está rodeado por una perpetua Babel en la que todos gritan órdenes y amenazas en lenguas que nunca se han oído, y ¡ay de quien no las coge al vuelo! Aquí nadie tiene tiempo, nadie tiene paciencia, nadie te escucha; los que hemos llegado últimos nos reunimos instintivamente en los rincones, contra las paredes, para sentirnos con la espalda materialmente resguardada.

Renuncio, pues, a hacer preguntas y en breve me hundo en un sueño amargo y tenso. Pero no es un descanso: me siento amenazado, hostigado, a cada instante estoy a punto de contraerme con un espasmo de defensa. Sueño y me parece que estoy durmiendo en mitad de una calle, de un puente, atravesado en una puerta por la que pasa mucha gente. Y aquí llega, ¡qué rápidamente!, el despertar. El barracón se sacude desde los cimientos, las luces se encienden, todos se agitan a mi alrededor en una actividad frenética repentina: sacuden las mantas levantando nubes de polvo fétido, se visten con prisa febril, corren afuera al hielo del aire exterior a medio vestir, se precipitan a las letrinas y los lavabos; muchos, como animales, orinan mientras corren para ganar tiempo porque dentro de cinco minutos empieza la distribución del pan, del pan-Brot-Broit-chleb-pain-lechem-kenyér, del sagrado pedacito gris que parece gigantesco en manos de tu vecino y pequeño hasta echarse a llorar en las tuyas. Es una alucinación cotidiana a la que uno termina por acostumbrarse: pero en los primeros tiempos es tan irresistible que muchos de nosotros, luego de discutir por parejas sobre la propia evidente y constante mala suerte y la escandalosa buena suerte del otro, acabamos por intercambiar nuestras raciones, con lo que la ilusión se reproduce de manera inversa dejando a todos contentos y frustrados.

El pan es también nuestra única moneda: entre los pocos minutos que transcurren entre su distribución y su consumición, el Block resuena con reclamaciones, peleas y fugas. Son los acreedores del día anterior que quieren ser pagados en los breves instantes en que el deudor es solvente. Después de lo cual se instala una relativa calma que muchos aprovechan para volver a las letrinas a fumar medio cigarrillo, o al lavabo para lavarse de verdad.

El lavabo es un sitio poco atractivo. Está mal iluminado, lleno de corrientes de aire, y el piso de ladrillos está cubierto por una capa de lodo; el agua no es potable, huele mal y muchas veces falta durante mucho tiempo. Las paredes están decoradas por curiosos frescos didascálicos: por ejemplo se ve al Häftling bueno, representado desnudo hasta la cintura, en acto de enjabonarse el cráneo sonrosado y rapado, y al Häftling malo, de nariz acusadamente semítica y colorido verdoso, que, enfundado en su ropa llena de manchas y con el gorro puesto, mete cautelosamente un dedo en el agua del lavabo. Debajo del primero está escrito: So bist du rein (así te quedarás limpio), y debajo del segundo: So gehst du ein (así te buscas la ruina); y más abajo, en un francés dudoso pero en caracteres góticos: La propreté, c'est la santé.

En la red opuesta campea un enorme piojo blanco, rojo y negro, con la frase: Eine Laus, dein Tod (un piojo es tu muerte), y el inspirado dístico:

Nach dem Abort, vor dem Essen

Hände waschen, nicht vergessen

(después de la letrina, antes de comer, lávate las manos, no lo olvides).

Durante semanas he considerado estas amonestaciones sobre la higiene como puros rasgos de humor teutónico, en el estilo del diálogo sobre el cinturón herniario con que se nos había recibido a nuestro ingreso en el Lager. Pero después he comprendido que sus desconocidos autores, puede que subconscientemente, no estaban lejos de algunas verdades fundamentales. En este lugar, lavarse todos los días en el agua turbia del inmundo lavabo es prácticamente inútil a fines de limpieza y de salud; pero es importantísimo como síntoma de un resto de vitalidad, y necesario como instrumento de supervivencia moral.

Tengo que confesarlo: después de una única semana en prisión noto que el instinto de la limpieza ha desaparecido en mí. Voy dando vueltas bamboleándome por los lavabos y aquí está Steinlauf, mi amigo de casi cincuenta años, a torso desnudo, restregándose el cuello y la espalda con escaso fruto (no tiene jabón) pero con extrema energía. Steinlauf me ve y me saluda, y sin ambages me pregunta con severidad por qué no me lavo. ¿Por qué voy a lavarme? ¿Voy a estar mejor de lo que estoy? ¿Voy a gustarle más a alguien? ¿Voy a vivir un día, una hora más? Incluso viviré menos, porque lavarse es un trabajo, un desperdicio de energía y calor. ¿No sabe Steinlauf que después de media hora cargando sacos de carbón habrá desaparecido cualquier diferencia entre él y yo? Cuanto más lo pienso más me parece que lavarse la cara en nuestra situación es un acto insulso, y hasta frívolo: una costumbre mecánica, o peor, una lúgubre repetición de un rito extinguido. Vamos a morir todos, estamos a punto de morir: si me sobran diez minutos entre diana y el trabajo quiero dedicarlos a otra cosa, a encerrarme en mí mismo, a echar cuentas o tal vez a mirar el reloj y a pensar que puede que lo esté viendo por última vez; o también a dejarme vivir, a darme el lujo de un ocio minúsculo.

Pero Steinlauf me hace callar. Ha terminado de lavarse, ahora se está secando con la chaqueta de tela que antes tenía enroscada entre las piernas y que luego va a ponerse, y sin interrumpir la operación me da una lección en toda regla.

He olvidado hoy, y lo siento, sus palabras directas y claras, las palabras del que fue el sargento Steinlauf del Ejército austro-húngaro, cruz de hierro en la guerra de 1914-1918. Lo siento porque tendré que traducir su italiano inseguro y su razonamiento sencillo de buen soldado a mi lenguaje de incrédulo. Pero éste era el sentido, que no he olvidado después ni olvidé entonces: que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir.

Estas cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas para mi oído desacostumbrado, entendidas y aceptadas sólo en parte, y mitigadas por una doctrina más fácil, dúctil y blanda, la que hace siglos que se respira más acá de los Alpes y según la cual, entre otras cosas, no hay vanidad mayor que esforzarse en tragarse enteros los sistemas morales elaborados por los demás, bajo otros cielos. No, la prudencia y la virtud de Steinlauf, ciertamente buenas para él, no me bastan. Frente a este complicado mundo inferior mis ideas están confusas: ¿será realmente necesario establecer un sistema y practicarlo? ¿No será más saludable tomar conciencia de no tener sistema?

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