Klein y Wagner (Completa). Por Hermann Hesse


1

FRIEDRICH KLEIN se quedó completamente ensimismado en el tren, después de los rápidos acontecimientos y la excitación de la huida y del paso de la frontera; tras un torbellino de tensiones y de incidentes, de emociones y peligros. Estaba aún profundamente asombrado de que todo hubiera ido bien. El tren corría con extraño ajetreo hacia el Sur — ahora ya no tenía prisa — ; arrastraba velozmente a los pocos viajeros por lagos, montes, cascadas y otras maravillas naturales, a través de ensordecedores túneles y sobre puentes que se balanceaban suavemente. Todo era extraño, bello y algo absurdo, imágenes de libros escolares y de tarjetas postales, paisajes que uno recuerda haber visto alguna vez y que no le interesan. Eso era el extranjero del que ahora él formaba parte; no existía retorno a casa. La cuestión del dinero estaba solucionada, lo tenía allí, lo llevaba consigo, todos los billetes de mil los llevaba guardados en el bolsillo interior.
Sin cesar se repetía la idea agradable y tranquilizadora de que ahora ya no podía pasarle nada, de que al otro lado de la frontera y con su pasaporte falso se hallaba seguro, a salvo de cualquier persecución. Pero esa hermosa idea era como un pájaro muerto por un niño. No vivía, no abría los ojos, caía como plomo de las manos, no daba ningún placer, ningún brillo, ninguna alegría. Era extraño; aquel día le había sorprendido varias veces ver que no podía pensar en lo que quería, que no tenía ningún dominio sobre sus pensamientos, que éstos corrían como querían y que, a pesar de su resistencia, se detenían preferentemente en las ideas que le atormentaban. Era como si su cerebro fuese un caleidoscopio en el que una mano extraña cambiase las imágenes. Quizá se debía tan sólo al largo insomnio y a la excitación; había estado mucho tiempo nervioso. En cualquier caso era horrible y si no lograba recuperar pronto cierta tranquilidad y alegría, se volvería loco.
Friedrich Klein palpó el revólver en el bolsillo de su abrigo. Este revólver era otra pieza que pertenecía a su nuevo equipo, a su nuevo papel, a su nueva máscara. En el fondo era fastidioso y repugnante arrastrar consigo todo esto, llevarlo incluso durante el tenue y envenenado sueño: un crimen, papeles falsos, dinero escondido, el revólver, el nombre supuesto. Sabía a historia de ladrones, a un romanticismo barato y nada le importaba a él, a Klein, al buen hombre. Era pesado y fastidioso, y no tenía nada de aliviador ni emancipante, como había esperado.
¡Dios mío! ¿Por qué había cargado él con todo, un hombre de cerca de cuarenta años, conocido como buen empleado y ciudadano tranquilo e inofensivo con tendencias cultas, padre de familia? ¿Por qué? Notaba que debía existir un instinto, una presión y un impulso de suficiente fuerza para conducir a un hombre como él hasta lo imposible. Si al menos él lo supiese, si pudiese conocer esta presión e instinto, si volviese a haber orden en sí mismo, sólo entonces podría aliviarse un poco. Se irguió bruscamente, se apretó las sienes con los pulgares y se esforzó por pensar. Le salió mal, su cabeza, era como de cristal y estaba minada por la zozobra, el cansancio y el insomnio. Nada le ayudaba. Debía meditar. Debía buscar y hallar, debía volver a conocer un centro en sí mismo, conocerse y comprenderse a sí mismo. De lo contrario la vida no podría soportarse. Penosamente rebuscaba los recuerdos de aquel día, como quien recoge con unas pinzas pedacitos de porcelana para pegarlos a una vieja caja. Sólo existían diminutos fragmentos, ninguno tenía relación con los demás, ninguno se refería por su estructura y color a la totalidad. ¡Qué recuerdos! Veía una cajita azul de la que extraía con mano temblorosa el sello oficial de su jefe. Veía al viejo de la caja que le pagaba el cheque con billetes marrones y azules. Veía una cabina telefónica en cuya pared se apoyaba con la mano izquierda para sostenerse, mientras hablaba por el auricular. Mejor dicho, él no se veía, veía a un hombre que hacía todo esto, una. persona desconocida que se llamaba Klein y que no era él. Veía cómo esta persona quemaba cartas, escribía cartas. Le veía comer en un restaurante. Le veía —¡no, no era ningún desconocido, era él, era Friedrich Klein en persona!— de noche inclinado sobre la cuna de un niño dormido. ¡No, había sido él mismo! ¡Cuánto dolía volver a recordar! ¡Cuánto dolía ver el rostro del niño dormido, oír su respiración y saber que ya nunca más vería reír y comer esta boquita, que ya nunca más le besaría! ¡Cuánto dolía! ¡Por qué aquel Klein se hacía tanto daño a sí mismo!
Logró reunir los pedacitos. El tren se detuvo, estaban en una estación desconocida, chocaron portezuelas, en las ventanillas oscilaron maletas, letreros en azul y amarillo proclamaban: ¡Hotel Milán-Hotel Continental! ¿Debía fijarse? ¿Era importante? ¿Había algún peligro? Cerró los ojos y se quedó aturdido durante un largo minuto y en seguida se despertó sobresaltado, abrió los ojos y estuvo alerta. ¿Dónde estaba? La estación seguía allí. ¡Alto! ¿Cómo me llamo? Por milésima vez hizo la prueba. Es decir: ¿cómo me llamo? Klein. ¡No, al diablo! Basta con Klein. Klein ya no existía. Palpó en el bolsillo interior donde llevaba el pasaporte.
¡Qué cansado era todo eso! ¡Si uno supiera qué pesado es ser criminal! Contrajo las manos por el esfuerzo. Todo ello no le importaba en absoluto: Hotel Milán, estación, mozos de cuerda, podía abandonarlo todo tranquilamente. No, se trataba de otra cosa, de algo importante. ¿De qué?
Medio dormido —el tren arrancó de nuevo—, volvió a sus pensamientos. Era muy importante. Se trataba de saber si aún debía soportar la vida mucho tiempo. ¿O quizás era más fácil poner fin a todo este absurdo tan fatigoso? ¿No llevaba veneno consigo? ¿El opio? ¡Ah, no! Se acordó de que no había conseguido veneno. Pero tenía el revólver. Perfecto. Muy bien. Magnífico.
«Muy bien» y «magnífico» dijo en voz alta. De pronto oyóse hablar, se asustó, vio su desfigurado rostro reflejado en la ventana, extraño, grotesco y triste. ¡Dios mío —se gritó interiormente—, Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Para qué seguir viviendo? Penetrar con la frente en esta pálida figura grotesca, precipitarse contra este turbio y estúpido cristal, aferrarse a él y cortarse el cuello. Dar con la cabeza en las traviesas, con un ruido ronco y sonoro, ser arrollado por las ruedas de muchos vagones, todo junto: tripas y cerebro, huesos y corazón —también los ojos—, y ser triturado en la vía, convertido en nada, borrado. Esto era lo único deseable, lo único que todavía tenía sentido. Se durmió con la nariz pegada al cristal mirando, absorto y desesperado, su imagen reflejada. Quizás unos segundos, quizás horas. Su cabeza daba golpes de un lado a otro, pero él no abría los ojos.
Despertó de un sueño cuyo último fragmento le quedó en la memoria. Estaba sentado, así lo soñó, en el asiento delantero de un automóvil que iba muy de prisa y de forma bastante temeraria por una ciudad cuesta arriba y cuesta abajo. Junto a él había alguien sentado que conducía el coche. En el sueño él daba un golpe en el vientre a esta persona, le arrancaba el volante de las manos y conducía él mismo de forma desenfrenada y angustiosa, a campo traviesa, rozando apenas caballos, ventanas, árboles, hasta el punto que saltaban chispas ante sus ojos.
Despertó de este sueño. Su cabeza se había despejado. Se rió de las imágenes del sueño. El golpe en el vientre estaba bien, lo imitaba con gusto. Entonces empezó a reconstruir el sueño y a meditar en él. ¡Cómo había pasado volando por entre los árboles! ¿Quizá venía del viaje en tren? ¡Pero, en realidad, el conducir, a pesar del peligro, había sido un placer, una dicha, una salvación! Sí, era mejor conducir uno mismo y hacerse trizas, que ir siempre guiado y conducido por otro.
¿Pero a quién había dado aquel golpe en sueños? ¿Quién era el chófer desconocido que iba sentado junto a él, al volante del automóvil? No podía recordar ningún rostro, ninguna figura, tan sólo una sensación, un vago y oscuro sentimiento... ¿Quién podía ser? Alguien a quien él respetaba, a quien concedía poder sobre su vida, a quien soportaba y a quien, sin embargo, odiaba secretamente, a quien dio el golpe en el vientre. ¿Quizá su padre? ¿O uno de sus jefes? ¿O era el fin?
Klein abrió los ojos. Había encontrado un cabo del hilo perdido. Volvía a saberlo todo. El sueño estaba olvidado. Había algo muy importante. ¡Ahora lo sabía! Ahora empezaba a saber, a presentir, a oler porqué estaba aquí sentado en el rápido, porqué ya no se llamaba Klein, porqué tenía dinero escondido y papeles falsos. ¡Al fin, al fin!
Sí, así era. Ya no tenía ningún sentido ocultárselo. Todo había sucedido por culpa de su mujer, sólo por culpa de su mujer. ¡Qué bien que ahora lo sabía por fin!
Partiendo de esta noción pensó en dar un vistazo a amplios trechos de su vida, que desde hacía tiempo se había desmoronado en simples pedazos sin valor. Echó una mirada retrospectiva sobre un largo trecho recorrido, sobre toda su vida matrimonial, y el trecho le pareció una calle larga, cansada, desierta, donde un hombre solo arrastraba pesadas cargas en medio del polvo. Detrás, en alguna parte, más allá del polvo, sabía que se escondían las verdes y brillantes cimas de la juventud. Sí, una vez había sido joven, pero no como todos. Había tenido grandes sueños y había exigido mucho de la vida y de sí mismo. Pero desde entonces no había habido más que polvo y cargas, una calle larga, calor y rodillas cansadas, sólo una soñolienta y envejecida nostalgia esperando en el seco corazón. Ésa había sido su vida.
Miró por la ventana y se sobresaltó. Se le aparecieron imágenes insólitas. Bruscamente se dio cuenta de que estaba en el Sur. Maravillado, se incorporó, se asomó a la ventana.
Otro velo cayó y el enigma de su suerte se aclaró un poco. ¡Estaba en el Sur! ¡Veía verdes terrazas de frondosas vides, murallas de color dorado oscuro medio derruidas, como en los viejos grabados, exuberantes árboles rosados! Ante sus ojos pasó una pequeña estación con un nombre italiano parecido a ogno u ogna.
Klein quería seguir leyendo en su destino. Dejaba su matrimonio, su empleo, todo lo que había sido su vida y su patria hasta entonces. ¡Y se dirigía al Sur! Sólo entonces comprendió porqué, en plena persecución, en el delirio de su fuga, había escogido como meta aquella ciudad con nombre italiano. Lo había hecho con una guía de hoteles y, por lo visto, de forma confusa y al azar; del mismo modo hubiera podido decir Amsterdam, Zürich o Malmö. Tan sólo ahora ya no existía azar. Estaba en el Sur, había atravesado los Alpes. De esta forma realizaba el deseo más ardiente de su juventud, de aquella juventud cuyos recuerdos se habían apagado y extraviado en la larga calle desierta de una vida sin sentido. Una fuerza desconocida había dispuesto que se cumpliesen sus dos deseos más fervientes: el ansia por el Sur, hacía tiempo olvidada, y el anhelo, secreto y nunca expresado clara y libremente, de huir y de liberarse de la esclavitud y del polvo de su matrimonio. Aquella disputa con su jefe, aquella sorprendente ocasión de sustraer dinero, todo lo que le había parecido tan importante, se desplomaba en pequeños azares. Ellos no le habían guiado. Habían ganado aquellos dos grandes deseos de su alma; todo lo demás había sido sólo el medio para obtenerlos.
Klein se asustó mucho de esta nueva evidencia. Se sintió como un niño que, jugando con cerillas, ha prendido fuego a una casa. Y ardía. ¡Dios mío! ¿Y de qué le servía? ¿Es que si viajaba hasta Sicilia o Constantinopla, rejuvenecería veinte años?
Entretanto el tren corría. Le salía al encuentro una aldea tras otra, de extraña belleza. Un alegre libro de dibujos con todos los bonitos objetos que se espera del Sur y que se conoce por las postales: puentes de piedra bellamente arqueados sobre arroyos y oscuros peñascos, muros de viñedos ribeteados por pequeños helechos, altos y esbeltos campanarios, fachadas de iglesias pintadas de varios colores o sombreadas por pórticos con ligeros y nobles arcos, casas de color rosa y soportales macizos del más fresco azul, mansos castaños, negros cipreses esparcidos por doquier, cabras trepando por el monte; las primeras palmeras, pequeñas y recias, frente a una mansión. Todo era curioso y bastante inverosímil, pero sobre todo resultaba bonito y parecía anunciar un cierto consuelo. Existía este Sur, no era una fábula. Los puentes y los cipreses habían llenado sus sueños de juventud; las casas y las palmeras decían: ya no estás en lo viejo, aquí empieza lo verdaderamente nuevo. El aire y el sol parecían aromatizados y con mayor fuerza, la respiración más fácil, la vida más posible, el revólver más superfluo, el ser destruido sobre los raíles menos urgentes. Parecía posible un intento, a pesar de todo. La vida quizá podía soportarse.
Le invadió otra vez el agotamiento, ahora se abandonó más fácilmente y durmió hasta el anochecer. Le despertó el nombre sonoro de su pequeña ciudad. Precipitadamente descendió. Un empleado con el nombre de «Hotel Milano» en la gorra se le dirigió en alemán; encargó una habitación y pidió la dirección. Soñoliento y vacilante salió del vestíbulo de cristal y pasó de la ebriedad a la tibia noche.
«Algo así me he imaginado que era Honolulú», pensó. Un paisaje fantástico agitado le zarandeó de forma extraña e inconcebible. La colina descendía abrupta ante él, abajo la ciudad estaba encadenada; echó un vistazo perpendicular a las plazas iluminadas. De todas partes brotaban escarpadas y abruptas montañas como panes de azúcar surgiendo de un lago en el que se reflejaban innumerables faroles del muelle. Un funicular se sumergía en la ciudad como un cubo en el pozo, medio en serio, medio en broma. En algunas de las altas cimas ardían ventanas iluminadas, ordenadas hasta la cúspide en caprichosas hileras, peldaños y constelaciones. Por encima de la ciudad sobresalían los tejados del gran hotel. En sus oscuros jardines flotaba el viento cálido de la tarde, casi veraniego, lleno de polvo y de perfume. De la oscuridad confusamente resplandeciente del agua subía una charanga acompasada y ridícula.
Era igual que aquello fuese Honolulú, Méjico o Italia. Era desconocido, era un mundo nuevo, un aire nuevo. Y, aunque le desconcertaba y le angustiaba interiormente, auguraba también embriaguez y olvido, nuevas y desconocidas sensaciones.
Una calle parecía llevar al campo; vagó por ella, pasando por delante de depósitos y camiones; llegó junto a pequeñas casas de arrabal donde voces potentes gritaban en italiano. En el patio de una taberna sonaba estridente una mandolina. En la última casa se oía la voz de una muchacha, un olor a armonía le oprimió el corazón; con satisfacción pudo comprender muchas palabras y fijarse en el refrán:

Mama non vuole, papa ne meno,
Come faremo a fare l'amor?

Sonaba igual que en los sueños de su juventud. Inconscientemente siguió calle adelante, maravillado penetró en la cálida noche donde cantaban los grillos. Había un viñedo y se detuvo embelesado: fuegos artificiales, una rueda de lucecitas verdes llenaban el aire y la perfumada y alta hierba, miles de estrellas fugaces se balanceaban ebriamente. Era un enjambre de luciérnagas que, lenta y silenciosamente, hacían de fantasmas en la cálida noche palpitante. El aire veraniego y la tierra parecían gozar fantásticamente en figuras luminosas y en mil pequeñas constelaciones que se movían. El forastero permaneció mucho rato entregado al hechizo y olvidó la angustiosa historia de este viaje. ¿Existía todavía una realidad? ¿Había todavía negocios y policía? ¿Todavía jueces e informes? ¿Había una estación a diez minutos de aquí?
Lentamente el fugitivo, que había pasado de la vida a la fantasía, regresó a la ciudad. Los faroles se encendían. Algunas personas le gritaban palabras que no entendía. Árboles gigantes estaban llenos de flores, una iglesia de piedra colgaba sobre el despeñadero con altas terrazas; claras calles, interrumpidas por peldaños, fluían hacia la ciudad como arroyos de montaña.
Klein encontró su hotel. Y al entrar, en el vestíbulo y la escalera excesivamente daros y sobrios, desapareció su borrachera y volvió la angustiosa timidez, su huida, su estigma. Confuso, pasó ante las miradas atentas y escrutadoras del conserje, del camarero, del chico del ascensor, de los huéspedes; se refugió en un aburrido rincón del restaurante. Con voz débil pidió el menú y atentamente, como si aún fuera pobre y tuviera que ahorrar, leyó los precios de todos los platos y encargó uno barato; se animó artificialmente con media botella de Burdeos, que no le gustó, y se alegró de encontrarse por fin tras la puerta cerrada de su pequeña y sórdida habitación. En seguida se durmió, durmió ávida y profundamente, pero sólo dos o tres horas. En plena noche se despertó.
Desde el abismo de lo desconocido, miraba absorto la hostil oscuridad. No sabía dónde estaba. Tenía la sensación abrumadora y culpable de que había olvidado algo importante. A tientas pulsó el interruptor y encendió la luz. La pequeña habitación surgió extraña, triste y absurda. ¿Dónde estaba? Los sillones de felpa le miraban disgustados. Todo le miraba con aire frío y desafiador. Se halló ante el espejo y leyó en su rostro lo olvidado. Sí, sabía. Antes no había tenido nunca este rostro, ni estos ojos, ni estas arrugas, ni estos colores. Era un rostro nuevo. Ya le había llamado la atención una vez ante otro espejo, durante la agitada representación de aquel día absurdo. No era su rostro, el rostro bueno, tranquilo y algo tolerante de Friedrich Klein. Era un rostro marcado por el destino con nuevos rasgos, más viejo y también más joven que el anterior, enmascarado y maravillosamente inspirado. A nadie le gustaban tales rostros.
Se hallaba, pues, sentado en la habitación de un hotel en el Sur, con el rostro marcado. En casa dormían los niños que había abandonado. Nunca más les vería dormir, nunca más les vería despertarse, nunca más oiría sus voces. No volvería a beber en el vaso de aquella mesilla de noche, en la que había el periódico de la tarde y un libro junto a la lamparita. Y detrás, en la pared, encima de la cama, las fotografías de sus padres, y todo, todo. En lugar de esto, aquí, en un hotel extranjero, miraba en el espejo la cara triste y angustiada del criminal Klein. Y los muebles de felpa miraban torva y fríamente. Y todo era distinto. Nada estaba en orden. ¡Si su padre hubiese vivido aún!
Desde su juventud Klein no se había abandonado jamás a sus sentimientos de forma tan directa y solitaria, jamás había estado en el extranjero, nunca se había sentido tan desnudo y vertical bajo el sol inexorable del destino. Siempre había estado ocupado en algo, en algo que no era él mismo, siempre había tenido que ocuparse del dinero, del ascenso en la oficina, de la paz en casa, de problemas escolares y de enfermedades infantiles. Siempre le rodeaban los grandes y sagrados deberes del ciudadano, del marido, del padre; había vivido en defensa de éstos y a su sombra, a ellos se había sacrificado y gracias a ellos su vida había cobrado justificación y sentido. Ahora, de repente, pendía desnudo en el universo, solo frente al sol y a la luna; notaba el aire de su alrededor enrarecido y glacial.
¡Y lo extraordinario era que ningún cataclismo le había llevado a esta situación inquietante y muy peligrosa, ningún dios ni ningún diablo, sino él solo, él mismo! Su propia acción le había lanzado aquí, le había colocado en medio de la extraña inmensidad. Todo había nacido y crecido en él mismo, en su propio corazón se había desarrollado el destino: crimen y rebelión, huida de los deberes sagrados, salto al universo, odio a su mujer, fuga, aislamiento y quizá suicidio. Otros podían haber caído también en el mal y el hundimiento por motivos como el fuego o la guerra, por accidente o por mala voluntad de otros. É1, en cambio, el criminal Klein, no podía alegar nada semejante, no podía decir nada, ni hacer responsable a nadie, a lo sumo quizás a su mujer. Sí, ella, en realidad ella podía y debía ser invocada y hecha responsable. Podía señalarla con el dedo si alguna vez se le exigían cuentas.
Creció en él una gran cólera y de pronto le invadió una aglomeración ardiente y mortal de ideas y hechos. Recordó el sueño del automóvil y el golpe que había dado en el vientre de su enemigo.
Lo que ahora recordaba era una sensación o una fantasía, un estado de ánimo raro y morboso, una tentación, una loca veleidad, o como se le quiera llamar. Era la imagen o visión de un terrible acto sangriento que cometía matando a su esposa, a sus hijos y a sí mismo. Ahora, mientras el espejo seguía mostrándole su rostro de criminal marcado y loco, pensaba que varias veces había imaginado este cuádruple asesinato, varias veces, desesperado, había intentado defenderse de esta horrible y absurda visión. Exactamente entonces le parecía que le habían empezado los pensamientos, los sueños y las situaciones inquietantes, que, más tarde, con el tiempo, le habían conducido a la estafa y a su fuga. Tal vez no había sido sólo la descomunal aversión a su mujer y a su vida conyugal la que le había expulsado de casa, sino el miedo de que un día pudiese perpetrar ese horrible crimen: matar a todos, sacrificarles y verles yacer en su propia sangre. Además esta imagen tenía antecedentes. A veces había tenido como un ligero mareo al que uno cree que debe abandonarse. ¡En cambio, la imagen, el asesinato, procedía de una fuente especial! ¡Era incomprensible que no lo viera hasta ahora!
Cuando tuvo por primera vez la idea obsesiva de la muerte de su familia y se horrorizó de esta visión diabólica, le asaltó, no sin cierta ironía, un pequeño recuerdo. Era éste: años atrás, cuando su vida aún era inocente, casi feliz, comentó con sus compañeros el horrible crimen de un maestro de escuela del sur de Alemania, llamado W. (no recordaba exactamente el nombre) que había degollado a toda su familia de una forma terrible y sangrienta y que después se había dado muerte a sí mismo. Se trataba de saber hasta qué punto podía hablarse de responsabilidad en un acto de tal clase y, en general, si se podía comprender y explicar una explosión tan horrible de monstruosidad humana. Él, Klein, se había excitado mucho y se había mostrado extremamente violento con un compañero que intentaba explicar todo asesinato psicológicamente; él sostuvo entonces que ante un crimen tan monstruoso un hombre decente no podía tener más actitud que la indignación y la repugnancia; un hecho de esa naturaleza sólo podía nacer en el cerebro de un demonio, y para un criminal de este tipo ningún castigo, ninguna condena, ninguna tortura era bastante rigurosa ni dura. Aún hoy recordaba perfectamente la mesa a la que estaban sentados y la mirada sorprendida y algo crítica que le habían dirigido los demás compañeros tras este arranque de indignación.
La primera vez que se vio a sí mismo, en una espantosa fantasía, como asesino de los suyos, se estremeció ante la idea y recordó en seguida aquella conversación sobre el parricida W. Y, aunque hubiese querido jurar que entonces había expresado sinceramente sus verdaderos sentimientos, ahora resonaba en su interior una voz espantosa que se mofaba de él y le gritaba: ya entonces, ya entonces, años atrás, en la conversación sobre el maestro W. habías comprendido lo más íntimo de aquella acción, lo habías comprendido y aprobado, y tu violenta indignación y tu excitación se debieron a que lo que había en ti de filisteo e hipócrita no te dejaba admitir la voz del corazón. El terrible castigo y la tortura que deseaste a aquel asesino, y la indignada injuria con que calificaste su acción, en el fondo, iban dirigidos contra ti mismo, contra el germen de crimen que indudablemente llevabas ya entonces. Tu gran excitación en toda aquella conversación, en realidad se debió a que te veías a ti mismo sentado, acusado de un hecho sangriento; intentabas salvar tu conciencia mientras acumulabas acusación y sentencia. Como si, con esta furia contra ti mismo, pudieses castigar o acallar una secreta criminalidad.
Klein había ido lejos con sus pensamientos. Sentía que se trataba de algo importante para él, de su propia vida. Pero resultaba indeciblemente penoso hilvanar y ordenar estos recuerdos y pensamientos. Un estremecedor presentimiento de la última noción, redentora, le produjo cansancio y repugnancia ante su situación. Se levantó, se lavó la cara, anduvo descalzo de un lado para otro hasta que sintió escalofríos y entonces pensó en dormir.
Pero el sueño no acudía. Yacía entregado inexorablemente a sus sensaciones, a sus sentimientos puramente horrendos, dolorosos y humillantes: el odio a su mujer, la compasión para consigo mismo, la perplejidad, la necesidad de explicar, disculpar, consolar. Y como no se le ocurría ningún consuelo y el camino a la comprensión le llevaba, de forma profunda y despiadada, a las más ocultas y peligrosas espesuras de sus recuerdos, y el sueño se negaba a volver, permaneció el resto de la noche en un estado tan horrible como nunca había experimentado. Todos los sentimientos repugnantes que en él luchaban se reunían en un miedo terrible, asfixiante, mortal. Una diabólica pesadilla oprimía su corazón, crecía hasta el límite de lo insoportable. ¡Hacía tiempo que ya sabía lo que era miedo, desde hacía años, desde las últimas semanas! ¡Días! ¡Pero nunca lo había sentido tan aferrado a su garganta! Debía pensar en cosas menos importantes, en una llave olvidada, en la cuenta del hotel; debía crear montañas de preocupaciones y de penosas esperas. El saber si esta sórdida habitacioncilla le costaría más de tres francos y medio por noche y si, en este caso, debía permanecer allí más tiempo, le mantuvo en vilo durante una hora, le hizo sudar y le produjo palpitaciones. Sabía perfectamente que estos pensamientos eran absurdos. Para consolarse se hablaba de forma razonable y tranquilizadora, como a un niño obstinado; contaba con los dedos la total inconsistencia de sus preocupaciones. ¡Pero era en vano, completamente en vano! Tras este querer consolarse y animarse se traslucía más bien algo de mofa sangrienta, de mero aspaviento teatral, como ocurrió con el asesino W. Estaba muy claro que el miedo a la muerte, este horroroso sentimiento de estrangulación, de ser condenado a angustiosa asfixia, no procedía de la preocupación por un par de francos o por algo parecido. Detrás de esto acechaba lo peor, lo más grave. ¿Pero qué? Tenían que ser cosas que tuviesen relación con el sangriento maestro de escuela, con sus propios deseos de asesinar y con todos sus males y trastornos. ¿Pero cómo resolverlo? ¿Cómo hallar el motivo? En su interior no había un solo trozo que no sangrase, que no estuviese enfermo, podrido, hipersensible. Notó que no podría soportarlo mucho tiempo. Si seguía así, noche tras noche, se volvería loco o se suicidaría.
Haciendo un esfuerzo se sentó en la cama e intentó vaciar el sentimiento de su situación para acabar con él. Pero siempre era igual: estaba sentado solo y desamparado, con la cabeza delirante y una presión dolorosa en el corazón, aferrado al miedo a la muerte, enfrentado al destino como un pájaro ante la serpiente, consumido por el temor. El destino —ahora lo sabía— no venía de cualquier parte, nacía en su propio interior. Si no encontraba ningún medio contra él, ya que le devoraba, estaría destinado a verse perseguido paso a paso por el miedo, por este miedo horrible; a verse desposeído de su corazón, paso a paso, hasta llegar al borde de lo que sentía ya cerca.
¡Cómo deseaba poder comprender, quizá sería la salvación! No había llegado ni mucho menos a descubrir su situación hasta el fin ni lo que le había ocurrido. Sabía tan sólo que estaba en el comienzo. Si ahora pudiese hacer un enorme esfuerzo y abarcar, ordenar y reflexionar sobre todo ello con exactitud, quizás encontrase el hilo. Todo cobraría un sentido y una fisonomía, entonces quizá sería soportable. Pero este esfuerzo, este autoanimarse era demasiado para él, era superior a sus fuerzas, sencillamente no podía. Cuanto más esfuerzo hacía por pensar, peor; en lugar de recuerdos y explicaciones sólo hallaba en él agujeros vacíos, no se le ocurría nada y, en cambio, le perseguía otra vez el miedo torturante; quisiera haber olvidado lo importante. Se inquietó y rebuscó en sí mismo, como un viajero nervioso que revuelve todas sus bolsas y maletas en busca del billete que quizá tiene en el sombrero o en la mano. ¿Pero cuál era el remedio, él quizá?
Antes, hacía una hora, o tal vez más, ¿no había pensado algo, no había hecho algún descubrimiento? ¿Qué había sido, qué? Estaba lejos y no lo volvía a encontrar. Desesperado, se dio un puñetazo en la frente. ¡Dios del cielo, déjame encontrar la llave! ¡No me dejes perecer así, de forma tan miserable, tan estúpida, tan triste! Hecho trizas, como nubes en plena tormenta, todo su pasado huía de él, millones de imágenes, mezcladas y superpuestas, que recordaban algo de forma desfigurada y burlona. ¿Qué? ¿Qué?
De pronto encontró el nombre de «Wagner» en sus labios. ¡Qué inconscientemente pronunció: «Wagner, Wagner»! ¿De dónde procedía este nombre? ¿De qué pozo? ¿Qué quería? ¿Quién era Wagner? ¿Wagner?
Se aferró al nombre. Por fin tenía una tarea, un problema que era preferible que flotar en lo amorfo. Así pues, ¿quién es Wagner? ¿Qué importa Wagner? ¿Por qué mis labios, los deformados labios de mi rostro de asesino, pronuncian ahora, de noche, el nombre de Wagner? Se calmó. Se le ocurrieron toda clase de cosas. Pensó en Lohengrin y en la relación poco clara que tenía con el músico Wagner. A los veinte años le había gustado apasionadamente. Más tarde su entusiasmo se enfrió y con el tiempo le había encontrado una serie de objeciones y reparos. Había criticado mucho a Wagner y quizás esta crítica no estaba dirigida tanto contra el propio Richard Wagner, como contra su propia admiración por él. ¿Había caído de nuevo en la trampa? ¿Había vuelto a mentir, un pequeño embuste, una inmundicia? Sí, aparecían una tras otra. ¡La intachable vida del empleado y esposo Fiedrich Klein no había sido completamente impecable, completamente limpia, a cada paso había algo que ocultar! Sí, de acuerdo, lo mismo había pasado con Wagner. Friedrich Klein había jugado y odiado duramente al compositor Richard Wagner. ¿Por qué? Porque Friedrich Klein no podía perdonarse que de joven hubiese estado loco por este mismo Wagner. Porque juventud, exaltación y Wagner, todo, le recordaba penosamente lo perdido, porque se había dejado atrapar por su mujer a la que no amaba, o no mucho, no lo bastante. ¡Ah, y tal como procedía contra Wagner, el empleado Klein también lo hacía con muchas otras personas y cosas! ¡Era un buen hombre el señor Klein, y tras su honradez sólo escondía suciedad y porquería! ¡Ah, si quisiera ser honrado, cuántos pensamientos secretos hubiera tenido que ocultarse! ¡Cuántas miradas a chicas bonitas por la calle, cuánta envidia a las parejas de enamorados que encontraba cuando se dirigía de la oficina hacia su mujer, a casa! Y luego la idea de asesinato. Y el odio, también válido para él, contra aquel maestro de escuela...
De repente se estremeció. ¡Otra cosa que encajaba! ¡El maestro de escuela y asesino también se llamaba Wagner! ¡Aquí estaba el meollo! Wagner, así se llamaba aquel siniestro, aquel loco asesino que había liquidado a toda su familia. ¿Toda su vida había estado tal vez ligada a ese Wagner? ¿No le había seguido por doquier esta sombra maldita? Ahora, gracias a Dios, había vuelto a encontrar el hilo. Sí, en otros tiempos, en los buenos tiempos ya lejanos, había echado pestes, se había indignado y encolerizado contra ese Wagner y le había deseado los mayores castigos. Y después, sin embargo, él mismo, sin pensar más en Wagner, había tenido los mismos pensamientos y había visto varias veces, en sueños, cómo mataba a su mujer y a sus hijos.
¿Y no era realmente comprensible? ¿No era eso? ¿No se podía concluir fácilmente que la responsabilidad ante la existencia de los hijos era insoportable, tan insoportable como la propia esencia y existencia que uno sentía como error, culpa y tortura?
Suspirando abandonó este pensamiento. Ahora le parecía completamente seguro que, cuando conoció por primera vez aquel homicidio wagneriano, ya entonces lo había comprendido y aprobado en su interior, aprobado naturalmente sólo como posibilidad. Ya entonces, cuando aún no se sentía desgraciado ni su vida estaba frustrada, ya entonces, años atrás, cuando aún le parecía querer a su mujer y creía en su amor, ya entonces en su fuero interno había comprendido al maestro de escuela Wagner y había estado secretamente de acuerdo con su acción. Todo lo que dijo y opinó entonces había sido sólo la opinión de su mente, no de su corazón. Su corazón —aquella raíz íntima, origen del destino— había tenido siempre otra opinión, había comprendido y aprobado el crimen. Siempre habían existido dos Friedrich Klein, uno visible y otro oculto, uno empleado y otro criminal, uno padre de familia y otro asesino.
Pero en aquella época había estado de parte del «mejor» yo, del empleado y persona decente, del esposo honorable y ciudadano honrado. Nunca había aceptado la secreta opinión de su interior, nunca le había conocido. ¡Y, sin embargo, esta voz interior le había guiado sin darse cuenta y le había convertido finalmente en fugitivo e infame!
Agradecido, se aferraba a estas ideas. Había un poco de lógica, algo de razón. Pero no le bastaba, lo importante seguía siendo oscuro. Había conseguido una cierta claridad, una cierta verdad. Y lo que importaba era la verdad. ¡Si al menos no volviese a perder el hilo!
Delirando, agotado, en inquieto duermevela, entre el pensamiento y el sueño, volvió a perder el hilo por centésima vez y por centésima vez lo volvió a encontrar. Hasta que amaneció y el ruido de la calle penetró por la ventana.

2

Por la mañana Klein recorrió la ciudad. Pasó ante un hotel con un jardín que le gustó, entró, vio las habitaciones y alquiló una. Sólo al regresar miró el nombre de la casa y leyó: Hotel Continental. ¿No le era familiar este nombre? ¿No lo había oído antes? ¿Igual que Hotel Milán? De todas formas, pronto renunció a esforzarse. Se sentía satisfecho en la atmósfera de libertad, de juego y de propia importancia que parecía invadir su vida.
Poco a poco volvía el encanto de ayer. Era estupendo estar en el Sur, pensó con alivio. Había sido una buena decisión. Sin todo esto, sin el adorable y general encanto, sin este tranquilo vagar y poder olvidarse de uno mismo, hubiera estado prisionero, hora tras hora, de la temible fuerza de los pensamientos. Se hubiera desesperado. En cambio, así lograba vegetar durante horas con un agradable cansancio, sin obsesiones, sin miedo, sin pensar. Esto le hacía bien. Era formidable que existiese este Sur y que él se lo hubiese prescrito. El Sur aligeraba la vida. Consolaba. Aturdía.
También ahora, a pleno día, el país le parecía inverosímil y fantástico, las montañas estaban tan cerca, eran tan escarpadas, tan altas, como si las hubiese inventado un pintor algo excéntrico. Pero todo lo próximo y pequeño era bonito: un árbol, un pedazo de orilla, una casa de alegres y bonitos colores, una tapia, un pequeño trigal bajo unos sarmientos, pequeño y cuidado como un jardín. Todo era agradable y simpático, alegre y expansivo, respiraba salud y confianza. Uno podía amar este pequeño, simpático y cómodo país, con sus risueñas personas. Poder amar algo, ¡qué alivio!
Con la apasionada voluntad de olvidar y perderse, arrastrando aún su sufrimiento, flotó huyendo del acechante sentimiento de angustia. Se entregó a aquel mundo desconocido. Vagó por el campo, por la amable tierra de campesinos, cultivada con esmero. No le recordó el campo y el campesino de su patria; pensó en Hornero y en los romanos; halló algo de antiguo, refinado y, sin embargo, primitivo, una inocencia y madurez que el Norte no tiene. Las pequeñas capillas y las imágenes de santos, pintadas y medio desnudas, que los niños adornan con flores campestres y que abundan por los caminos, le pareció que tenían el mismo sentido y que surgían del mismo espíritu que los templetes y santuarios de los antiguos que en cada bosquecillo, manantial y montaña veneraban a la divinidad, y cuya alegre religiosidad olía a pan, a vino y a salud. Regresó a la ciudad, recorrió arcadas resonantes, se agotó sobre el áspero empedrado, miró con curiosidad tiendas abiertas y talleres, compró periódicos italianos sin leerlos y finalmente, cansado, fue a parar a un magnífico parque junto al lago. Por allí paseaban bañistas que se sentaban a leer en los bancos. Viejos y enormes árboles se inclinaban, como enamorados de su reflejo, sobre el agua verdeoscura, cubriéndola. Había plantas increíbles, zumaques, alcornoques y otras rarezas arrogantes o tímidas, o llorosas junto a la orilla llena de flores. Y en la otra orilla, a lo lejos, flotaban luces blancas y rosadas de aldeas y caseríos. Se sentó en un banco, meditabundo, y cuando estaba a punto de adormilarse, le despertó un andar firme y elástico. Con botas altas pardorrojizas, con falda corta sobre finas medias caladas, pasó una mujer, una muchacha fuerte, firme, muy erguida y provocadora, elegante, altiva, un rostro frío con los labios pintados y un pelo alto y tupido de un amarillo claro, metálico. Su mirada le rozó un segundo al pasar. Una mirada segura y escrutadora, como la del portero y la del botones en el hotel; y siguió adelante indiferente.
Es verdad —pensó Klein—, ella tiene razón. No soy una persona en quien fijarse. Una mujer así no le mira a uno. Sin embargo, en el fondo le dolió su mirada corta y fría, se consideraba tasado y desdeñado por alguien que sólo veía superficie y fachada, y de la profundidad de su pasado le salían aguijones y armas para defenderse contra ella. Ya había olvidado que un vistazo le había cautivado y que su fino pie, su andar elegante y seguro, su tersa pierna con finas medias de seda le habían hecho feliz. Se había extinguido el olor de su vestido y el fino perfume que recordaba su pelo y su piel. Se había desmenuzado el hálito de sexo y de posibilidad de amor que le había rozado. En su lugar llegaba un tropel de recuerdos. ¡Cuántas veces había visto a seres así, jóvenes, personas seguras y provocadoras, prostitutas o mujeres frívolas! ¡Cuántas veces le había molestado su desvergonzada provocación, le había irritado su seguridad, le había repugnado su frío y brutal exhibicionismo! ¡Muchas veces, de paseo o en restaurantes de la ciudad, había compartido la indignación de su mujer contra tales mujeres poco femeninas y medio prostitutas! Extendió las piernas malhumorado. ¡Aquella mujer le había estropeado su buena disposición! Se sentía enojado, irritado y dañado; sabía que si la del pelo rubio volvía a pasar y le volvía a examinar, entonces él enrojecería y se consideraría insuficiente e inferior con su traje, su sombrero, sus zapatos, su cara, pelo y barba. ¡Al diablo! ¡Aquel pelo rubio! Era falso, en ninguna parte del mundo había un cabello tan rubio. Además iba pintada. ¡Cómo podía una persona prestarse a pintarse así la cara! Tales personas iban por el mundo como si les perteneciese, poseían porte, seguridad, insolencia; estropeaban la alegría de las personas decentes.
Con los sentimientos de repugnancia, enojo y confusión, volvía a hervir un torrente de pasado, y de pronto una idea: ¡piensas en tu mujer, le das la razón, te subordinas de nuevo a ella! Por un instante le desbordó el sentimiento: soy un asno; me sigo contando entre las «personas decentes» y ya no lo soy; pertenezco, como aquella rubia, a un mundo que ya no es mi mundo anterior ni un mundo decente. En mi mundo de ahora ya no significan nada decente o indecente, cada uno intenta vivir para sí su dura vida. Sintió por un momento que su desprecio por la rubia era tan superficial y falso como su antigua indignación contra el maestro de escuela, el asesino Wagner, y también como su aversión por el otro Wagner cuya música le pareció demasiado sensual en otra época. Por unos instantes su pensamiento oculto, su yo extraviado, abrió los ojos y le dijo con su mirada penetrante que toda la indignación, todo el disgusto, todo el desprecio eran un error y una niñería, y recaían sobre el pobre ser indignado y desdeñoso.
Este sapientísimo buen sentido también le dijo que él, aquí, estaba ante otro misterio cuya interpretación era importante para su vida, que aquella prostituta o dama de mundo, que aquel aroma de elegancia, seducción y sexo, no le eran de ninguna manera antipáticos ni ofensivos; que se había imaginado e impuesto tales juicios por miedo al animal o al demonio que podía descubrir en él, si alguna vez liberaba su moral y civismo de trabas y disfraces. Fulminantemente le estremeció algo parecido a la risa, una risa burlona; en seguida calló. Volvió a vencer la angustia. Era inquietante comprobar cómo cada despertar, cada excitación, cada pensamiento le herían infaliblemente donde era más débil y sensible al sufrimiento. De nuevo se hallaba en medio de este sentimiento: se trataba de su vida fracasada, de su mujer, de su crimen, de su desesperación ante el futuro. Volvió el miedo, el sapientísimo Yo se hundió como un suspiro que nadie oye. ¡Oh, qué tormento! ¡No, la rubia no tenía la culpa! Y todo lo que había sentido contra ella no le dolía a ella, sino a él mismo.
Se levantó y echó a andar. Muchas veces había creído que llevaría una vida bastante solitaria, y con cierta vanidad se había atribuido una filosofía de la resignación; entre los amigos, además, pasaba por un erudito, un lector y un esteta. ¡Dios mío, nunca había estado solo! Había hablado con los compañeros, con su mujer, con los niños, con toda la gente posible; los días pasaban y las preocupaciones se hacían soportables. E incluso cuando había estado solo, no había sido una auténtica soledad. Tenía las opiniones, los miedos, las alegrías, los consuelos de muchos, de todo un mundo. Siempre había existido comunidad alrededor y dentro de él; e incluso en la soledad, en la desgracia y en la resignación siempre había pertenecido a un grupo y a una multitud, a una asociación protectora, al mundo de los decentes, de los formales y de los honrados. Ahora, en cambio, ahora probaba la soledad. Todas las flechas caían sobre él, todos los motivos de consuelo resultaban absurdos, toda evasión ante el miedo le trasladaba al mundo con el que había roto y que le había destrozado, derribado. Todo lo que había de bueno en su vida ya no existía. Debía buscarlo en sí mismo, nadie le ayudaría. ¿Y qué hallaba en sí mismo? ¡Ah, desorden y desequilibrio!-
Un automóvil, al que dejó pasar, desvió sus pensamientos, les dio nuevos elementos; sintió vacío y vértigo en su atormentado cerebro. «Automóvil», pensó o dijo, y no sabía qué significaba. Cerrando los ojos un instante en una sensación de flaqueza, volvió a ver una imagen que parecía conocida, que recordaba, que proporcionaba nueva sangre a sus pensamientos. Se vio sentado en un coche, al volante. Era un sueño que había tenido alguna vez. Había derribado al conductor y se había apoderado del volante; había sido una especie de liberación y de triunfo. En alguna parte existía un alivio difícil de encontrar. Pero existía. Existía, aunque sólo fuese en la fantasía o en el sueño, la benéfica posibilidad de conducir completamente solo su coche, de arrojar burlonamente del coche a cualquier otro conductor. Y, aunque el coche diese saltos, subiese a las aceras, chocase contra casas y contra personas, era, sin embargo, delicioso y mucho mejor que viajar con un chófer desconocido, mucho mejor que seguir siendo un niño eternamente. ¡Un niño! Tenía que reír. Recordó que de niño había maldecido y odiado su nombre, Klein . Ahora ya no se llamaba así. ¿No era importante, una alegría, un símbolo? Había dejado de ser pequeño; ahora ya no le llevaban otros.
En el hotel, con la comida bebió un buen vino suave que encargó al azar y cuyo nombre retuvo. Había pocas cosas que le ayudasen a uno, pocas que consolasen y aligerasen la vida; era importante conocer estas pocas cosas. Este vino era una de ellas; el aire y el país meridionales eran otras. ¿Qué más? ¿Existían más? Sí, la meditación también era consoladora, le hacía bien a uno y le ayudaba a vivir. ¡Pero no cualquier forma de pensar! ¡Oh no! Existía un pensar que era tortura y desvarío. Existía un pensar que revolvía dolorosamente lo inmutable y sólo conducía al hastío, al miedo y a la saciedad de la vida. Había otro pensar que uno debía buscar y aprender. ¿Era en realidad un pensar? Era una situación, un estado interior que duraba sólo unos instantes y que una intensa voluntad de pensar sólo conseguía destruirlo. En esta situación, deseable, uno tenía ideas, recuerdos, visiones, fantasías, conocimientos de diversa índole. El sueño del automóvil era de esta clase, de esta buena y reconfortante clase, como el súbito recuerdo del asesino Wagner y de aquella conversación que había tenido años atrás sobre él. También lo era la extraña idea con el nombre de Klein. Con estos pensamientos, con estas ideas el miedo y el atroz malestar eran sustituidos por una seguridad resplandeciente; era entonces cuando todo estaba bien, la soledad era fuerte y orgullosa, se dominaba el pasado, las horas próximas no conocían el espanto.
¡Tenía que conseguir estos pensamientos, comprender, aprender! Estaba salvado si conseguía encontrar en sí mismo pensamientos de aquella clase, cultivarlos y provocarlos. Meditaba. No sabía cómo se había deslizado por la tarde; las horas se le fundieron como en sueños y quizá durmió realmente. Sus pensamientos giraban continuamente alrededor de aquel misterio. Reflexionaba mucho y con gran esfuerzo sobre su encuentro con la rubia. ¿Qué significaba ella? ¿Cómo podía ser que este fugaz encuentro, el rápido cruce de una mirada con una mujer desconocida, bonita, pero que le había sido antipática, se convirtiese durante muchas horas en fuente de pensamientos, de sensaciones, de excitaciones, recuerdos, mortificaciones, acusaciones? ¿Cómo podía ser? ¿Les pasaba también a los demás? ¿Por qué durante un minúsculo instante le había encantado la figura, el andar, las piernas, los zapatos y las medias de la rubia? ¿Por qué le había desilusionado tanto su fría mirada calculadora? ¿Por qué esta fatal mirada no sólo le había decepcionado y despertado del corto hechizo erótico, sino que también le había ofendido, indignado y rebajado ante sí mismo? ¿Por qué había lanzado al aire, contra esta mirada, palabras en voz alta y recuerdos que pertenecían a su pasado, palabras que ya no tenían ningún sentido, argumentos en los que ya no creía? Había pronunciado juicios de su mujer, palabras de sus compañeros, pensamientos y opiniones de su antiguo Yo, del ex ciudadano y empleado Klein, contra aquella dama rubia y contra su mirada antipática; había necesitado justificarse con todos los medios imaginables frente a esta mirada y había tenido que reconocer que sus medios no eran más que viejas monedas que ya no valían. ¡Y de todas estas largas y penosas reflexiones únicamente le había quedado congoja, inquietud y el triste sentimiento de la propia culpa! Pero por un sólo momento había vuelto a sentir aquel estado tan deseado; interiormente había expulsado por un instante todas aquellas reflexiones penosas de su cabeza y había sabido. Durante unos segundos había sabido: mis pensamientos sobre la rubia son estúpidos e indignos, el destino está sobre ella como sobre mí, Dios la quiere como me quiere a mí.
¿De dónde procedía aquella voz benévola? ¿Dónde podía uno encontrarla, atraerla de nuevo, en qué rama se asentaba aquella rara y huraña ave? Esta voz decía la verdad y la verdad era alivio, cura, refugio. Esta voz surgía cuando uno estaba a solas con el destino en el corazón y se amaba a sí mismo; era la voz de Dios o era la voz del propio, del verdadero Yo interior, más allá de todas las mentiras, disculpas, comedias.
¿Por qué no podía oír siempre esta voz? ¿Por qué la verdad se le escurría como un espectro que sólo puede verse fugazmente y que desaparece en cuanto se le mira directamente? ¿Por qué veía esta puerta de la fortuna abierta y, en cambio, cuando quería entrar se cerraba?
Al despertarse de un ligero sueño, cogió un librito de Schopenhauer que estaba sobre la mesa y que casi siempre le acompañaba en los viajes. Lo abrió y leyó una frase: «Cuando miramos hacia atrás el camino recorrido, y pensamos especialmente, aunque no siempre lo comprendemos, cómo hemos podido hacer esto o dejar de hacer aquello, parece como si una fuerza extraña hubiese guiado nuestros pasos. Goethe dice en Egmont: el hombre cree guiar su vida, dirigirse él mismo, y su interior es arrastrado irresistiblemente hacia su destino». ¿No había algo que le interesaba a él? ¿Algo que estaba relacionado íntimamente con sus actuales pensamientos? Siguió leyendo ansioso, pero no encontró nada más; las líneas y las páginas siguientes le dejaron indiferente. Dejó el libro, cogió el reloj de bolsillo y lo encontró parado; se levantó y miró por la ventana, parecía anochecer. Se sintió algo fatigado, como después de un duro esfuerzo mental, pero no extenuado de forma desagradable e infructuosa, sino cansado de forma inteligente, igual que si hubiera hecho un trabajo satisfactorio. He dormido una hora más, pensó, y se colocó ante el armario de luna para peinarse. ¡Se sentía extrañamente libre y bien, y en el espejo se vio sonreír! Su pálido rostro fatigado, que desde hacía mucho tiempo sólo veía demudado, rígido y enajenado, mantenía una suave y amable sonrisa. Maravillado sacudió la cabeza y se sonrió a sí mismo. Bajó al restaurante donde ya se cenaba en algunas mesas. ¿No hacía un momento que había comido? Daba igual, tenía muchas ganas de volver a hacerlo en seguida y encargó una buena comida tras consultar al camarero.
—¿El señor quiere ir quizás esta noche a Castiglione? —le preguntó el camarero al servirle la comida—. Va una lancha del hotel.
Klein le dio las gracias meneando negativamente la cabeza. No, tales actividades del hotel no eran para él. ¿Castiglione? Ya había oído hablar de ello. Era un lugar de diversión con una casa de juego, algo parecido a un pequeño Montecarlo. Santo Dios, ¿qué tenía que hacer él allí?
Mientras le traían el café, cogió una pequeña rosa blanca del jarrón de cristal que tenía delante y se la puso en el ojal. De una mesa cercana le llegó el aroma de un cigarro recién encendido. Exacto; él también quería fumar un buen cigarro.
Luego se paseó indeciso por delante del edificio. Le hubiera gustado volver a aquel rincón rústico, donde la noche pasada había experimentado por vez primera la dulce realidad del Sur en el canto de la italiana y en la danza chispeante de la luciérnaga. Pero se dirigió al parque, junto al agua tranquila y oscura, junto a los árboles exóticos. Si volvía a encontrar a la dama del pelo rubio, ya no le enojaría ni avergonzaría su mirada fría. ¡Por lo demás, cuán inimaginablemente largo había sido el día! ¡En este Sur ya se sentía como en su propia casa! ¡Cuánto había vivido, pensado, experimentado!
Paseó por una calle, envuelto en una suave brisa de noche veraniega. Mariposas nocturnas giraban frenéticamente alrededor de los faroles encendidos, personas diligentes cerraban tarde sus negocios y colocaban barras de hierro delante de las tiendas, muchos niños retozaban todavía y correteaban por entre las pequeñas mesas del bar, donde se bebía café y limonada, en plena calle. Una imagen de la Virgen en una hornacina sonreía a la luz de unas velas encendidas. También en los bancos junto al lago había vida, se reía, se discutía, se cantaba y sobre el agua flotaban barcas con remeros en mangas de camisa y muchachas con blusas blancas.
Klein halló fácilmente el camino del parque, pero el portalón estaba cerrado. Más allá de la verja de hierro estaban las silenciosas tinieblas del arbolado, extrañas y llenas de noche y de sueño. Miró hacia dentro largo rato. Luego sonrió; sólo entonces supo el secreto deseo que le había empujado a aquel lugar, frente a la puerta de hierro cerrada. No importaba. Prescindiría del parque.
Se sentó tranquilamente en un banco junto al lago y se quedó mirando el pueblo flotante. A la clara luz de un farol desdobló un periódico italiano e intentó leer. No lo comprendía todo, pero le divertía cada frase que podía traducir. Poco a poco, pasando por alto la gramática, empezó a fijarse en el sentido y, con cierta sorpresa, encontró que el artículo era un insulto violento y furioso contra su pueblo y su patria. ¡Qué raro es todo esto!, pensó. ¡Los italianos escribían sobre su pueblo igual como los periódicos de su país habían hecho siempre sobre Italia, tan sentenciosos, tan indignados, tan infaliblemente convencidos de la propia justicia y de la injusticia extranjera! También resultaba curioso que este periódico, con su odio y su cruel diatriba, no lograse indignarle ni enfurecerle. ¿O sí? No. ¿Para qué indignarse? Todo ello constituía la manera de ser y de hablar de un mundo al que ya no pertenecía. Podía ser el mundo bueno, el mejor, el justo; pero ya no era el suyo.
Dejó el periódico sobre el banco y siguió andando. En un jardín cientos de luces de colores brillaban sobre rosales densamente florecidos. La gente entraba, él la siguió; una taquilla, camareros, una pared con anuncios. En medio del jardín había una sala sin paredes, sólo un gran toldo del que colgaban innumerables lámparas multicolores. Muchas mesas medio ocupadas llenaban la sala al aire libre; al fondo resplandecía un pequeño tablado de colores llamativos: plata, verde y rosa. Al pie del escenario estaban sentados los músicos, una pequeña orquesta. En la cálida noche multicolor la flauta respiraba de forma rápida y clara, el oboe sonaba intenso y túrgido, el violoncelo sombrío y cálido. En el escenario un hombre cantaba arias cómicas; su pintada boca reía con rigidez; en su cabeza calva y afligida relucía la abundante luz.
Klein no había buscado nada semejante. Sintió cierta decepción y la vieja timidez de sentarse solo entre una multitud alegre y elegante; le pareció que el espectáculo artístico encajaba mal en la noche perfumada. Se sentó, sin embargo. Al poco rato la luz de tantas bombillas multicolores se amortiguó, flotando como un velo mágico sobre la sala al aire libre. La musiquilla se inflamaba tierna e íntimamente, mezclada con el perfume de tantas rosas. La gente estaba sentada, apacible y engalanada, con un buen humor sosegado; sobre tazas, botellas y copas de helado flotaban rostros brillantes, en un dulce halo, bañados por la suave luz multicolor. Resaltaban los tornasolados sombreros femeninos y los helados amarillos y rosas, así como los vasos con refrescos rojos, verdes y amarillos.
Nadie escuchaba al cómico. El pobre viejo seguía indiferente y solitario sobre su escenario y cantaba lo que había aprendido; la deliciosa luz caía sobre su pobre figura. Terminó su canción y pareció contento de poder marcharse. En las primeras mesas aplaudieron dos o tres personas. El cantante se retiró y en seguida apareció en la sala. Atravesó el jardín y tomó asiento en una de las primeras mesas, junto a la orquesta. Una joven dama le ofreció un vaso de agua de Seltz; para ello se levantó un poco y Klein la miró. Se trataba de la desconocida del pelo rubio.
Entonces, en alguna parte, sonó con estridencia un timbre largo, se produjo un movimiento en la sala. Muchas personas salieron sin sombrero y sin abrigo. También la mesa próxima a la orquesta se vació; la rubia salió con los demás; su pelo brillaba en el resplandor del jardín. En la mesa sólo quedó el viejo cantante. Klein tuvo un arranque y se dirigió hacia él. Saludó amablemente al viejo que sólo inclinó la cabeza.
—¿Puede decirme qué significa ese timbre? —preguntó Klein.
—Es el descanso —contestó el cómico.
—Y ¿adonde se ha marchado toda la gente?
—A jugar. Ahora hay media hora de pausa y mientras tanto se puede jugar, al otro lado, en el Kursaal.
—Gracias. No sabía que aquí también había una casa de juego.
—No vale la pena. Sólo es para niños, la mayor apuesta es de cinco francos.
—Muchas gracias.
Saludó con el sombrero y se dio la vuelta. Le pareció que podía preguntarle al viejo sobre la rubia. La conocía. Vaciló con el sombrero en la mano. Luego volvió a su sitio.
¿Qué es lo que quería en realidad? ¿Qué le importaba ella? Sintió que, a pesar de todo, le importaba. Sólo era timidez, cierta ilusión, una inhibición. Una ligera ola de malhumor creció en él, una tenue nube que se cernía pesada; ahora volvía a ser tímido, esclavo; y se sentía enojado consigo mismo. Era mejor que se marchara a casa. ¿Qué hacía aquí, entre gente tan alegre? No era como ellos.
Le molestó que el camarero le presentase la cuenta. Se enfadó.
—¿No puede esperar a que le llame?
—Perdone, pensé que el señor quería marcharse. A mí nadie me reembolsa si un cliente se larga.
Le pagó la bebida y dejó una buena propina.
Cuando abandonaba la sala, vio que la rubia regresaba del jardín. Esperó y la dejó pasar junto a él. Caminaba erguida, con energía y, al mismo tiempo, ligera como si ándase sobre plumas. Su mirada le rozó, fría, sin reconocerle. Él vio su rostro claramente iluminado, un rostro tranquilo e inteligente, firme y pálido, un poco indiferente, la boca pintada de color rojo-sangre, los ojos grises muy vigilantes, una bella oreja bien modelada en la que brillaba una piedra alargada de color verde. Llevaba un vestido de seda blanco, su cuello esbelto se hundía en sombras opalinas y estaba adornado con una fina cadena de piedras verdes.
La miró interiormente excitado y con cierta impresión discrepante de nuevo. Había en ella alga que seducía, que hablaba de dicha y de ternura, que olía a carne y a cabello, a cuidada belleza. Pero, al mismo tiempo, había algo que repugnaba, que parecía injusto, que anunciaba desengaño. Era la vieja timidez, inculcada y largamente cultivada en su vida ante lo que él creía femenino, ante la consciente exhibición de lo bello, ante el abierto recuerdo del sexo y de la lucha amorosa. Sintió que la disonancia residía en sí mismo. Volvía a Wagner, volvía el mundo de lo bello, pero sin orden ni disciplina, el mundo del viajero, sin disimulo, sin timidez, sin mala conciencia. Había un enemigo dentro de él que le negaba el paraíso.
En la sala los camareros habían cambiado las mesas de sitio y habían dejado un espacio libre en el centro. Parte del público no había regresado.
«Quédate», le gritó un deseo de hombre solitario. Presintió qué noche le esperaba si regresaba en seguida. Una noche como la anterior, posiblemente peor. Dormiría poco, con pesadillas, desesperación y mortificación, además de la voz del instinto, el recuerdo de la cadena de piedras verdes sobre el pecho blanco, color perla. Quizás había llegado pronto, demasiado pronto, el instante en que la vida ya no puede soportarse. Y él sentía apego a la vida, bastante. Sí, era cierto. ¿Hubiera estado aquí de lo contrario? ¿Hubiera dejado a su mujer, hubiera quemado las naves tras él, hubiera empleado todo el dispositivo maligno, todas esas heridas en su propia carne, y, en fin, hubiera viajado hasta el Sur, si no tuviese apego a la vida, si no hubiese en él deseo y futuro? ¿No lo había sentido hoy de forma clara y maravillosa, al beber el buen vino, ante el portal cerrado del parque, en el banco junto al muelle?
Se quedó y encontró sitio en una mesa junto a la del cantante y la rubia. Había allí seis personas, con ella siete, y era evidente que se sentían como en su casa, que formaban parte de este espectáculo y de esta fiesta. Les miraba continuamente. Entre ellos y los parroquianos de este jardín había familiaridad; la gente de la orquesta también les conocía, iban y venían de su mesa, gastaban bromas, tuteaban al camarero y le llamaban por su nombre. Se hablaba alemán, italiano y francés mezclados.
Klein contemplaba a la rubia. Ella seguía seria y fría, aún no la había visto reír, su rostro parecía invariable. Notaba que los de su mesa la respetaban, hombres y mujeres le hablaban en un tono de amistosa consideración. Oyó su nombre: Teresina. Pensó si era guapa, si realmente le gustaba. No pudo decirlo. Eran indudablemente bellos su porte y su figura, incluso extraordinariamente bellos, su postura en la silla y el movimiento de sus manos muy cuidadas. En cambio, en su rostro y en su mirada le preocupaba e irritaba la tranquila frialdad, la seguridad y la calma del semblante, su rigidez de máscara. Parecía una persona que tiene su propio cielo y su propio infierno, que nadie puede compartir con ella. En esta alma que parecía muy dura, áspera y quizás orgullosa, e incluso mala, en esta alma también debían arder el deseo y la pasión. ¿Qué clase de sensaciones buscaba, cuáles le gustaban y cuáles rehuía? ¿En qué consistían sus debilidades, sus angustias, su secreto?
¿Qué aspecto tenía cuando reía, cuando dormía, cuando lloraba, cuando besaba?
¿Por qué desde mediodía ella ocupaba sus pensamientos, por qué había de observarla, estudiarla, temerla, enfadarse con ella sin saber siquiera si le gustaba?
¿Quizás era su meta y su destino? ¿Le atraía hacia ella una fuerza secreta igual como le había atraído al Sur? ¿Un instinto innato, una línea del destino, un eterno impulso inconsciente? ¿Su encuentro con ella estaba predestinado? ¿Sucedía fatalmente?

Con gran esfuerzo oyó, entre la charla de varias voces, un fragmento de su conversación. Oyó que ella decía a una bonita joven flexible y elegante, de ondulado pelo negro y cara tersa: «Quisiera jugar otra vez de verdad, no aquí que sólo ganas para bombones, sino en Castiglione o en Montecarlo.» Y después, a la respuesta de su interlocutora, añadía: «No, usted no sabe en absoluto lo que es. Tal vez no sea hermoso, ni inteligente, pero es irresistible.»
Ahora sabía algo de ella. Le complacía haberla espiado y sorprendido. Por una pequeña ventana iluminada, él, el extranjero, había podido lanzar una breve mirada observadora & su alma desde fuera, como un centinela. Ella tenía deseos. Estaba atormentada por el deseo de algo que era excitante y peligroso, de algo en lo que uno podía perderse. Le gustaba saberlo. ¿Y qué pasaba con Castiglione? ¿No había oído hoy hablar de ello? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Era igual, ahora no podía pensar. Tal como ya le había pasado varias veces en estos extraños días, había tenido la sensación de que todo lo que hacía, oía, veía y pensaba, estaba lleno de dependencia y de necesidad, de que un guía le conducía, de que largas y lejanas series causales producían efecto. Eso estaba bien.
De nuevo le recorrió una sensación de felicidad, una sensación de tranquilidad y de seguridad espiritual, que resultaba maravillosamente deliciosa para quien conoce el temor y el miedo. Recordó una conversación de su adolescencia. Los muchachos de la escuela habían hablado entre ellos de cómo hacían los equilibristas para poder andar sobre la maroma tan seguros y sin miedo. Y uno había dicho: «Si trazas una raya con tiza en el suelo de la habitación, resulta exactamente tan difícil andar sobre esta raya como hacerlo sobre la maroma más delgada. Y uno lo hace tranquilamente porque no existe ningún peligro. Si te imaginas que es una simple raya de tiza y el aire el suelo, entonces puedes andar seguro sobre cualquier maroma.» Aquello le gustó. ¡Qué bonito era! ¿En él no era al revés? ¿No le sucedía a él que ya no podía andar tranquilo ni seguro sobre ningún suelo llano porque lo tomaba por una maroma?
Interiormente estaba contento de que pudieran ocurrírsele tales cosas reconfortantes, de que yacieran en él y aparecieran de vez en cuando. Uno llevaba en su propio interior lo que importaba; nadie podía ayudarle desde fuera. Uno lo podía todo si no estaba en guerra consigo mismo, si vivía con amor y confianza en sí mismo. Entonces no sólo podía bailar sobre la maroma, sino que también podía volar.
Por un momento, olvidándolo todo, introdujo estas sensaciones en las blandas y escabrosas sendas del alma tanteando en sí mismo, como lo haría un cazador o explorador; había apoyado la cabeza en su mano, con aire ausente. En aquel instante vio a la rubia y ésta le miró. Su mirada no se detuvo mucho rato, pero él se fijó atentamente en su cara y cuando ella le devolvió la mirada, sintió algo de estima, algo de interés e incluso de simpatía en ella. Esta vez su mirada no le hizo daño, no le dolió. Esta vez notó que ella le veía a él, no su traje y sus modales, su peinado y sus manos, sino lo verdadero, lo misterioso de él, lo único, lo divino, el destino. Se arrepintió de todas las cosas amargas y desagradables que había pensado de ella. Pero no, no había nada de que disculparse. Todas las cosas desagradables y disparatadas que había pensado y sentido contra ella habían sido golpes contra él mismo, no contra ella. No, estaba bien así.
De pronto le sobresaltó la música que empezaba de nuevo. La orquesta entonó un baile. Pero la escena seguía vacía y oscura, mientras las miradas de los espectadores se dirigían al cuadro vacío que había entre las mesas. Adivinó que se iba a bailar.
Al alzar la vista vio que en la mesa contigua se levantaban la rubia y un elegante joven imberbe. Se rió de sí mismo cuando se dio cuenta de que también sentía hostilidad contra aquel joven que poseía —a regañadientes lo admitió— elegancia, buenos modales y un pelo y un rostro bellos. El joven ofreció su mano a la muchacha y la llevó al espacio vacío. Apareció una segunda pareja. Bailaron un tango con elegancia, seguridad y gusto. Él no entendía de esto, pero en seguida vio que Teresina bailaba maravillosamente. Vio que hacía algo que comprendía y dominaba, que residía en ella y le salía de forma natural. El joven de pelo negro y ondulado también bailaba bien, se adaptaban uno al otro. Su danza mostraba a los espectadores sólo cosas agradables, claras, sencillas y simpáticas. Sus manos se enlazaban ligera y suavemente, sus rodillas, sus brazos, sus pies y sus cuerpos realizaban la delicada y vigorosa labor con docilidad y alegría. Su danza expresaba felicidad, belleza, lujo, elegancia y arte de vivir. También expresaba amor y sexualidad, pero no salvaje y ardiente, sino un amor lleno de naturalidad, ingenuidad y encanto. Al bailar mostraban a los ricos, a los turistas, la belleza que poseía su vida y que aquellos no podrían expresar ni experimentar nunca sin su ayuda. Estos bailarines consumados, profesionales, ofrecían a la buena sociedad un substitutivo. Los miembros de esta buena sociedad, que no bailaban ni bien ni ágilmente, que no podían disfrutar realmente del agradable juego de la vida, hacían que aquellos jóvenes les mostrasen la belleza de su danza. Pero eso no era todo. No sólo podían contemplar ligereza y sereno dominio de la vida, sino que se les recordaba además la naturaleza e inocencia de las sensaciones y de los sentidos. Ellos, que tenían una vida apresurada y artificial o corrompida y repleta, que oscilaba entre el trabajo y el placer desordenado y la forzada penitencia en un sanatorio, miraban sonriendo, impresionados tonta y secretamente por el baile de estos jóvenes hermosos y ágiles, miraban como se mira la querida primavera de la vida, un paraíso lejano, perdido, del que se habla a los niños sólo en los días de fiesta, en el que uno ya apenas cree, pero en el que sueña por las noches con ferviente ansiedad.
Y entonces, durante el bañe, en la mirada de la rubia se produjo un cambio que Friedrich Klein observó con franco entusiasmo. De manera paulatina, imperceptible, como el color rosa sobre un cielo matutino, apareció en su rostro frío y serio una sonrisa que aumentaba progresivamente y se hacía cálida. Sonreía como si el baile ahuyentase su fría personalidad y la inundase de calor y de vida. El bailarín también sonreía, igual que la segunda pareja. En los cuatro rostros brillaba una sonrisa encantadora, aunque parecía falsa e impersonal. La de Teresina era la más bella y misteriosa, nadie sonreía como ella, tan inaccesible por fuera, tan floreciente por dentro, en su propia felicidad. Lo veía con profunda emoción, le conmovía como el descubrimiento de un tesoro oculto.
«¡Qué cabello tan maravilloso tiene!», oyó que alguien decía en voz baja. Pensó que él había criticado y dudado de este maravilloso cabello rubio.
Se terminó el tango. Klein vio que Teresina permanecía un instante junto a su bailarín. Éste aún mantenía su mano izquierda a la altura del hombro. Vio cómo desaparecía lentamente el encanto del rostro de ella. La gente aplaudió y siguió con la vista a las dos parejas que regresaban a su mesa con paso ligero.
El siguiente bañe, que empezó tras una corta pausa, fue ejecutado por una sola pareja, por Teresina y su bello acompañante. Era un baile de fantasía, de complicada composición, casi una pantomima que cada bailarín bailaba sólo para sí y que se convertía en baile de dos únicamente en radiantes y unánimes puntos culminantes y en el galopante final,
Teresina, con los ojos llenos de felicidad, pasaba volando con soltura y fervor; seguía con sus ingrávidos miembros las evoluciones de la música; en la sala se produjo un silencio y todos les miraban fascinados. El baile terminó con un violento torbellino en el que el bailarín y la bailarina sólo se tocaban con las manos y las puntas de los pies y giraban en círculo de forma báquica.
En esta danza se tenía la sensación de que ambos bailarines, en sus ademanes y pasos, al separarse y volverse a unir en un constante perder y recobrar el equilibrio, reproducían sensaciones que todos desean profunda y secretamente, pero que sólo unos pocos afortunados experimentan tan simple, intensa y libremente: la alegría íntima de los hombres sanos, el aumento de esta alegría en el amor a los demás, el fiel acuerdo con la propia naturaleza, la confiada entrega a los deseos, sueños y juegos del corazón. Por un instante a muchos les apenaba que existiese tanta discrepancia y conflicto entre su vida y sus impulsos, que su vida no fuera ningún baile, sino un penoso jadeo bajo las cargas que, al fin y al cabo, ellos mismos se habían impuesto.
Mientras seguía el baile, Friedrich Klein recorría su vida pasada como si fuera un túnel oscuro y largo. Al otro lado, al sol y al viento, estaba lo perdido, verde y brillante, la juventud, la sensibilidad intensa y simple, la fiel disposición a la felicidad. Todo ello volvía a estar extrañamente cerca, sólo a un paso, invocado y reflejado por la magia.
Con la íntima sonrisa del baile en el rostro, Teresina pasó ante él. Le inundó la alegría y le embelesó la pasión. Cuando la llamó, ella le miró íntimamente, aún dormida, el alma llena aún de felicidad, la dulce sonrisa aún en los labios. Él también le sonrió a ella, vislumbrando una próxima felicidad tras la oscura sombra de tantos años perdidos.
'Él se levantó en seguida y le tendió la mano, como un viejo amigo, sin decir palabra. La bailarina cogió su mano y por un instante la retuvo firmemente sin detenerse. Él la siguió. En la mesa del artista le hicieron sitio. Se sentó junto a Teresina y vio brillar las alargadas piedras verdes sobre la clara piel de su cuello.
No tomaba parte en la conversación de la que comprendía muy poco. Detrás de la cabeza de Teresina veía, a la luz estridente de los fanales, perfilarse los tallos de rosa llenos de oscuros capullos, rodeados por alocadas luciérnagas. Cesaron sus pensamientos, no había nada en que pensar. Los capullos de rosa oscilaban ligeramente en la brisa nocturna; Teresina estaba sentada a su lado; en su oreja pendía destellante la piedra verde. El mundo estaba en paz. Entonces Teresina puso su mano sobre el brazo de él.
—Tenemos que hablar. No aquí. Recuerdo haberle visto en el parque. Mañana estaré allí a la misma hora. Ahora estoy cansada y tengo que acostarme pronto. Mejor será que se marche antes de que mis amigos le den un sablazo. Entonces pasó un camarero y ella le detuvo:
—Eugenio, el señor quiere pagar.
Pagó, le dio la mano, cogió su sombrero y se dirigió hacia el lago sin una idea determinada. Era imposible irse a su habitación del hotel. Siguió el camino del lago hacia el pueblo, salió a las afueras, hasta donde se terminaban los bancos de la orilla y las construcciones. Se sentó en el muelle y cantó para sí, sin voz, fragmentos de una canción desaparecida de los años de juventud. Hasta que tuvo frío y las escarpadas montañas cobraron una hostil singularidad. Entonces regresó con el sombrero en la mano.
Un soñoliento portero nocturno le abrió la puerta.
—Llego un poco tarde —dijo Klein y le dio un franco.
—¡Oh, estamos acostumbrados! Usted no es el último. La lancha de Castiglione no ha regresado todavía.

3

La bailarina ya estaba allí cuando Klein acudió al parque. Caminaba por el jardín con su paso elástico y se detuvo ante él, junto a la sombreada entrada de un bosquecillo.
Teresina le examinó atentamente con sus ojos gris claro, su rostro estaba serio y algo impaciente. Mientras andaba empezó a hablar en seguida.
—¿Puede decirme qué pasó ayer? ¿Cómo fue que nos cruzamos en el camino? He meditado sobre ello. Ayer le vi dos veces en el jardín Kursaal. La primera vez usted estaba en la salida y me miró; parecía aburrido o enfadado, y cuando le vi, pensé: a ese hombre ya le encontrado en el parque. No fue una buena impresión y me esforcé por olvidarle inmediatamente. Luego le vi otra vez, un cuarto de hora más tarde. Estaba sentado en la mesa contigua y de repente parecía completamente distinto. Al principio no me di cuenta de que era usted el mismo que había encontrado antes. Y luego, después de mi baile, se levantó ante mí y me asió la mano, o yo a usted, no sé exactamente. ¿Cómo pudo ser? Usted debe saber algo. Espero que no haya venido para hacerme declaraciones de amor.
Ella le miró imperiosamente.
—No lo sé —dijo Klein—. No he venido con intenciones determinadas. La amo desde ayer, pero no es necesario hablar de ello.
—Sí, hablemos de otra cosa. Ayer, por un instante, hubo entre nosotros algo que me preocupó y me asustó, como si tuviéramos algo semejante o en común. ¿Qué es? Y lo principal: ¿qué transformación sufrió usted? ¿Cómo podía ser que usted tuviera aspectos tan completamente distintos en el plazo de dos o tres horas? Parecía una persona que ha experimentado cosas muy importantes.
—¿Qué parecía? —preguntó puerilmente.
—¡Oh! Primero parecía un señor mayor, acongojado, desagradable. Parecía un filisteo, un hombre que ha vivido descargando sobre otros la cólera de su propia incapacidad.
Él escuchaba con gran interés y asentía vivamente. Ella continuó:
—Y luego, más tarde, es difícil de describir. Estaba sentado un poco inclinado hacia delante. Cuando casualmente llamó usted mi atención, aún pensé en el primer segundo: ¡Señor, qué aspecto tan triste tiene este filisteo! Había apoyado la cabeza sobre su mano y parecía de repente muy extraño; parecía como si usted fuera la única persona en el mundo, como si le fuera completamente indiferente lo que pudiera sucederle a usted y a los demás. Su rostro era como una máscara, horriblemente triste, horriblemente indiferente.
Calló, parecía buscar palabras, pero no añadió nada más.
—Tiene usted razón —dijo Klein humildemente—. Lo ha visto con tanta claridad que debería sorprenderme. Usted ha leído en mí como en un libro. Pero, en realidad, es natural y justo que usted viera todo esto.
—¿Por qué natural?
—Porque usted, de manera algo distinta, expresaba exactamente lo mismo bailando. Cuando baila y también en muchos momentos, Teresina, es usted como un árbol o una montaña, o una fiera, o una estrella, completamente introvertida y sola, no quiere ser nada más que lo que es, esté bien o mal. ¿No es lo mismo que usted vio en mí? Ella le contempló sin responder. —Es usted una persona rara —dijo luego titubeando—. ¿Y cómo es esto? ¿Es usted realmente como aparentaba? ¿De verdad le da igual todo cuanto pueda sucederle?
—Sí, sólo que no siempre. A veces tengo miedo. Pero luego el miedo se marcha, y todo es indiferente. Entonces uno es fuerte. Indiferente no es la definición exacta: todo es delicioso y agradable, sea lo que sea.
—Por un momento creí incluso posible que usted fuese un criminal.
—Tampoco eso es imposible. Es incluso probable. Mire usted, Teresina, se dice un «criminal» y por ello se entiende que uno hace algo que otros le han prohibido. Pero él, el criminal, sólo hace lo que está en él. Ve usted, ése es el parecido entre nosotros dos: de vez en cuando hacemos lo que está en nosotros. Eso es lo único raro. La mayoría de las personas no lo saben. Yo tampoco lo sabía; decía, pensaba, hacía, vivía sólo lo ajeno, sólo lo aprendido, sólo lo bueno y justo, hasta que un día se acabó. No podía más, debía marcharme, lo bueno ya no era bueno, lo justo ya no era justo, la vida ya no era soportable. Pero, sin embargo, quisiera soportarla, la quiero aunque cause tantos tormentos.
—¿Quiere decirme cómo se llama y quién es usted?
—Soy el que usted ve ante sí, no otro. No tengo ningún nombre ni ningún título, ni tampoco ningún oficio.
Tuve que abandonarlo todo. Conmigo sucede que, después de una larga vida honrada y laboriosa, un día, no hace mucho, me caí del nido y ahora debo perecer o aprender a volar. El mundo ya no me importa, ahora estoy completamente solo.
Algo perpleja preguntó:
—¿Ha estado en algún manicomio?
—¿Loco, quiere decir? No. Aunque también eso es posible. —Estaba distraído, los pensamientos le retenían por dentro. Con incipiente inquietud siguió—: Cuando uno habla de ello, incluso lo más simple se convierte en complicado e incomprensible. ¡No debemos seguir hablando de esto! Se habla sólo cuando uno no quiere comprenderlo.
—¿Qué quiere usted decir? Yo quiero comprender de verdad. ¡Créame! Me interesa mucho.
Él sonrió abiertamente.
—Sí, sí. Usted quiere hablar de esto. Ha experimentado algo y ahora quiere comentarlo. ¡No hay remedio! Hablar es el camino seguro para no comprender nada, para hacerlo todo superficial y aburrido. ¡Usted no quiere comprenderme a mí ni tampoco a sí misma! Usted sólo quiere tranquilizarse ante la advertencia que ha sentido. Quiere suprimirnos a mí y a la advertencia para encontrar la etiqueta con que poder clasificarme. Lo intenta con la de criminal y la de enfermo mental, quiere saber mi situación y mi nombre. Pero todo esto aleja de la comprensión. Todo esto es falso, señorita; es una mala sustitución del comprender, es una evasión ante el deseo de comprender, ante el deber de comprender.
Se interrumpió, se pasó la mano crispada por los ojos, luego pareció que se le ocurría algo alegre, volvió a sonreír.
—Mire. Cuando usted y yo sentimos por un momento lo mismo, no dijimos nada, ni preguntamos nada, ni tampoco pensamos nada; nos dimos la mano al mismo tiempo. Y estuvo bien. Pero ahora, ahora hablamos y pensamos y explicamos y todo se ha hecho extraño e incomprensible. ¡Tan sencillo como era! A usted le resultaría tan fácil comprenderme como yo la comprendo a usted.
—¿Cree comprenderme bien?
—Sí, naturalmente. No sé cómo vive usted. Pero vive como lo he hecho yo y como lo hace la mayoría, en la oscuridad y lejos de sí mismos, tras cualquier fin, deber, propósito. Lo hacen casi todos los hombres. Por esto el mundo entero está enfermo y se hundirá. Pero a veces, por ejemplo al bailar, se olvida de su proyecto o de su deber y vive de forma completamente distinta. Siente como si estuviera sola en el mundo o como si al día siguiente pudiera estar muerta, y entonces surge todo lo que realmente es usted. Cuando baila contagia incluso a los demás. Ése es su secreto.
Durante un trecho ella anduvo más de prisa. En un alero sobre el lago se detuvieron.
—Es usted singular —dijo ella—. Puedo comprender algunas cosas. ¿Pero qué quiere realmente de mí?
Bajó la cabeza y pareció por un momento triste.
—Está acostumbrada a que uno quiera siempre obtener algo de usted. Teresina, no quiero nada de usted que no quiera usted misma y haga con gusto. Puede serle indiferente que yo la ame. No es ninguna suerte ser amado. Cada persona se ama a sí misma y, sin embargo, se está torturando durante toda su vida. No, ser amado no es ninguna suerte. ¡Pero amar, esto sí que es una suerte!
—Con gusto le daría cualquier placer, si pudiera —dijo Teresina lentamente, como compasiva.
—Puede hacerlo, si me permite cumplir algún deseo suyo.
—¡Ah, qué sabe usted de mis deseos!
—En efecto, usted no debería tener ninguno. Ya tiene la llave del paraíso: es su baile. Pero yo sé que sí tiene deseos, y me gusta. Sabe, aquí hay uno a quien le gustaría cumplir cada uno de sus deseos.
Teresina reflexionó. Sus ojos vigilantes se agudizaron y se enfriaron. ¿Qué podía saber él de ella? Como no halló nada, empezó con cuidado:
—Mi primer ruego sería que fuese sincero. Dígame quién le ha contado algo de mí.
—Nadie. No he hablado nunca de usted con nadie. Lo que sé, y es muy poco, lo sé por usted misma. Ayer le oí decir que desea jugar una vez en Castiglione.
Su rostro se estremeció.
—Así que usted me ha espiado.
—Sí, naturalmente. He comprendido su deseo. Porque usted no siempre está de acuerdo consigo misma, busca excitación y aturdimiento.
—¡Oh, no! No soy tan romántica como usted cree. En el juego no busco emoción, sino simplemente dinero. Quisiera por una vez ser rica o vivir con desahogo, sin tener que venderme para ello. Eso es todo.
—Suena bien y, sin embargo, no lo creo. ¡Pero, como quiera! En el fondo usted ya sabe perfectamente que no necesita venderse nunca. ¡No hablemos de ello! ¡Pero si quiere tener dinero, sea para jugar o no, tome el mío! ¡Tengo más del que necesito, creo, y no le doy ningún valor!
Teresina se retractó de nuevo.
—Apenas le conozco. ¿Cómo voy a tomar dinero suyo?
Él se sacó el sombrero como atacado por un dolor y calló.
—¿Qué le pasa? —gritó Teresina.
—Nada, nada. ¡Permítame que me vaya! Hemos hablado demasiado. Uno no debería hablar nunca tanto.
Y se marchó, sin haberse despedido, rápidamente y como agitado por la desesperación, a través de la arboleda. La bailarina le siguió con la mirada, invadida por varios y contradictorios sentimientos, francamente maravillada de él y de sí misma.
No huyó por desesperación, sino tan sólo a causa de la tensión insoportable; estaba harto. Se le había hecho imposible decir una palabra más, oír una palabra más; tenía que estar solo, necesariamente tenía que estar solo, pensar, escuchar, escucharse a sí mismo. Toda la conversación con Teresina le había extrañado y sorprendido. Las palabras habían salido involuntariamente, le había acometido, como un ataque, la imperiosa necesidad de comunicar sus experiencias y pensamientos, de formularlos, de expresarlos, de llamarlos por su nombre. Estaba sorprendido de cada palabra que había dicho, y sentía cada vez más cómo trataba de convencerse de algo que ya no era ni sencillo ni justo, cómo intentaba en vano explicar lo incomprensible; se le hizo insoportable y tuvo que callar.
En cambio, ahora, cuando intentaba recordar el último cuarto de hora, comprendía que esta experiencia había sido afortunada y provechosa. Era un progreso, una salvación, una confirmación.
El carácter dudoso que para él tenía el mundo habitual le había fatigado y atormentado terriblemente. Había comprobado el prodigio de que la vida cobra mayor significado cuando los sentidos y los conceptos nos extravían. Pero siempre le volvía a asaltar la penosa duda de que estas experiencias fueran realmente esenciales, de que fueran algo más que pequeñas ondulaciones casuales en la superficie de un corazón cansado y enfermo, veleidades, pequeñas oscilaciones nerviosas. Ayer por la noche y hoy había visto que su experiencia era real. Había brotado de él, y le había cambiado, había atraído hacia él a otra persona. ¡Su aislamiento estaba roto, volvía a amar, había alguien a quien quería servir y complacer, podía sonreír de nuevo, reír incluso!
Le recorrió esa oleada como si fuese dolor y voluptuosidad, se estremeció ante tal sensación, la vida resonaba en él como una resaca, todo era incomprensible. Abrió bruscamente los ojos y vio: árboles en una calle, copos plateados en el lago, un perro corriendo, ciclistas; y todo era extraño, fabuloso y casi demasiado bonito, todo era como si lo hubiese arrebatado de la flamante caja de juguetes de Dios, todo para él solo, para Friedrich Klein. Y él mismo estaba allí sólo para sentir palpitar en él este torrente de maravilla, dolor y alegría. Por doquier había belleza, incluso en cualquier montón de basura del camino; por doquier había profundo sufrimiento, por doquier estaba Dios. Sí, Dios. Desde tiempos inimaginables, cuando era muchacho, le había sentido y le había buscado con el corazón, cuando pensaba «Dios» y «omnipresencia». ¡Corazón, no estalles de tanta abundancia!
Otra vez, de todos los pozos olvidados de su vida afloraron innumerables recuerdos que habían quedado libres: de conversaciones, de sus esponsales, de trajes que había llevado de niño, de mañanas de vacaciones cuando era estudiante; y se ordenaban en círculos alrededor de algunos puntos centrales: alrededor de la figura de su mujer, alrededor de su madre, del asesino Wagner, de Teresina. Se le ocurrían citas de escritores clásicos y refranes latinos que le habían impresionado en su época escolar, e insensatos versos sentimentales de canciones populares. La sombra de su padre estaba al fondo; revivió la muerte de su suegra. Todo lo que, por los ojos y las orejas, de hombres y de libros, con placer o con dolor, había penetrado en él y estaba en él sumergido, parecía estar de nuevo ahí, todo a la vez, revuelto y mezclado, sin orden, pero lleno de sentido, importante, pletórico de significado, sin desperdicio.
La afluencia se convirtió en tormento, un tormento que no se distinguía de la voluptuosidad más intensa. Su corazón latía aprisa, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Comprendió que estaba cerca de la locura, pero sabía que no se volvería loco; miraba el nuevo mundo espiritual de la locura con el mismo asombro y embeleso con que miraba el pasado, el lago, el cielo: aquí también todo era mágico, agradable y significativo. Comprendió porqué los pueblos refinados consideraban la locura como algo sagrado. Lo comprendió todo, todo le hablaba, todo se le abría. ¡No había palabras y resultaba falso y desesperado querer imaginar y pensar cualquier cosa en palabras! Uno sólo tenía que estar abierto, preparado; entonces cada cosa, el mundo entero podía penetrar por un camino infinito, como en el arca de Noé, dentro de uno mismo, y uno lo poseía, lo comprendía y se fundía con él.
La tristeza le atenazó. ¡Oh, si todos los hombres supieran esto, lo experimentaran! ¡Cuánto se viviría, cuánto se pecaría, cuán ciega y desmesuradamente se sufriría! ¿No se enfadó ayer con Teresina? ¿No odiaba ayer a su esposa, la acusaba y la hacía culpable de todo el sufrimiento de su vida? ¡Qué triste, necio y desesperado! Todo era, en cambio, tan simple, tan bueno, tan razonable cuando se veía desde dentro, cuando tras cada cosa se veía la esencia, a él, a Dios.
Aquí el camino penetraba en nuevos jardines de ideas y en bosques de imágenes. Dirigió su sentimiento actual hacia el futuro, centenares de sueños felices, para él y para todos, centelleaban. Su vida pasada, absurda, perdida, no debía ser defendida ni acusada, ni juzgada, sino renovada y convertida en lo contrario, llena de sentido, de alegría, de bien, de amor. La gracia que experimentaba debía volver a brillar y seguir actuando. Le venían a las mientes versículos de la Biblia y todo lo que sabía de hombres piadosos y santos. Todos habían empezado siempre así. Habían seguido el mismo camino duro y tenebroso que él, cobardes y llenos de miedo hasta el momento del cambio y de la iluminación. «Tened miedo en el mundo», había dicho Jesús a sus discípulos. Pero quien había superado el miedo, ya no vivía en el mundo, sino en Dios, en la eternidad.
Así lo habían aprendido todos, todos los sabios del mundo entero, Buda y Schopenhauer, Jesús, los griegos. Había una sola sabiduría, una sola creencia, un solo pensamiento: el saber de Dios en nosotros. ¡Cómo se había falseado y tergiversado esto en la escuela, en la iglesia, en los libros y en la ciencia!
Con amplios aletazos el espíritu de Klein voló por el ámbito de su mundo interior, de su saber, de su formación. También aquí, como en su vida externa, el bien estaba junto al bien, el tesoro junto al tesoro, la fuente junto a la fuente, pero cada cosa para sí, aislada, muerta y sin valor. Pero con el destello de la ciencia, con la iluminación bruscamente palpitaba también el orden, el sentido y la forma a través del caos, empezaba la creación; la vida y la energía saltaban de un polo al otro. Versículos de la más remota contemplación eran evidentes, lo oscuro se aclaraba, y la certeza se convertía en credo místico. También este mundo se hada vivo y apasionante. Las obras de arte que había amado en sus años juveniles, resonaban con nuevo encanto. Veía que la enigmática magia del arte se abría con la misma llave. El arte no era más que la contemplación del mundo en estado de gracia, de iluminación. El arte era mostrar a Dios tras cada cosa.
El bienaventurado cruzaba enardecido el mundo, cada rama de árbol participaba de su éxtasis, tendía noblemente hacia lo alto, colgaba íntima, era símbolo y revelación. Ligeras nubes violetas se deslizaban sobre el espejo del lago, estremeciéndose en tierna dulzura. Cada piedra yacía plena de sentido junto a su sombra. El mundo nunca había sido tan hermoso, profundo y sagrado, tan digno de amor; al menos desde los años misteriosos, legendarios de la primera infancia. «Así no llegaréis a ser como los niños», recordó y sintió: soy de nuevo niño, he entrado en el reino de los cielos.
Cuando empezó a sentir cansancio y hambre, se halló lejos de la ciudad. Se acordó de dónde venía, lo que había ocurrido y que se había marchado sin despedirse de Teresina. En el pueblo próximo buscó una posada. Le atrajo una pequeña taberna de pueblo con una mesa de madera en el jardín, bajo un cerezo. Pidió comida, pero no tenían más que vino y pan. Pidió una sopa, o huevos, o jamón. Nada, no había nada de eso. Aquí nadie comía tales cosas en estos tiempos de carestía. Primero habló con la tabernera, después con la abuela que estaba sentada en el peldaño de la puerta remendando ropa. Se sentó en el jardín, bajo la densa sombra del árbol, con pan y vino rojo, agrio. En el jardín vecino, ocultas tras unos matorrales y ropa tendida, oyó las voces de dos muchachas que cantaban. De pronto una palabra de la canción le llegó al corazón sin que pudiera retenerla. De nuevo se repetía la estrofa, era el nombre de Teresina. La canción, un cuplé medio cómico, hablaba de una Teresina. Comprendió:
La sua mamma alla finestra
Con una voce serpentina:
Vieni a casa, Teresina,
Lasc'andaré quel traditor!

¡Teresina! ¡Cuánto la quería! ¡Qué delicioso era amar!
Apoyó la cabeza sobre la mesa y se aletargó, se adormilaba y volvía a despertarse varias veces, muchas veces. Anochecía. La tabernera se colocó delante de la mesa, maravillada del cliente. Éste sacó dinero y pidió otro vaso de vino; le preguntó por aquella canción. Ella estuvo amable, le trajo vino y permaneció de pie junto a él. Él se hizo recitar toda la canción de Teresina; le gustó especialmente el verso que decía:

lo non sono traditore
E ne meno lusinghero,
lo son' figlio d'un rico signore,
Son'venuto per fare I'amor.

La tabernera opinó que ahora podría comer una sopa; ella de todas formas la hacía para su marido a quien estaba esperando.
Comió sopa de verduras con pan. El tabernero llegó a casa. En los tejados de ladrillos de la aldea refulgía el sol tardío. Pidió una habitación, le ofrecieron una, una alcoba con gruesas y desnudas paredes de piedra. La tomó. Nunca había dormido en una alcoba así, parecía el aposento de un drama de bandidos. Paseó por la aldea de noche, encontró aún un tenducho abierto, consiguió comprar chocolate y lo repartió entre los niños que jugueteaban en gran número por la calle. Corrieron tras él, los padres le saludaban, todo el mundo le daba las buenas noches y él las devolvía, saludaba a todos, mayores y jóvenes, a los que estaban sentados en los umbrales y en las escaleras de las casas.
Pensó con placer en su alcoba de la fonda, en aquel primitivo y cavernícola parador, donde la vieja cal de los grises muros se desconchaba y donde no había nada inútil colgado en las paredes desnudas, ni cuadros ni espejos, ni tapices ni cortinas. Recorrió la aldea de noche como a través de una aventura, todo relucía, todo estaba lleno de secretas promesas.
Al regresar a la hostería, desde la sala vacía y oscura de la entrada vio luz por la rendija de una puerta, fue hacia allí y se encontró en la cocina. El cuarto le pareció una cueva fantástica, la poca luz que había fluía sobre el rojo suelo de piedra y se perdía, antes de alcanzar las paredes y el techo, en un cálido resplandor; de la campana de la chimenea, enorme y muy negra, parecía derramarse un manantial inagotable de oscuridad.
Allí estaba la mujer con la abuela, ambas estaban sentadas en cuclillas, pequeñas y endebles sobre humildes taburetes bajos, con las manos sobre las rodillas. La tabernera lloraba. Nadie hizo caso del recién llegado. Se sentó junto a una mesa en la que había restos de verdura. Un cuchillo romo brillaba con tono plomizo; al resplandor de la luz relucía, en la pared, una vasija de color terroso. La mujer lloraba, la vieja canosa le murmuraba algo en dialecto; comprendió paulatinamente que había habido una riña en casa y que el hombre había vuelto a marcharse después de la disputa. Preguntó si le había pegado, pero no obtuvo respuesta. Empezó a consolarla. Le dijo que su marido volvería muy pronto seguramente. La mujer respondió cortante: «Hoy no y mañana quizá tampoco». Él renunció, la mujer se irguió un poco; estaban sentados sin hablar, el llanto había cesado. La sencillez del suceso que no se comentaba le pareció maravillosa. Se había discutido, se había sufrido, se había llorado. Ahora había pasado, uno estaba tranquilamente sentado y esperaba. La vida seguiría. Como con los niños. Como con los animales, únicamente no hablar, no complicar lo simple, no volver el alma hacia fuera.
Klein invitó a la abuela a hacer café para los tres. Las mujeres resplandecieron. La anciana colocó en seguida ramas secas en la chimenea. Al arder, las ramas y el papel crepitaban; las llamas chisporrotearon al instante. A la luz del fuego vio el rostro de la tabernera iluminado desde abajo, algo acongojado y, sin embargo, sosegado. Ella miraba el fuego y sonreía; se levantó de repente, fue lentamente al grifo y se lavó las manos.
Estaban los tres sentados en la mesa de la cocina y bebían él caliente café negro, acompañado de un viejo aguardiente. Las mujeres se animaron; contaban cosas y preguntaban, reían de la forma trabajosa e incorrecta en que hablaba Klein. A él le parecía que estaba aquí desde hacía mucho tiempo. ¡Maravilloso! ¡En estos últimos días todo parecía tener su lugar! Periodos enteros de tiempo y trozos de vida hallaban sitio en una tarde, cada hora parecía sobrecargada de vitalidad. Por unos segundos sintió relampaguear el temor; el cansancio y el desgaste de la vitalidad podían asaltarle de forma centuplicada y agotarle de la misma manera que el sol seca una gota en la roca. En estos instantes tan intensos, en ese extraño relámpago, viose vivir él mismo; en su cerebro, en oscilaciones aceleradas, sintió y vio que un aparato indeciblemente complicado, delicado y costoso, vibraba ante un trabajo multiplicado por mil igual como un mecanismo de reloj muy sensible tras un cristal, al que basta una partícula de polvo para alterarlo.
Le contaron que el tabernero invertía su dinero en negocios inseguros, que estaba mucho tiempo fuera de casa y que por todas partes mantenía relaciones con mujeres. No tenían niños. Mientras Klein se esforzaba por encontrar palabras italianas para hacer preguntas sencillas e informarse, tras el cristal seguía trabajando el delicado mecanismo infatigable, febril, incluyendo en seguida cada momento vivido en sus deducciones y ponderaciones.
Se levantó temprano para ir a dormir. Dio la mano a las dos mujeres, a la vieja y a la joven, que le miró intensamente, mientras la abuela luchaba con un bostezo. Luego subió a tientas por la oscura escalera de piedra, con peldaños asombrosamente altos, hasta su alcoba. Encontró agua preparada en una tinaja, se lavó la cara, por un momento echó de menos el jabón, las zapatillas, el camisón de dormir; aún permaneció un cuarto de hora en la ventana, apoyado en la cornisa de granito, se desnudó completamente y se tendió en la dura cama, cuya tosca ropa le encantaba y despertaba un torrente de deliciosas imágenes campestres. ¿No era esto lo único justo: vivir siempre así, en un cuarto con cuatro paredes de piedra, sin el ridículo engorro de los tapices, de los adornos, de los muebles superfluos, sin todos los accesorios exagerados y, en el fondo, bárbaros? Un techo sobre la cabeza, contra la lluvia, una sencilla manta encima, contra el frío, un poco de pan y vino o leche, contra el hambre, por la mañana el sol para despertarse, por la tarde el crepúsculo para dormirse. ¿Necesitaba el hombre algo más?
Pero apenas había apagado la luz, la casa, la alcoba y la aldea se desvanecieron. Volvía a estar junto al lago con Teresina y hablaba con ella. Sólo con gran esfuerzo podía recordar la conversación de hoy y dudaba de lo que le había dicho realmente, incluso de si toda la conversación no había sido más que un sueño y una quimera. La oscuridad le hacía bien. ¿Sabía Dios dónde se despertaría mañana? Un ruido en la puerta le sobresaltó. El picaporte giró suavemente, un delgado hilo de luz penetró titubeante por la rendija. Sorprendido al principio, pero lúcido inmediatamente, miró hacia la puerta. Ésta se abrió del todo. Era la posadera con una luz en la mano, descalza, silenciosa.
Le miraba intensamente y le rió y abrió los brazos, profundamente asombrado, irreflexivo. Ella, entonces, se le acercó. Su cabello negro yacía junto a él sobre la áspera almohada.
No hablaron. Enardecido por su beso, la atrajo hacia sí. La repentina proximidad y el calor de un ser humano en su pecho, el fuerte brazo ajeno alrededor de su nuca le excitó extrañamente. ¡Le era tan desconocido aquel calor, era tan doloroso y nuevo aquel calor y aquella proximidad! ¡Había estado tan solo, muy solo, demasiado solo! ¡Abismo y ardiente infierno se habían abierto entre él y el mundo! Y ahora había venido a él una persona extraña,
Con una callada confianza y necesidad de consuelo, una pobre mujer abandonada. Se colgaba de su cuello, daba, tomaba y sorbía con ansia las gotas de deleite de la vida mezquina. Ebria y al mismo tiempo tímida, buscaba su boca, jugaba con tristes y cariñosos dedos entre los suyos, frotaba la mejilla con la suya. Se enderezó sobre su pálido rostro y la besó en sus dos ojos cerrados y pensó: ella cree que toma y no sabe que da, huye de su soledad y ni sospecha la mía. Tan sólo entonces se dio cuenta que había estado toda la tarde sentado junto a ella ciego; tenía largas y delgadas manos, hermosos hombros y un rostro lleno de miedo al destino y de ciega sed infantil, y poseía una cierta ciencia miedosa del pequeño y dulce camino y de la práctica de la ternura.
Vio también, y le entristeció, que él mismo seguía siendo un muchacho y un principiante en el amor, resignado a un largo; paciente matrimonio, tímido y, sin embargo, culpable, ansioso y lleno de mala conciencia. Mientras besaba ávidamente la boca y el pecho de la mujer, mientras sentía todavía la mano de ella cariñosa y casi maternal en sus cabellos, experimentó de antemano desengaño y opresión en el corazón, sintió que el mal regresaba: el miedo. Le invadió un sentimiento cortante y frío y el temor de que él, en su esencia, no era apto para el amor, que el amor sólo le podía proporcionar tormento y un encanto maldito. Antes de que cesara la breve tormenta del placer, en su alma se abrió la inquietud y la desconfianza, la repugnancia por haber sido poseído en lugar de poseer y conquistar. Presintió el asco.
La mujer desapareció silenciosamente con su vela. Klein estaba tendido en la oscuridad y, en medio de la satisfacción del apetito, llegaba el momento que ya había temido antes, horas antes en breve y fulgurante presentimiento, el terrible instante en que la riquísima música de su nueva vida sólo encontraba cuerdas cansadas y desafinadas; el placer debía pagarse repentinamente con cansancio y miedo. Con palpitaciones sintió que todos los enemigos estaban al acecho: insomnio, depresión, pesadilla.
La áspera sábana quemaba su piel; pálido, miró la noche por la ventana. ¡Era imposible permanecer aquí y resistir indefenso el inminente tormento! ¡Ah, otra vez volvía la culpa, el miedo, la tristeza y la desesperación! Todo lo superado, lo pasado regresaba. No había salvación.
Se vistió rápido, a oscuras; buscó sus botas polvorientas ante la puerta. Despacio, sin hacer ruido, bajó y salió de la casa. Con fatigadas piernas que flojeaban, corrió por la aldea y por la noche, desesperado, escarnecido por sí mismo, perseguido por sí mismo, odiado por sí mismo.

4

Klein, con rabia y desesperación, luchó con su demonio. Lo que sus afortunados días le habían traído de novedad, conocimiento y salvación, en la ebria prisa del pensamiento y la clarividencia de los últimos días, había subido como una ola cuya altura parecía irreversible, pero que en realidad ya empezaba a declinar. Ahora yacía de nuevo en el valle, en las sombras, debatiéndose todavía, esperando aún, escondido y profundamente herido. Durante un solo día, un día corto y resplandeciente había logrado ejercer el arte sencillo que conocen todas las plantas. Durante un pobre día se había amado a sí mismo, se había sentido uno y entero, no dividido en partes enemigas, se había amado y en sí había amado al mundo y a Dios. Y sólo le había satisfecho el amor, la aprobación y la alegría. ¡Si ayer le hubiera atracado un ladrón, si un policía le hubiera detenido, todo hubiera sido aprobación, sonrisa, armonía! Y ahora, en plena felicidad, había vuelto a caer y se había hecho pequeño. Se juzgaba a sí mismo, aunque en su interior sabía que todo juicio era falso y disparatado. El mundo, que un feliz día había sido diáfano y rebosante de Dios, volvía a ser duro y pesado, y cada cosa tenía su propio sentido, y cada sentido contradecía los demás. ¡El entusiasmo de este día le había abandonado! ¡Hubiera querido morir! El sagrado entusiasmo había sido un momento de humor, lo de Teresina una ilusión y la aventura en la taberna una dudosa y sucia historia.
Ya sabía que este sentimiento asfixiante de miedo sólo desaparecía si dejaba de reprenderse, de criticarse a sí mismo, de hurgar en las heridas, en las demás heridas. Sabía que todo el dolor, la necedad y el mal se convertirían en lo contrario si conseguía reconocerlo como Dios, si lo seguía hasta sus raíces más profundas, que pasaban muy por encima del dolor y del placer, del bien y del mal. Lo sabía. Pero contra esto no podía hacer nada, el espíritu maligno estaba en él, Dios volvía a ser una palabra bonita y lejana. Se odiaba y despreciaba, y este odio se le presentaba involuntaria e inevitablemente en un momento dado, de la misma manera que en otros momentos se le presentaba el amor y la confianza. ¡Y así había de ser siempre! Siempre conocería la gracia y la bienaventuranza, y después siempre lo opuesto, y su vida no seguiría nunca el camino que su propia voluntad le dictara. Como un juguete, como un corcho flotante sería golpeado constante y eternamente. Hasta que todo terminase, hasta que un día una ola se encabritase y la muerte o la locura le arrastrasen. ¡Ojalá fuera pronto!
Los pensamientos que desde hacía mucho tiempo le eran tan amargamente familiares, se repetían forzosamente: miedos inútiles, acusaciones inútiles; reconocer su absurdidad era sólo un tormento más. Se repetía una imagen que recientemente (a él le parecía que habían pasado meses) había tenido durante el viaje: ¡con qué placer se arrojaría de cabeza al tren! Seguía ansioso aquella imagen, la respiraba como aire puro. La cabeza delante. ¡Todo hecho astillas y pedazos, triturado, arrollado bajo las ruedas y aniquilado sobre los raíles! Su mal iba corroyendo profundamente estas visiones. Oía, veía, saboreaba con aprobación y voluptuosidad la profunda destrucción de Friedrich Klein. Sentía desgarrados, esparcidos, triturados su corazón y su cerebro, su dolorida cabeza partida, los ojos vaciados, el hígado estrujado, los riñones molidos, el pelo arrancado, los huesos, rodillas y barbilla pulverizados. Era eso lo que había querido sentir el homicida Wagner cuando bañó en sangre a su mujer, a sus hijos y a sí mismo. Era exactamente eso. ¡Oh, le comprendía tan bien! Él también era Wagner, era un hombre con buenas dotes, capaz de sentir lo divino, capaz de amar, pero demasiado agobiado, demasiado meditabundo, demasiado fácil de cansar, demasiado consciente de sus defectos y enfermedades. ¿Qué podía hacer en el mundo una persona así, un Wagner, un Klein? Teniendo siempre ante los ojos el abismo que le separaba de Dios, sintiendo siempre que la desgarradura del mundo atravesaba su propio corazón, cansado, consumido por el eterno impulso hacia Dios que irremediablemente terminaba en una recaída. ¿Qué otra cosa podía hacer un Wagner, un Klein, sino extinguirse, él y todo lo que pudiera recordarle, y arrojarse al oscuro regazo desde donde el mundo mortal de las creaciones siempre empujaba a lo inimaginable? ¡No, no había otra posibilidad! Wagner debía irse, Wagner debía morir, Wagner debía ser borrado del libro de la vida. Quizá fuera inútil matarse, quizá fuera ridículo. Quizás era completamente cierto lo que los ciudadanos, en aquel otro mundo del más allá, decían del suicidio. Pero para las personas en tal situación, ¿había algo que no fuera ridículo? No, nada. Siempre era mejor tener el cráneo bajo las ruedas del tren, sentir cómo estalla y sumergirse voluntariamente en el abismo.
Anduvo sin descanso, con las rodillas vacilantes, varias horas. Estuvo un rato sobre las vías de una línea de ferrocarril adonde le había llevado el camino, incluso se adormeció con la cabeza sobre el hierro; cuando despertó había olvidado lo que quería, se levantó y echó a correr de nuevo, tambaleándose, con dolores en las plantas de los pies y la cabeza aturdida; se cayó alguna vez; le arañó alguna espina; a ratos corría como si flotase, otros apenas podía poner un pie tras otro.
«¡Ahora me lleva el diablo!», cantó con voz ronca. ¡Madurar! ¡Asarse bajo los tormentos, tostarse al fin como el hueso del melocotón, para estar maduro, para poder morir!
En medio de aquella oscuridad interior brotó una chispa a la que se agarró con todo el fervor de su alma desgarrada: ¡era inútil matarse! Matarse ahora no tenía ningún valor, era inútil extirparse y destrozarse miembro a miembro. En cambio era bueno y consolador sufrir, fermentar bajo el tormento y el llanto, forjarse a golpes y con dolor. Luego uno podía morir y sería una buena muerte, hermosa e inteligente, la más feliz de este mundo, más que una noche dé amor: cauterizado y plenamente entregado al retorno, al regazo, a la extinción, a la salvación, al nuevo nacimiento. Sólo una muerte así, una muerte madura, buena y noble, tenía sentido, sólo ella era salvación, sólo ella era regreso. El ansia lloraba en su corazón. ¿Dónde estaba el camino pequeño y difícil, dónde la puerta? Estaba preparado, lo ansiaba con cada contracción de su cuerpo tembloroso de fatiga, de su alma agitada por la mortal angustia.
Cuando la mañana clareó en el cielo y el plomizo lago se despertó al primer y frío rayo plateado, la presa se hallaba en un pequeño bosque de castaños, sobre el lago y la ciudad, entre helechos altos y exuberantes, húmedos de rocío. Con ojos apagados, pero sonrientes, contemplaba el fantástico mundo. Había alcanzado la meta de su instintiva odisea: estaba tan muerto de cansancio que su angustiada alma callaba. ¡Y, sobre todo, la noche estaba lejos! Había librado un combate, el peligro había pasado. Agotado, se dejó caer como un muerto entre helechos y raíces, la cabeza en la hierba; el mundo se fundió ante sus sentidos que fallaban. Con las manos aferradas a la tierra, el pecho y el rostro cara al suelo, se abandonó hambriento al sueño, como si fuera su último deseo.
En un sueño, del que más tarde sólo recordaba algunos fragmentos, vio lo siguiente: en un portal que parecía la entrada de un teatro, colgaba un gran letrero con un título gigantesco; decía (esto era impreciso) o bien «Lohegrin» o bien «Wagner». Entró por este portal. Dentro había una mujer que se parecía a la tabernera de la noche pasada, pero también a su propia mujer. Su cabeza estaba desfigurada, era demasiado grande, y su rostro se había convertido en una máscara grotesca. Le embargó una fuerte repugnancia ante esta mujer, le clavó un cuchillo en el cuerpo. Pero otra mujer, como un reflejo de la primera, se abalanzó sobre él por detrás, vengadora, le clavó sus uñas afiladas y duras en el cuello y trató de estrangularle.
Al despertar de este profundo sueño vio maravillado árboles encima de él. Estaba entumecido por el duro lecho, pero refrescado. Con una leve inquietud el sueño resonaba en él. ¡Qué raro, ingenuo y oscuro juego de la fantasía!, pensó sonriendo un momento cuando recordó la puerta con la invitación a entrar al teatro «Wagner». ¡Qué idea representar así su relación con Wagner! El duende del sueño era brutal, pero genial. Dio en el clavo. ¡Parecía saberlo todo! ¿El teatro con el título de «Wagner» no era él mismo, no era la invitación a penetrar en sí mismo, en el desconocido país de su auténtico interior? Wagner era él mismo, Wagner era el asesino y la presa; pero Wagner también era el compositor, el artista, el genio, el seductor, la inclinación a la alegría de vivir, la voluptuosidad, el lujo; Wagner era el nombre colectivo de todo lo reprimido, lo hundido, lo perdido en el antiguo empleado Friedrich Klein. ¿Y «Lohengrin» no era también él mismo, Lohengrin, el caballero errante con un misterioso objetivo cuyo nombre no podía preguntarse? Lo demás era confuso, la mujer con la terrible cabeza enmascarada y la otra con las uñas; la cuchillada en el vientre le recordó algo también, esperaba encontrarlo. La atmósfera de asesinato y de peligro de muerte era extraña y estaba profundamente mezclada con la de teatro, máscaras y juego.
Al pensar en la mujer y el cuchillo vio ante sí su antiguo dormitorio. Tuvo que pensar en los niños. ¡Corno había podido olvidarlos! Pensó en cómo por la mañana saltaban de sus camitas en camisón de dormir. Tuvo que pensar en sus nombres, sobre todo en Elly. ¡Oh, los niños! Lentamente le brotaron lágrimas que se deslizaron por su rostro ajado. Meneó la cabeza, se levantó ron esfuerzo y empezó a limpiar su arrugado traje de hojas y de tierra. Sólo entonces recordó claramente aquella noche, la fría alcoba de piedra en el merendero, la desconocida mujer sobre su pecho, su huida, su ajetreada excursión. Vio este fragmento pequeño y deformado de vida como un enfermo mira su mano atrofiada, el eczema en su pierna.
Con una tristeza serena, aún con lágrimas en los ojos, se dijo en voz baja: «Dios mío, ¿qué te propones hacer aún conmigo?« De los pensamientos de la noche sólo resonaba en él una voz ansiosa de madurez, de regresar, de poder morir. ¿Era largo aún su camino? ¿La patria estaba aún lejos? ¿Aún tenía que soportar muchas, muchas dificultades, sufrir lo inimaginable? Estaba dispuesto a ello, se ofrecía, su corazón estaba abierto: ¡destino, mátame!
Fue andando despacio a través de praderas y viñedos hacia la ciudad. Fue a su habitación, se lavó y se peinó, se cambió de ropa. Se fue a comer, bebió un poco del buen vino y sintió que el cansancio se disolvía en los entumecidos miembros y que se encontraba bien. Se informó de cuándo se bailaba en el Kursaal y se dirigió allí a la hora del té.
Teresina estaba justamente bailando cuando él entró. De nuevo vio la peculiar y resplandeciente sonrisa de baile en su rostro y se alegró. La saludó cuando ella regresaba a su mesa y se sentó.
—Quisiera invitarle, esta noche, a ir a Castiglione conmigo —dijo él en voz baja.
Ella reflexionó.
—¿Hoy mismo? —preguntó—. ¿Corre tanta prisa?
—También puedo esperar. Pero sería agradable. ¿Dónde puedo esperarla?
Ella no resistió la invitación ni su risa infantil, de raro encanto, que por unos momentos apareció en su rostro solitario y arrugado, como un alegre tapiz multicolor colgado en la última pared de una casa destruida por el fuego.
—¿Dónde estuvo usted? —preguntó ella curiosa—. Ayer desapareció tan de repente. Y cada vez tiene un aspecto distinto, hoy también. ¿Es usted, quizá, morfinómano?
Él rió de forma extrañamente agradable y distante, su boca y su barbilla parecían de un muchacho, mientras sobre la frente y los ojos seguía invariable la corona de espinas.
—Por favor, recójame hacia las nueve en el restaurante del Hotel Esplanade. Creo que hacia las nueve sale una lancha. Pero, dígame, ¿qué ha hecho desde ayer?
—Creo que estuve paseando todo el día, y también toda la noche. Tuve que consolar a una mujer en una aldea, porque su marido se había marchado. Y luego me esforcé mucho por aprender una canción italiana que habla de una Teresina.
—¿Qué canción es?
—Empieza: Su in cima di quel boschetto.
—Por amor de Dios, ¿ya conoce esa canción callejera también? Sí, ahora está de moda entre las vendedoras.
—¡Oh! La encuentro muy bonita.
—¿Y consoló usted a una mujer?
—Sí, estaba triste. Su marido se había marchado y le era infiel.
—¿Sí? ¿Y cómo la consoló?
—Vino a mí para no estar sola. La besé y se acostó conmigo.
—¿Era hermosa?
—No lo sé, no la vi bien. ¡No, no se ría de esto! Era todo tan triste.
Ella rió sin embargo.
—¡Qué cómico es usted! Bien, ¿y no ha dormido nada? Se le ve en la cara.
—Sí. Dormí varias horas en un bosque allí arriba.
Ella con la vista siguió su dedo que señalaba el techo del salón.
—¿En una taberna?
—No, en el bosque. En los arándanos. Ya están casi maduros.
—Es usted un extravagante. Pero he de bailar. El director ya está dando golpes. ¿Dónde está usted, Claudio?
El bello y moreno bailarín ya estaba detrás de su silla. Empezó la música. Al terminar el baile él se marchó.
Por la noche fue a recogerla puntualmente. Se alegró de haberse puesto el smoking, pues Teresina se había vestido de gran fiesta, de color violeta con muchos encajes, y parecía una princesa.
Una vez en la orilla no condujo a Teresina al barco de línea, sino a una bonita lancha motora que había alquilado para la noche. Subieron; en el camarote entreabierto había mantas preparadas para Teresina, y flores. Tras un fuerte viraje la rápida lancha salió roncando del puerto.
Fuera, en medio de la noche y del silencio, dijo Klein:
—¿Teresina, no es una verdadera lástima que vayamos ahora allí, entre tantas personas? Si lo desea, sigamos adelante, sin meta, cuanto nos plazca, o vayamos a cualquier aldea bonita y tranquila, bebamos un vaso de vino del país y escuchemos cómo cantan las muchachas. ¿Qué opina usted?
Ella calló, pero él vio en seguida la desilusión en su rostro. Rió.
—Bien, era una idea mía, perdone. Ha de estar alegre y hacer lo que la divierta; no tenemos otro programa. En diez minutos estamos en la otra orilla.
—¿No le interesa en absoluto el juego? —le preguntó ella.
—Veremos, primero debo probarlo. Su sentido me resulta un poco confuso todavía. Se puede ganar y perder dinero. Creo que hay sensaciones más fuertes.
—El dinero que se juega no es necesario que sea simple dinero. Para cada uno es un símbolo. Uno no gana o pierde dinero, sino todos los deseos y sueños que aquél significa para él. Para mí significa libertad. Si tengo dinero, nadie puede ya mandarme. Vivo como quiero. Bailo cuando, donde y para quien quiero. Viajo adonde quiero.
Él la interrumpió.
—¡Qué infantil es usted, querida señorita! Esa libertad sólo existe en su imaginación. Mañana es usted rica, libre e independiente; pasado mañana se enamora de un hombre que le quita el dinero o le corta el cuello por la noche.
—¡No diga usted esas cosas tan horribles! Si yo fuera rica quizá viviría más sencillamente que ahora, pero lo haría porque me gustaría, voluntariamente y no por fuerza. ¡Odio la obligación! Y mire, cuando coloco mi dinero en el juego, todos mis deseos están contenidos en cada pérdida y en cada ganancia; está en juego todo lo que valoro y ansío y eso produce una sensación que de otra forma no se consigue fácilmente.
Klein la miraba mientras hablaba, sin fijarse mucho en sus palabras. Sin saberlo, comparó el rostro de Teresina con el de aquella mujer que había soñado en el bosque. Sólo se dio cuenta de ello cuando la lancha entró en la bahía de Castiglione, pues el aspecto del letrero de hojalata con el nombre de la estación le recordó vivamente el letrero del sueño en el que estaba escrito «Lohengrin» o «Wagner». Aquel letrero era exactamente igual, igual de grande, gris y blanco, igual de iluminado. ¿Era ésta la escena que le esperaba? ¿Iría aquí hacia Wagner? También pensó que Teresina se parecía a la mujer del sueño, mejor dicho a las dos mujeres del sueño; a una la había matado con un cuchillo, la otra le había estrangulado con las uñas. Un escalofrío le recorrió la piel. ¿Tenía todo esto alguna relación? ¿Volvería a ser arrastrado por espíritus desconocidos? ¿Y adonde? ¿Hacia Wagner? ¿Al asesinato? ¿A la muerte?
Al desembarcar, Teresina le cogió del brazo. Así atravesaron el pequeño bullicio multicolor del embarcadero, cruzaron la aldea y llegaron al casino. Allí todo adquiría aquel destello, encantador y a la vez fatigoso, aquella inverosimilitud que siempre tienen las reuniones de personas codiciosas cuando se encuentran perdidas lejos de las ciudades, en tranquilos paisajes. Los edificios eran demasiado grandes y demasiado nuevos, la luz excesiva, las salas demasiado lujosas, las personas demasiado animadas. Entre los grandes y oscuros trazos montañosos y el amplio y suave lago estaba colgado el enjambre, pequeño y denso, de personas codiciosas y hartas, apiñadas angustiosamente como si no estuvieran seguras de su duración, como si a cada momento pudiera suceder algo que las hiciera desaparecer. De las salas, donde se comía y se bebía champaña, brotaba una cálida música de violín. En la escalinata, entre palmeras y fuentes, brillaban a la par matas de flores y vestidos de mujer, pálidos rostros masculinos sobre abiertas americanas, criados azules con botones dorados, activos, serviciales y expertos, fragantes mujeres con rostros meridionales, pálidas y ardientes, bonitas y enfermizas, y recias mujeres nórdicas, rollizas, arrogantes y confiadas, señores mayores sacados de un libro de Turguenev o de Fontane.
Klein se sintió enfermo y cansado en cuanto entraron. En la gran sala de juego sacó del bolsillo dos billetes de mil.
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Quiere que juguemos juntos?
—No, no, no es conveniente. Cada uno irá por su cuenta.
Le dio un billete y le rogó que le guiase. En seguida se colocaron en una mesa de juego. Klein puso su billete sobre un número, la ruleta dio vueltas. No comprendía nada de todo aquello, sólo vio que su apuesta desaparecía. Va deprisa, pensó satisfecho, y quiso sonreír a Teresina. Pero ella ya no estaba a su lado. Vio que estaba de pie junto a otra mesa y que cambiaba su dinero. Se dirigió hacia allí. Ella parecía ensimismada, preocupada y tan ocupada como una ama de casa.
La siguió a una mesa de juego y la observó. Conocía el juego y lo seguía con gran atención. Colocaba pequeñas cantidades, nunca más de cincuenta francos. Algunas veces ganaba. Metía billetes en su bolso bordado con perlas, volvía a sacar billetes.
—¿Cómo va? —le preguntó él.
A ella, susceptible, no le gustaba que la molestasen.
—¡Oh, déjeme jugar! Ya lo haré bien. Pronto cambió de mesa; él la siguió sin que ella le viera. Como estaba muy atareada y no recurría nunca a sus servicios, se retiró a un sofá de piel, junto a la pared. La soledad se abatió sobre él. Volvió a sumergirse en reflexiones sobre su sueño. Era muy importante comprenderlo. Quizá no volvería a tener tales sueños, quizás eran, como en los cuentos, advertencias de los buenos espíritus: se le llamaba o avisaba dos o tres veces; si continuaba ciego, entonces el destino seguía su curso y ninguna fuerza amiga podía intervenir. De vez en cuando miraba a Teresina, tan pronto la veía sentada a una mesa, como de pie. Su pelo rubio brillaba entre los fracs.
¡Cuánto le duran los mil francos!, pensó molesto, yo iría más de prisa.
Una vez ella le saludó con la cabeza. Otra vez, una hora más tarde, ella se le acercó, le encontró absorto y le puso la mano sobre el brazo: —¿Qué hace? ¿No juega? —Ya he jugado. —¿Perdió? —Sí. No era mucho. —He ganado algo. Tome de mi dinero. —Gracias, basta por hoy. ¿Está contenta? —Sí, es bonito. Bien, me vuelvo. ¿O quiere regresar ya a casa?
Volvió a jugar. Él veía relucir su pelo entre los hombros de los jugadores. Le llevó una copa de champaña y él también bebió una. Luego fue a sentarse de nuevo en el sofá de piel junto a la pared.
¿Qué pasaba con las dos mujeres del sueño? Se parecían a su propia mujer y también a la mujer de la taberna de pueblo y también a Teresina. No había conocido a otras mujeres desde hacía años. A una mujer la había matado, horrorizado por su deformado e hinchado rostro. La otra le había atacado por detrás y había querido estrangularle. ¿Qué era cierto? ¿Qué era significativo? ¿Había herido él a su mujer, o ella a él? ¿Destruiría él a Teresina, o ella a él? ¿No podía amar a una mujer sin herirla o ser herido por ella? ¿Era ésta su maldición? ¿O era algo general? ¿A todos les pasaba igual? ¿Todo amor era así?
¿Y qué le unía a esta bailarina? ¿La amaba? Había amado a muchas mujeres que nunca lo habían sabido. ¿Qué le unía a esta mujer que estaba allí y se dedicaba al juego de azar como si fuese un asunto serio? ¡Qué infantil era en su afán, en su esperanza! ¡Qué sana, ingenua y hambrienta de vida era! ¡Qué comprendería si conociese su anhelo más profundo, su deseo de muerte, su nostalgia por extinguirse, por regresar al seno divino! Quizás ella le amaría, en seguida, quizá viviría con él. ¿Pero sería distinto a como había sido con su mujer? ¿No seguiría él siempre solo con sus sentimientos más íntimos?
Teresina le interrumpió. Se detuvo de pie junto a él y le dio un fajo de billetes.
—Guárdeme esto hasta después.
Al cabo de un rato, no sabía si era largo o corto, ella volvió y le pidió que le devolviese el dinero.
—¡Pierde! —pensó él—. ¡Gracias a Dios! Confío en que termine.
Poco antes de medianoche ella regresó, alegre y un poco acalorada.
—Ahora sí que lo dejo, ¡Pobre, debe de estar cansado! ¿Vamos a comer un poco antes de regresar a casa?
En un comedor tomaron huevos con jamón y fruta y bebieron champaña. Klein se espabiló y se puso alegre. La bailarina estaba cambiada, contenta y con una ligera y deliciosa embriaguez. Miraba y volvía a saber que era hermosa y que llevaba un vestido bonito, notaba las miradas de los hombres que conversaban en las mesas vecinas. Incluso Klein notó el cambio, la veía rodeada de encanto y de graciosa seducción, en su voz oía de nuevo el sonido de la provocación y del sexo, veía de nuevo sus manos blancas y su cuello de nácar.
—¿Ha ganado usted mucho? —preguntó él riendo.
—No está mal, aunque no es el gran premio. Unos cinco mil.
—Es un buen principio.
—Sí, la próxima vez seguiré adelante. Pero aún no sale como debiera. Tiene que venir de una vez, no de gota en gota.
Él quiso decir: «Entonces no puede apostar con cuentagotas, sino de golpe», pero en lugar de esto brindó por la gran suerte y siguieron riendo y bromeando.
¡La muchacha era tan hermosa, sana y sencilla en su alegría! Una hora antes estaba sentada a la mesa de juego, rígida, preocupada, cejijunta, de mal humor, calculadora. Ahora parecía como si no tuviese ninguna preocupación, como si no supiera nada de dinero, juego, negocios, como si sólo conociera la alegría y el lujo, el flotar sin pena sobre la superficie de la vida. ¿Todo esto era cierto, auténtico? Él mismo reía, también estaba alegre, pretendía alegría y amor, y, sin embargo, en él había alguien que no creía en todo esto, que lo miraba todo con desconfianza y con sarcasmo. ¿Era diferente a las demás personas? ¡Ah, uno sabía tan poco, tan desesperadamente poco de los hombres! En las escuelas uno había aprendido cien fechas de ridículas batallas y nombres de viejos reyes ridículos, y diariamente uno leía artículos sobre el gobierno o sobre los Balcanes, pero uno no sabía nada de los hombres. Cuando una campana no sonaba, cuando una chimenea no echaba humo, cuando se paraba la rueda de una máquina, en seguida uno sabía dónde había que buscar, y lo hacía con afán, y encontraba la avería y sabía cómo tenía que remediarlo. Pero, dentro de nosotros, se desconocía el resorte secreto que da sentido a la vida, lo único vivo en nuestro interior, lo único capaz de sentir placer y dolor, de desear la felicidad, de experimentar la felicidad; no se sabía nada, absolutamente nada de él, y cuando enfermaba no había ningún remedio. ¿No era absurdo?
Mientras bebía y reía con Teresina, en otras regiones de su alma se agitaban estas preguntas, tan pronto consciente como inconscientemente. Todo era dudoso, todo flotaba en la incertidumbre. Si hubiera sabido una sola cosa: esa inseguridad, esa necesidad, esa desesperación en medio de la alegría, ese tener que pensar, ese tener que preguntar ¿existía también en las demás personas, o sólo en él, en el estrafalario Klein?
Halló lo que le diferenciaba de Teresina; ella era distinta, era infantil y primitivamente sana. Esta muchacha, como todas las personas, como él mismo había hecho antes, confiaba siempre de forma instintiva en el futuro, en el mañana, en el pasado mañana, en la continuación. De lo contrario, ¿hubiera podido jugar y tomar el dinero tan en serio? Y él lo sentía profundamente; en esto él era completamente distinto. Para él detrás de cada sensación y pensamiento estaba abierta la puerta que conducía a la nada. Tenía miedo a muchas cosas, al absurdo, a la policía, al insomnio, miedo a la muerte. Pero, sin embargo, deseaba y esperaba al mismo tiempo todo lo que le producía miedo; anhelaba ardientemente y sentía curiosidad por el mal, por la caída, por la persecución, por la locura y la muerte.
—Cómico mundo —se dijo para sí. Y no se refería al mundo de su alrededor, sino a esta esencia íntima. Abandonaron la sala y el edificio charlando y llegaron hasta la dormida orilla del lago, bajo la pálida luz de los faroles. Allí tuvieron que despertar a su barquero. La lancha tardó un rato en zarpar. Estaban uno junto a otro, embrujados por el paso repentino de la luz abundante y de la multicolor vida del casino a la oscura tranquilidad de la orilla nocturna; escapaban de las risas fogosas y ya les intimidaban la fría noche, la proximidad del sueño, el temor a la soledad. Ambos sentían lo mismo. De improviso se cogieron de las manos, sonrieron confusos y turbados en la oscuridad, jugaron con dedos palpitantes. El barquero les llamó, subieron y se sentaron en la cabina. Con un movimiento brusco atrajo hacia sí la cabeza rubia y se entregó al desenfrenado ardor de sus besos.
Resistiéndose un momento, ella se enderezó y preguntó:
—¿Volveremos pronto aquí?
En plena excitación amorosa él tuvo que reír disimuladamente.
Ella pensaba ante todo en el juego, quería volver y continuar.
—Cuando quieras —dijo él condescendiente—. Mañana, pasado mañana y siempre que quieras.
Cuando él notó sus dedos jugando en su nuca, recordó la terrible impresión que tuvo en sueños cuando la mujer vengativa le clavaba las uñas en el cuello.
—Ahora debería matarme de golpe, eso estaría bien .—pensó él—, o yo a ella.
Mientras acariciaba su pecho él reía en sus adentros. Le hubiera sido imposible diferenciar el placer del dolor. Incluso su placer, su hambriento deseo de abrazar a esta hermosa mujer apenas podía distinguirse del miedo; la deseaba como el condenado desea el hacha. Había las dos cosas: el ardiente placer y la desconsolada tristeza, ambas ardían, palpitaban en estrellas delirantes, ambas calentaban, ambas mataban.
Teresina se sustrajo con agilidad de una caricia demasiado atrevida, agarró sus dos manos, acercó sus ojos a los de él y susurró como ausente:
—¿Qué clase de persona eres? ¿Por qué te amo? ¿Por qué algo me atrae hacia ti? Tú ya eres viejo y no eres guapo. ¿Cómo puede ser? Oye, creo que eres un criminal. ¿No lo eres? ¿Tu dinero no es robado? Él intentó desasirse.
—¡No hables, Teresina! Todo dinero es robado, toda fortuna es injusta. ¿Es esto importante? Todos somos delincuentes, todos somos criminales, aunque sólo sea porque vivimos. ¿Es esto importante?
—¿Qué es importante? —se estremeció ella. —Es importante que bebamos esta copa —dijo Klein lentamente—, es lo único importante. Tal vez no vuelva. ¿Quieres venir a dormir conmigo, o puedo venir a tu casa?
—Ven a mi casa —dijo ella quedamente—. Tengo miedo de ti y, sin embargo, tengo que estar a tu lado. ¡No me reveles tu secreto! ¡No quiero saber nada!
Al pararse el motor ella se despertó, se desprendió de sus brazos. Pasó su mano por el cabello y el vestido de forma purificante. La lancha se acercó despacio al embarcadero, las luces de los faroles brillaban en el agua negra. Bajaron.
—¡Alto, mi bolso! —gritó Teresina a los diez pasos. Regresó corriendo al embarcadero, saltó a la lancha, halló su bolso con el dinero encima de la almohada, arrojó uno de los billetes al desconfiado barquero que la estaba mirando, y corrió a los brazos de Klein que la esperaba en el muelle.

5

El verano había comenzado repentinamente, en dos días ardientes había transformado el mundo, ahondado los bosques, hechizado las noches. El sol se abría paso, ardiente, hora tras hora, recorría rápido su semicírculo de fuego; las estrellas le seguían apremiantes, bullía una fiebre de vida y una prisa silenciosa y ávida impulsaba el mundo.
Una tarde el baile de Teresina en el Kursaal fue interrumpido por una furiosa tormenta. Las luces se apagaron, caras enloquecidas se contraían al blanco resplandor de los rayos, las mujeres chillaban, los camareros vociferaban, las ventanas crujían.
Klein había llevado inmediatamente a Teresina a la mesa donde estaba sentado junto al viejo artista.
—Estupendo —dijo—. Vámonos. ¿No tienes miedo?
—No. No tengo miedo. Pero no debes venir conmigo. Hace tres noches que no duermes y tienes un aspecto atroz. Llévame a casa y después vete a dormir a tu hotel. Toma un veronal, si lo necesitas. Vives como un suicida.
Se fueron. Teresina llevaba un abrigo que le había prestado un camarero. Se marcharon en medio del viento, de los rayos y del torbellino de polvo, por calles desiertas. Los truenos estallaban claros y alegres y resonaban en la noche agitada. De repente se desencadenó la lluvia, rebotando sobre el empedrado, cayendo cada vez con más fuerza sobre la densa vegetación estival como un sollozo liberador.
Llegaron a casa de la bailarina empapados. Klein no se marchó a su hotel. Ni siquiera hablaron de ello. Entraron en el dormitorio jadeando, se quitaron riendo sus empapadas ropas; por la ventana fulguraba la luz deslumbradora de los rayos y las acacias se agitaban bajo el viento y la lluvia.
—No hemos vuelto a Castiglione —bromeó Klein—. ¿Cuándo iremos?
—Volveremos a ir, puedes creerme. ¿Te aburres?
La atrajo hacia sí; ambos ardían y el brillo de la tormenta llameó en su caricia. A ráfagas entraba por la ventana el aire fresco con el amargo olor a vegetación y el gusto insípido de tierra. Tras la lucha amorosa, en seguida les rindió el sueño. Sobre la almohada yacía su demacrado rostro junto al de ella, fresco; su escaso y seco pelo junto al de ella, espléndido. Ante la ventana se apagaban las últimas llamas de la tormenta nocturna, la tempestad se había cansado y disipado, se dormía, una silenciosa lluvia se deslizaba tranquilamente por los árboles.
Poco después de la una Klein se despertó. No podía dormir más. Se despertó de una pesada y sofocante pesadilla con la cabeza confusa y los ojos doloridos. Estuvo un rato tumbado, inmóvil, los ojos abiertos, reflexionando. ¿Dónde estaba? Era de noche, alguien respiraba a su lado. Era Teresina.
Lentamente se levantó. Volvía al tormento, de nuevo tenía que permanecer hora tras hora tumbado, con el corazón lleno de dolor y miedo, solo, tenía que sufrir inútiles sufrimientos, pensar inútiles pensamientos, preocuparse por inútiles preocupaciones. De la pesadilla que le había despertado, surgían sentimientos sucios y penosos, repugnancia y horror, hastío, desprecio de sí mismo.
A tientas buscó la luz y la encendió. La fría claridad cayó sobre la blanca almohada, sobre las sillas llenas de ropa, el hueco de la ventana colgaba oscuro en la estrecha pared. Sobre el rostro de Teresina caían sombras, mientras que su nuca y su cabello brillaban.
También había contemplado a su mujer así en otro tiempo, también había estado tumbado junto a ella sin dormir, envidiando su sueño, como ofendido por su respirar satisfecho y tranquilo. Nunca se abandonaba uno tan totalmente a su prójimo como cuando dormía. De nuevo, como ocurría tan a menudo, se le presentó la imagen de Jesús sufriendo en el huerto de Getsemaní, cuando quería atenazarle el miedo a la muerte, mientras sus discípulos dormían, dormían.
Con cuidado se acercó la almohada en la que descansaba la cabeza dormida de Teresina. Ahora veía su rostro, tan extraño durmiendo, tan entregado a sí misma, tan lejano a él. Un hombro y el pecho estaban desnudos, bajo la sábana se dibujaba suavemente su vientre a cada respiración. Le parecía cómico que en las palabras amorosas, en las poesías, en las cartas de amor siempre se hablara de los dulces labios y de las mejillas, pero jamás del vientre y de los pies. ¡Embuste! ¡Embuste! Observaba detenidamente a Teresina. Con este bello vientre, con este pecho y estos brazos y estas piernas blancos, sanos, fuertes, cuidados, le seduciría aún muchas veces y le abrazaría y obtendría placer de él; y luego descansaría y dormiría satisfecha, profundamente, sin dolor, sin miedo, sin presentimientos, bella, apática y tonta como un sano animal que duerme. Y él estaría tumbado junto a ella, en vela, con los nervios en tensión y el corazón lleno de tormento. ¿Muchas veces aún? ¿Muchas veces aún? ¡Oh, no, no muchas veces más, quizá nunca más! Klein se sobresaltó. ¡Lo sabía: nunca más!
Suspirando hurgó con los pulgares las cuencas de sus ojos, donde se localizaba ese dolor diabólico, entre los ojos y la frente. Seguro que Wagner, el maestro Wagner, también había sentido este dolor. Seguro que durante varios años había sentido este dolor monstruoso y lo había soportado y sufrido. Y en su tortura, en su inútil tortura había creído madurar y acercarse a Dios. Hasta que un día no pudo soportarlo más, igual como él, Klein, tampoco podía soportarlo más. ¡El dolor era lo de menos, lo insoportable era los pensamientos, los sueños, las pesadillas! Entonces, una noche, Wagner se había levantado y había visto que no tenía ningún sentido, ninguno más, el ir coleccionando muchas noches como aquella, atormentadoras; así uno no iba hacia Dios. Y fue a buscar el cuchillo. Quizá fue inútil, quizá fue insensato y ridículo por parte de Wagner asesinar. No podía comprenderlo quien no conociese sus tormentos, quien no hubiese padecido su sufrimiento.
Él mismo, no hacía mucho tiempo, había degollado en sueños a una mujer, porque su desfigurado rostro le había resultado insoportable. La verdad era que todo rostro que uno amaba quedaba desfigurado, de forma irritante y cruel, cuando ya no miraba, cuando callaba, cuando dormía. Uno lo miraba a fondo y no veía en él nada de amor, como tampoco encontraba amor en su propio corazón si lo miraba a fondo. Era solamente sed de vivir y miedo. Y uno huía del miedo, del necio miedo infantil al frío, a la soledad, a la muerte, e iba hacia otra persona, se besaban, se abrazaban, mejilla contra mejilla, pierna entre pierna, y echaban al mundo nuevos seres. Así sucedía. Así había llegado él a su mujer en otro tiempo. Así había venido hacia él la mujer de la taberna en una aldea, en otro tiempo, al principio de su viaje, en una desnuda alcoba de piedra, descalza y silenciosa, impulsada por el miedo, por el ansia de vivir, por la necesidad de consuelo. También así había ido él hacia Teresina, y ella hacia él. Siempre era el mismo instinto, el mismo afán, la misma equivocación. Siempre era el mismo desengaño, el mismo dolor terrible. Uno creía estar cerca de Dios y sostenía a una mujer en los brazos. ¡Uno creía haber logrado la armonía y sólo había cargado su culpa y su miseria sobre una futura criatura lejana! Uno tenía en sus brazos a una mujer, besaba su boca, acariciaba su pecho y engendraba con ella un niño; y un día el niño, sorprendido por la misma suerte, también se tumbaría junto a una mujer y también despertaría de la borrachera y vería el abismo con ojos doloridos y lo maldeciría todo. ¡Era insoportable seguir pensando hasta el fin!
Observó con mucha atención el rostro de la durmiente, los hombros, el pecho, el pelo rubio. Todo esto le había embelesado, le había engañado, le había seducido, todo le había hecho creer en el placer y la felicidad. Ahora todo había acabado, ahora saldarían cuentas. Había entrado en el Teatro Wagner y había descubierto por qué todos los rostros, una vez disipado el engaño, eran tan desfigurados e insoportables.
Klein se levantó de la cama y fue en busca de un cuchillo. Al pasar junto a Teresina rozó sus largas medias marrón claro; en un santiamén recordó cuándo la vio por primera vez en el parque y cómo le habían seducido su manera de andar, sus zapatos y sus medias ceñidas. Rió en voz baja, maliciosamente, y cogió la ropa de Teresina, pieza a pieza, la manoseó y la dejó caer al suelo. Luego volvió a buscar, olvidando el qué por momentos. Su sombrero estaba sobre la mesa, lo cogió distraído, lo hizo girar, notó que estaba mojado y se lo puso. Estaba de pie junto a la ventana, miraba la oscuridad exterior, oía cantar la lluvia. Parecía el sonido de tiempos perdidos. ¿Qué querían de él la ventana, la noche, la lluvia?, ¿qué le importaban las viejas imágenes de su infancia?
De pronto se detuvo. Había cogido una cosa que estaba sobre una mesa y la miraba. Era un espejo pequeño, ovalado y plateado. Desde el espejo le miraba su rostro, el rostro de Wagner, un rostro extraviado, desfigurado con profundos surcos sombríos, un rostro con los rasgos destruidos y borrosos. Últimamente le sucedía muy a menudo verse de improviso en un espejo. Ahora, en cambio, le parecía como si no se hubiera mirado en un espejo desde hacía muchos años. Eso también parecía pertenecer al Teatro Wagner.
De pie se miró largamente en el espejo. El rostro del antiguo Friedrich Klein estaba acabado y gastado; había cumplido; la ruina se leía en cada arruga. Este rostro tenía que desaparecer, tenía que ser borrado. Este rostro era muy viejo, había muchas cosas reflejadas en él, demasiadas. Por esa faz había pasado mucha mentira y engaño, mucho polvo y mucha lluvia. Una vez había sido liso y hermoso, en otro tiempo él lo había amado y cuidado y le había enorgullecido; a veces también lo había odiado. ¿Por qué? Ambas cosas ya no se podían comprender.
Y ahora, ¿por qué estaba aquí, de noche, en esta pequeña habitación extraña, con un espejo en la mano y un sombrero mojado en la cabeza? ¡Un extraño payaso! ¿Qué le sucedía? ¿Qué quería? Se sentó en el borde de la mesa. ¿Qué había querido? ¿Qué buscaba? ¿Estaba buscando algo, estaba buscando algo muy importante? Sí, un cuchillo.
De repente, enormemente impresionado, dio un salto corrió a la cama. Se inclinó sobre la almohada, vio dormir a la muchacha del pelo rubio. ¡Aún vivía! ¡Aún no lo había hecho! El horror le inundó. ¡Dios mío, estaba allí! Sucedía lo que había visto siempre en sus horas terribles. Estaba allí. ¡Él, Wagner, estaba de pie y en la cama una durmiente! ¡Buscaba un cuchillo! No, no quería. ¡No, él no estaba loco! ¡Gracias a Dios, él no estaba loco! Todo estaba en orden.
Recobró la calma. Lentamente se puso los pantalones, la chaqueta, los zapatos. Todo estaba en orden.
Cuando quiso acercarse otra vez a la cama, sintió algo blando bajo sus pies. La ropa de Teresina estaba en el suelo, las medias, el vestido gris claro. Lo recogió todo con cuidado y lo colocó en una silla.
Apagó la luz y salió de la habitación. Fuera caía una lluvia fría y silenciosa. No había luz en ninguna parte, ni un alma, ni un ruido, sólo la lluvia. Levantó el rostro y dejó que la lluvia corriera por su frente y sus mejillas. No había cielo. ¡Qué oscuro estaba! Le hubiera gustado mucho ver una estrella.
Tranquilamente anduvo por las calles mojadas de lluvia. No encontró a nadie, ni siquiera un perro. El mundo estaba muerto. En la orilla del lago fue recorriendo las barcas; las habían sacado del agua y atado firmemente con cadenas. Tan sólo en las afueras encontró una que estaba atada simplemente con una cuerda, fácil de soltar. Deshizo la cuerda y metió los remos dentro. Se alejó rápidamente del muelle; flotaba en un tono gris, un gris como no había visto nunca; en el mundo sólo existía gris, negro y lluvia, lago gris, lago húmedo, lago gris, cielo húmedo, todo sin fin.
Lejos, en medio del lago, retiró los remos. Había llegado el momento y estaba contento. En otras ocasiones, cuando la muerte le parecía inevitable, siempre había retrasado la decisión, la había aplazado para el día siguiente, y, de nuevo, había intentado seguir viviendo. Pero ahora no ocurría nada de eso. Su pequeña barca era él, era su vida artificialmente segura, limitada, pequeña. A su alrededor el vasto gris era el mundo, era Todo y Dios. No resultaba difícil dejarse caer en él, era fácil, era alegre.
Se sentó al borde de la barca, con los pies colgando sobre el agua. Se inclinó poco a poco hacia delante, siguió inclinándose hasta que, detrás suyo, la barca escapó ágilmente. Estaba en el Todo.
En el breve instante en que aún vivió se sucedieron más experiencias que en los cuarenta años que había recorrido hasta llegar a este fin.
Empezó así: cuando cayó, cuando flotó por un instante entre la barca y el agua, vio que intentaba un suicidio, una chiquillada, algo que, de hecho, no era malo, pero sí cómico y bastante insensato. El «pathos» del deseo de muerte y el «pathos» de la misma muerte se disiparon a la vez: no había nada. La muerte ya no era necesaria ahora. Era deseada, hermosa y bienvenida, pero ya no era necesaria. Desde el momento, desde la fracción de segundo en que con toda su voluntad, con toda la renuncia de su voluntad, con toda la entrega, se había dejado caer del bote en el regazo de la madre, en los brazos de Dios, desde aquel instante la muerte ya no tenía ninguna importancia. Era todo tan fácil, tan asombrosamente fácil, no había ningún abismo, ninguna dificultad. ¡Todo el arte consistía en dejarse caer! Aparecía como el fruto de su vida a través de toda su existencia: ¡dejarse caer! Si uno lo había hecho una vez, se había abandonado, lo había dejado a su buen criterio, había capitulado, había renunciado a todo apoyo y a cualquier suelo firme bajo sus pies y obedecía total y únicamente al impulso de su propio corazón, entonces todo estaba ganado, todo estaba en orden; ningún miedo, ningún peligro.
Se había conseguido lo grande, lo único: ¡se había dejado caer! El haberse dejado caer en el agua y en la muerte no era estrictamente necesario, igual hubiera podido dejarse caer en la vida. Pero no tenía importancia. Viviría, volvería. Pero entonces ya no necesitaría el suicidio ni todos esos extraños rodeos, ninguno de esos penosos y dolorosos disparates, puesto que habría superado el miedo.
¡Qué maravilloso pensamiento: una vida sin miedo! Vencer el miedo era la felicidad, la solución. Durante su vida había padecido mucho tiempo miedo y ahora, cuando la muerte le atenazaba el cuello, no sentía ningún miedo, ningún terror, sólo risa, salvación, comprensión. De repente supo lo que era miedo y que sólo lo vencía quien lo descubría. Se tenía miedo a mil cosas, al dolor, a los jueces, al propio corazón, al sueño, miedo al despertar, a la soledad, al frío, a la locura, a la muerte, sobre todo a ella, a la muerte. Pero todo era máscara y disfraz. En realidad sólo se temía una cosa: el dejarse caer, el paso a la incertidumbre, el pequeño paso que cruza todas las seguridades existentes. Y el que una vez, una sola vez, se había entregado, el que había tenido una vez la gran fe y se había abandonado al destino, éste se había liberado. Ya no pertenecía a las leyes terrenales, había caído en el universo y giraba en la danza de los astros. Así era. Era tan sencillo que cualquier niño podía entenderlo, podía saberlo.
No pensaba esto como se piensan las ideas, lo vivía, lo sentía, lo palpaba, lo olía, y lo saboreaba. Gustaba, olía, veía, comprendía lo que era la vida. Veía la creación del mundo, y veía el ocaso del mundo, ambos como dos ejércitos enfrentados, siempre en marcha, sin llegar jamás al fin. El mundo nacía continuamente y continuamente moría. Cada vida era un soplo lanzado por Dios. Cada muerte era un soplo sorbido por Dios. El que había aprendido a no resistir, a dejarse caer, moría fácilmente, fácilmente nacía. El que resistía, tenía miedo, moría con dificultad, nacía de mala gana.
Mientras se hundía en la gris oscuridad de la lluvia sobre el lago nocturno vio reflejado y representado el círculo del Universo: el sol y las estrellas nacían y morían incesantemente, coros de hombres y de animales, de espíritus y de ángeles reunidos cantaban, callaban, gritaban; hileras interminables de seres convergían, cada uno desconociéndose y odiándose a sí mismo, y odiándose y persiguiéndose en los demás. Todo lo que anhelaban era la muerte, la tranquilidad; su fin era Dios, regresar a Dios y permanecer en Él. Este fin producía miedo porque era un error. ¡No existía la permanencia en Dios! ¡No existía ninguna tranquilidad! Sólo existía el eterno, feliz y sagrado ser-aspirado y ser-espirado, la creación y la destrucción, el nacimiento y la muerte, la partida y el regreso, sin pausa, sin fin. Sólo existía un arte, una doctrina, un misterio: dejarse caer, no oponerse a la voluntad de Dios, no aferrarse a nada, ni al bien ni al mal. Entonces uno estaba salvado, se liberaba del dolor, del miedo. Sólo entonces.
Su vida se extendía ante él como un paisaje con bosques, valles y aldeas, visto desde la cresta de una alta montaña. Todo había ido bien, todo había sido fácil. Había surgido de su miedo, de su resistencia al tormento y a la confusión, a la horripilante aglomeración y a los espasmos de lamentos y miseria. No había una sola mujer sin la que no se pudiera vivir. ¡No había nada en el mundo que no fuera tan hermoso, tan deseable, tan dichoso como su contrario! Vivir era bienaventurado y bienaventurado era morir, en cuanto uno flotaba solo en el universo. No había tranquilidad externa, ni en el cementerio, ni en Dios, ningún mago podía romper la eterna cadena de nacimientos, la infinita hilera de soplos divinos. Pero había otra tranquilidad que debía encontrarse en nuestro propio interior. Decía: ¡Déjate caer! ¡No resistas! ¡Muere a gusto! ¡Vive a gusto!
Todas las acciones de su vida estaban ante él, todos los rostros de sus amores, todos los cambios de su sufrimiento. Su mujer fue pura e inocente como él mismo; Teresina sonreía con aire infantil. El asesino Wagner, cuya sombra se extendía tan ampliamente sobre la vida de Klein, le sonreía fijamente y su sonrisa explicaba que la acción de Wagner también había sido una vía para la salvación, un soplo, un símbolo, y que muerte, sangre y horror no eran cosas que existieran realmente, sino sólo valoraciones de nuestras almas autoatormentadas. Klein había vivido años de su vida con el crimen de Wagner. Entre la reprobación y la aprobación, la condena y la admiración, la abominación y la imitación de este crimen se habían creado cadenas infinitas de torturas, de miedo, de miseria. Cientos de veces, lleno de miedo, había presenciado su propia muerte, se había visto morir sobre el cadalso, había sentido el corte de la hoja de afeitar en el cuello y la bala en la sien. Y ahora, cuando realmente llegaba a la tan temida muerte, ¡era tan fácil, era tan sencillo, era alegría y triunfo! En el mundo no había nada que temer, nada era terrible. Sólo con la ilusión nos creábamos todo este temor, toda esta pena; sólo en nuestra propia alma angustiada surgía el bien y el mal, el valor y la futilidad, el deseo y el temor.
La figura de Wagner se perdía en la lejanía. Él no era Wagner, ya no lo era, no existía ningún Wagner, todo había sido un engaño. ¡Ahora Wagner podía morir! Él, Klein, viviría.
El agua le inundó la boca y bebió. De todas partes, a través de todos sus sentidos entraba agua, todo se diluía. Fue aspirado, succionado. Junto a él, apiñadas a él, tan apretadas como las gotas de agua, flotaban otras personas, flotaba Teresina, flotaba el viejo cantante, flotaba su antigua mujer, su padre, su madre y su hermana, y muchos miles de personas, y también cuadros y casas, la Venus de Tiziano y la catedral de Estrasburgo, todo flotaba, compacto, en un monstruoso torrente, impelido por la necesidad, cada vez más veloz, enfurecido. Y al encuentro de este gigantesco, monstruoso y enfurecido torrente de figuras venía otro torrente monstruoso, enfurecido, un torrente de rostros, piernas, vientres, animales, flores, pensamientos, asesinatos, suicidios, libros escritos, lágrimas lloradas, espeso, lleno, ojos de niño y rizos negros y cabezas de pescado, una mujer con un largo cuchillo en el ensangrentado vientre, un joven que se le parecía, con la cara llena de santa pasión: ¡Era él, a los veinte años, aquel desaparecido Klein de entonces! ¡Qué bien! ¡Ahora comprendía que no había tiempo! Lo único que existía entre la vejez y la juventud, entre Babilonia y Berlín, entre el bien y el mal, entre el dar y el tomar, lo único que llenaba el mundo de diferencias, de valoraciones, penas, conflictos, guerras, era el espíritu humano, el joven, impetuoso y cruel espíritu humano en la situación de la juventud embravecida, todavía lejos de la ciencia, lejos de Dios. Inventaba contrastes, inventaba nombres. Algunas cosas las calificaba de bonitas, otras de feas, unas buenas, otras malas. Un pedazo de vida se llamaba amor, otro crimen. Ese espíritu era así, joven, insensato, cómico. Uno de sus descubrimientos era el tiempo. ¡Refinado invento, un instrumento para atormentarse aún más el alma y para hacer el mundo variado y difícil! El hombre siempre estaba separado de todo lo que ansiaba por el tiempo, sólo por el tiempo, ¡ese descubrimiento infernal! Era uno de los apoyos, una de las muletas que debía abandonarse en primer lugar para ser libre.
La corriente de imágenes que Dios había absorbido y la otra que había expelido en dirección opuesta seguían fluyendo. Klein veía seres que resistían la corriente, que se rebelaban en medio de terribles espasmos, y se provocaban tormentos horrorosos: héroes, criminales, locos, pensadores, amantes, religiosos. Vio a otros como él, arrastrados rápida y fácilmente en la íntima voluptuosidad de la entrega, de la comprensión, dichosos como él. Con el canto de los bienaventurados y con el eterno grito de los infelices se edificaba, en el vértice de ambas corrientes cósmicas, una transparente esfera o cúpula de sonidos, una catedral de música en medio de la cual Dios estaba sentado; era una clara estrella, brillante, invisible por su luminosidad, una esencia de luz sumergida en la música del coro universal, en eterno oleaje.
Héroes y pensadores salían de la corriente cósmica, profetas, precursores.
—Mira, éste es Dios y su camino conduce a la paz —gritó uno, y muchos le siguieron.
Otro hizo saber que los caminos de Dios llevaban a la lucha y a la guerra. Se le llamó luz, se le llamó noche, padre, madre. Uno lo consideró como reposo, otro como movimiento, como fuego, como frío, como juez, como consolador, como creador, como destructor, como indulgente, como vengador. Dios mismo no se calificaba. Quería ser calificado, quería ser amado, quería ser alabado, maldecido, odiado, adorado. La música del coro universal era su templo y era su vida, pero no le importaba con qué nombre se le considerase, si se le quería o si se le odiaba, si en Él se buscaba reposo y sueño, o danza y frenesí. Todos podían buscar. Todos podían encontrar.
Klein percibió ahora su propia voz. Cantaba. Cantaba con voz nueva, potente, clara, sonora; cantaba fuerte y alto la alabanza de Dios, el elogio de Dios. En el vertiginoso flotar, entre millones de criaturas, cantaba él, un profeta y un precursor. Su canto resonaba potente, la bóveda de sonidos se elevaba. Dios, radiante, estaba sentado en su interior. La inmensa corriente le arrastró hacia allí.

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