Tais, La Cortesana de Alejandría. Por Anatole France


I EL LOTO


En aquel tiempo, el desierto es­taba poblado de anacoretas. En am­bas orillas del Nilo, innumerables cabañas, construidas con ramaje y arcilla por los solitarios, se alzaban a cierta distancia unas de otras, de modo que sus ocupantes vivieran aislados, pero en condiciones de ayudarse mutuamente si hubiese ne­cesidad. Asomaban de trecho en trecho, por encima de las cabañas, iglesias coronadas con el sino de la cruz, y a ellas se dirigían los monjes los días festivos para asistir a la celebración de los misterios y participar en los sacramentos. Tam­bién había en la orilla del río casas, donde los cenobitas, recluido cada uno en estrecha celda, saboreaban mejor la soledad.

Anacoretas y cenobitas vivían en la abstinencia; sólo tomaban alimen­to después de la puesta del sol, y consistía en pan, algunas hierbas y un polvo de sal. Los había que, lanzados en los arenales, buscaban resguardo en una caverna o en una tumba, sometidos a una disciplina más rigurosa.

Todos eran sobrios y castos; lle­vaban el cilicio y la cogulla, dor­mían en el suelo después de mucho velar, decían sus oraciones, canta­ban los salmos y, para decirlo de una vez, realizaban diariamente obras extraordinarias de penitencia. En atención al pecado original, ne­gaban a sus cuerpos no solamente los placeres y las satisfacciones, sino incluso los cuidados que pasan por indispensables conforme a las idea del siglo. Estimaban que las dolencias de nuestros miembros sanean nuestras almas, y que la carne no es digna de recibir adornos más gloriosos que las úlceras y las llagas De este modo se atendían las palabras de los profetas, que dijeron "El desierto se cubrirá de flores.

Entre los moradores de aquella santa Tebaida, unos consagraban su días al ascetismo y la contemplación, otros tejían la fibra de la palmas para procurarse la subsistencia o trabajaban como jornalero de los cultivadores vecinos en la época de la recolección. Los gentiles sospechaban falsamente que algunos vivían del bandolerismo y d unirse con los árabes nómadas que robaban las caravanas. Pero, e verdad, aquellos monjes despreciaban las riquezas, y el olor de su virtudes subía hasta el cielo.

Ángeles de apariencia juvenil apoyados en una cayada, iban cOmo viajeros a visitar las ermita; mientras, los demonios, disfrazada con figura de etíopes o de anímale; erraban en torno a los solitario! con el propósito de inducirlos a 1 tentación. Cuando los monjes iba a la fuente por la mañana para Iknar su cántaro, veían impresos e la arena los pasos de sátiros y d centauros.

Considerada desde su aspecto verdadero y espiritual, la Tebaida en un campo de batalla donde se libraban a todas horas, y especialmente

de noche, los maravillosos comba­tes del cielo y del infierno.

Los ascetas, furiosamente asalta­dos por legiones de condenados; se defendían, con la ayuda de Dios y de los ángeles, por medio del ayu­no, de la penitencia y de las mace­raciones. A veces, el aguijón de los deseos carnales los atormentaba tan cruelmente, que aullaban dolo­ridos, y a sus lamentaciones res­pondían, bajo el cielo estrellado, los maullidos de las hienas hambrien­tas. Entonces era cuando los de­monios se les presentaban en formas atractivas.

Porque si, en realidad, los demo­nios son feos, a veces se revisten de una aparente belleza, que no permite discernir su íntimo carác­ter. Los ascetas de la Tebaida vie­ron con espanto, en el retiro de su celda, imágenes del placer descono­cidas aun por los voluptuosos del siglo. Pero como el signo de la cruz estaba sobre ellos, no sucum­bían a la tentación, y los inmundos espíritus, con su verdadera figura, recobrada, se alejaban al amanecer, avergonzados y rabiosos. No era raro encontrar al alba a uno de aquellos que, al huir lloriqueando, a los que le interrogaban respondía: "Lloro y gimo porque uno de los cristianos que habitan aquí me ha sacudido con una vara ignominiosa­mente."

Los antiguos del desierto exten­dían su poder sobre los pecadores y los impíos. Su bondad a veces era terrible. Heredaron de los após­toles el poder de castigar las ofen­sas hechas al verdadero Dios, y nada podía salvar a los condenados por ellos.

En los pueblos, y hasta entre la plebe de Alejandría, era corriente creer que la tierra, entreabierta, se tragaba a los que golpeaban con su vara. Por lo cual, gentes de mala conducta los temían, sobre todo los mimos, los histriones, los curas amancebados y las cortesanas.

Tal era la virtud de aquellos re­ligiosos, que sometían a su poder hasta a las fieras. Cuando un soli­tario iba a morir, un león acudía a cavar una fosa con las uñas. El bienaventurado, seguro ya por esto de que Dios lo llamaba, iba en bus­ca de sus hermanos para darles el beso de paz. Luego se acostaba con la alegría del justo que se duerme en el seno de Dios.

Desde que Antonio, cuya edad pasaba de los cien años, se había retirado en la cumbre del monte Colsino con sus discípulos predilec­tos, Macario y Amatas, no hubo en toda la Tebaida un monje compa­rable, por sus múltiples obras de piedad, con Pafnucio, abad de An­tinoe. Sin duda, Efrén y Serapión regían a un número mayor de mon­jes y sobresalían en la dirección espiritual y temporal de sus. monas­terios; pero Pafnucio observaba los ayunos con más rigor, y a veces pasaba tres días sin tomar alimen­to. Su cilicio era de pelo muy ru­do; se flagelaba por la mañana y por la noche, y solía prosternarse con la frente en el suelo.

Sus veinticuatro discípulos, que habían construido sus cabañas pró­ximas a la suya, imitaban sus aus­teridades. Los amaba cariñosamente en Jesús y los exhortaba sin cesar a la penitencia. En el número de sus hijos espirituales encontrábanse los hombres que, después de haber­se entregado al bandolerismo du­rante largos años, se sintieron to­cados por las exhortaciones del santo abad, hasta el punto de con­sagrarse al estado monástico. La pureza de su vida edificaba a sus compañeros. Entre los que se distin­guía el antiguo cocinero de una reina de Abisinia, convertido igual­mente por el abad de Antinoe, que no cesaba de verter lágrimas y el diácono Flaviano, que poseía el co­nocimiento de las Escrituras y ha­blaba sabiamente. Pero el más admi­rable de !os discípulos de Pafnucio

era un joven campesino de nombre Pablo, a quien llamaban el Simple por su extrema ingenuidad. Los hombres se burlaban de su candor: pero Dios lo favorecía con visiones celestiales y el don de profecía.

Pafnucio sacrificaba sus horas en la enseñanza de sus discípulos y las prácticas del ascetismo. A menudo meditaba también sobre los libros sagrados para hallar en ellos alego­rías. Por todo esto, joven aún, eran sus méritos abundantes.

Los diablos, que libraban muy rudos asaltos contra los virtuosos anacoretas, no se atrevían a aproxi­marse a él. De noche, a la luz de la luna, siete pequeños chacales se colocaban frente a su celda, des­cansaban sobre sus cuartos trase­ros, inmóviles, silenciosos, con las orejas en alto. Y se cree serían siete demonios retenidos en el umbral de su morada por la virtud de su santidad.

Pafnucio había nacido en Alejan­dría de padres nobles, que le hicie­ron instruir en las letras profanas, y hasta fue seducido por las mentiras de los poetas. Tales eran, en su pri­mera juventud, el error de su inteli­gencia y el desarrollo de su pensa­miento, que llegó a creer a la raza humana ahogada por el Diluvio en la época de Decaulión, y disputaba con sus condiscípulos, sobre la na­turaleza, los atributos y hasta la exis­tencia de Dios. Vivía entonces en la disipación al uso de los gentiles. Fueron días de los que solo se acordaba con vergüenza y dolor.

-En aquel tiempo -solía decir a sus hermanos- yo estaba hirvien­do en la caldera de las falsas de­licias.

- Quería expresar con esto que se alimentaba con manjares hábilmente aderezados y que frecuentaba los baños públicos. En efecto, había lle­vado hasta sus veinte años aquella vida del siglo, merecedora de llamar­se muerte y no vida. Pero, gracias

a las lecciones del sacerdote Macrino, se transformó en un hombre nuevo. La verdad lo penetró hasta el fondo, y solía decir que la verdad entró en él como una espada. Abra­zado a la fe del Calvario, adoró a Jesús crucificado. Después de su bautismo aún permaneció un año entre los gentiles, en la sociedad a la que le unían los lazos de la cos­tumbre. Pero al entrar un día en una iglesia oyó leer al diácono este versículo de la Escritura: "Si quie­res ser perfecto anda y vende todo lo que tienes y da el dinero a los pobres." Al punto vendió sus ha­ciendas, y después de distribuir el precio en limosnas, abrazó la vida monástica.

Desde que se había retirado del trato de los hombres diez años antes, ya no hervía en la caldera de las delicias, y se maceraba provechosa­mente con los bálsamos de la pe­nitencia.

Así, al recordar un día, según su piadosa costumbre, las horas que había vivido lejos de Dios; el exa­minar sus culpas una a una; para concebir exactamente su deformidad, se le vino a la memoria una co­medianta de gran belleza, llamada Tais, que vio en otro tiempo en el teatro de Alejandría. Aquella mujer se mostraba en los juegos y no te­mía entregarse a las danzas cuyos movimientos, acompasados con ha­bilidad excesiva, recordaban los de las más horribles pasiones. También simulaba alguna de esas actitudes vergonzosas que las fábulas de los paganos prestan a Venus, a Leda y a Pasifae. Así abrasaba en el fuego de la lujuria a todos los espectado­res, y cuando arrogantes jóvenes o ricos ancianos acudían, impulsados por el amor, a depositar flores en el umbral de su casa, ella los acogía y se les entregaba; de manera que al perder su alma, daba motivo de que se perdieran muchas almas.

Poco había faltado para que in­dujese también a Pafnucio al de la carne. Con el deseo encendi­do en su venas, una vez se había dirigido a casa de Tais. Pero se detuvo en el umbral de la cortesana, por la timidez natural de la extre­ma juventud (entonces tenía quince años) y por el miedo a verse re­chazado, falto de suficiente dinero, porque sus padres no le autorizaban para hacer derroches.

Dios en su misericordia, se valió de su timidez y de la prudencia pa­ternal para librarlo de una horrible caída; pero al pronto Pafnucio no comprendió lo que tenía que agra­decer a la Providencia, inepto aun para discernir lo que más le convenía y ansioso de gozar terrenales dichas. Al presente, arrodillado en su celda ante el simulacro de aquel madero saludable de donde fue suspendido, como en una balanza, el rescate del mundo, Pafnucio comenzó a pensar en Tais, porque Tais era su pecado, y meditó largo tiempo, según las reglas del ascetismo, acerca de la fealdad espantable de las delicias carnales, cuyo gusto le había ins­pirado aquella mujer en los días de agitación y de ignorancia. Después de algunas horas de meditación, la imagen de Tais se le apareció con resplandeciente claridad. Volvió a verla como en el momento de la ten­tación, bella según la carne. Se le presentó primero como una Leda, muellemente tendida sobre un lecho de jacintos, vencida hacia atrás la cabeza, húmedos y relampagueantes los ojos, palpitante la nariz, la boca entreabierta, el pecho en flor y los brazos, frescos como dos arroyos. Ante aquella visión, Pafnucio se gol­peaba el pecho, y decía:

-¡Te tomo por testigo, Dios mío, de que considero la fealdad de mi pecado!

Entre tanto, la imagen cambiaba insensiblemente de expresión. Los labios de Tais revelaban, poco a poco, abatiéndose en ambas comi­suras, un misterioso padecer. Sus ojos, agrandados, resplandecían en­tre lágrimas; su pecho, palpitante, mostraba una inquietud recelosa, como en los primeros augurios de una tempestad. Ante aquello, Pafnucio se sintió turbado hasta el fon­do del alma. Posternóse, y oró así: -Tú, Señor que pusiste la piedad en nuestros corazones como el rocío de la mañana sobre los prados. Dios justo y misericordioso, ¡bendito seas! ¡Loor a ti! Aparta de tu siervo esta falsa emoción, que conduce a la concupiscencia, y concédeme la gracia de no poder amar a tus criaturas, sino solo a Ti, porque pasan y Tú permaneces. Si me in­tereso por esa mujer, Señor es por­que reconozco en ella tu obra. Los propios ángeles se inclinan hacia ella con solicitud. ¿No es, ¡oh Se­ñor!, el soplo de tu boca? Es preciso que no siga prostituyéndose con tantos ciudadanos y extranjeros. Una inmensa piedad se ha levantado hacia ella en mi corazón. Sus crí­menes son abominables, y solo pen­sar en ellos me estremece de tal modo, que un espantoso terror eriza mis cabellos. Pero cuanto más cul­pable sea, más compasión merece. Lloro al imaginar que los diablos han de atormentarla durante la eter­nidad.

Mientras meditaba de ese modo, advirtió que había un pequeño cha­cal sentado a sus pies, y esto le hizo sentirse muy sorprendido, por­que la puerta de su celda estuvo cerrada todo el día. El animalito meneaba la cola como un perro y lo miraba como si leyera sus refle­xiones. Santiguóse Pafnucio y la bestia se desvaneció. Hasta entonces nunca se había deslizado el demonio en su refugio. Hizo una breve ple­garia, y volvió a pensar en Tais. Luego se dijo:

"¡Con la ayuda de Dios, me pro­pongo salvarla!"

Y se durmió.

A la mañana siguiente, después de rezar sus oraciones, dirigióse al lugar donde moraba el bienaventurado

Palemón, que, no lejos de allí, vivía como anacoreta. Lo encontró apaci­ble, risueño y ocupado en cavar la tierra, según su costumbre. Palemón era bastante anciano; cultivaba un huertecito; las fieras iban a lamerle las manos y no le atormentaban los demonios.

-¡Alabado sea Dios, Hermano mío -dijo al ver a Pafnucio, y suspendió su labor.

-¡Alabado sea Dios! -respon­dió Pafnucio-. ¡Y que la paz sea con mi hermano!

-¡La paz sea también contigo, hermano Pafnucio! -repuso el mon­je Palemón; y se enjugó con su man­ga el sudor de la frente.

-Hermano Palemón, nuestras palabras no deben tener por único objeto el elogio de Aquel que ha prometido estar entre los que se junten en su nombre. Por esto vine a comunicarte un propósito conce­bido con objeto de glorificar al Señor.

-Así bendiga el Señor tu propó­sito, Pafnucio, como ha bendecido mis lechugas; con el rocío extiende sus gracias todas las mañanas sobre mi huerto, y su bondad me induce a glorificarlo en los pepinos y en las calabazas que me concede. Pidámos­le con oraciones que nos tenga en su paz. Porque ¡nada es, más de te­mer que los movimientos desordena­dos que turban el corazón! Cuando esos movimientos nos agitan, somos semejantes a los hombres embriaga­dos, y torcemos a uno y otro lado nuestro camino, a punto de caer ignominiosamente a cada paso. A veces esos transportes nos hunden en una bárbara alegría, y quien a ella se abandona hace resonar en el aire viciado la risa torpe de los bru­tos; esa lamentable alegría conduce al pecador hacia toda clase de des­órdenes, y también algunas veces las turbulencias del alma y de los sentidos nos arrojan en una tristeza diabólica, más funesta mil veces que la alegre impiedad. Hermano Pafnucio, yo no soy mas que un miserable pecador; pero he obser­vado en mi larga existencia que el cenobita no tiene peor enemigo que la tristeza. Me :refiero a esa melan­colía tenaz que envuelve el alma como una bruma y le oculta la luz de Dios. Nada es más opuesto a la salud, y el mayor .triunfo del de­monio consiste en esparcir un acre y negro humo en el corazón de un religioso. Si nos evitara solo ten­taciones alegres, sería mucho menos temible. ¡Ay! Su mayor triunfo con­siste en desolarnos. Con ese propó­sito hizo ver a nuestro padre An­tonio un niño negro, de tal belleza, que, al verlo, era imposible no llo­rar. Con la ayuda de Dios, nuestro padre Antonio evitó las argucias del demonio. Era un santo. Vivió un tiempo entre nosotros, y de su ale­gría constante participábamos los discípulos. Nunca estuvo melancóli­co. Pero ¿no venías, hermano Paf­nucio, a tratar conmigo de un pro­pósito formado en tu espíritu? Me favorecerás comunicándomelo, ya que tiene por objeto la gloria de Dios.

-En efecto, hermano Palemón, me propongo glorificar el Señor. Fortaléceme con tu consejo, pues tienes muchas luces y jamás el pe­cado oscureció la claridad de tu in­teligencia.

-Hermano Pafnucio, no soy dig­no de desatar la correa de tus san­dalias, y mis inquietudes son innu­merables como las arenas del de­sierto. Pero soy viejo y no te negaré la ayuda de mi experiencia.

-Te confiaré, pues, hermano Palemón, que siento un dolor agudo ante la idea de que hay en Alejan­dría una cortesana llamada Tais, que vive en el pecado y es para el pueblo una tentación escandalosa.

-Hermano Pafnucio, eso es, en efecto, una cosa abominable y debe afligirnos. Muchas mujeres viven como esa entre los gentiles. ¿Imaginaste un remedio para tan espan­toso mal?

-Hermano Palemón, iré a en­contrar a esa mujer en Alejandría, y, con el auxilio de Dios, la conver­tiré. Tal es mi propósito. ¿Merece tu aprobación, hermano mío?

-Hermano Pafnucio, yo no soy más que un pobre pecador; pero nuestro padre Antonio tenía cos­tumbre de decir: "En cualquier lu­gar donde te halles no te apresures a salir para dirigirte o otro."

-Hermano Palemón, ¿descubres algo condenable en el propósito que tengo concebido?

-¡Apacible Pafnucio, Dios me guarde de mantener sospechas por las intenciones de mi hermano! Pero nuestro padre Antonio decía tam­bién: "Los peces, al ser sacados del agua, pierden la vida. Y también ocurre que los monjes, al dejar sus celdas y mezclarse con las gentes del siglo, se apartan de los buenos propósitos."

Después de hablar así, el anciano Palemón hundió con el pie el filo de su laya en la tierra, que removió afanosamente alrededor de una hi­guera cargada de frutos. Mientras layaba, un antílope, que franqueó, de un salto rápido, con un rumor de hojas, el seto que cerraba el huerto, sin curvar el follaje, se de­tuvo, sorprendido, inquieto, con los corvejones temblorosos: luego se llegó en dos saltos al anciano e in­trodujo su fina cabeza en el seno de su amigo.

-¡Dios sea alabado en la gacela del desierto! -dijo Palemón. Y ha­biendo ido a su cabaña, seguido de la bestia ligera, sacó un mendrugo de pan negro, que le dio a comer en la palma de la mano.

Pafnucio quedó un buen rato me­ditabundo, con la mirada fija en las piedras del camino. Y después vol­vió lentamente a su celda, preocu­pado por lo que acababa de oír. Su espíritu se debatía en cavilacio­nes, y se decía:

"Este solitario es buen consejero; la más equilibrada prudencia reside en él. Duda del acierto de mi propó­sito. Sin embargo, considero una crueldad no socorrer a esa Tais contra el demonio que la posee: ¡Que Dios me ilumine y me guíe!"

Avanzaba en su camino, y vio una grulla presa en las redes que un cazador había tendido sobre la arena, y dedujo ser hembra, por­que otra grulla, que sería el macho, a picotazos rompió las mallas, de modo que su compañera pudo li­brarse al fin.

Pafnucio contemplaba interesado aquel acontecimiento, y por inspira­ción de su santidad deducía el sen­tido místico, indudable, de lo que la Providencia puso ante sus ojos. El pájaro cautivo era representación de Tais, cogida en los lazos de las abominaciones; y tomando ejemplo del macho, que cortaba los hilos de la red con el pico, debía él rom­per con palabras poderosas las in­visibles ataduras que la retenían en el pecado. Por esto en aquel ins­tante alabó a Dios y sintió ya firme y decidido su propósito. Pero luego, al ver al macho también sujeto por las patas en la misma red que había roto, volvió a sentir penosa incer­tidumbre.

No durmió en toda la noche y antes del amanecer tuvo una visión. Era Tais que se le aparecía. Su ros­tro no expresaba las voluptuosidades culpables ni estaba cubierta, según su costumbre, con tejidos transpa­rentes. Un sudario la envolvía por completo y hasta ocultaba una parte del rostro, de manera que solo veía él dos ojos, de los que brotaban lagrimones gruesos y blancos.

Ante aquel espectáculo, lloró amargamente y seguro de que aque­lla visión se la ofrecía Dios, ya no tuvo más vacilaciones. Se levantó, cogió un palo nudoso, imagen de la fe cristiana, salió de su celda, cuya puerta cerró cuidadosamente, a fin de que los animales que viven sobre la arena y los pájaros del aire no pudiesen ir a ensuciar el libro de las Escrituras que conservaba a la cabecera de su lecho, llamó al diácono Flaviano para confiarle el go­bierno de sus veintitrés discípulos, y vestido solamente con un largo cilicio encaminóse hacia el Nilo, con la intención de seguir a pie la orilla Líbica hasta la ciudad fundada por el Macedonio. Desde el amanecer andaba sobre la arena, sin que le abrumaran la fatiga, el hambre ni la sed; asomaba ya el sol en el hori­zonte cuando vio el río aterrador que precipitaba sus aguas sangrien­tas entre rocas de oro y fuego. Avanzó por la orilla mendigando el pan por el amor de Dios en las puertas de las cabañas aisladas, y recibiendo con alegría injurias, ne­gativas, amenazas. No temía ni a los bandidos, ni a las fieras, pero ponía gran cuidado en apartarse de las ciudades y de los pueblos que se ofrecían a sus ojos en el ca­mino. Temía encontrar a los niños que juegan a las tabas junto al ho­gar paterno, o ver, en las cisternas, a las mujeres de camisa azul que sonreían al dejar sus cántaros en el suelo. Para el solitario todo es pe­ligroso, hasta puede ser un peligro para él leer en la Escritura que el Divino Maestro iba de ciudad en ciudad y cenaba con sus discípulos. Las virtudes que los anacoretas bor­dan cuidadosamente sobre el caña­mazo de la fe, son tan frágiles como magníficas. Un tenue soplo del cielo puede empañar sus agradables co­lores; y evita Pafnucio entrar en las ciudades por el temor de que su corazón se ablandara en presencia de las gentes.

Por esto buscaba los caminos so­litarios. Al cerrarse la noche, el mur­mullo de los tamarindos, acariciados por el aire, le producía un estreme­cimiento y bajaba su capucha sobre los ojos para no ver más la belleza de las cosas. Al sexto día de camino, llegó a un lugar llamado Silsilé. El río corre sobre un estrecho valle que bordea una doble cadena de montañas de granito. Allí es donde los egipcios, en el tiempo en que adoraban a los demonios, tallaron sus ídolos. Vio allí Pafnucio una enorme cabeza de esfinge empo­trada en la roca. Temeroso de que aún estuviese animada de algún poder diabólico, hizo el signo de la cruz y pronunció el nombre de Je­sús. Un murciélago salió volando de una de las orejas del monstruo de piedra y Pafnucio conoció que se alejaba el espíritu maligno que ha­bía en aquella figura desde siglos antes. Aumento su celo apostólico aquella circunstancia y asiendo una gruesa piedra, la arrojó a la faz del ídolo; pero al advertir en la mis­teriosa esfinge una expresión de tristeza profunda. Pafnucio se sintió conmovido. En verdad la expresión de dolor sobrehumano de que aque­lla faz de piedra estaba impregnada, habría conmovido al más insensible. Por esto Pafnucio dijo a la esfinge:

-¡Oh bestia, a ejemplo de los sátiros y de los centauros que vio en el desierto nuestro padre Antonio, confiesa la Divinidad de Cristo Je­sús y te bendeciré en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo!

Eso dijo, y una claridad rosada salió de los ojos de la esfinge; los pesados párpados de la bestia es­tremeciéronse y los labios de granito articularon penosamente, como un eco de la voz del hombre, el santo nombre de Jesús; en vista de lo cual Pafnucio extendió la mano derecha para bendecir a la esfinge de Silsilé.

Luego prosiguió su camino y, donde se ensancha el valle, vio las ruinas de una ciudad inmensa. Los templos, que seguían en pie, estaban sostenidos por los ídolos que servían de columnas y, con el permiso de Dios, las cabezas de mujeres con cuernos de vaca clavaban en Paf­nucio insistentes miradas que le ha­cían palidecer. Caminó así diecisiete días; tomaba por todo alimento al-

gunas hierbas y dormía por la no­che en los palacios derruidos, entre los gatos monteses y las ratas de Faraón, con las que se mezclaban mujeres cuyo busto se prolongaba en forma de escamoso pez. Pero Pafnucio sabía que tales mujeres eran seres del infierno y las alelaba con hacer solamente la señal de la Cruz.

El día decimoctavo descubrió, le­jos de toda población, una misera­ble choza de hojas de palmera, me­dio sepultada bajo la arena que arrastra el viento del desierto, y se aproximó con la esperanza de que habitase allí algún piadoso anacore­ta. Aquel refugio carecía de puerta y sin entrar pudo ver en el interior un cántaro, un rimero de cebollas y una vasija con hojas marchitas.

-¡He aquí -se dijo- el mobi­liario de un asceta. Comúnmente los eremitas se alejan poco de su cabaña. No dejaré de encontrar pronto al morador de esta choza. Quiero darle un beso de paz, a ejem­plo del santo solitario Antonio, que al hallar en su camino al eremita Pablo, le abrazó tres veces. Hablaré con él de cosas eternas y tal vez Nuestro Padre nos enviará por un cuervo un pan, y seré invitado pia­dosamente a compartirlo.

Mientras reflexionaba de este modo, discurría lentamente por las proximidades de la choza, con la es­peranza de que apareciese alguien, y no había dado cien pasos, cuando vio a un hombre sentado sobre las piernas cruzadas a la orilla del Nilo. Estaba desnudo. Sus cabellos, como su barba, eran enteramente blancos y su cuerpo de color de ladrillo. Pafnucio no dudaba de que fuera el ermitaño, y le saludó con las pa­labras que los monjes tienen cos­tumbre de cambiar cuando se en­cuentran.

-¡Que la paz sea contigo, mi her­mano! Así logres un día gozar las dulces auras del Paraíso.

El hombre no contestó. Perma­necía inmóvil como si no compren­diese. Pafnucio imaginó que aquel silencio era motivado por uno de esos éxtasis tan frecuentes en los santos. Se puso de rodillas con las manos cruzadas junto al des­conocido, y así estuvo en oración hasta la puesta del sol. Y al ver que su compañero seguía inmóvil, dijo:

-Padre mío, si ha terminado el éxtasis en que te vi sumergido, dame tu bendición en Nuestro Señor Je­sucristo.

El otro le respondió sin volver la cabeza:

-Extranjero: yo no sé lo que quieres decir y no conozco a ese Señor Jesucristo.

-¡Cómo! -exclamó Pafnucio-. Los profetas lo anunciaron; le­giones de mártires han confesado su nombre; hasta el mismo César lo ha adorado y poco ha hice pro­clamar su gloria por la esfinge de Silsilé. ¿Cómo es posible que tú no lo conozcas?

-Amigo mío -respondió el otro-, eso es posible. Y hasta sería cierto, si hay alguna certeza en el mundo.

Pafnucio estaba sorprendido y contristado por la increíble ignoran­cia de aquel hombre.

-Si no conoces a Jesucristo -le dijo- tus obras no te servirán de nada y no ganaras la vida eterna.

El anciano replicó:

-Es vano actuar y vano tam­bién abstenerse, como es indiferente vivir o morir.

-Pero ¿qué? -arguyó Pafnu­cio-. ¿acaso no deseas vivir en la Eternidad? ¿No habitas una cabaña en este desierto a la manera de los anacoretas?

-Eso parece.

-¿No vives desnudo y despro­visto de todo?

-Eso parece.

-¿No te alimentas con raíces y no practicas la castidad?

-Eso parece.

-¿No has renunciado a todas las vanidades de este mundo?

-En efecto: he renunciado a to­das las cosas vanas que, comúnmen­te, suelen ser la preocupación de los hombres.

-Así, pues, eres como yo, pobre, casto y solitario. ¡Y no lo haces como yo por el amor de Dios, y con miras a la felicidad celestial! Eso es lo que no puedo comprender. ¿Por qué te privas de los bienes de este mundo, si no esperas ganar los bienes eternos?

-Extranjero: yo no me privo de ningún bien, y me place haber ha­llado una manera de vivir algo sa­tisfactoria, por más que, a decir verdad, no haya buena ni mala vida. Nada es en si honesto ni vergonzo­so, justo ni injusto, agradable ni pe­noso, bueno ni malo. La opinión es la que da cualidades a las cosas, como la sal da sabor a, los alimentos.

-Así, pues, según tú, no hay cer­tidumbre. Niegas la verdad que has­ta los idolatras buscaron. Descansas en tu ignorancia, como un perro fa­tigado que duerme sobre basura.

-Extranjero: tan vano es injuriar a los perros como a los filósofos. Ignoramos lo que son los perros y lo que somos nosotros. No sabemos nada.

-¡Oh anciano! perteneces, pues a la ridícula secta de los escépticos? ¿Sin duda eres uno de esos mise­rables locos que niegan igualmente el movimiento y el reposo y que no saben distinguir la. luz del sol de las sombras de la noche?

-Amigo mío: sí soy escéptico, y de una secta que me parece loable, mientras tú la juzgas ridícula. Por­que las mismas cosas tienen diversas apariencias. Las pirámides de Menfis parecen al amanecer, conos de luz rosada, y a la puesta del sol, sobre el cielo rojizo, se muestran como negros triángulos. Pero... ¿quién penetrará su íntima sustan­cia? Tú me reprochas que niegue las apariencias, cuando, al contra­rio, las apariencias son las únicas realidades que reconozco. El sol me parece luminoso, pero su naturaleza me es desconocida. Siento que el fuego quema, pero no sé ni cómo, ni por qué. Amigo mío, no me com­prendes; pero al fin y al cabo lo mismo da ser considerado así o de otra manera.

-Una vez más vuelvo a interro­garte. ¿Porqué vives de dátiles y de cebollas en el desierto? ¿Por qué sufres con paciencia tantas priva­ciones? Como tú, yo también prac­tico la abstinencia y la soledad; pero me conformo para ser grato a Dios y merecer la beatitud eterna. Tal es un propósito razonable, porque acre­dita cordura, sufrir con la esperanza del premio. Pero es una insensatez pasar voluntariamente inútiles fati­gas y vanos sufrimientos. Si yo no creyese (¡perdona esa blasfemia, oh luz increada!), si yo no creyese en la verdad de lo que Dios nos ha enseñado por la voz de los Profetas, por el ejemplo de su Hijo, por los actos de los Apóstoles, por la au­toridad de los Concilios y por el testimonio de los mártires; si yo no supiese que los sufrimientos del cuerpo son necesarios a la salud del alma; si estuviese, como tú lo estás, hundido en la ignorancia de los sagrados misterios, volvería in­mediatamente al siglo; me esforzaría por adquirir riquezas para vivir en la molicie como los dichosos de este mundo, y diría a las voluptuo­sidades: "Venid, hijas mías, venid, sirvientas mías, venid todas a ver­terme vuestros vinos, vuestros fil­tros y vuestros perfumes." Pero tú, insensato anciano, te privas de to­das las ventajas y lo pierdes sir. esperar ninguna ganancia. Das y no esperas devolución; imitas ridícula­mente los trabajos admirables de nuestros sacerdotes, como un mono desvergonzado piensa copiar el cua­dro de un pintor ingenioso, mien­tras no hace otra cosa que ensuciar una pared. ¡Oh el más estúpido de los mortales! ¿En qué apoyas tus razones?

Hablaba Pafnucio de ese modo con mucha violencia, y el anciano permanecía tranquilo.

-Amigo mío -respondió, al fin, suavemente-. ¿Qué te importan las razones de ser un perro dormido so­bre basura y de un mono sin ver­güenza?

Pafnucio jamás había pensado en lo que no fuese la gloria de Dios, y una vez calmada su cólera ex­cusóse con noble humildad.

-Perdóname -dijo-. ¡Oh an­ciano! ¡Oh hermano mío!, si el celo de la verdad me arrebató más allá de los justos límites. Pongo a Dios por testigo de que odiaba yo tu error y no tu persona. Sufro al verte en las tinieblas, porque te amo en Jesucristo y el cuidado de tu salud ocupa mi corazón, Habla, dame tus razones; ardo por conocerlas con el propósito de refutarlas.

El anciano respondió con abso­luta quietud:

-Estoy dispuesto igualmente a contestarte y a callarme. Sin embar­go, te daré mis razones, sin pedirte en cambio las tuyas, porque no me interesan. No me preocupo ni de tu dicha ni de tu infortunio y me es interesante que discurras de una manera o de otra. ¿Por qué había de amarte o de odiarte? La aversión y la simpatía son igualmente indig­nas del sabio. Pero, puesto que me interrogas, te diré que me llamo Timocles y que nací en Cos, de pa­dres enriquecidos por los negocios. Mi padre armaba navíos. Su inteli­gencia se parecía mucho a la de Alejandro, al que llamaron el Gran­de; pero era menos cerrada. En suma, era una pobre naturaleza de hombre. Yo tenía dos hermanos que siguieron como el padre la profesión de armadores. Yo profesaba la sa­biduría. Mi hermano vióse obligado por nuestro padre a casarse con una mujer cariana llamada Timaesa, y le desagradaba tanto que no le fue posible vivir a su lado sin caer en muy negra melancolía; mientras, Timaesa inspiraba a nuestro herma­no menor un cariño criminal, que tomó pronto carácter de manía fu­riosa. La cariana sentía por ambos igual aversión; y amaba a un flau­tista y lo recibía de noche en su cuarto. Una mañana dejó allí olvi­dada la corona que solía llevar en los festines; al verla mis dos herma­nos juraron vengarse del tocador de flauta, y al día siguiente le ma­taron a latigazos, a pesar de sus lágrimas y súplicas. Mi cuñada ex­perimentó por ello una desespera­ción que la hizo perder el juicio, y los tres miserables, convertidos en bestias, paseaban su locura por las orillas de Cos, aullando como lobos, con la espuma en los labios y la mirada fija en el suelo, entre la gritería de los chiquillos que los apedreaban. Así murieron y mi pa­dre los amortajó. Poco tiempo des­pués, el estómago de mi padre se negó a tolerar toda clase de alimen­tos y murió de hambre cuando era bastante rico para comprar todas las viandas y todos los frutos de los mercados de Asia. Le desespera­ba que yo no heredase una fortuna. La empleé en viajar. Visité a Italia, Grecia y África, sin encontrar nin­gún sabio feliz. Estudié la filosofía en Atenas y en Alejandría, y me aturdió con el barullo de las dispu­tas. Por fin prolongué mi paseo hasta la India, donde vi, a la orilla del Ganges, un hombre desnudo, sentado sobre las piernas cruzadas, y supe que allí estaba, de aquel modo, desde treinta años antes. Las lianas se enroscaban alrededor de su cuerpo enjuto y los pájaros ani­daban entre sus cabellos. Y a pesar de todo, vivía. En su presencia, re­cordé a Timaesa, al tocador de flau­ta, y mis dos hermanos y a mi padre; y comprendí la sabiduría de aquel indio. "Los hombres -me dijo- sufren porque están privados de lo que creen ser un bien; o por­que lo poseen y temen perderlo; o porque sufren lo que creen ser un mal. Suprimid todas las creen­cias de este género y desaparece­rán todos los males." Por esto resolví no considerar ventajoso nada; re­conocer que los bienes de este mun­do nada valen, y vivir en la soledad y en la inmovilidad, a ejemplo del indio.

Pafnucio había escuchado atenta­mente el relato del anciano. y res­pondió:

-Confieso, Timocles de Cos, después de oírte, que no todo está desprovisto de sentido en tus pala­bras. En efecto, es la de sabios el desprecio de los bienes de este mun­do. Pero sería insensato despreciar igualmente los bienes eternos y ex­ponerse a la cólera de Dios. Deploro tu ignorancia, Timocles, y voy a instruirte en la verdad, para que al conocer la existencia de un Dios en tres hipótesis, obedezcas a ese Dios como un hijo a su padre.

Pero Timocles le interrumpió:

-Guárdate, extranjero, de expo­nerme tus doctrinas y no pienses en obligarme a compartir tu senti­miento. Toda disputa es estéril. Mi opinión es no tener opinión. Vivo exento de agitaciones a condición de vivir sin preferencias. Prosigue tu camino, y no intentes sacarme de la bienaventurada apatía en que me hundí, como en un baño delicioso, después de los rudos tra­bajos de mis días.

Pafnucio, profundamente instrui­do en las cosas de la fe por el co­nocimiento que tenía de los cora­zones, comprendió que la gracia de Dios no estaba en el anciano Timocles y que la hora de la salud no había sonado aún para aquella alma obstinada en su perdición; y no respondió, temeroso de que la edificación se convirtiera en escán­dalo; pues ocurre alguna vez que al disputar contra los infieles, se les induce más al pecado, lejos de con­vertirlos. Por lo cual es conveniente que los poseedores de la verdad la siembren con prudencia.

-¡Adiós ya, desgraciado Timo­cles! -dijo.

Y, sin contener un profundo sus­piro, reanudó en la noche su piadoso viaje.

Ya de mañana, vio a los ibis in­móviles sobre una pata, a la orilla del agua que reflejaba su cuello pá­lido y sonrosado. Sobre un ribazo, a lo lejos extendían los sauces su follaje gris; las grullas volaban en triángulo por el cielo transparente, y en los cañaverales resonaban los graznidos de las garzas invisibles. Hasta perderse de vista, extendía el río sus aguas verdes, sobre las que se deslizaban los veleros como alas de pájaros: aquí y allá, en la orilla, se reflejaba una casa blan­ca; sobre la corriente y en la lejanía flotaban ligeras nubes, y salían de las islas cargadas de palmas,. de flo­res y de frutos, ruidosas bandadas de patos y ocas, de flamencos y de cercetas. A la izquierda, el fecundo valle extendía hasta el desierto sus campos y sus huertas, estremecidos de alegría; el sol doraba las espigas, y la tierra exhalaba el hálito de su fecundidad, como un perfume. Ante aquel cuadro, cayó Pafnucio de ro­dillas y dijo:

-¡Alabado sea el señor, que da feliz término a mi viaje! Tú, que derramas el rocío sobre las higueras de la Arsinóitida. Dios mío, permite que tu gracia entre en el alma de esa Tais a la que no formastes con me­nos amor del que ponías en las flores de los campos y en los ár­boles de los jardines. ¡Así pueda florecer con mis cuidados como un rosal oloroso en tu Jerusalén celes­tial!

Y cada vez que veía un árbol flo­rido o un hermoso pájaro, pensaba en Tais. Así, paso a paso, por la margen del brazo izquierdo del río y a través de las comarcas fértiles y populosas, alcanzó en pocas jornadas.

Mirtala -añadió volviéndose hacia las mujeres-. Perfumad los pies, las manos y la barba de mi querido huésped.

Aportaban ellas ya el jarro, los frascos y el espejo de metal, pero Pafnucio, con un gesto imperioso, las detuvo, manteniendo los ojos bajos para no verlas, porque esta­ban desnudas. En tanto Nicias le presentaba los almohadones, le ofre­cía manjares y brebajes diversos, que el hermano Pafnucio rechazó despreciativamente.

-Nicias -dijo, al fin-, no he renegado de lo que tú llamas falsa­mente la superstición cristiana, y que es la verdad de las verdades. En el comienzo era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Todo ha sido hecho por El, y nada de lo que hay ha sido hecho sin El. En El está la vida, y la vida es la luz de los hombres.

-Querido Pafnucio -respondió Nicias, que acababa de ponerse una túnica perfumada-, ¿piensas asom­brarme recitando palabras unidas sin arte y que solo son vano murmullo? ¿Has olvidado que yo también ten­go algo de filósofo? ¿Y crees con­vencerme con algunos retazos arran­cados por hombres ignorantes de la púrpura de Amelio, cuando Ame­lio, y Porfirio y Platón, en toda su gloria, no me convencieron? Los sistemas urdidos por las sabios solo son cuentos imaginados para distraer la eterna infancia de los hombres, y es conveniente divertirse con ellos como con los del Asno de la Tina, la Matrona en Efeso o de cualquiera otra fábula milesia.

Luego, tomó a su huésped por el brazo y le condujo a una sala; donde millares de papiros arrollados esta­ban en sus cestos.

-Aquí tienes mi biblioteca -dijo -; contiene una débil parte de los sistemas que los filósofos han imagi­nado para explicar el mundo. El mismo Serapión, en su riqueza, no los contiene todos. ¡Ay!, no son otra cosa que delirios de enfermos. Obligó a su huésped a sentarse en una silla de marfil, y luego se sentó él. Pafnucio paseaba sobre los rollos de la biblioteca una mirada sombría, y dijo:

-Es preciso quemarlos todos. -¡Oh querido huésped, sería una lástima! -respondió Nicias-. Por otra parte, si fuera preciso destruir todos los sueños, y todas las visio­nes de los hombres, la Tierra per­dería su forma y su color, y todos nosotros nos dormiríamos en una sombría estupidez.

Pafnucio insistía en su pensa­miento.

-Es evidente que las doctrinas de los paganos solo son vanas men­tiras. Pero Dios, que es la Verdad, se ha revelado a los hombres en los milagros. Y se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.

Nicias respondió:

-Hablas muy bien querida ca­beza de Pafnucio, cuando dices que se ha hecho carne. Un Dios que piensa, que obra, que habla, que se pasea por la Naturaleza como el antiguo Ulises sobre el mar verdo­so, es todo un hombre. ¿Cómo te decidiste a creer en ese nuevo Jú­piter, cuando los chiquillos de Ate­nas, en tiempo de Pericles, ya no creían en el antiguo? Pero dejemos esto. Supongo que tú no has veni­do para disputar sobre las tres hi­pótesis. ¿Qué puedo hacer por ti, querido condiscípulo?

-Una obra completamente bue­na -respondió el abad de Anti­noe-. Prestarme una túnica per­fumada, semejante a esa que acabas de ponerte. Añade a esa túnica, por favor, sandalias doradas y un frasco de aceite para ungir mi bar­ba y mis cabellos. Conviene tam­bién que me des una bolsa con mil dracmas: He ahí, ¡oh Nicias!, lo que vengo a pedirte por el amor de Dios y en recuerdo de nuestra antigua amistad.

Nicias mandó traer por Cribila y Mirtala su túnica más rica. Estaba bordada en el estilo asiático, de flo­res y de animales. Las dos mujeres la mantenían abierta y hacían bri­llar hábilmente sus vivos colores, en espera de que Pafnucio se quitase el cilicio con que estaba cubierto hasta los pies. Pero al declarar el monje que antes le arrancarían la piel que aquel vestido, le pusieron la túnica sobre el cilicio. Aquellas dos mujeres, hermosas, no temían a los hombres, a pesar de ser esclavas, y rieron a todo reír al ver el extra­ño aspecto del monje de aquel modo ataviado. Crobila le llamaba su que­rido sátrapa y le ponía delante un espejo, y Mirtala le tiraba de las barbas. Pero Pafnucio, que oraba entre tanto, ni las veía. Cuando ya tenía puestas las sandalias doradas y atada la bolsa a su cintura, dijo a Nicias, que lo contemplaba con risueños ojos:

-¡Oh Nicias! Es preciso que no consideres lo que ves un motivo de escándalo. Para un piadoso empleo te pedí esta túnica, esta bolsa y estas sandalias.

-Querido Pafnucio -respondió Nicias-, no he sospechado que obraras mal, pues creo a los hom­bres igualmente incapaces de hacer el mal y el bien. El bien y el mal sólo existen en la opinión. Para obrar, el sabio no tiene más razo­nes que la costumbre y el uso. Me conformo con los prejuicios que reinan en Alejandría. Por eso paso por un hombre honrado. Anda, amigo, y regocíjate.

Pero Pafnucio pensó que sería conveniente confiar a su amigo su propósito, y le dijo:

-¿Conoces a esa Tais que repre­senta en los juegos de teatro?

-Es hermosa -respondió Ni­cias-, y hubo un tiempo en que fue muy querida. Vendí por ella un molino y dos campos de trigo, y compuse en elogio suyo tres libros de elegías detestables. Ciertamente, la belleza es lo más poderoso que hay en el mundo, y si estuviéramos hechos para poseerla siempre, nos preocuparíamos lo menos posible del demiurgo, del logos, de los eones y de todas las otras fantasías de los filósofos. Pero me admira, buen Pafnucio, que vengas desde el fon­do de la Tebaida a hablarme de Tais.

Dicho esto, suspiró emocionado. Pafnucio lo contemplaba con ho­rror. No concebía que un hombre pudiese confesar tan llanamente un pecado tan inmenso. Esperaba que la tierra se abriese y que se hun­diese. Nicias entre las llamas. Pero el suelo permaneció firme, y el ale­jandrino, silencioso, apoyada la fren­te en la mano, sonreía tristemente a las imágenes de su juventud per­dida.

El monje se levantó, y repuso con voz grave:

-Has de saber, Nicias, que, con la ayuda de Dios, arrancaré a esa Tais de los inmundos amores de la tierra y la daré por esposa a Jesucristo. Si el Espíritu Santo no me abandona, Tais abandonará hoy esta ciudad para entrar en un mo­nasterio.

-Teme ofender a Venus -adu­jo Nicias-, cuyo poder es mucho, y se irritará contra ti si le arrebatas su más ilustre servidora.

-Dios me protegerá -dijo Paf­nucio-. ¡Así también ilumine tu corazón, oh Nicias, y te saque del abismo en que te hallas hundido!

Y salió. Pero Nicias lo acompa­ñó hasta el umbral, le puso la ma­no en el hombro y le repitió al oído:

-Teme ofender a Venus; su ven­ganza es terrible.

Pafnucio, desdeñoso de las pala­bras triviales, se fue sin volver la cabeza. Lo dicho por Nicias le ins­piraba solo desprecio; pero lo insu­frible para él era saber que su ami­go de juventud se había recreado con las caricias de Tais. Le parecía que pecar con aquella mujer era pecar más abominablemente que con cualquiera otra. Hallaba en ello una malicia singular, y desde aquel mo­mento consideró a Nicias repulsivo. Siempre había odiado la impureza; pero las imágenes de ese vicio ja­más le parecieron tan odiosas; jamás había compartido tan a pecho la cólera de Jesucristo .y la tristeza de los ángeles.

Esto lo impulsaba con más ardor a librar a Tais del mundo de los gentiles, y su deseo de verla era más vehemente a cada instante con el ansia de redimirla. Pero era pre­ciso esperar, para dirigirse a la casa, que el agobiante calor del día hu­biese cedido. No mediaba todavía la mañana y Pafnucio recorría las calles populosas con la resolución de no tomar alimento alguno para ser menos indigno de las gracias que pedía al Señor. Sumido en la tristeza de su alma, no se decidió a cobijarse en ninguna de las igle­sias de la ciudad, seguro de hallar­las profanadas por los arios, que había derribado en ellas la mesa del Señor.

Era cierto que los herejes ampa­rados por el emperador de Oriente, habían destituido al patriarca Ata­nasio de su sede episcopal, y exten­dían la turbación y la confusión entre los cristianos de Alejandría.

Andaba sin rumbo, con la mira­da fija en el suelo, por humildad; pero de cuando en cuando alzaba los ojos como en éxtasis.

Después de ir de un lado a otro durante unas horas, llegó a uno de los muelles de la ciudad. En el puerto artificial se hallaban ancla­dos innumerables navíos de oscuros cascos, mientras a distancia sonreía, entre azul y plata, el mar pórfido. Una galera, con una figura de ne­reida en la proa, acababa de zarpar. Los marineros cantaban al hender las ondas con los remos. La blanca hija de las aguas, cubierta de líqui­das perlas, sólo dejaba ver al monje un perfil fugitivo. Cruzó la nave,

conducida por su piloto, el estrecho paso abierto sobre la dársena de Eunostos, y se alejó en alta mar, dejando tras sí una estela florida.

"También yo -pensaba Pafnu­cio-, en otro tiempo, deseaba em­barcarme y cantar sobre el océano del mundo. Pero pronto conocí mi locura, y la nereida no me arrebató.

Entregado a estas ideas, fue a sentarse sobre unos cables enrosca­dos. Se durmió, y en el sueño tuvo una visión. Oía el toque de una trompeta ensordecedora; y el cielo tomaba color de sangre; y esto le hizo comprender que habían llega­do los tiempos anunciados por los profetas. Rezaba, fervoroso, y vio una bestia enorme que se le acer­caba con una cruz luminosa en la frente, y en la que reconoció a la esfinge de Silsilé. Aquella bes­tia lo agarró entre los dientes sin hacerle daño y se lo llevó como las gatas llevan a sus gatitos. En se­mejante postura recorrió Pafnucio varios reinos, atravesó ríos y cruzó montañas, y llegó a un lugar deso­lado, cubierto de rocas horribles y de ardientes cenizas. El suelo, des­garrado en varios lugares, daba pa­so, por las desgarraduras, a un há­lito abrasador. Suavemente la bes­tia dejó a Pafnucio en el suelo, y le dijo:

¡Mira!

Y Pafnucio, asomado a un abis­mo, vio un río de fuego por el interior de la tierra, entre dos escar­pados muros de negras rocas. Allí, a una luz mortecina, los demonios atormentaban a las almas, que aún conservaban las apariencias de los cuerpos que las habían contenido, y hasta fragmentos de sus vestiduras. Las almas parecían tranquilas entre los demonios que las atormentaban. Una de ellas, blanca, grande, con los ojos cerrados, vendada la frente y un cetro en la mano, cantaba. Su voz inundaba de armonías la ribera estéril. Hacía elogios de los dioses y de los héroes. Diablillos

verdes le pinchaban los labios y la garganta con hierros enrojecidos, y la sombra de Homero cantaba sin cesar. A no mucha distancia, el viejo Anaxágoras; calvo y canoso, trazaba con el compás figuras geo­métricas sobre el polvo, mientras un demonio le vertía en el oído aceite hirviente, sin lograr que in­terrumpiera sus propósitos el sabio. Así el monje descubrió multitud de personas que, sobre la umbrosa ori­lla, a lo largo del río de fuego, , leían o meditaban serenamente, o conversaban dando paseos, como los maestros y los discípulos, a la som­bra de los plátanos de la Academia. Solo el anciano Timocles se man­tenía aparte, y movía la cabeza con insistente negación. Un ángel del abismo agitaba una antorcha bajo sus ojos, y Timocles no quería ni ver al ángel ni a la antorcha.

Mudo de sorpresa ante aquel es­pectáculo, Pafnucio se volvió hacia la bestia; pero había desaparecido, y el monje vio en el lugar donde estuvo la esfinge a una mujer cu­bierta con un velo, que le dijo:

-Mira y comprende. Tal es la terquedad de esos infieles, que per­manecen en el infierno víctimas de ilusiones que los sedujeron sobre la tierra. La muerte no los ha desen­gañado, porque saben ya de seguro que no basta morir para ver a Dios. Los que ignoraban la Verdad entre los hombres, la ignorarán siempre. Los demonios que se encarnizan en torno a esas almas, ¿qué son si no las formas de la justicia divina? Por eso las almas ni la ven ni la sienten. Extrañas a toda verdad, no conocen su propia condenación, y ni el mismo Dios puede obligar­las a sufrir.

-Dios lo puede todo -dijo el abad de Antinoe.

-No puede lo absurdo -respon­dió la mujer cubierta con un velo-. Y para castigarlos seria indispensa­ble iluminarlos; y si conociesen la

Verdad, serían semejantes a los ele­gidos.

Poseído por la inquietud y el ho­rror, Pafnucio se inclinaba de nuevo sobre el abismo. Acababa de ver la sombra de Nicias, risueño, con la frente ceñida de flores, bajo los mir­tos carbonizados. Cerca de él, As­pasia de Mileto, elegantemente cu­bierta con su túnica de lana, dijérase que a un tiempo hablaba de amor y de filosofía: tan dulce y noble era la expresión de su rostro. La lluvia de fuego que caía sobre ellos resul­taba rocío refrescante, y sus pies hollaban, como si fuese una hierba fina, el suelo abrasado. Al ver aque­llo, Pafnucio se sintió estremecido por la ira.

-¡Hiere, Dios mío! -exclamó-, ¡Hiere a Nicias! ¡Que llore! ¡Que gima! ¡Que rechine los dientes! ... ¡Ha pecado con Tais! ...

Y Pafnucio despertó en los bra­zos de un marino robusto como Hércules, que lo tiraba sobre la are­na, y a voces decía:

-¡Paz! ¡Paz, amigo! ¡Por Pro­teo, viejo pastor de focas! Duer­mes muy agitado. Si no te hubiese cogido a tiempo, te precipitabas en el Eunostos. ¡Tan cierto es que te salvé la vida, como mi madre ven­día pesca salada!

-Gracias doy de ello a Dios -respondió Pafnucio.

Y puesto ya en pie, volvió a ca­minar en línea recta, y a la vez me­ditaba sobre la visión aparecida en su sueño.

"Esa visión -reflexionaba- es manifiestamente maléfica; ofende la bondad divina, porque me presentó el infierno desprovisto de realidad. Sin duda, fue obra del demonio."

Razonaba de tal modo porque sabía distinguir los sueños que Dios envía de los que son inspirados por los ángeles rebeldes. Semejante dis­cernimiento es útil al solitario que vive sin cesar rodeado de aparicio­nes, porque al huir de los hombres está seguro de encontrarse con los espíritus, ya que los desiertos están poblados de fantasmas.

Cuando los peregrinos se aproxi­maron al castillo en ruinas donde se había retirado el santo eremita Antonio, oyeron clamores como los que se elevan en las encrucijadas de las ciudades en las noches de fiesta. Y esos clamores eran lan­zados por los demonios tentadores de aquel santo varón.

Pafnucio se acordó de tan me­morable ejemplo. Se acordó tam­bién de San Juan Egipcíaco, al que, durante sesenta años, el diablo tuvo empeño en seducir con prestigios. Pero Juan burlaba las tretas del in­fierno. Sin embargo, un día entró en la gruta del venerable Juan con apariencia ele hombre, y le dijo: 'Juan, prolongarás tu ayuno hasta mañana por la noche." Y Juan, creyendo oír a un ángel, obedeció a la voz del demonio, y ayunó el día siguiente hasta la hora de vís­peras. Fue la única victoria obte­nida por el Príncipe de las Tinieblas sobre San Juan el Egipcíaco, y en verdad fue una victoria insignifi­cante:

Así no es de extrañar que Pafnu­cio reconociese al punto la falsedad de la visión en el sueño.

Mientras ligeramente se dolía de que Dios lo hubiese abandonado al poder de los demonios, se sintió em­pujado y arrastrado por una multi­tud de hombres que corrían todos en el mismo sentido; y como ya no tenía costumbre de andar por las ciudades, tropezaba con uno y otro de los que iban corriendo como si fuera una masa inerte, y al enre­darse sus piernas en los pliegues de su lujosa túnica vaciló a punto de caer varias veces. Deseoso de averiguar adónde iban todos aque­llos hombres, preguntó a uno la cau­sa de tanto apresuramiento.

-Extranjero -le respondió el in­terrogado-, ¿ignoras que ya es la hora de los juegos y que Tais apa­recerá sobre- la escena? Todos esos ciudadanos van al teatro, y yo voy también con ellos. ¿Te agradaría acompañarme?

De pronto dióse cuenta de lo con­veniente que sería para su propósito ver a Tais en los juegos. Pafnucio siguió a aquel hombre.

Ya en el teatro aparecía ante él con su pórtico adornado de brillan­tes mascaras, y su extenso muro circular, poblado de innumerables estatuas. En pos de la muchedum­bre se internaron en un estrecho pasadizo, en cuyo final se extendía el anfiteatro, deslumbrante de luz. Tomaron asiento en uno de los es­caños de la gradería que se escalona hacia el escenario magníficamente decorado, pero sin actores aún. No había un telón que lo ocultara, y allí se veía un. catafalco semejante al que los pueblos antiguos dedica­ban a las sombras de los héroes. Alzábanse las tiendas en campo abierto, sobre haces de lanzas ante las tiendas. Pendían de los mástiles dorados escudos entre ramas de lau­rel y coronas de roble. Allí todo era silencio y somnolencia; pero un zumbido semejante al de las abejas en la colmena, resonaba en el he­miciclo, abarrotado de espectadores. Todos los rostros, enrojecidos por el reflejo del velo de púrpura que proyectaba en ellos al retemblar, volvíanse, con expresión de curiosa espera, hacia aquel espacio silencio­so que ocupaban el catafalco y las tiendas. Las mujeres reían y co­mían limones, y los frecuentadores de los juegos se comunicaban ale­gremente desde una a otra grada.

Pafnucio reza en silencio y evita las palabras inútiles; pero su vecino habla sin cesar, dolido por la deca­dencia del teatro.

-En otros tiempos -dice-, há­biles actores declamaban bajo la máscara los versos de Eurípides y de Menandro. Ahora ya no hay dramas recitados, porque todo es mímica nada más, y de los divinos espectáculos con que se honró a

Baco en Atenas hemos conservado tan solo aquello que un bárbaro, un escita, puede comprender: la ac­titud y el gesto. La máscara trági­ca, cuya embocadura, provista de láminas metálicas, daba resonancia a las voces; el coturno, que elevaba a los personajes a la altura de los dioses; la majestad trágica y el canto de los bellos versos, todo se ha per­dido. Los mimos, las bailarinas de rostro descubierto reemplazaban a Paulo y a Roscio. ¿Qué hubieran dicho los atenienses de Pericles si vieran a una mujer en la escena? Es indecoroso que una mujer se presente en público. Muy degene­rados debemos estar cuando lo con­sentimos. A fe de Dorión, que así se llamo, afirmo que la mujer es el enemigo del hombre y la vergüenza del mundo.

-Hablas como un sabio -repuso Pafnucio-. La mujer es nuestra peor enemiga. Proporciona el goce, y con esto se hace temible.

-¡Por los dioses imperturbables -exclamó Dorión-, la mujer no procura a los hombres el placer, si­no la tristeza, la turbación y las negras preocupaciones! El amor es la causa de nuestros males más agu­dos. Escucha, extranjero: he ido en mi juventud a Trezene, en Ar­gólida, y allí he visto un mirto de un grosor prodigioso, cuyas hojas estaban cubiertas de innumerables picaduras. Pero he aquí lo que cuentan los trezianos acerca de ese mirto: La reina Fedra, en el tiem­po que amaba a Hipólito, estaba todo el día lánguidamente recostada sobre ese mismo árbol, que aún se ve hoy. En su mortal fastidio, sa­caba la aguja de oro que prendía de sus rubios cabellos y taladraba las hojas del arbusto de bayas olo­rosas. Después de haber perdido al incauto a quien perseguía su amor incestuoso, Fedra, tú lo sabes, mu­rió miserablemente. Se encerró en su cámara nupcial y se ahorcó, va­liéndose de su cinturón de oro sus­ pendido en una clavija de marfil. Los dioses quisieron que el mirto, testimonio de tan cruel desdicha, conservara sobre sus hojas nuevos pinchazos de aguja. Cogí una de esas hojas y la puse a la cabecera de mi lecho, para estar constante­mente advertido y no abandonarme a los furores del amor, y confirmar­me en la doctrina del divino Epi­curo, mi maestro, que juzga temible el deseo. Pero, en realidad, el amor es una dolencia del hígado y nunca estamos seguros de no padecerla. Pafnucio preguntó:

-Dorión, ¿cuáles son tus place­res?

Dorión respondió tristemente:

-No tengo más que un solo pla­cer, y convengo en que no es muy vivo: la meditación. Con un mal estómago, no hay que buscar otros goces.

Ateniéndose a estas últimas pala­bras, Pafnucio decidió iniciar al dis­cípulo de Epicuro en los goces es­pirituales que procura la contempla­ción de Dios. Y dijo:

-Dorión, oye la verdad y recibe la luz.

Como' habían levantado la voz, de todas partes las cabezas y los brazos, vueltos hacia él, le ordena­ron callar. Un profundo silencio invadía el teatro, y de pronto reso­naron las voces de una música he­roica.

Los juegos comenzaban. Los sol­dados salieron de las tiendas, ya dispuestos á partir, cuando tuvo lu­gar un prodigio aterrador. Cubrió una nube la superficie del catafalco, y al disiparse dejó ver la sombra de Aquiles revestida con armadura de oro. Extendía el brazo hacia los guerreros, como para decirles: "¿Ya os vais, hijos de Danao? ¿Vol­véis a la patria, que yo no volveré a ver nunca, y dejáis mi sepulcro sin ofrendas?" Ya se agrupaban los principales jefes de los griegos al pie del catafalco. Acanas, hijo de Teseo; el viejo Néstor, Agamenón, llevando el cetro y las cintas, con­templaban el prodigio. Pirro, el jo­ven hijo de Aquiles, quedaba pros­ternado en el polvo. Ulises se dis­tinguía entre todos por el gorrete que apenas cubría su cabellera ri­zada, y por sus gestos se compren­día su reverencia a la sombra del héroe. En la disputa que sostenía con Agamenón se adivinaban sus palabras:

-Aquiles -decía el rey de Ita­ca- es digno de ser honrado entre nosotros. Murió gloriosamente por Helas. Pide que la hija de Príamo, la virgen Polixena, sea inmolada so­bre su tumba. Dananeos, satisfaced a los manos del héroe, y que el hijo de Peleo viva glorioso en el Hades.

Pero el rey de reyes respondía:

-Evitemos el sacrificio de las vírgenes troyanas que libramos del servicio de los altares. Bastantes desdichas han caído sobre la ilustre raza de Príamo.

Hablaba de tal modo porque compartía su lecho con la hermana de Polixena; y el sabio Ulises le reprochaba preferir el lecho de Ca­sandra a la lanza de Aquiles.

Todos los griegos lo aprobaron con un ruidoso chocar de armas. La muerte de Polixena fue resuelta. y la sombra de Aquiles, tranquili­zada, se desvaneció. La música, ya soberbia, ya plañidera, seguía el pensamiento de los personajes, Es­tallaron los aplausos del público.

Pafnucio, que todo lo atribuía a la bondad divina, murmuró:

-¡Oh luces y tinieblas repartidas sobre los gentiles! Tales sacrificios anunciaban y figuraban groseramente entre las naciones el sacrificio saludable del Hijo de Dios.

-Todas las religiones engendran crímenes -replicó el epicúreo-. Afortunadamente, un griego divino libró a los hombres de los vanos terrores de lo ignorado.

Hécuba, sueltos sus blancos cabe­llos, su vestido desgarrado, salía de la tienda donde estaba cautiva. Pro­

dujo un hondo y general suspiro la aparición de aquella perfecta ima­gen de la desgracia. Advertida por un sueño profético. Hécuba gemía por la suerte de su hija y por su propia suerte. Ulises estaba ya cer­ca y le pedía a Polixena. La an­ciana madre se arrancaba los cabe­llos, se desgarraba las mejillas con las uñas y besaba las manos de aquel hombre cruel, que, sin perder su implacable tranquilidad, parecía decir:

"Sé prudente, Hécuba, y cede a la necesidad. También hay en nues­tras casas madres ancianas que llo­ran a sus hijos dormidos para siem­pre bajo los pinos del Ida."

Y Casandra, reina en otro tiem­po de la floreciente Asia, esclava entonces, cubría de polvo su cabeza infortunada.

Cuando al descorrerse la cortina que cerraba la tienda se vio a la virgen Polixena, un estremecimiento unánime agitó a los espectadores. habían reconocido a Tais. También Pafnucio la reconoció. Era la que buscaba. Ella sujetaba con su bra­zo blanquísimo la pesada tela que se había descorrido. Inmóvil, seme­jante a una preciosa estatua, tendía en todas direcciones la tranquila mirada de sus ojos violeta, a la vez acariciadora y altiva, imponiendo en todos el estremecimiento trágico de la belleza.

Alzóse un murmullo de admira­ción entusiasta, y Pafnucio, que sin­tió agitada su alma, conteniendo con las manos los latidos de su corazón, suspiró:

-¿Por qué, Dios mío, das ese poder a una de tus criaturas? Dorión, más tranquilo, decía: -Evidentemente, los átomos que se asocian para componer a esa mu­jer presentan una combinación agra­dable a la vista. Sólo es un juego de la Naturaleza, y esos átomos no saben lo que hacen. Se separarán un día con la misma indiferencia que se han unido. ¿En dónde están

ahora los átomos que formaron a Tais o a Cleopatra? No lo niego: las mujeres son algunas veces bellas, pero están sometidas a sensibles desgracias y a molestias repugnan­tes. Así piensan los espíritus medi­tadores; pero el vulgo de los hom­bres no lo comprende. Y entre tan­to, las mujeres inspiran el amor, aun cuando no es razonable amarlas.

De ese modo el filósofo y el as­ceta contemplaban a Tais y seguían cada cual su pensamiento. Ni uno ni el otro habían visto a Hécuba, que, vuelta hacia su hija, le decía, sin hablar, con la mirada y el frun­cimiento de los labios:

"Procura conmover al cruel Uli­ses. ¡Que le aplaquen tus lágrimas, tu belleza, tu juventud!"

Tais, o, mejor, la propia Polixe­na, soltó la cortina de la tienda. Dio un paso hacia adelante, y todos los corazones se sintieron poseídos por su gracia. Y cuando con noble y ligero andar avanzó hacia Ulises, el ritmo de sus movimientos, acompa­sado por las notas de las flautas, hacía pensar en todo un orden de sensaciones gozosas, como si ella fuese centro divino de las armonías del mundo. Ya nadie veía más que a ella, y todo lo demás estaba des­vanecido por su irradiación. Sin embargo, el espectáculo continuaba.

El prudente hijo de Laertes apar­taba la vista y ocultaba su mano bajo el manto para evitar las mira­das acariciadoras de la suplicante. La virgen, con su actitud, le indicó que nada temiera. Sus ojos serenos decían:

"Ulises, te seguiré para obedecer a la Fatalidad y porque deseo mo­rir. Hija de Príamo y hermana de Héctor, mi lecho, que fue conside­rado como digno de reyes, no se abrirá para recibir a un dueño ex­tranjero. Renuncio libremente a la luz del día."

Hécuba, inerte, abatida en el pol­vo, se levantó de pronto y se unió a su hija en un abrazo desesperado.

Polixena separó con suave resolu­ción los amorosos brazos que la su­jetaban, y los espectadores creyeron oír:

"Madre, no te expongas a los ul­trajes del dueño. No aguardes a que, para separarte de mí, te arras­tre indignamente. Antes de consen­tir eso, madre amada, tiéndeme esa mano envejecida y aproxima tus la­bios descoloridos a mi rostro.

El dolor se mostraba hermoso en la fisonomía de Tais; la multitud sentía entusiasmo por aquella mujer, que lograba revestir de aquel modo, con una gracia sobrehumana, las actitudes y los trabajos de la vida.

Pafnucio le perdonaba su esplen­dor confiado en la humildad futura. Y se glorificaba prematuramente por haber ganado para el cielo aque­lla santidad.

El espectáculo tocaba a su desen­lace. Hécuba se desplomó como una muerta, y Polixena, conducida por Ulises, se adelantó hacia el ca­tafalco, rodeado por los más gallar­dos guerreros. Al compás de los cánticos de duelo, subió al catafal­co, donde ya el hijo de Aquiles ha­cía, en una copa de oro, las liba­ciones consagradas a los manes del héroe. Cuando los sacrificadores al­zaron los brazos para sujetarla, ella hizo un ademán para indicar su deseó de morir libre, según conve­nía a la hija de tantos reyes. Lue­go desgarró su túnica, señaló el sitio de su corazón donde hundió Pirro su espada y apartó la vista. Por un hábil artificio, brotaron oleadas de sangre en el pecho seductor de la virgen, que, con la cabeza ven­cida hacia la espalda y los ojos ane­gados en el horror de la muerte, cayó con dignidad.

Mientras los guerreros velaban a la víctima y la cubrían con lirios y anémonas, los gritos de terror y los sollozos desgarraban el aire, y Paf­nucio, en pie sobre su asiento, pro­fetizaba en actitud imprecadora:

-¡Gentiles! ¡Viles adoradores

de los demonios! ¡Y vosotros, arios, más infames que los idólatras toda­vía! ¡Sabedlo! Acabáis de ver una imagen y un símbolo. Esa fábula encierra un sentido místico, y pron­to esa mujer que habéis admirado será inmolada, hostia venturosa, al Dios resucitado.

Ya la muchedumbre salía en olea­das confusas por los vomitorios. El abad de Antino, libre de su acom­pañante, sorprendido por lo que ha­bía presenciado, aún profetizaba al salir.

Una hora después llamaba a la puerta de Tais.

***

En el rico barrio de Racotis, cer­ca de la tumba de Alejandro, habi­taba la comedianta una casa rodea­da de jardines umbrosos, en los que se alzaban rocas artificiales y corría un arroyo entre los álamos. Una esclava, vieja y negra, cargada de anillos, fue a abrir la puerta y pre­guntó qué deseaba.

-Quiero ver a Tais -respondió Pafnucio-; pongo a Dios por tes­tigo de que vine a la ciudad sólo para verla.

Como vestía una túnica lujosa y hablaba imperiosamente, la esclava lo dejó pasar, y le dijo:

-Encontraréis a Tais en la gru­ta de las Ninfas.

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