Tres cuentos de Gisela Kozak



RESPLANDOR DE ETERNIDAD O HÉROES DE VIDEO

25 Jehová asolará la casa de los soberbios...
"Proverbios", 15, Antiguo Testamento



René no posee exactamente un cuerpo; tampoco un sexo en particular. Es mucho menos que un cuerpo. Tiene la intuición de que más que existir quisiera suceder, por el simple gusto de ser posible. Todas las noches, antes de dormir, siente la certeza de lo inalcanzable. Se sabe imitación deslucida. Engulle quimeras. Permite que esa imitación —su única pertenencia— se descomponga en superficies levemente temblorosas. Constituye un sinsentido preservarla. La cultura física, fuente inagotable de beneficios, es una abstracción inalcanzable para René, quien se confunde fácilmente con el humo gris y no puede entender la pasión por la propia presencia. En cuanto a otro tipo de cultura, ¿para qué? No toma conciencia de su deterioro. Jamás se mira en los espejos. Les huye. Sale a la calle rara vez. Cierra los ojos cuando un cuerpo agrieta la monotonía. Sus ojos son agudísimos: con ellos percibe los cuerpos como puñetazos. Necesita verlos, mas de manera indirecta. Detalla afiches, envoltorios, carátulas de discos, fotografías y anuncios publicitarios. Inmóviles, bidimensionales. Se regocija con la seguridad de su propio volumen, de ese envoltorio tridimensional, parodia de una parodia de un cuerpo verdadero. Una ventaja frente a tanta corporeidad fijada en el tiempo; una burla a su esplendor. Un sí vital.

René sufre su voluntario aislamiento en un apartamento pequeñísimo, penumbroso. Necesita ver movimiento. ¿Qué hacer? Claro, el video: porciones de tiempo y hechos limitados por una duración conocida de antemano; representación de movimiento. No cae en la tentación de enterarse por completo de lo que ocurre en las películas, razón por la cual compra o alquila aquellas habladas en lenguas extranjeras y sin subtítulos. Evita los temas violentos: demasiada acción para su gusto. Prefiere obras que se destaquen por su morosidad narrativa. Su ideal cinematográfico es La vía láctea, de Luis Buñuel. Baja el volumen del VHS y mira intensamente a un solo personaje. Quiere movimiento puro y simple, con poco vida, así esa vida sea un simulacro. Por este mismo motivo, no lee. Le cansan las largas descripciones de cuerpos, pletóricos de una existencia mucho más real que la suya. Si el mundo no le pertenece, ¿cómo soportar, además, universos paralelos, autónomos, que se suman, se integran en un exceso de alternativas, sucesos y relaciones? ¿Cómo no horrorizarse ante relatos de aventuras o tragedias donde todo lo importante ocurre antes de los treinta años? Obviamente, jamás ve una telenovela. René cuenta con treinta abriles. Tampoco escucha música. La instrumental tiene efectos melancólicos o épicos en René, quien rechaza tales influencias por considerar que no hay nada más insufrible que soñar con un vivir estimulante. Las canciones son mucho peores. René piensa que no debe tomarse en cuenta aquello que no exprese o describa la propia condición. Las letras de las canciones hablan de víctimas o victimarios, hombres y mujeres, de jóvenes y bellos; en pocas palabras, de todo lo que René no es.

Sus tácticas no han impedido que algunos jirones de vida se adhieran a su pensamiento. Fantasea febrilmente, desea ser tacto. Hace planes. Debe proteger su flanco vulnerable antes de arrojarse a la calle. Las vulgares imitaciones, congéneres de René, que pululan por la ciudad, no le preocupan. La costumbre de llevar de un lado a otro su envoltorio de sangre y oscuras entrañas le permite aceptar con comodidad el de sus iguales. Compra estatuillas con el fin de adaptarse lentamente al trato directo con los cuerpos auténticos, esplendorosos en su diferencia, y evitar que le hagan daño al observarlos por primera vez sin lentes oscuros y frente a frente. Adquiere una Enciclopedia Salvat y comprende el nulo valor de las reproducciones de estatuas famosas a las que tanto estima y cuida. No simpatiza con Rodin, culpable entre culpables de la negación contemporánea de la perfección clásica. Saca de su bolsillo un monedero floreado, enciende su pipa, y extrae una fotografía del David de Miguel Angel, compara, frunce el ceño, se enfurece al contemplarse accidentalmente en la puerta de cristal del balcón del apartamento. Igual le ocurre con la Venus de Milo, las esculturas de Canova, e incluso, con la extrañamente masculina cara de la femenina Estatua de la Libertad. Piensa en la posibilidad de estudiar arte. No, ¿para qué? Busca contacto, no estudio o contemplación. No debe evadir riesgos contentándose con una necia erudición. Quiere, mas teme. Sus correrías aumentan en duración y número. Frecuenta museos. Se ríe de sus semejantes e incluso de los cuerpos, todos idénticos por las muecas despectivas o extasiadas de sus rostros, falsamente doctos ante insultos a la sensibilidad visual que son incapaces de comprender. René menosprecia la escultura de este siglo: gatos gordos, juegos pueriles con bloques, un ridículo viejo al lado de un avión de juguetería, retorcimientos fabricados con materiales innobles, moles pulidas...Sin embargo, le atrae la idea de convertirse en artista. Venganza: crear enormidades que destilen fealdad, despertar la admiración de los elegidos —los cuerpos—, y de los otros. Figuras grotescas, inconfundibles porque nacen de la exageración y no de la medianía. Piensa obsesivamente en el enigma de su generación, coro de la perpetua alabanza fraudulenta ante extravagancias congeladas de museo, y amantes desfallecientes de muñecos de afiche callejero o de comercial de televisión. Finalmente, renuncia a entregarse a la escultura. No quiere desviarse de su objetivo. Por otra parte, percibe como una estupidez aceptar como alternativa viable el reconocimiento colectivo obtenido con largos años de trabajo. René desea las caricias de la fama en vida y antes de cumplir los treinta y cuatro.

Va al psiquiatra: ¿Por qué los cuerpos que necesita coinciden tanto con los que brillan en afiches, envoltorios, carátulas, fotografías y anuncios publicitarios? ¿No es más sencillo conformarse con una caricatura? El experto —carente de autenticidad corporal y rebosante de oratoria— hilvana un largo discurso repleto de datos biográficos y bibliográficos, largas cronologías, abundantes estadísticas y enjundiosas opiniones autorizadas. El objetivo de su persuasiva charla es convencer a René sobre el fenómeno cuerpo—cultura como motor de los indiscutible logros de la civilización, realidad inmodificable, signo de la humana condición, etc. René abandona la consulta. Detesta la erudición, a menos que tenga una aplicación específica en el logro de los propios objetivos. Ignora con orgullo la historia, el largo relato de cómo el devenir secular de las sociedades está en su contra. La filosofía adormila a René, quien por cierto desea vivir en permanente vigilia. Se le ocurre que el secreto para librarse de sus anhelos irrealizables es negarlos y discutir la inmutabilidad de las cosas. Medita sobre las vías convenientes para fundamentar y poner en práctica su nuevo pensar. Recuerda, en un relámpago de intuición, que la escultura, para desgracia de todos, ha cambiado. El mundo entonces puede transformarse: el predominio de los cuerpos debe terminar. Decide organizar a sus compañeros de infortunio. Su común desgracia es el punto de partida para saltar de una humanidad visual a una multisensorial. Grita estentóreamente: !Basta de velar como perros lo que no podemos obtener como simulacros de gente! !No a las riñas y empujones a causa de los cuerpos! !No al cuerpo! Agrupa, anima. Recoge firmas, imparte cursos de formación política, propone la creación de comités de solidaridad por todo el orbe. Dichos comités son la alternativa para exportar el nuevo pensamiento a los distintos rincones del mundo. Seminarios, conferencias, mesas redondas, edición de una revista. Numerosos congéneres de René se unen, plenos de lucidez, al movimiento. Hasta dos cuerpos, internacionalistas, de vanguardia y peleados con sus padres, ofrecen entusiastas su apoyo.

Todo acaba. René se enamora de los nuevos militantes. René al menos calla y trata de continuar con los proyectos. Sus correligionarios se van en desbandada. Interminables filas de autos obstaculizan el tráfico en la urbanización donde residen los dilectos del movimiento. Las víctimas desconectan el telefax: es insoportable la cantidad de estrafalarias llamadas que sacuden las veinticuatro horas de tan infaustos días. René, exlíder, ríe al observar por medio de unos binoculares la insólita situación. Un año de su propia vida perdido de una manera tan absurda. Su atalaya es una colina cercana al lugar de los hechos. Estimulantes de diverso tipo son su única compañía. Los ruidos inquietan las noches en varios kilómetros a la redonda. Botellas rotas, baladas, boleros, disparos, ambulancias, gritos, llantos. Aquel pequeño infierno de almas rotas obstina a René, quien decide llamar a los amados imposibles a su teléfono celular, cuyo número le fue suministrado por ellos mismos en una acto de extrema confianza. Su amistad con ambos cuerpos permite que le concedan una entrevista. Llega al ojo del huracán en un helicóptero enviado por los padres de los deseados. René les propone terminar con tanto escándalo a cambio de algo de amor y un relato detallado de los éxitos obtenidos por los dos jóvenes. El trato se establece. René se comunica con algunos conocidos influyentes. Las manzanas de la discordia son rescatadas a través de un espectacular operativo. Primera plana de los diarios: solidarios con sus hermanos vapuleados, los cuerpos modifican los estatutos de su órgano de gobierno central. Estos habían sufrido una leve democratización dado el éxito del movimiento de René. Volvieron a sus enunciados originales e, incluso, asumieron un sesgo más excluyente: los cuerpos debían desearse exclusivamente entre ellos. Nada de coqueteos. Prohibido el trato amistoso o erótico con criaturas incompletas. Cero debilidades. Debe aplicarse el viejo método para obtener ejemplares con curriculum genético: combinación entre genes de calidad a toda prueba. Por este medio el producto no traiciona las expectativas; en otras palabras: cuerpo más cuerpo igual cuerpo.

Los congéneres de René se aburren. Intentan, infructuosamente, procurar algo de brillo para sus incoloras existencias. Sus ojos tratan de captar, con la mejor voluntad, cualquier trazo, rasgo, rastro de corporeidad en sus semejantes. Difícil. Son proclives a confundirse con los demás, a no distinguirse de las paredes nubladas, de un golpe de humo, del resplandor momentáneo de la lluvia en el asfalto. Culminan por no sentir. Pero todo cambia, y nace una terrible avidez, ante la aparición imponente o furtiva de un cuerpo flotando. Con patetismo, algunos sueñan que el cuerpo los observa. Cosquilleo en el bajo vientre. Olvido instantáneo del vivir sin ser ni suceder. La silla en que nos sentamos, murmura René, o el muro manchado en el que apoyamos una mano, son más interesantes que nuestras presencias medianas sin sustancia específica. Cuando un cuerpo lanza alguna mirada a esas insignificancias se debe, sin duda, a un traje de colores hirientes, motivo de una curiosidad efímera, irónica.

René un día se levanta de su cama con una calcinante intuición. Se renueva su espíritu heroico. Gusta, en los últimos tiempos, de las grandes hazañas; tal inclinación está racionalmente fundada en la idea de que no puede existir un acto de valentía exitoso sin el respaldo de un método de trabajo apropiado. Examina el terreno. Va a la Cinemateca y para evitar cualquier encuentro o roce perturbadores se mimetiza con unos petroglifos. No se conforma con obtener el fugaz afecto de un cuerpo. Quiere ser cuerpo. Reconoce sin remordimiento el hondo fastidio que le causan sus semejantes. Le obsesiona diferenciarse de ellos. Hurta piezas de los maniquíes de las tiendas y se las coloca; evade las paredes grises y los sitios cerrados llenos de humo; habla de arte, estudia oratoria y locución, canta y silba. Huye de los lugares de reunión habituales de sus congéneres; va, de vez en cuando, y se confunde con un poste para oír la cháchara. Ellos se derriten al ver los pequeños éxitos de René, alaban su garra, su espíritu de superación. Los más audaces juran que pueden seguir su ejemplo. René sonríe: son unos incapaces que carecen de un método y una teoría rigurosamente científicos...y de una estrategia conveniente. Así, René trabaja por cortos períodos en lugares donde nadie lo conoce ni recuerda sus incursiones en la política, incursiones cuyo éxito y olvido son un par de granos de fugacidad. Tal ardid no permite, por ejemplo, conocer su edad: treinta y dos años. Tiene la suerte de poseer esa suerte de indefinición cronológica propia de cierta gente de pocas gracias. Afirma no pasar de los veintitrés. Los observadores de René se dividen en bandos. Una minoría anacrónica grita: !No al cuerpo! Discursos. La gran mayoría termina por suspirar. René, mientras tanto, se acerca cada vez más al bando contrario al que le dio cierto renombre como activista. Cuando alguna vez se toma la molestia de sentarse en un café con sus antiguos camaradas, con la intención de burlarse secretamente de ellos, suelen preguntarle por qué no funda otra organización en lugar de desertar paulatinamente. Responde de manera enigmática: el cambio, la contradicción y la aceleración de la historia son signos de los tiempos.

El escuchar a otros, abierta o furtivamente, posee un fin específico: hacer énfasis en aquellos rasgos que comienzan a definir y a darle contorno a un ser único. Su proyecto en este sentido es producto de una impecable planificación. Efectúa innumerables anotaciones acerca de las características fenotípicas de los cuerpos y su funcionamiento particular en cada contexto socio—cultural. Sopesa las posibilidades de construir determinados elementos corporales, utilizando injertos provenientes de donativos de seres piadosos, de compras en el mercado negro y del hurto de fragmentos, de fácil sustracción, que cuelgan cual siniestros trofeos de las maltrechas humanidades de necrófilos impenitentes. A partir de numerosas encuestas, de un amplio arqueo bibliográfico y hemerográfico, consultas a textos clásicos y entrevistas a invisibles instruidos, reúne datos suficientes para formular una teoría: los inacabados, los invisibles, los que no tienen cuerpo no son —como todos, incluidos ellos mismos, creen— una lacra social y estética; son la condición necesaria pero no suficiente para el predominio de los cuerpos, por lo tanto no están de más y es necesario aprovecharse de ellos ignorándolos amorosamente. Una fulgurante sonrisa, agradable y encantadora, comienza a iluminar con frecuencia el siempre inexpresivo rostro de René. Sabe que al convertirse en un ser irrepetible se confundirá con los cuerpos, integrará su círculo exclusivo y excluyente. En la soledad de una mesa de café, René piensa que publicar la investigación sería un éxito resonante. Mira a un punto cualquiera del local y sonríe como ahora acostumbra. No cae en cuenta de que un cosquilleo recorre los vientres de varios clientes, admiradores secretos y sorprendidos de René. Publicar la investigación...No, es una tontería investigar para los demás.

René enfrenta un obstáculo intelectual y tecnológico imposible de superar a corto plazo: el país carece de la infraestructura requerida para la transformación definitiva que busca. La información, la genética y la medicina nacionales no son suficientes para llevar a cabo los necesarios cambios, y, además, detener el envejecimiento celular. Recibe una herencia, discretamente mencionada en el testamento de un ancestro, profundamente corpóreo y escandalosamente rico, ávido de que ciertos deslices de juventud no salgan a la luz. René se auto—exila, decisión muy conveniente tomando en cuenta que los que conocen su pasado pueden interferir en los proyectos del futuro. Sus observadores afirman, antes de su definitiva marcha, que es feliz de un modo irritante. Hasta lee novelas. Su libro de cabecera es El perfume , de Patrick Süskind.

No es suficiente el conocimiento, ni siquiera si está acompañado de los instrumentos y condiciones idóneas. Hace falta una práctica concreta, un golpe definitivo, una acción que se reflexione a sí misma: una praxis, en suma. Se va al extranjero. Cirugías y tratamientos consumen varios meses. Su dinero le permite adquirir credenciales de distintas organizaciones, presta servicios secretos a todas; invierte en bienes raíces, que le producen excelentes dividendos a consecuencia de una complicada intervención de una multinacional. Con los recursos obtenidos a través de sus propiedades se dedica a promocionar cuerpos en vallas callejeras y pantallas de cine y televisión, labor doblemente satisfactoria pues se traduce en espléndidos ingresos y permite observar a los cuerpos directamente, sin vergüenza o envidia alguna. Escoge. Rechaza. Compra ropa de marcas famosas y la combina de tal manera que ni el ser más deslumbrante podría atreverse a tanta y tan feroz originalidad. Paga un grupo de expertos que actualizan su información en los diversos campos que le apasionan. Posee una biblioteca especializada en las disciplinas de su interés, sólo comparable con las mejores de su país de adopción. Hace magia con el maquillaje. Se cambia el color del cabello diariamente. Gasta fortunas en zarcillos, corbatas, lazos y minifaldas. Baila a lo Michael Jackson, a quien considera el profeta de la Nueva Era, y canta con una espectacular vocecilla grave de andrógino. Gana maratones y competencias de aeróbic. Su lucha titánica es coronada por la admiración y el deseo de aquellos antes inaccesibles, deslumbrados por el despliegue de vida irrepetible de René, quien llega a la cumbre al absorber las pasiones que apenas empieza a despertar, bañándose así de un esplendor propio y legítimo. Ahora su luz contrasta con la monotonía ciudadana. Reparte sus cuentas bancarias, escribe poemas, desecha las investigaciones metódicas. Su incipiente desinformación le lleva a aprobar calurosamente un proyecto de ley que propone matar a los ancianos colocándolos en la boca de un cañón con fines higiénicos y estéticos. No medita ni por un momento en su propio futuro, del mismo modo que jamás utiliza verbos en pasado. Se enamora de forma demoníaca y por primera vez en su vida; ignora cualquier noción de matrimonio. Le roba a su amante el tiempo, las energías y el magnetismo. Es objeto de persecuciones permanentes por parte de amantes en delirio, simples aventuras para René, quien por cierto estimula descaradamente los sentimientos que despierta, para luego huir a toda velocidad. Su amante, con más envidia que celos, abandona la casa. René sabe que el amor es poder, se aprovecha de su ventajosa situación, vive para su reflejo en aguas, superficies pulidas, ojos brillantes y espejos, existe para satisfacer sus tempestades hormonales, para disfrutar de la posesión y de la entrega en todos sus matices y formas. Suele cultivar un "look" más masculino que femenino, muy práctico y conveniente de acuerdo a sus públicas afirmaciones. En acto de menosprecio al abandono de su amante, se dedica a coleccionar aventuras en todas partes del mundo. Centro de todas las miradas y reflectores, de los hombres y las mujeres, René descuida su logro, su hallazgo fuera de serie. Un día amanece con un amargo sabor a vida agonizante: no es capaz de conquistar a nadie. Se mira al espejo. Llama por teléfono a su ex—amante, su único amor entre tanta piel abandonada. Cuando oye su voz, René balbucea. Siente una dolorosa sed por lo permanente ante la amenaza de la decadencia. René siente la humillación del rechazo, del comenzar a convertirse en una lúbrica sombra. Entre el hartazgo y la piedad, su ex—amante visita su casa, se acerca a la baranda del amplio balcón, sonríe refulgente en sus veintiocho años y señala la estatua. Se va y nunca vuelve.

René observa desde su enorme e iluminado apartamento a su nueva pasión. Sueña con ser su pedestal. Una simple zambullida en metal derretido: la posibilidad de fijarse en el mundo. Compra una armadura de acero inoxidable a unos traficantes de dudosa condición. Camina hacia la plazoleta con ella y casi se desmaya del calor. Se sienta en un banco frente a su amada escultura. Comienza a adormilarse. Los transeúntes miran extrañados esa nueva figura de metal en la plaza. René no atiende a la curiosidad que causa. Se entrega al placer de saberse de duro acero, al existir sin suceder, a despreciar la atracción de lo posible: una parodia de una parodia de la eternidad.

Nunca supo que la armadura se oxidó con las lluvias de octubre.


EL ÚLTIMO

¿Qué habrá pasado durante la mañana del cumpleaños de Celia? Quizás ella terminó su primera vuelta por el Parque Los Caobos y observó de reojo a los hombres jóvenes que hacían ejercicios y levantaban pesas artesanales con extremos hechos de cemento. Suspiró por sus músculos y sus pechos velludos y sudorosos y sintió un deseo de hombre muy joven, un apetito fugaz que cesó al recordar a su marido, profesor universitario de Economía, quien no pudo acompañarla a su pasantía profesional en Venezuela. Acto seguido pensó en Antonio, un sociólogo que le ha aminorado sus nostalgias de mujer extranjera porque ha estado con frecuencia en su cama y ha compartido su sorpresa ante cada detalle novedoso de la vida en Caracas. A Celia le gustaría estar con su esposo y sus dos hijos, pero ella siempre ha sabido que no se tiene todo lo que se desea. Eran las nueve de la mañana de un día domingo de 2006, un día domingo de calles solitarias, tristes y sucias. Poco después de pasar el añejo y rústico gimnasio, Celia vio a un corredor de unos treinta años que le lanzó un beso y un “hola” sin detenerse y con voz firme de barítono, demostrando así sus excelentes pulmones de felino entrenado. Sonrió. Este país tiene su gracia, dura la vida, duro el trabajo, pero hasta ciertos lujos son posibles: un libro, un antojo para comer, una pintura de labios, un piropo de hombre en sazón. Se sentía bien, caminaba velozmente y con respiración acompasada, mientras un perro negro habitante del parque, al que a veces le había dado una palmada en el lomo y algún resto de comida, la seguía trotando con suavidad hasta que se encontró con otros perros y la dejó sola.
Celia saludó con la mano a un conocido, sentado cerca de una enorme carpa destinada a la ayuda de indigentes. Repasó la rutina de trabajo que le tocaba la semana entrante. Seguramente carecería de alteraciones y estaría acompañada de sus paseos por el parque, las invitaciones de Antonio, la asistencia a monótonos actos públicos y la curiosidad nunca saciada ante los contrastes de Caracas y las actitudes de la gente. Su mente fue asaltada por miradas suspicaces, frases de ambiguo sentido, ironías, súplicas, desesperaciones, desprecios, sonrisas y amabilidades de sus pacientes en el ambulatorio, de la gente de su vecindario o de los mesoneros y vendedoras de las tiendas. Sacudió la cabeza e intentó concentrarse en detalles como que la avenida paralela al Parque Los Caobos, que lo separa del río Guaire, estaba dispuesta ese domingo exclusivamente para ciclistas. Observó la velocidad, la concentración, las formidables piernas de los deportistas con ojo conocedor. Siempre le había encantado el ciclismo pero en la vida no hay tiempo para todo. Disfrutaba de los árboles, el silencio y la brisa. ¿Dónde estará el corredor que la piropeó? ¿Se fue para su casa? ¿Lo esperará una joven esposa? ¿Antonio seguirá dormido? ¿Cuál será la sorpresa que él le dará por su cumpleaños? ¿Una invitación a una de esas tascas de La Candelaria que le recordaban a Antonio sus padres gallegos y sus largos años de estadía en España?
Al comenzar su tercera vuelta por el parque, Celia pensó en que, a diferencia de ella, Antonio se instaló en Venezuela hace un par de años por propia y libre voluntad, y siempre han conversado, a veces hasta acalorarse, acerca de las razones distintas de sus respectivas estadías. Él, hijo de gallegos que habían emigrado a Venezuela en los años cincuenta del siglo pasado, se marchó a España en 1989 y regresó a Caracas atraído por las novedades políticas de los últimos años; ella estaba en el país por tiempo determinado y por su profesión. Otro tema frecuente: sus respectivas familias radicadas lejos. De hecho, fue el asunto que en una tarde de un domingo calcinante y ruidoso abrió una conversación que comenzó con la sensación liberadora y eufórica de las tres primeras cervezas, continuó con el intercambio de nostalgias, se desbarrancó por el lado de los nada originales comentarios acerca de las dulzuras y amarguras de la rutina matrimonial y terminó en una cama de sábanas revueltas, en el único cuarto del apartamento de Celia en un antiguo bloque de viviendas en San Agustín del Sur. El olor de las cocinas de querosén o de gas, mezclado con el de las aguas negras y la basura, llegaba a la habitación en breves ráfagas diluidas por la costumbre de su presencia y la obsesiva manía de pulcritud de Celia, afecta a los productos de limpieza con una pasión objeto de las burlas entre picantes y compasivas de Antonio. Celia regresó al presente de su paseo matinal y su mente voló a otro tema: ¿y mi marido? Seguro tendrá a alguna mujer por allá… O eso quiso creer ella para no sentirse culpable.
Al final de la tercera vuelta, Celia quizás se detuvo, cansada y sudorosa, tomó agua de una botella que traía en el koala y se dejó refrescar por la brisa. Caminó lentamente hacia la fuente sin agua del parque y la observó con detenimiento: hombres y mujeres colosales, una alegoría de Venezuela según la información de los carteles circundantes. Aunque ha caminado y trotado con frecuencia en el Parque los Caobos, Celia nunca ha entendido ciertas cosas. Por ejemplo, el deterioro de las obras de arte perdidas entre estanques secos, hojarasca, polvo y matorrales o la presencia de hombres y mujeres con escobas casi artesanales mientras unos camioncitos último modelo, impecablemente blancos y con cepillos para limpiar calles, permanecen inactivos. Pensó de nuevo en los ciclistas. Su primer amante era ciclista de competencia, pero después de tres años de pasiones sudorosas en el mínimo cuarto en el que se encontraban los fines de semana, él se empeñó en irse lejos y ella se negó indignada a acompañarlo. La relación se enturbió hasta languidecer en medio del silencio, el dolor y la cólera. Al final, su ciclista se fue a pedalear calles de otros países. Con el paso del tiempo había terminado por entender sus motivos, pero, a diferencia de él, Celia era apegada a su ciudad y sólo por su trabajo salió de ella.
De haber podido escoger estaría en su país, pero… Caracas, ciudad simpática y extraña. Nunca en el resto de su existencia la olvidaría pues en ella volvió a ver a su hijo menor tras seis años de separación. Lloraron a mares, bebieron, comieron, pelearon, fueron felices, se ocultaron de los compatriotas por quizás inútil prevención. Antonio -presentado al hijo como un gran amigo- la animó y la ayudó, medió entre ella y el joven, lo regañó por no entender a su hermano mayor y a sus padres, pegados a su terruño como si fuese su piel. Tras un mes, regresó a México y el dolor de la despedida le agrió la vida a Celia. Llamaba desesperada a su esposo por teléfono, tomaba pastillas para calmarse, hablaba con Antonio largas horas, hasta que al cabo de diez días decidió que bastaba de histerias maternas. Se entregó a su trabajo con tesón y a Antonio con entusiasmo.
Celia se acostó en un banco del parque. Aspiró y expelió el aire varias veces hasta que los recuerdos familiares huyeron. Decidió hacer estiramientos. Mientras los hacía recordó repentinamente al ser que más le había llamado la atención durante sus diez meses de estadía en Caracas. A su consultorio en San Agustín del Sur llegó un hombre de mediana estatura, rechoncho, con un bigote lacio, largo y descuidado que le desbordaba la comisura de sus labios gruesos. Vestía una braga azul de mecánico no muy limpia y hablaba con un acento que Celia no pudo identificar. Traía a una mujer herida que había recogido en la madrugada cerca de un basurero de La Vega. Celia atendió la herida en la cara de la mujer con los escasos medios disponibles, le preguntó quién y por qué sin obtener información, secó sus mocos y sus lágrimas y le quitó lo mejor que pudo los restos de rimel y sombra de ojos que le verdeaban los párpados y las mejillas. Le encargó al hombre que llevara a la mujer a un hospital. Al salir del ambulatorio a despedirlos se topó con una visión de pesadilla: un camión en el que cabezas de muñecas, semejantes a despojos de ejecutadas, guindaban con cadenas de los tubos horizontales de la parte trasera del vehículo o estaban colocadas en los extremos superiores de los tubos verticales. El hombre, ante la boca abierta de Celia, indicó que su trabajo consistía en recoger, entre otros objetos, muñecas rotas en los basureros para repararlas y venderlas. Dios mío, pensó Celia, si se le regala a una niña una muñeca de esas se morirá del susto y ahogada en llanto. Sonrió mientras se levantaba del banco y decidió continuar su paseo por el parque de manera relajada y tranquila, a pesar del recuerdo inquietante. Observó al azar a los pocos transeúntes hasta detenerse en un joven con un inmenso lunar en el antebrazo derecho. Ella lo observó con atención profesional pero él le dedicó una mirada de ojos enrojecidos y despectivos que le recordó la edad que cumplía ese día de modo desagradable. Caminó hacia la salida de Los Caobos rumbo a la Plaza de los Museos y vio de lejos otra vez al muchacho, quien en un acto de esplendor viril saltó la alta verja del parque con elegante agilidad de gato y se dirigió hacia el río Guaire.
Al pasar por San Agustín del Norte, Celia se detuvo a comprar unas cosas en un abasto. Adquirió una de esas bebidas especiales para deportistas y se puso a contemplar los edificios de Parque Central: nunca han dejado de asombrarla. Demasiado imponentes, hoscos, unos inmensos barrios verticales fascinantes y ásperos. Desde su modesto apartamento ha mirado con frecuencia hacia Parque Central y hacia el Ávila, como suelen llamar los caraqueños a su cordillera. Celia ha sentido siempre admiración ante su belleza y cierto nerviosismo por su presencia. Mujer de urbe marina, manifestaba por el valle de Caracas un sentimiento de agrado y angustia. Placer y angustia: ¿qué será de la vida de aquel diputado que hace ya tanto tiempo no se cansó de asediarla hasta hacerla vacilar entre su marido, sus hijos y él? Era tan arrogante, tan peligrosamente convencido de que tenía la verdad del mundo en la mano, tan atractivo. Terminó la bebida energizante en pocos tragos. Otro de mis hombres, dijo Celia en voz baja mientras abría un contenedor de basura grande de color verde presionando con el pie la barra colocada en su parte delantera inferior. Arrojó el envase de la bebida en el contenedor y casi se desmayó cuando un indigente saltó desde dentro de éste y le dijo, ¡cuidado me mojas, carajo! Celia caminó despavorida hacia la pasarela que atraviesa la autopista Francisco Fajardo y conecta San Agustín del Norte con San Agustín del Sur. Se detuvo repentinamente y se echó reír: ¡pero qué cosas se viven en Caracas!
Quizás Celia se entristeció ante el hecho de que no había conocido otras ciudades aparte de Caracas y las de su país. Caracas, tan distinta a la ciudad natal de Celia en clima, tamaño y vida, tan parecida en su deterioro, en su gente arracimada por gozadera, por necesidad, por trabajo, por mala leche. ¿La habría visitado por razones no laborales? Sintió melancolía pues su vida hubiese podido ser otra cosa y entonces tuvo un acceso de temor ante la rotunda certeza de sus cincuenta y cinco años. ¿Se acercaba tal vez la época de su último hombre? ¿Quién sería? ¿Su esposo, Antonio, otro? Subió las escaleras de la pasarela y al comenzar a cruzarla disfrutó de las ráfagas de viento a pesar de los olores de la empobrecida y contaminada Caracas; caminó ensimismada sin percatarse de que a alguna distancia venía un muchacho corriendo hacia ella. Celia no sabía nada sobre él, aparte de que tenía un lunar en el antebrazo derecho. Se notaba desesperado e iracundo, era joven y fibroso, parecía un relámpago de testosterona embutido en una camiseta vieja y un jeans desteñido, estaba drogado hasta el alma con bazuco. Su nombre era nadie y su lugar ninguna parte. Qué lejos están mi tierra, mi casa y mi gente pensaste tal vez, Celia, cuando el último hombre de tu vida -veinte años y diez muertos en su haber- te dejó rodando por las escaleras de la pasarela después de clavarte una puñalada cuyo único motivo me lo contaron los policías que lo detuvieron: ¡Estaba arrecho, pana, estaba arrecho y drogado, la banda del Chuqui me estaba persiguiendo y la vieja se me puso en el medio! El hombre de las muñecas decapitadas te recogió ya muerta, Celia, y acompañó a la policía a llevarte a la morgue de Bello Monte una vez que algún médico certificó tu defunción. Y yo, Antonio, un par de días después, tomé tu libreta de teléfonos, llamé a tu marido Alejo, hablé con tus hijos Cintio y Raúl, lloré con ellos y, en cuanto pude, me monté en un avión y regresé a España. Desde entonces reconstruyo los últimos momentos de tu vida mezclando historias que me contaste durante aquellos meses con datos de los policías y figuraciones de mi imaginación. Desde entonces no duermo muy bien. Desde entonces trato de que mi esposa y mi hija me terminen de perdonar que las descuidase por ir a Venezuela “a ver lo que pasa con mis propios ojos.” Cómo podré olvidar tu muerte, tu cadáver, tu acento, tu resignación, tus recuerdos de los hombres que amaste, tus impresiones sobre Caracas, tus anécdotas de médica, el amor que sentí por ti y, sobre todo, cómo podré olvidar el insoportable homenaje póstumo que te hizo el gobierno y la mención especial del Presidente en su programa dominical justo antes de que regresaras convertida en cenizas a tu Habana.


RAPSODIA PARA EL BURRO

Con qué seguro paso el mulo en el abismo

Lento es el mulo. Su misión no siente.

Su destino frente a la piedra, piedra que sangra

creando la abierta risa en las granadas.

Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro,

Pequeñísimo fango en las alas ciegas.

La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojos

tienen la fuerza de un tendón oculto,

y así los inmutables ojos recorriendo

lo oscuro regresivo y fugitivo.

El espacio de agua comprendido

entre sus ojos y el abierto túnel,

fija su centro que le faja

como la carga de plomo necesaria

que viene a caer como el sonido

del mulo cayendo en el abismo.

José Lezama Lima (Cuba, 1919-1976)

El hombre camina lento y elegante por un largo pasillo blanco y frío, entre escritorios y computadores de última generación y con los ojos fijos en la nada, sintiendo el ardor de las miradas de sus colegas mas no el peso terrible de su misión en la vida, sintiendo la vergüenza de no ser nadie mas no su destino; está a punto de volver y pedir perdón por haberse enfrentado a sus superiores, está a punto de manchar su dignidad con un escupitajo de fango propio de muertos de hambre. Su elegante ropa comienza a arrugarse, su chequera a vaciarse, su madre, su esposa, sus hijos a pelearse por las rudezas de la pobreza. La ceguera, el vidrio y el agua de sus ojos tienen la fuerza de un tendón oculto, piensa una mujer callada y común que lo ama en secreto y oye los latidos de su alma arañada por el infortunio. En sus gestos está el centro que le faja y por eso él se aleja – ahora varonil, rápido y decidido- con la piel quemada por la lástima ajena, con la consciencia de que la mirada de los demás nos hace gente. El hombre recuerda entonces cuando un gran amor lo arrojó a la oscuridad de la noche diciéndole que no podía darle el amor que él le daba, diciéndole que quería irse, que la dejara en paz, que no quería sus manos ni su miembro; recuerda entonces cuando su padre lo llamaba debilucho y maricón; recuerda entonces cuando en su infancia se burlaban de su gordura infantil que desapareció con los años. Recuerda, finalmente, que fue abusado y manoseado con dedos fríos y sin amor. Se voltea, mira a sus compañeros y les dice: váyanse todos al carajo y baja corriendo treinta pisos, pobre hombre de plomo, sonido, paciencia y caída.



Comentarios

Georgia ha dicho que…
Saludos Valmore. Como siempre excelente, tu aporte como siempre atiinado. me gustaron mucho las historias de la Profesora Kozak hace tiempo hice una monografía mínima de su libro Latidos de Caracas, para mi hibernante maestria en Literatura en la ULA, bastante imperfecta a tal punto que creo que a la Profe no le gustó demasiado pero, ese trabajo me hizo leer montones de materiales de dicha autora que descubrí solo porque alguien habló necedades sobre el libro que trabajé en una de mis clases y fue una grata sorpresa. Recomiendo a todo el que puedo para tener claves de la narrativa venezolana de estos tiempos que corren, leer con profundidad y mente abierta lo que tan bien escribe esta señora. No conocía el último relato.
Saludos cordiales

Entradas populares de este blog

MEMORIAS DE UNA PULGA. Capítulo II

El Fantasma de la Caballero. Por Norberto José Olivar

UNA AVENTURA LITERARIA. Por Roberto Bolaño