Tres textos de Oscar Marcano



A LOS QUE NUNCA TERMINARON NADA

Eran las 11:00 am y ya estaba clavándome puñales en el bar de Tony cuando la vi entrar. Llevaba un vestido rojo y zapatos de tacón alto. Era todo un espectáculo. Atravesó el tufo húmedo del salón y fue a sentarse al otro extremo, en la penumbra. Era una aparición. Toda cuerpo. Toda pechos, cadera y piernas. Un verdadero botín. Pero los botines no se habían hecho para mí.

Sacó un cigarrillo y me miró. De cualquier forma no había nadie más a quien mirar. Sólo una buganvilla floreada que Tony cultiva detrás de la barra. Cruzó las piernas. Descalzó a medias uno de sus tacones y lo empezó a columpiar. Pude ver el talón y hasta donde alcanzaba de aquel pie. Siempre me han gustado los pies. Su misterio. Su forma. Su olor. Admiré el empeine alzado y firme, y un trozo de tobillo. Los imaginé rapaces. Resistentes y hoscos. Mínimamente endurecidas las plantas por una pátina callosa. Pedí a Tony otra cerveza para fantasear sobre su olor y el dibujo de unas uñas ocultas en la puntera beige. Puse, adicionalmente, un par de lunares en el puente. No podían ser Pecorino. Ni siquiera Provolone. Correspondían más bien a dos Fontina frescos del valle d'Aosta. En otro tiempo los habría acompañado con un Grumello. Aunque estas niñas con pie de queso fresco tienen el alma de Gorgonzola. Hay que trabajarlas preferiblemente con un Sassella o un Inferno.

—Invítame algo —dijo calzándose el zapato e incorporándose.

Tenía porte. Hace unos años me habría ruborizado. Caminó hacia la barra. Hacia mí. Un elemento en apuros. Vendía revistas viejas y ahora trabajaba con un librero. A los cincuenta años estaba haciéndole mandados a un librero. El decía que no era así, que era su asistente, pero sólo le hacía mandados y había salido a cobrarle un cheque. Por eso llevaba cierta cantidad conmigo. Se empinó en la punta de sus pies y se sentó en el banco. Al acomodarse abrió los muslos. Era un verdadero espectáculo.

Volteó a verme.

—Pide —dije—, pide lo que quieras. Ya vengo. Voy a llamar por teléfono.

Salí del bar y caminé hasta la esquina buscando el teléfono monedero. Ahí estaba el teléfono pero ya no era monedero. La semana pasada lo era. De pronto las monedas no valían nada. Metí la tarjeta y llamé a Julio, el librero. Le dije que iba a tomar algo prestado. Había surgido una pequeña emergencia, nada serio, claro. Se lo devolvería. La plata estaba en mi bolsillo y no en el de él. Tal vez por eso no dijo que no. Noté su nerviosismo pero no dijo que no.

Cuando regresé seguía sola y no había pedido nada.

—¿Y? —la inquirí— ¿Creíste que no volvería?

—No. No sabía qué pedir —mintió—. ¿Cuánto tienes?

Sonreí.

—Pide. Pide lo que quieras.

Me miró escéptica.

—Pide —insistí.

Pidió un Dewar's.

—¿Tú?

—Yo otra cerveza.

—¿Cerveza? —se extrañó.

—Sí. De menor a mayor.

—¿Como los cocineros?

No entendí.

—Como los conciertos —respondí.

Inclinó su vaso y bebió la mitad. Se relajó. Me contó que iba a una reunión de Alcohólicos Anónimos cuando vio abierto el bar de Tony y supo que iba a desertar.

—¿Tan temprano?

—Tan temprano.

—¿A qué te dedicas?

—Desperdicio mi vida —dijo sacando otro cigarro.

Tenía estilo. Sólo faltaba verla sentada en el water para corroborarlo.

—No podía ser de otra forma.

—¿No?

Encendió el cigarro. Lo chupó. Chupaba el cigarro como si buscara desesperadamente oxígeno. Como si su vida dependiera de ello.

—No. A esta hora están aquí los que tienen que estar.

La boca se le contrajo. Estuvo a punto de dejar ver su dolor.

—Disimula —dije—. Hablemos de otra cosa. De la moda. De béisbol. De los zancudos de Cagua que son célebres por su corpulencia.

—¿Quiénes? —repuso.

—Los zancudos de Cagua. Son vertebrados, barrigones y lanudos. Tienen un vuelo pesado, se posan en tus brazos y succionan todo lo que pueden. Como una bomba de achique.

Se me quedó mirando.

—Olvídalo. Tendrías que conocer a Néstor.

Sonrió, y pude ver unos carnosos labios abriéndose sobre dos hileras perfectas de dientes.

Tony volvió del traspatio donde agolpaba gaveras y se sirvió un Campari. Comentó algo del tiempo. El calor, la lluvia. Abrió una lata de maní. Puso el contenido en un plato y nos lo dejó al frente. Me preguntó si me quedaría a comer. En realidad Tony se llamaba Antonieta. A veces me cogía un ruedo o me invitaba pastel de carne y schnaps. Yo no sé si las mujeres lo saben, pero cogerle el ruedo a un extraño es la más genuina muestra de amor por la humanidad. Tony era alemana, de Kassel. Tenía sesenta y cuatro años y tocaba el acordeón.

—A todas estas no nos hemos presentado —dije volviéndome hacia el espectáculo. Le alargué la mano.

Puso cara de mierda frita. Como si hubiese felicitado a Simone de Beauvoir el día de la secretaria.

—A todas éstas —dijo concluyente.

—Pedro —dije. Mi mano continuaba extendida.

Chupó el filtro de su cigarro, volteó la cabeza y me observó displicentemente. Fumó de nuevo y se volvió completa hacia mí. Miró mi mano con desdén y finalmente la estrechó.

—Rata —dijo—. Mi nombre es Rata y no me voy a acostar contigo.

Arrugué los ojos y volví la cara. "Estamos los que somos", pensé mientras echaba la cabeza para atrás y dejaba blanco el fondo del vaso. "Ni uno más".

—¿Dijiste algo? —preguntó buscando mi boca con los ojos, como quien lee los labios.

—Que estamos completos.

—¿Quiénes? —repuso excluyente, respingada.

—Aquellos a los que nos tiemblan las manos y nos sale una nata azul en los ojos.

Se quedó pensando. Chupó su cigarrillo y aspiró el humo.

—Además no me he lavado el pelo —dijo molesta.

Volteó a verme.

—¿Para eso bebes?

—¿Para qué? —repliqué confundido.

—¿Para que te tiemblen las manos y te salga una nata azul en los ojos?

—No.

—Entonces ¿para qué bebes?

Sonreí.

—No, en serio. Dime. Por qué lo haces.

—Por lo mismo que tú.

—¿Por qué?

—Porque no me gusta el olor ni el sabor de la vida.

—¿No será porque..?

—También —la interrumpí—. Pero en particular, porque cuando bebo, vuelvo al sitio donde todas las mujeres son bellas y todas están locas por mí.

Se me quedó viendo.

—¿Con esa cara? —dijo burlona.

Rata tenía razón. Nunca me gustó mi rostro. Ni a mí ni a nadie en general. Tenía bolsas en los ojos. Más pómulos que quijada. Demasiadas encías y uno de los dientes de enfrente gris. A eso había que agregarle una mancha de sol en la frente y un pterigium en el ojo izquierdo.

—Tienes razón.

—Descuida —respondió—. Todos somos feos de cerca.

Soltó una risotada, dio el último sorbo a su vaso y miró el almanaque de Firestone que Tony tenía colgado en la pared. Se volvió de nuevo hacia mí.

—¿Cómo debería oler la vida para que te gustara?

—Como tus pies —respondí—. Como el queso de tus pies.

Se tapó el rostro avergonzada. Luego se retrajo y se quedó viendo el almanaque de Firestone. Empezaba a llegar gente.

—No me he lavado el pelo —dijo con enfado.

—Pide —invité.

—¿Otro? ¿En serio?

—En serio.

—Mira que soy un pozo sin fondo.

—TODOS somos un pozo sin fondo.

Tony trajo otro Dewar's y otra botella de cerveza.

—No me he lavado el cabello —repitió con enojo.

—Y cuál es el drama —pregunté.

—Que no me gusta —dijo incómoda, manoseándoselo—. No me lo pude lavar. Estaba nerviosa. Y tensa. Y encabronada.

Callamos un rato bebiendo cada cual de lo suyo, viendo a Tony salir y entrar a la cocina. Volvió a acabarse su trago. Esta vez demasiado rápido. Se me quedó mirando.

—Pide —dije—. Y otra para mí.

Salí de nuevo a llamar. Metí la tarjeta en la ranura y marqué los siete dígitos. Avisé a la dependienta que me tomaba el resto del día, pero ella insistió en pasarme a Julio. Julio era un tipo raro que leía a Chaucer. Me saludó y me anunció que había trabajo, pero lo que quería era que apareciera con el dinero. Le dije que me sería imposible. Que hoy me sería imposible. Quiso saber dónde estaba. No se lo dije. Colgó nervioso, pero confiaba en mí. Al menos eso fue lo que dijo.

Cuando volví, su vaso iba por la mitad. Me estaba esperando.

—¿Qué es lo que más más más te gusta en la vida? —preguntó animada y un poco más suelta.

—Considerando que no te vas a acostar conmigo, el Jack Daniel's —le dije—. ¿Y a ti?

—Considerando que no me gustan los hombres, la Stolichnaya.

Rata acercó su cara a mi cara y me miró. La miré. Pude contemplar sus inmensos ojos almendrados y unas cuantas pecas mal administradas sobre sus mejillas. En otro tiempo me habría babeado.

—Lo que más más más me gusta es desayunarme con vodka —agregó.

Entrelazó sus manos y volteó hacia el frente. Otra vez al almanaque.

—¿Te comenzaron los temblores?

—¿Perdón?

—¿Que si ya te comenzaron los temblores?

Noté su preocupación. Busqué su mirada.

—Hace más de un año.

—A mí me acaban de empezar.

—Es cuando más provoca beber.

—Da mucho miedo —dijo.

—Así es.

Se quedó pensativa.

—Por eso iba a Alcohólicos Anónimos.

—No hay reunión a las once en Alcohólicos Anónimos.

—Por eso tenía pensado ir a Alcohólicos Anónimos.

Volvió a ver el almanaque. Luego retomó el ímpetu.

—No bebas más eso —ordenó con denuedo.

—¿Qué?

—Eso.

Hizo una mueca de asco.

—Es sólo cerveza.

—No, no bebas más eso. Fíjate: yo me tomé la mitad de éste. Tómate tú la otra y pedimos un Jack Daniel's y una Stolichnaya.

—De acuerdo —dije empinándome su medio vaso de Dewar's.

—¿Bueno? —preguntó.

—Bueno —respondí con la boca llena de hielos derretidos, hielos que devolví al vaso—. El problema es que Tony no vende Jack Daniel's.

—¿Ah no?

—No.

Rata se puso triste, muy triste.

—Entonces nos bebemos dos whiskys. O dos vodkas. ¿Tienes más plata?

—¿Que si tengo? —dije jaquetonamente—. Soy muy, muy rico. Me finjo pobre para que no me secuestren.

—Entonces pidamos.

Pedimos. Tony trajo dos vasos cortos y los llenó de hielo picado. Les puso full vodka. En cuanto acabó de servirlos me pasó una mano por el pelo.

—Este es como mi muchacho —le refirió—. Lo quiero mucho. Lo malo es que le va a estallar el hígado.

Ambos sabíamos que a ella le estallaría primero. Volvió a la cocina.

—Cuéntame —preguntó Rata—. ¿Quién te fregó?

—Quién me fregó de qué.

—Tu historia. ¿Quién te fregó?

—Nadie. Estudié, trabajé, las cosas no salieron bien y me fundí. Eso es todo.

—Te fundiste.

—Sí, me fundí.

Chocamos los vasos. En ese momento entró un tipo con rostro de medalla mediterránea. Rubio. Muy tostado por el sol. Como un surfista cuarentón. Llevaba un traje barato. De polyester. Lo gritaban las puntadas de nylon que saltaban de las costuras de los hombros. Le quedaba muy ajustado. Al menos dos tallas por debajo de la suya. Las mangas del saco no le cubrían las muñecas. Los pantalones no le llegaban a los tobillos. Tony salió en ese momento. Me miró resuelta, tribunalicia. De inmediato fue a atenderlo. Lo hizo con tal agresividad que el sujeto, cohibido, dio las gracias y se marchó. Tony agrandó sus ya enormes ojos y sentenció: "además el muerto era más pequeño". Hizo un buche de Campari, lo pasó de un cachete a otro y lo tragó. Volvió a la cocina negando con la cabeza.

Rata no entendía nada.

—Aunque Tony tiene el cabello casi blanco y los ojos azules, le tiene ojeriza a los rubios.

Seguimos charlando, bebiendo y chocando vasos toda la tarde. Me habló de su hermano. Me contó que era actor. Si se puede llamar actor a un sujeto que aparece en las telenovelas vestido de médico, diciendo que sí o que no con la cabeza. El bar se fue llenando. Poco a poco fueron apareciendo los animales domésticos del día y de la noche. Sin embargo, nuestra presencia era una isla. Al principio me daba cuenta de la sensación que Rata causaba entre los hombres. Después se diluía. Como todo. Sólo uno se metió con ella. Yo había ido al baño. Me lo contaron cuando le tocó a ella orinar. El tipo le insinuó que necesitaba mujer. Ella le preguntó que por qué no inflaba una.

—¿Desde cuándo no ves a Linda? —me interrogó.

—¿Cómo dices?

—Que desde cuándo no estás con una mujer.

Bajé la mirada.

—Anda, dime.

Me dio pena responderle.

—¿Días? ¿Meses?

Seguí callado, contemplando sus facciones.

—¿Años?

Sonreí.

—¿Años?

No pudo evitar la risotada y yo tampoco.

—Pero no será por lo feo —dijo empinándose su vaso—. Hay tipos más feos que tú que de vez en cuando.

Volvió a estallar en risas.

Estábamos bebidos.

—Yo creo que por lo feo y porque tengo un "La" natural que no llega...

Vacié mi trago. Estaba en una situación muy comprometida. Rata lo percibió.

—Tienes cara de conocer dolores.

—Más o menos —dije—. Desde Santa Teresa hasta la neuralgia del trigémino.

—Pide un deseo —dijo.

No tuve tiempo de pensarlo. Se bajó del asiento giratorio y pasó una pierna por sobre las mías colocándose entre la barra y yo. Luego se me sentó de frente, a horcajadas, repantigando maliciosamente sus nalgas sobre mis piernas delante de todos. Tomó mi cabeza entre sus manos, abrió sus carnosos labios y los posó sobre los míos. La gente aplaudió. Todo el bar aplaudió. Fue un beso cósmico, infinito. Permanecimos abrazados, con las frentes juntas por un buen rato, mirándonos a los ojos. Luego me desmontó. Miré la buganvilla en flor. Chocó mi vaso y bebió. Sonreímos. Tony sacó el acordeón.

—El deseo no agrega nada a lo que traes por dentro —dijo con la lengua enredada.

Ni entendí ni hice el menor esfuerzo por entender.

—Por qué no me dices tu nombre —le pedí—, tu verdadero nombre...

Se me quedó mirando en una mezcla de ternura con piedad y cerró los ojos.

—Tamara —dijo—, me llamo Tamara —y de inmediato se puso seria.

—Gracias, Tamara.

Volvió a besarme. Tony bebía y tocaba acordeón en medio de una bulla espantosa, mientras al lado, un tipo con cara de soplete le hablaba a otro con cara de Gauloises sin filtro.

—Ustedes —dijo airado el de la cara de soplete—. Cuando el país no lo necesitaba, se fueron a la montaña. Ahora que esto se cayó a pedazos, hacen lobbying y downsizing y aprietan los maxilares para bailar las orejas. Me cago en su épica, en sus años sesenta y en la puta madre que los parió.

—Vámonos de aquí —dijo Tamara pegándoseme, besándome, metiéndome la mano entre las piernas—, vámonos ya.

—Espera —susurré—. Ya nos vamos. Pero antes quítate los zapatos.

—¿Cómo?

—Te estoy pidiendo que te quites los zapatos.

—No entiendo.

—Quiero ver tus pies. Tus bellos pies. Sé como es la gente por la forma de sus pies.

—¿Aquí?

—Sí, aquí, ahora.

—No.

—Sí, anda.

—Sólo uno.

—Esta bien. Uno. Sólo uno.

Tamara se descalzó uno y lo alzó disimuladamente. Era divino. Tal como lo había imaginado pero mejor, más rapaz, más salvaje, más femenino. Con un puente alzadísimo y unos dedos que parecían percebes.

—Déjame olerlo.

—No, loco.

—Por favor...

—Huele a queso.

—El queso es el alma.

Me besó desbordada para ahuyentar su rubor.

—Anda, quiero olerlo.

—¿Pero aquí?

—Aquí, sí, aquí, aquí.

—No me he lavado el pelo —dijo mimosa.

Se lo tomé con mis dos manos y lo extendí sobre mis piernas. Lo froté. Lo masajeé. Me olí las manos. Me las lamí. Fui feliz. Sonreí. Lo alcé. Lo olí. Lo olí profunda, intensamente, por arriba, por debajo, entre los dedos. Con una mano sujetaba el talón y con la otra apretaba su pantorrilla, mientras restregaba los dedos de aquel pie en mi cara, en mi nariz. Fontina. El mejor Fontina. El más fresco Fontina del valle d'Aosta. La gente miraba, gritaba. Reía y gritaba.

—Loco —decía Rata, Tamara—, loco...

Yo estaba en el paraíso. Añoraba ese Grumello.

De pronto me arrebató la pierna. Yo permanecí en éxtasis, encorvado, oliéndome los dedos, las palmas de las manos. Demoré en incorporarme. Me di cuenta de que estaba ebrio. Muy ebrio.

—Es Otra —dijo.

—¿Otra? ¿Cuál otra? —balbuceé.

La sentí calzarse atropelladamente. Arreglarse el vestido. Bajarse del asiento y trastabillar. Volteé a verla y su mirada estaba petrificada. Apuntaba hacia la puerta.

—Es Otra —balbuceó.

Giré la cabeza y una mujer hombruna, fornida y con las manos en la cintura la auscultaba con odio. Se vino hacia nosotros.

—Puta —chilló—. Eres una puta —e intentó abofetearla.

Rata no lo impidió. Sólo bajó la cabeza.

—Estás borracha. Te he buscado todo el día. No fuiste a A.A. No tienes ni una pizca de consideración.

Yo luchaba por volver de mi sopor, pero me costaba. Estaba descomprimiendo archivos. Aun así la observé. Todo lo tenía corto. Manos, pelo, cuello. Parecía una nevera con escote.

—¿Así es como me pagas, Una?

El aliento le olía a fósforo. Tenía las uñas comidas y la pintura descascarada.

—¿Así es como me pagas? —repitió. Por el timbre de su voz juzgué que estábamos en presencia de un queso rancio.

—No, no —dijo Tamara revolviéndose el cabello.

—¡Alcohólica! Mírate en ese estado. ¿Quién es este infeliz?

—No sé, no sé —dijo Tamara a punto de romper en llanto.

—¿Quién es este infeliz? —volvió a preguntar.

Yo estaba desconcertado, volviendo del olor del pie de Tamara.

—¿Qué tienes tú que ver con Una? —me preguntó.

—¿Con quién?

—Con Una.

—Su nombre es Tamara.

—Ella es Una y yo soy Otra —chilló.

Debía tener un problema serio en la próstata. Se volvió hacia Tony.

—Apártele ese trago. Llévese la bebida y nos trae un té.

—Querrá decir un café bien cargado —replicó Tony.

—Un té. Quise decir un té —dijo categórica.

Se volvió hacia Tamara.

—Estoy harta de lidiar contigo. No soporto más.

Pero algo en la voz no sonó cierto.

—Te he aguantado de todo, Una. La mala bebida, la infidelidad. De ahora en adelante vas a aprender a cuidarte tú sola.

Tamara rompió en llanto y se le echó en los brazos. Ambas lloraron.

—¿Por qué me haces esto? —dijo más calmada, secándole las lágrimas, peinándola con la mano—. ¿Quién es ese tipo?

—No sé, mami, no sé.

Volvió a sollozar. Demasiado vodka.

—Vente, vámonos.

Caminaron juntas. Atravesaron el piso de kaolín hasta una mesa del fondo. La única mesa vacía. Una mesa de mantel rojo. Tamara seguía llorando guindada del cuello de Otra.

—¿Qué hacías con ese tipo?

—No sé, mami, no lo sé. No entiendo nada.

Otra besó sus ojos. Tamara los abrió y volvió a sollozar.

—No me he lavado el pelo.

Me di vuelta y serví el resto de la botella. Lo fui bebiendo despacio. Ya no veía lo que ocurría. Me habían quedado de espaldas. Creí advertir cuando Tony les llevaba el té. De repente se restituyó la bulla. El olor a humedad. El almanaque de Firestone.

No sé cuanto tiempo pasó.

—Tony —dije en algún momento—, dame la cuenta.

Miré la buganvilla, sus brácteas, y me pregunté cómo podía florecer una planta en un lugar así. Sin luz, sin sol. Me dije que por Tony. Sólo lo hacía por Tony.

—Dame la cuenta. Y otra botella de vodka.

No había razón para parar. Ahora estaba seguro de que no había razón para parar.

—Me la envuelves en una bolsa de papel.

Sabía que pronto no quedaría nada. Acaso la sensación de irme sumiendo en ese sopor, en esa parálisis, en esa dulce y lerda inconsciencia donde en cámara lenta y con los ojos cerrados, quisiera decir un parlamento de alguien más a salvo, menos averiado, más bonito que yo.

Me fui tambaleando. Con el puño cerrado en torno al cuello de una botella metida en una bolsa de papel. Antes de salir volteé. Una estaba al lado de Otra, comiendo de una bolsa de chicharrón picante y bebiendo té de menta en una horrible jarra de cerveza. Otra le hablaba sin verla, desangeladamente, como si mascara chicle.


CON LAS LUCES ALTAS

El jefe salió hecho una furia. Fue tan airada la discusión que ni siquiera alcanzó a dar un portazo. Reinaldo bajó la cabeza. Puso los codos en el escritorio y apoyó la frente sobre las palmas de las manos. Miró la mata de plástico. Sus inmarchitables hojas, sus nervaduras. El peso del momento le cerró los ojos. No entendía cómo había pasado. Sólo tenía claro que la relación había venido deteriorándose. Que el trato era cada vez más tirante. Tuvo necesidad, urgencia de un cigarrillo. Él, que ni bebía ni fumaba y que, por el contrario, hacía discursos pontíficos contra bebedores y fumadores. En un rapto subconsciente se volteó, tomó el teléfono y marcó el número de casa.

—¿Papá? —vociferó.

—¿Reinaldo? Iba a encender la radio.

Regularmente sintonizaba un programa de medicina alternativa.

—Papá —dijo secamente Reinaldo—, esta mañana volví a encontrar envases. Tus benditos envases llenos de agua.

—¿Dónde?

—No te hagas el loco.

El viejo calló.

—¿Estás sordo? ¿No sabes que hay una epidemia de dengue? ¿Tú no has oído hablar del Aedes aegipty? ¿Cuántas veces tengo que decirte que no se deben dejar envases de agua descubiertos? ¿Tú no entiendes que los zancudos anidan en el agua estancada? El país entero está lleno de patas blancas.

Vicente no objetó nada, pero en realidad no los dejaba abiertos. A todos les ponía su tapa.

—¿Hasta cuándo, papá?

El viejo permaneció callado. Rey levantó la mirada y la fijó en una de las sillas Eames. La oficina estaba amoblada con piezas de German Miller. Miró a través de las diminutas persianas negras e imaginó la figura exigua de su padre. Inofensivo y poquito, como en efecto lo era. Tan inepto e irresoluto para cualquier empresa humana, y sin embargo tan apto y minucioso para aquella manía. Le reventaba, definitivamente le reventaba encontrar esos antiestéticos envases llenos de agua escondidos en los lugares más insólitos. Potes de leche, potes de jugo, potes gigantes de refrescos, frascos de vidrio. Signos desquiciantes de un viejo que no quería entender, que hacía caso omiso de las reglas más elementales.

—¿Me estás oyendo?

Claro que lo estaba oyendo.

—Pareces un niñito —retomó el hilo—. ¿No te da vergüenza?

Le daba. Pero no precisamente recoger u ocultar potes de agua. Le daba vergüenza que si hijo lo tratara así. Si a ver iban, al prohibirle recoger agua, su hijo y su nuera lo habían forzado a esconderla.

—¿Me estás escuchando?

—Te estoy oyendo, hijo. ¿Donde los encontraste?

—En todos lados. No te hagas el loco —dijo enceguecido—. Me revienta que hagas lo que haces y después pongas esa vocesita inocente. ¿Cuál es la tirria con el agua? ¿Hasta cuando tengo que repetirte lo mismo?

Estaba harto.

—Te prohibo que vuelvas a llenar un solo envase de agua —dijo alzando la voz—. Si vuelvo a encontrar uno más, créeme que te vas con él para la calle. ¿Me has entendido?

Se descubrió mirando el puño cerrado sobre el escritorio.

—Entiendo —dijo el viejo acorralado, rayando en la libreta de notas donde apuntaba las recetas naturistas.

Reinaldo lo había traído a vivir con él desde la muerte de su madre. De eso hacía ya tres años. A Sandra no le había gustado la idea, pero igual la había aceptado. Vendieron su casa y sus muebles, mancomunaron sus cuentas y muy eventualmente lo llevaban con ellos a la playa.

Reinaldo sintió que lo observaban. Alzó la vista y era la asistente del jefe. Automáticamente tapó el auricular. Más para indicarle a ella que había interrumpido y que podía hablar, que para pedirle una pausa a su padre. Se había quitado los zapatos. Sus medias patinaban nerviosamente en la moqueta, debajo del escritorio.

—El señor Gil quiere verlo en su oficina —dijo la asistente, con ese tono de suficiencia que tienen las secretarias de los jefes.

El señor Gil era un crápula. Tenía una voz nasal, casi extra—terrestre. Se parecía a Sartre, condimentado con una sonrisa maligna de cobra sibilina.

—En seguida, Marián —dijo arreglándose el traje beige de algodón egipcio.

—En seguida no —repuso la asistente—: Ya. El señor Gil quiere verlo ya.

Altiva, la mujer giró sobre su propio eje, dio la espalda y salió.

—Hijo —refirió Vicente en un segundo plano y con voz encogida desde el auricular— creo que deberías sosegarte. Vives con las luces altas.

—No te vayas por la tangente —dijo Reinaldo tratando de serenarse—. Pero ahora no puedo hablar. Tengo que dejarte. Espero que haya quedado todo claro.

Hizo una breve pausa. Respiró hondo.

—¿Pagaste el teléfono? ¿La luz? ¿Y el gas? ¿Fuiste a la tintorería?

Vicente respondió a todas las preguntas con una sola afirmación.

—Por la noche hablamos —dijo Reinaldo, ejecutivo.

Pero no era cierto. No había manera de hablar con él por las noches. Era un tipo muy ocupado. Llegaba, se duchaba y se encerraba a ver televisión. Sandra le llevaba las viandas a la cama. De vez en cuando se le oía un sábado por la mañana durante el desayuno, oculto detrás del diario y el café humeante, en lo que más parecía un monólogo, sobre alguna medida económica o la fluctuación de un título valor. De resto, tan sólo se dirigía a Vicente para asignarle tareas o para reprocharle algo, mientras seguían apareciendo potes en los closets, en los gabinetes de cocina, en los armarios de los baños, junto a las ollas, debajo del fregadero, detrás de la lavadora o entre las matas del balcón.

Pálido y demudado, Reinaldo salió del despacho de su jefe con una sonrisita engrapada al rostro. Nadie se la creyó. Él, menos que ninguno. Pero debía atravesar el vestíbulo y todos estaban avisados. Aturdido, entendió que su dignidad no superaba la de un perro salchicha.

Había caído en desgracia. Simplemente había caído en desgracia. No obstante el jefe era así y él no había sido el primero. Un día se deslumbraba con alguien, le hacía su aliado, su mano derecha, vivían un promisorio idilio laboral mientras cortaba unas cuantas cabezas, y luego lo desdeñaba.

Todo le daba vueltas. No coordinaba. Tenía la consabida nube de mariposillas en el estómago y su mente no atinaba a comprender absolutamente nada. Como un autómata vaciaba las gavetas. Una a una recogió sus cosas y fue poniéndolas en cajas. Cajas plegadas que al abrirse adquirían forma de cajas. Ni siquiera tendría que cargarlas. Se las enviarían.


Al abrir la puerta escuchó la radio encendida. Ese sonido que tanto aborrecía. Era todo cuanto podía decir: que lo creyó dormido en la poltrona, junto al equipo de sonido, con la boca abierta, como si roncara. Sandra no había llegado y un peruano con voz de mujer dictaba remedios naturistas contra diferentes males en el dial. Sus ojos estaban abiertos pero no tenía mirada.

Lo que siguió fue un parpadeo. La ambulancia, la camilla, la sábana blanca. Los trámites, el papeleo, la cremación. Volver al día siguiente por las cenizas. Se lo entregarían en un florero con tapa. Una especie de jarrón de losa, de céramica, de porcelana.

La tarde acantonada parecía un bostezo. Uno de esos bostezos con los oídos tapados. Plomiza. Con dos o tres brochazos espliego. Reinaldo manejó de vuelta. Sandra, a su derecha, miraba por la ventana. No habían encendido la radio. Enmudecida y llorosa mojaba y apretaba un pañuelo de batista. Lucía como si no hubiese dormido. Rey, por su parte, reportaba la habitual sensación de vacío de estos casos. Pero seguía en pie. Siempre seguiría en pie. Sus dedos tamborileaban en el volante. Pensaba en su curriculum vitae. En que tendría que actualizarlo. Llueve y escampa, después de todo. En el asiento de atrás venía Vicente en polvo.

Bajaron del auto y Sandra abrió la puerta para sacarlo.

—Reinaldo —dijo abriendo y tapándose la boca.

—Dime.

—Tu padre.

—Qué pasa con mi padre.

—Lo hizo otra vez.

—¿A qué te refieres?

—Mira.

—Dónde.

Sandra le señaló y Reinaldo se asomó por la ventana. Una garrafa de plástico que en algún momento contuvo cloro o lejía, reposaba oronda en el piso, detrás del asiento del conductor, junto a la damajuana de vino chileno con el fondo tejido, ambas repletas de agua. Se miraron. En un mismo espasmo, Sandra sonrió y estuvo a punto de llorar otra vez. Se secó con el pañuelo. Luego sacó a Vicente en su jarra y cerró la puerta. Reinaldo conectó la alarma. Se estrecharon. Ella le terció el brazo por la espalda. Después toparon sus sienes.

Sandra subió con Vicente. Reinaldo cruzó la calle. Entró a la fuente de soda y se sentó en un banco de la barra. De esos circulares, de fórmica, que giran sobre un eje pesado. Pidió un café y se dio media vuelta hacia la máquina de cigarrillos. Él, que ni bebía ni fumaba.

—No funciona —dijo el hombre de al lado—. Tiene que pedirlos.

—El hombre de al lado olía a sudor ácido. Tenía la voz muy ronca y acento hispano. Fumaba un habano deshilachado que parecía haber estallado en la punta. Bebía una jarra de cerveza.

—Qué marca —dijo el hombre de la barra.

El hombre de la barra tenía acento portugués.

Rey sacudió la cabeza y cerró los ojos.

—¿Marlboro, Belmont o Kent?

—Sí, sí —dijo Reinaldo desdeñoso. Su vista hizo una maroma en el aire.

—Puso una pastilla de sacarina en el café. Sin complicarse más, el hombre de la barra le dio una cajetilla de Kent.

—Usted —dijo el hombre de al lado.

Reinaldo abrió la cajetilla y sacó un cigarrillo. El hombre de la barra le alargó un yesquero.

—¿No es el hijo del señor..?

—¿Cómo dice?

—¿Su padre no es el señor del edificio de enfrente? Los he visto juntos

Rey volteó a mirarlo y le pareció conocido. Al menos reconoció su defecto. Tenía un brazo flaquito, como atrofiado. No tenía mano y de la punta le salían una especie de deditos. Dos y un tercero más chiquito.

—Sí, creo que sí.

Tenía los dientes marrones. Lo había visto cargando bolsas o cuidando carros frente al supermercado.

—Es mi amigo, ¿sabe? Su padre es amigo mío. No sé cómo se llama pero lo es. Es una buena persona.

El hombre chupó el tabaco. El humo le achinó los ojos. Tenía ceniza acumulada. La golpeó con un dedo sobre el cubo de basura. Un ascua cayó del tabaco a la barra.

—Gente como él sabe cuán cerca estamos del fin —dijo resoplando el ascua hacia el piso. Reinaldo no entendió. Volteó intrigado a mirarlo. Tenía un círculo de cabellos truncos en la tonsura, como si se los arrancara.

—Su padre es un hombre preparado. Sabe muchas cosas.

—¿A qué se refiere?

—¿No le ha contado?

—No me ha contado qué.

—¿No le ha contado de la catastrofe que se avecina?

—No, no lo ha hecho.

Reinaldo miraba al hombre y miraba el mostrador sucio de café, de boronillas y de sobras. Los vasos contribuían con círculos líquidos. También había azúcar esparcida. Las moscas venían a posarse en los residuos. Estaban a sus anchas. Volaban en corto y volvían a relamerse las sobras.

—¿No le ha contado de la guerra que viene?

—No, no sé de qué me habla.

Reinaldo vio como el hombre de la barra limpiaba los residuos con un trapo inmundo. Ya no había sobras. Sólo olor a trapo. Le resultaba imposible saber qué era peor.

—Su padre dice que las naciones batallarán y el planeta colapsará.

El tabaco hizo el amago de apagarse y el hombre comenzó a chuparlo repetidamente.

—Pero lo que nos va a aniquilar es la escasez de agua —dijo observándole la punta—. Porque va a estar contaminada. Su padre dice que el agua valdrá más que el oro. Que nos mataremos por ella. Por eso hay que juntarla.

El hombre sacudió el tabaco para espantar una mosca que se la había parado en el bracito. El insecto volvió a posarse en la barra. Debió extrañar los residuos. El hombre volvió a chupar el cigarro.

—Su viejo se las trae. Pienso que si no lo escuchamos nos pesará. Yo quiero ver a los que atesoran fortuna, a los que tienen dinero, bebiéndose sus papeles verdes y sus medallas de níquel en aquel apocalipsis. Regando las hortalizas con sus gruesas chequeras.

Dio un jalón largo y le entró un ataque de hipo. Se pegó unos golpes en el pecho y bebió un buen trago de cerveza caliente.

—Conclusión, hay que juntar agua, muchacho.

Tosió. Bebió otro trago de cerveza y se espantó otra mosca, esta vez de la cara.

—Y cuide a su padre. El mundo se ha trastocado de tal forma que persigue justo a quien lo quiere salvar.

Reinaldo no contestó. Supo que era el momento de salir de allí. Pagó el café, los cigarrillos y una cerveza fría a quien había sido su interlocutor. Dos moscas grandes zumbaron persiguiéndose la una a la otra. Hacían un sonido eléctrico. Reinaldo las vio. Nunca supo si peleaban o hacían el amor.


EL MINOTAURO

Alguien tocaba con insistencia el timbre. Habíamos amanecido en su apartamento y dormíamos con la boca abierta. Lo evidenciaban dos pozos de saliva a lado y lado de la almohada. Llegamos bebidos y encontramos su puesto ocupado por un Lada blanco. Era muy de madrugada. Veníamos cantando el «Miserere» y bebiendo Jack Daniel’s como locos.

Yo quise vaciarle los cauchos, orinarle las puertas, pero ella me lo impidió. No dijo por qué, tan sólo me lo impidió, y yo no quise echar a perder el momento. Así que dejamos el carro trancando el Lada blanco, y ahora sonaba con insistencia el timbre.

Al revés de todo el mundo, estábamos casados pero no vivíamos juntos. No funcionaba. Nos amábamos, pero no parecía funcionar por el momento. Al menos en la convivencia. En la cosa menuda. Ella sentía que la esclavizaba. Yo, que no me atendía lo suficiente. A mí me atraía comer en la cama con una bandeja viendo televisión. A ella también, pero no le agradaba traerla. Esperaba que lo hiciéramos los dos. Que nos alternásemos. No le gustaba que dejara las medias en el piso, que fuese haciendo una torre de ropa en la silla del cuarto. Debía ponerla en la cesta de ropa sucia. Le sacaba de quicio encontrar toallas en la cama, vasos en el cuarto o que por descuido dejase la puerta de la nevera abierta.

Tanto o más que a mí la agobiaba el día a día. Las diligencias, los imprevistos, el trabajo. No era capaz de sobreponerse a los avatares de la rutina como lo hacen, como tenemos que hacerlo todos. Esto la desbordaba, le provocaba un terrible mal humor que, consecuentemente, la llevaba a dejar crecer montañas de trastos sucios en el fregadero. Una sartén llena de aceite quemado podía pasar días en una hornilla de la cocina, y uno iba apreciando los sórdidos cambios de matices, la oxidación. Toda una gama de tierras y ocres mutando sobre los apenas reconocibles residuos de carne y cebolla, sumidos en una solución larvaria y espumosa.

De modo que vivíamos separados. No queríamos ver recrudecer esas diabólicas maromas de pesquisas mutuas donde todos pierden. Así que unas veces ella se quedaba en mi apartamento y otras yo me quedaba en el de ella.

Pero alguien tocaba con insistencia el timbre.

Por fin se levantó y cogió el intercomunicador. Habló unos instantes y volvió a la cama. Se metió bajo las sábanas, me abrazó y maulló.

—Deberías bajar tú —dijo encogiéndose de espalda a mi pecho—. Es el viejo del 3B. El polaco. Sabe que soy una mujer sola y siempre estaciona uno de sus carros en mi puesto. El Lada es uno. Después forma un escándalo cuando lo tranco. Le he pedido que no lo haga, pero no me hace caso. No le hace caso a nadie.

Volvió a emitir un mínimo maullido.

Inmediatamente se quedó dormida. Estaba tan agotada que durmió uno de esos largos sueños que duran dos segundos. No recordaba si habíamos hecho el amor. Habíamos bebido demasiado.

«Hueles a nosotros», susurró. Y me sacó de dudas.

De repente sonó un gran pedo. Un gran pedo de estómago estragado. Los suyos olían a Frangelico. Los míos a ginebra, solíamos decir. Sonrió sin abrir los ojos. Nos abrazamos. Nunca hasta ahora soporté dormir abrazado. Una intranquilidad, una angustia, un desagrado me asaltó cada vez que lo intenté. Con ella era distinto. Estábamos desnudos y era divino el contacto de su cuerpo.

Sin llegar a abrir los ojos me contó más cosas del vecino. Que no pagaba el condominio y que mandaba al carajo al que le fuera a cobrar. Que el condominio había decidido poner su nombre en la cartelera con la palabra «moroso» y el monto que adeudaba para avergonzarlo, pero el fulano tan campante fue, rompió el vidrio, quitó el letrero y nadie volvió a meterse con él.

Como pude me levanté y me puse los jeans. Me dolía estruendosamente la cabeza y no me la podía cortar. Estaba despeinado y tenía la boca amarga. Seca. Fui al baño, vomité y volví al cuarto. Otra vez tocaban con insistencia el timbre. Me aseguré la correa y miré a mi mujer. Tenía los ojos cerrados y sonreía. Antes de ponerme la camisa fui a la nevera, saqué una lata de soda y me la bajé completa.

Volvió a sonar, esta vez groseramente.

Regresé a la habitación y allí estaba ella, acurrucada bajo las sábanas. La contemplé. Era tan hermosa. Era la mujer más bella que había visto, y era mía. Totalmente mía. Sólo que las cosas no funcionaban. Aún. Pero era mi medida. Mi costado. Yo era un tipo con suerte. El consentido de allá Arriba.

Me arrodillé para observarla de cerca y me sentí el Minotauro de Picasso inclinado ante su dama de algodón blanco. Era un ser afortunado. Quizás con el tiempo nos apaciguásemos y pudiésemos vivir juntos. Quizás. Por ahora no. No era el momento. Nos hervían las venas. Éramos, decían los amigos, demasiado líberos, autosuficientes. Pero nos amábamos como perros. Nos habíamos descubierto y era para siempre. No teníamos pasado. Habíamos abolido los recuerdos. Sólo estábamos yo y ella. Ella y yo.

No me quedaba más remedio que bajar a mover el carro. Estaba mareado, enratonado, derruido esa mañana. Si el polaco deseaba vérselas conmigo me pesaría. Estaba en franca desventaja. Pero no quedaba más remedio que ir. Agarré las llaves y salí del apartamento.

El ascensor no funcionaba y tuve que bajar una escalera para tomar el impar. Como a los seis meses llegó. Me recosté de la pared metálica, pisé el botón de PB y esperé. Porque el aparato paraba y abría y cerraba sus puertas, supe que entraba gente en varios pisos. No tenía fuerzas para abrir los ojos. Sentía escalofríos. La luz me mataba. El suelo me atraía. Por fin llegamos a planta baja. La gente salió primero. Yo salí de último. Caminé hacia la reja que daba al estacionamiento y la abrí. Ahí estaba plantado el polaco. No lo conocía, pero ahí estaba el polaco esperándome. Seguro. Ése era el tipo.

Le pasé por un lado y no dije nada. Al ver que metía las llaves en la puerta del carro, vino directo hacia mí graznando, pero como un ave de corral. No dije nada. Terminé de abrir la puerta y tomé asiento. Encendí el carro y puse el aire acondicionado. Seguido de un caluroso vaho salió un olor repelente, como a detritus. Había que cambiar el filtro. Después comenzó a enfriar.

El polaco gritaba cosas del lado afuera del vidrio. La ráfaga de aire fresco me daba en el rostro y me hacía bien. Tuve ganas de reír y lo hice. Entreabrí la puerta y escuché clara la voz del personaje insultándome. Lo miré de frente, cerré los ojos y sonreí. Los pantalones le comenzaban en el tórax y unos pelos blancos le salían como setos por los huecos de la nariz. No era más que un pobre viejo maniático, escapado de los astilleros de Gdánsk antes de que Lech Walesa fuese Lech Walesa. La jornada de dieciséis horas, una madre posesiva y una esposa frígida lo habrían enloquecido.

Lo miré detenidamente a través del vidrio. Me dieron asco sus ojos azules de muñeca. Una estentórea vena se le marcaba en la frente y la cara se le enrojecía cada vez más. Parecía un murciélago. Un troll. La nariz ganchuda competía con la vena que tomaba aspecto de várice.

Empezó a llegar gente al estacionamiento. A cada uno de sus gritos aparecían dos o tres personas más. De pronto me sentí en el circo, cercado por los leones. La situación era insólita. El viejo te ocupa el puesto y luego te agrede porque lo trancas.

Una niña se acercó para verme. Me vio.

«No es la señora», dijo. «Es un señor».

En ese momento el polaco puso las manos en el borde de la puerta entreabierta y gritó más duro. Estaba fuera de sí. Entendí por qué le temían. Me miró encarnizadamente y, haciendo acopio de todo su odio, me lanzó un violento escupitajo por encima de la puerta.

Una baba espesa me chorreó desde el pelo por la frente hasta un ojo.

«Lo escupió», dijo la niña.

Volví a sonreír e instintivamente, de manera refleja, halé la puerta hacia mí con toda la fuerza de que fui capaz. Escuché un sonido que no existe. Como el triturar de arvejas. Pero no eran arvejas. Ni almendras ni avellanas ni macadamias, sino sus preciados dedos. Desde dentro los vi crisparse de dolor.

El viejo abrió empecinadamente los ojos. Constaté cómo salía todo el odio de su cuerpo. Lo miré vaciarse. Diluirse. No sabía si alegrarme o condolerme. Nunca había visto a un hombre espicharse así. Abrí de nuevo la puerta y salí del auto. El hombre se retorcía de dolor con la boca abierta y destemplada. Se le había retirado la sangre del rostro pero no profería un solo sonido. Sus manos parecían dos bandoneoncitos. En ese momento lo agarré por la pechera y comencé a decirle todo lo que pensaban de él los vecinos. Los mansos vecinos.

Inicié una monserga sensata, prudente, civilizatoria, pero paré. Inmediatamente paré. Me sentí un Oliver Cromwell de pacotilla. Un redentor de utilería. Callé. De eso hay demasiado en nuestra historia. Me limité a sacar las llaves de su bolsillo, a mover su carro de nuestro puesto y a estacionar nuestro auto. Después me abrí paso entre la concurrencia.

Llamé el ascensor y entré en él. No me sentía mejor. Tenía una piedra en la cabeza, un vacío en el estómago y me temblaba el pulso. Debía moderar la bebida. No descoserme. Por fortuna arriba me esperaba mi amor. Tenía el cabello suelto y recién teñido. Era tan bella. Tan mía. Entré y fui hasta el cuarto. Me arrodillé de nuevo en la cama para contemplarla de cerca. Parecía una mantis religiosa.

—Señor —me dije—, qué consentido me tienes.

La besé muy quedamente en los labios y ella sonrió y se desperezó como una gata. Era como estar en Venecia. Como despertar y continuar soñando.

—¿Moviste el carro? —preguntó en un susurro.

—Umjú —respondí ya sin ropa, posándome, sin hacer peso, a un lado de su cuerpo. Como quien levita.

Otra vez estaba al borde de su belleza.

—Hazme mimitos —suspiró.

Me pasó los dos brazos por el cuello.

—Dame mi merecido —ronroneó.

Yo era un hombre afortunado.









Comentarios

Entradas populares de este blog

MEMORIAS DE UNA PULGA. Capítulo II

El Fantasma de la Caballero. Por Norberto José Olivar

UNA AVENTURA LITERARIA. Por Roberto Bolaño