Doble Shandy. Por Enrique Vila-Matas


Doble shandy.
(Prefacio a Artistas sin obras)

“No puede ser que se llame Diómedes!!! Pero parece haber entendido lo esencial: la idea de la muerte del autor (Barthes, Foucault) y la otra, la de toda la vida, la de las almas gemelas a causa de tanta amistad”
Jordi Llovet

En el invierno de 1970, el rotundo desembarco de Jacques Vaché (1896-1919) en Barcelona no pudo ser más oportuno. La ciudad se hallaba sumida en una de las etapas más siniestras del franquismo y se hacía necesario que algo rompiera la abrumadora inercia, la monotonía gris de las calles de los represores. Y la publicación, en la recién fundada editorial Anagrama, de un cuaderno azul con las Cartas de guerra de Vaché, fue una providencial y decisiva nota de alegría, aire completamente fresco y diferente, al menos para mí. El cuaderno, que contenía las cartas junto a cuatro ensayos de André Breton, cayó sobre mi vida con la misma contundencia, por ejemplo, que lo hiciera sobre París la piedra volcánica de la que hablaba Artaud en su libro sobre Van Gogh: “Pero una de las noches de las que hablo, ¿no cayó en el boulevard de la Madeleine, en la esquina de la rue de Mathurins, una enorme piedra blanca como surgida de una reciente erupción volcánica del volcán Popocatepetl?”

El aerolito-Vaché, piedra volcánica y filosofal a la vez, me dejó fascinado y pasé a no poder dar un solo paso sin hablar de aquel escritor de Nantes a mis amistades, o sin citar con admiración su suicidio en el Hôtel de France de su ciudad natal, o sin referirme a algunas de las cuatro cartas antibélicas que le había enviado a Breton.

-Me visto de militar y derroto a los alemanes -decía yo a veces con el propósito de citar alguna de las frases irónicas de sus cartas.

Me convertí en lo más parecido a Vaché que podía verse en medio de la grisura de la terrorífica Barcelona. Y es que me había de inmediato llegado al alma su sorprendente biografía literaria, exigua, pero sin duda más completa que la mía, que no había escrito ni publicado nada hasta entonces. Me sorprendió descubrir que, a pesar de no tener obra, el autor de aquellas cuatro cartas de guerra aparecía nada menos que en todo un diccionario de la Historia de la Literatura francesa: “Jacques Vaché (1896-1919) no ha dejado obra, a excepción de sus cartas y dibujos dirigidos a Louis Aragon, Théodore Fraenkel y, sobre todo, André Breton durante la I Guerra Mundial, y de los que éste publicó una selección, con el título Cartas de guerra (1919)”.

Así que las cosas eran más fáciles de lo que yo creía. Al parecer, no era necesario tener obra para entrar en la historia literaria. Retuve ese dato y durante un tiempo me dejé guiar por mi oscura tendencia a la holgazanería y me propuse ser yo también un artista sin obras. Por eso elegí como modelo vital a Vaché, pero también, de pasada, a Marcel Duchamp, que me parecía otro ejemplo muy interesante de la ley del mínimo esfuerzo.

En fin, que decidí que mi vida sería mi propia obra de arte. La verdad es que durante un tiempo logré ser un modelo, elegante y hasta admirable, de artista sin obras. No producía nada, pero notaba que todo el mundo me conocía en Barcelona. Mi arte principal era el paseo crepuscular y tomar el sol al mediodía en las terrazas de una ciudad a la que hasta sabía encontrarle los infinitos matices del gris. Leía sobre todo a Jacques Rigaut (que llegó también en otro cuaderno azul de aquella colección que tuvo una existencia que algunos habríamos deseado que se prolongara más en el tiempo), un artista sin demasiadas obras, pues, al igual que Vaché, también se había suicidado pronto, aunque en su caso nos había dejado su inestimable Historia General del Suicidio.

-Vous êtes tous de poètes et moi je suis du côté de la mort –decía a veces en radical y sombrío homenaje a Rigaut.

Fue durante un tiempo mi frase preferida. Despreciaba la actividad de los poetas y sentía la llamada profunda del silencio. Sin embargo, por aquellos días, acudí a un homenaje que le hacían en la Universidad a uno de los grandes poetas en lengua catalana del siglo veinte, J.V. Foix. Su obra podía resumirse así: “Quien no es sonámbulo, / no es poeta”. Creo que era uno de los pocos poetas que soportaba yo en aquellos días. Se trataba de alguien que había sido toda la vida pastelero (había heredado el negocio familiar) y poeta a la vez. Si esa extraña combinación ya era de por sí todo un misterio, más acabó siéndolo el que el poeta, nacido en 1893, anunciara en aquel homenaje que pronto iba a dejar de escribir, que deseaba dar por clausurada la obra. Eso aún me intrigó mucho más que su doble vida de pastelero y poeta, pues en el fondo de los fondos yo pensaba en algún día atreverme a escribir, y aquella decisión de renunciar a lo que yo más secretamente ambicionaba me dejó desconcertado. Fue uno de mis primeros contactos con la cuestión enigmática de los que han terminado la obra y continúan, tan tranquilos, con su vida.

-Vous êtes tous de poètes et moi je suis du côté de la mort -seguí diciendo por un tiempo.

Hasta que un día comencé a tener nostalgia de la obra no realizada. Entonces todo se complicó inmensamente. Corría el año de 1973 y, ante la irrupción violenta de aquella melancolía, escribí (en el norte de África, donde estaba cumpliendo mi servicio militar más que obligatorio) una novela breve con un cierto aire de carta de guerra, a lo Vaché. Escribir esa pequeña obra africana representó el final de mi relación con el mundo de los que no escriben, un mundo que en cualquier caso no perdí nunca de vista y que luego, treinta años después, cuajaría al reaparecer con fuerza en mi libro Bartleby y compañía.

Entonces apenas lo sabía, pero la perspectiva de ahora me permite verlo, me permite saber con claridad que en mi vida han chocado al menos dos tensiones siempre: afán de protagonismo conviviendo con una contradictoria pulsión radical hacia la discreción; la necesidad de estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de escribir, pero a la vez la de dejar de hacerlo, y hasta de olvidarme de mi obra. Todo esto ha guiado mis pasos obsesivamente en los últimos tiempos: esa contradicción entre querer continuar escribiendo y desear dejarlo. Ser el activo Picasso y producir todo el tiempo, pero también ser el inactivo Duchamp, y prodigarme lo menos posible, y hasta quitarme de en medio, como Rigaut y Vaché, artistas sin obra. Hablar mucho, como mi padre, y a la vez conocer las sabias pautas del silencio, como mi madre. Dos posibilidades de las que ya habló Kafka: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Y en realidad suscribir aquello que decía Walt Whitman: "¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo". En esa frase el poeta habría encontrado una manera como otra de tomar posiciones ante la vida; una forma de tener, como mínimo, dos versiones de un mismo tema: él mismo. Por eso a veces en relación con todo esto, cito al gato de Schrödinger, que encarna la paradoja cuántica de estar vivo y muerto a la vez.

De máquinas solteras como Vaché, Rigaut y Duchamp se poblaría, unos pocos años después, mi Historia abreviada de la literatura portátil, que era básicamente la historia de la conspiración en los años veinte de los shandys (*), además de una instigación a la conversión de la vida propia en un arte. La sorpresa me llegó el día en que, doce años después de publicar esa Historia abreviada, un amigo de Barcelona me informó de que había aparecido en Francia un libro que era, sin rodeo alguno, directamente shandy. Me acordaré siempre (está perfectamente documentado en mi diario) del momento y del lugar en que me lo dijo. Fue el 18 de diciembre de 1997 en la librería Laie, de Barcelona. Me anotó en un papelito el título de la obra y el del autor. El autor se llamaba Jean-Yves Jouannais.

-Debes saber que en París hay un shandy de verdad –dijo. Y dándose media vuelta, se fue corriendo.

¿Quería decir que no era acaso yo un shandy auténtico? A las pocos semanas, en marzo del 98, compraba en París Artistes sans oeuvres. I Would prefer not to. Y esa misma noche lo leía de un tirón en el horrible Hôtel de la Bourse. El libro manejaba una amplia lista de dandys o elegantes creadores que habían optado por la no-creación, personas que habían realizado obras para sí mismos en lugar de hacerlas para la lógica industrial. Allí estaban de entrada Vaché y Duchamp encabezando una amplia sucesión de artistas sin obras. Todos eran dandys y al mismo tiempo todos eran completamente shandys. Mi propia sombra cruzaba en cierto momento por el libro, pues mi conspiración aparecía citada en ella. Pero había algo raro. Jouannais había incluido en la lista de mis conjurados a un shandy que yo no conocía: “Una improbable sociedad secreta, que de hecho es una comunidad del espíritu, reúne a artistas tales como Marcel Duchamp, Walter Benjamín, Aleister Crowley, Francis Picabia, Blaise Cendrars, Max Ernst, Félicien Marboeuf, Scott Fitzgerald, Valery Larbaud, George Antheil, Erik Satie, y muchos más de la misma especie”.

¿Quién era aquel Félicien Marboeuf, tan impunemente incorporado por Jouannais a mi sociedad secreta? Pronto supe que era el “más grande de entre los escritores que no han escrito nunca nada”, el autor de una serie de magníficas novelas no escritas. Por aquellos días, no conocía yo todavía ciertas ventajas de los buscadores google de internet y no me resultaba tan fácil como ahora averiguar si Marboeuf había sido un personaje real. Recuerdo que lo busqué, primero, en las biografías de Flaubert, pues me había quedado grabado el episodio que narraba Jouannais acerca de la visita que hiciera el autor de Madame Bovary a la casa de los padres de Félicien, buenos amigos suyos. El joven Félicien, que tenía entonces 17 años, lo había pasado mal durante esa visita porque Flaubert apenas se había dignado dirigirle la palabra. Y el pobre Félicien había pensado desde entonces que él no era más que una sombra, un mueble del comedor en el que sus padres habían recibido al gran Flaubert. Todo aquello del joven-mueble me llegó al alma y años después traería consecuencias cuando me ocupé de la biografía de Clement Cadou, pero no quiero adelantar acontecimientos.

No encontré referencias a Marboeuf por ninguna parte, salvo en una. No había duda alguna de que “el más grande de entre los escritores que no escribieron nunca” era ciudadano de honor de Glooscap, lugar situado en algún punto de la costa de Canadá. “Yo soy los suburbios de una ciudad que no existe”, decía Pessoa. El arquitecto de Glooscap parecía haberse aplicado a esta labor. El creador de toda esa ciudad ficticia, Alain Bublex, llevaba más de una década realizando sobre su espacio urbano mapas (de distintas épocas), pinturas de personajes famosos, cartas postales, libros, creando su historia y costumbres, su geografía, sus habitantes, su mitología y su arquitectura, en fin, todo tipo de documentos.

Así que mi shandy Marboeuf era nada menos que el ciudadano de honor y el mejor escritor (no habiendo escrito nada) de Glooscap, la ciudad del arquitecto Bublex. Pensé que la vida, a veces, se nos complica mucho cuando menos lo deseamos.

Marboeuf –como Vaché, como Armand Robin, como Arthur Cravan, como Firmin Quintrat, como todos los otros artistas sin obra- había tenido, a pesar de no producir nada, una influencia destacada en sus compañeros artísticos de generación. Me recordó de inmediato a Pepín Bello, hombre que sólo es conocido en España y que es un gran escritor sin haber escrito nunca nada; fue inspirador de la “generación del 27” y amigo de Dalí, Buñuel y García Lorca, a quien regaló muchas ideas artísticas.

Pepín Bello, que es un personaje casi inverosímil, ha cumplido estos días ya 102 años y es alguien que en el Madrid nocturno de hoy en día toma todavía sus tres whiskys en altas horas de la madrugada y, aunque sigue sin escribir nada, continúa influyendo en las jóvenes generaciones españolas. Es un maestro de la discreción y de la influencia imperceptible. Un personaje de fábula, el gran consanguíneo español de Marboeuf. Lo incluí, años después en Bartleby y compañía y, según me han dicho, el bueno de Bello, al verse en el libro, comentó su estupor ante “las cosas tan raras que se dicen aquí de alguien tan normal como yo”.

Pepín Bello, todo menos un hombre muy normal, es un artista sin obras, como Félicien Marboeuf, de quien se dice en el libro de Jouannais que tenía de la literatura una concepción tan ideal que nunca pudo concebir que un hombre, fuera el que fuera, pudiera un día tener el genio de darle forma. “En suma, fue más bien por el exceso de una ambición intelectualmente inhumana y no por falta de genio por lo que Félicien Marboeuf se precipitó en la no producción”. De hecho, su caso es el más opuesto que conozco al del poeta argentino Enrique Banchs, que carecía de cualquier concepción idealizada de la literatura y un buen día dejó de escribir para siempre porque, según insinuara Borges, sentía que tenía tanta destreza para hacerlo que eso le hacía ver a la literatura como un juego demasiado fácil.

No sé en qué momento de finales del 98 –no recuerdo demasiado bien las circunstancias- me vi de pronto enfrascado en un repentino intercambio febril de correspondencia escrita con Jean-Yves Jouannais. La primera carta la envió él, de eso estoy completamente seguro (yo no he tenido nunca muchas iniciativas en esta historia), pero no sabría decir cuando pudo empezar todo ni cómo. Lo cierto es que comenzamos a cruzarnos cartas y que en un momento determinado Jouannais me propuso crear un personaje, un artista: “Il s´agirait de nous entretenir d´un artiste, d´un ecrivain sur lequel nous serions les seuls a posséder quelques informations et dont le portrait et l´oeuvre fantasques se constrairaient au fur et à mesure de nos echanges”.

Cuando me propuso esto, lo último que se me ocurrió, por supuesto, fue decirle que prefería no hacerlo. Yo estaba ya por esos días, sin duda bajo la influencia de su libro y metido de lleno en la escritura de Bartleby y compañía, un viejo proyecto que giraba en torno al tema de los que renuncian a la escritura; un antiguo proyecto que finalmente había arrancado, en parte por el influjo precisamente de la lectura de Artistes sans oeuvres, libro que me había devuelto los deseos de explorar el misterioso asunto de los escritores que se retiran de la escritura.

Para ser más exacto, el origen de mi decisión de escribir Bartleby y compañía había que encontrarlo unos meses antes, el día en que me había sentido invadido por un profundo espanto al darme cuenta de repente en un restaurante de Barcelona de que yo hacía meses que era un escritor paralizado que llevaba mucho tiempo sin poder escribir nada. Aquel día, me dije que tal vez la causa de todo venía de lo mucho que me había impresionado el libro Artistes sans oeuvres. No sé cómo fue que en ese momento, por una casualidad muy casual, alguien en la mesa de al lado le dijo esto en francés a su mujer:

-Qui parle (dans le recit) n´est pas qui écrit (dans la vie) et qui écrit n´est pas qui est.

En ese momento lo vi todo claro. Anoté la frase (luego he sabido que era de Barthes, aunque es posible que Barthes nunca fuera Barthes, quién sabe). Anoté aquello que habían dicho en francés y comprendí en ese mismo momento que yo debía pasar a escribir transfigurándome en Jean-Yves Jouannais. Así de sencillo iba a ser todo. Y no lo quise pensar ya dos veces. Al llegar a casa, comencé a escribir Bartleby y compañía sabiendo perfectamente que quien escribía todo aquello no era el que era y tampoco era Barthes, más bien un doble shandy de Jean-Yves Jouannais.

Todo eso hizo que cuando Jouannais, ajeno a mis transformaciones, me propuso cándidamente que inventáramos un artista, tenía ya avanzada yo la redacción de Bartleby y compañía, y opté por hablarle a Jouannais de un artista que ya tenía construido desde hacía unas semanas: Clemente Cadou, un personaje que aparecía en mi libro y que había surgido a la sombra precisamente de la historia de aquel joven Marboeuf que se había sentido un mueble cuando Flaubert visitó a sus padres. De hecho, yo en Bartleby y compañía ya había escrito que “la extraña actitud del joven Cadou -nada menos que, para olvidarse de escribir, se pasó toda la vida considerándose un mueble- tiene puntos en común con la no menos extraña biografía de Félicien Marboeuf, un ágrafo del que he tenido noticia a través de Artistes sans oeuvres, un ingenioso libro de Jean-Yves Jouannais en torno al tema de los creadores que han optado por no crear”.

Con la comodidad de lo que uno no tiene necesidad de crear porque ya lo tiene hecho, le mandé a Jouannais toda la historia de Cadou explicándole que éste se diferenciaba de Marboeuf sólo en la frenética actividad artística que, a partir de los diecisiete años, había desplegado para rellenar el vacío que había dejado en él su inapelable renuncia a escribir. Y es que Cadou, a diferencia de Marboeuf, no se había limitado a verse toda su breve vida (murió joven) como un mueble, sino que, al menos, había pintado. Había pintado muebles precisamente. Esa había sido su manera de irse olvidando de que un día había querido escribir.

Todos sus cuadros tenían como protagonista absoluto un mueble, y todos llevaban el mismo enigmático y repetitivo título: Autorretrato. “Es que me siento un mueble, y los muebles, que yo sepa, no escriben”, solía excusarse Cadou cuando alguien le preguntaba por qué no era escritor, que era lo que todo el mundo había siempre pensado que él sería. Murió joven y lo único que escribió en su vida fue su propio epitafio: “Intenté sin éxito ser más muebles, pero ni eso me fue concedido. Así que he sido toda mi vida un solo mueble, lo cual, después de todo, no es poco si pensamos que lo demás es silencio”.

Cuando Jouannais recibió mi carta, dijo haber sentido una violenta emoción. Y un 6 de abril del 99 me escribió: “Le nom de Clément Cadou s´est trouvé si peu souvent cité, évoqué, depuis sa mort, en 1972, que de le voir réapparaître ainsi sous votre plume m´a causé une emotion violente, emotion qu´accompagna un frisson de honte parce que mêlée d´un certain goût morbide”.

Aquel mismo año, en verano, sabiendo que el miércoles 11 de agosto, había un importante eclipse solar, me fui a la isla de Mallorca a terminar mi libro sobre los eclipses de ciertos escritores. Me instalé en el extraño pueblo de Canyamel (nadie hablaba más que alemán en el pequeño pueblo, de modo que me sentí muy extranjero en mi propia tierra: era y es un pueblo alemán dentro de España), un bello lugar al norte de la isla, me instalé en la habitación número 11 del Hotel Canyamel Classic, frente al mar, un mar que sospechaba yo también que era alemán.

Para conseguir poner el punto final a Bartleby y compañía exactamente el mismo día del eclipse (como había intuido que se trataba de una obra infinita, tenía que acabarla algún día y el día del eclipse me pareció el más adecuado) me llevé a esa habitación número 11 los textos que más me habían acompañado a lo largo y lo ancho de la redacción de mi Bartleby: El estadio de Wimblendon, de Daniele del Giudice, los cuadernos azules de Vaché y de Rigaut y Artistes sans oeuvres. I World prefer not to de Jean-Yves Jouannais, el libro que el lector tiene ahora en sus manos y del que no debería demorar más el momento de entrar en él, de leer esa frase de Montaigne que está al comienzo de todo y que en Canyamel no llamó mi atención y que ahora curiosamente, desde hace unos meses –“orden y tranquilidad”-, rige serenamente mi vida.

De muy pocos libros –tal vez sólo de Artistas sin obras- puedo decir lo que ahora digo: que estoy seguro de que estaba destinado felizmente a encontrármelo, a leerlo, a verme inspirado decisivamente por él, y que esa influencia no fue nunca creada para el tiempo leve de un eclipse, sino para el resto de mis días.



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