Cadáver Exquisito. Por Norberto José Olivar



I




El único recuerdo que guarda mi cabeza del poeta Hesnor Rivera, se remonta a un día, no sé de qué mes, de mil novecientos ochenta y cuatro. Tenía yo veinte años y estaba en ARS Gráfica, observando cómo Lilia, una guajira larguirucha que manejaba la computadora con la pericia de un hacker, diagramaba unos poemas míos con los que pretendía convertirme, de un día para el otro, en el bardo más reputado de la ciudad. Estaba seguro por ese entonces –quién no con veinte años– de que mis musas no tenían parangón, ni en derredor ni en el pretérito local siquiera.
Era yo una especie de Juan García Madero maracucho, pero claro, aún no sabía yo quién era Juan García Madero, ni de su militancia fanática en el realismo visceral. Pero ahí estaba yo –y vean que he escrito «yo» varias veces en las pocas líneas que van–, a punto de provocar un big bang literario en esta chamuscada playa que me ha tocado por casa. En fin, les cuento que se abrió la puerta de la imprenta y el poeta Hesnor Rivera traspuso el dintel como si levitara en vez de caminar. Llegó arrebujado en un traje gris, cruzado, corte Dorsay, con un pañuelito rojo apenas asomado en el bolsillo superior izquierdo, y un escudito de oro –botón de reconocimiento por sus años de profesor– de la Universidad del Zulia, en la solapa derecha.
Se plantó frente a nosotros con aires de Virrey y nos dejó ver su sonrisa radiante y pulcra. Los dientes eran de una simetría tan perfecta que deduje que se trataba de una costosa plancha confeccionada por el señor Rafael Villalobos, el más cotizado de los técnicos dentales de El Saladillo. De seguidas, y con modos afectados, besó a Lilia en ambas manos, y le dijo, con la precisión de quién habla frente a un micrófono al aire: «mi querida Lilia, tan bella como siempre», haciendo que la pobre mujer se moteara de un rubor infantil que me hizo reír en varios días.
El poeta me saludó con una ligera reverencia, y sin cruzar una palabra más, se fue directo a la oficina del gerente general a tertuliar un rato. Luego pasaría por el súper a comprar unas cervezas y terminar recalando, de bajada a su casa, en El emporio del libro, una venta de viejo, donde podía narrar una y mil veces sus anécdotas sin que nadie bostezara ni por accidente.
No era ni muy alto ni muy bajo. Sus carnes lucían un moreno amostazado bien raro, pero en ninguna forma desagradable, de hecho, los chismes en los corrillos literarios perjuran que era uno de los ganchos más infalibles en sus periplos sureños y europeos, a la hora de los apareamientos clandestinos que con cierta regularidad se le vio acometer.
Su pelo, digamos, más blanco que negro, lo peinaba con mañosa precisión hacia atrás, dejando al descubierto unas amplísimas entradas que le daban una pinta más de filósofo que de juglar. Llevaba un bigote también repleto de canas y recortado, con meticulosidad, sobre el borde del labio superior. Recuerdo que Lilia me dijo, entre pucheros y ahogos, que le encantaban los olores del poeta, y no sé cómo no se dio cuenta de que el perfume que con tanta generosidad se aplicaba el objeto de su admiración, era la popular colonia para niños Johnson & Johnson, pero por lo visto nadie descubrió nunca el misterio de sus fragancias. Hoy, con tanto aderezamiento, cualquier narrador joven diría que el poeta Hesnor Rivera podía catalogarse como un auténtico metrosexual; porque incluso, las orejas, grandes, flácidas y vistosas, las afeitaba con un ensañamiento inhumano y maniático más allá del mero aseo corporal. Pero lo que más me impresionó, de ese fugaz encuentro, fue su voz: un barítono profundo, tenebrosa y sensual a la vez, capaz de seducir a la mujer más dura y complicada que podamos imaginar, y mandar al infierno, al mismo tiempo, a cualquiera de sus detractores –que fueron muchos– con la misma contundencia. «Voz de macho vernáculo» decía Lilia con la resignación de los amores no correspondidos o sabidos imposibles de antemano.
En cambio, hay otros que guardan muchos recuerdos del poeta. Uno de ellos es mi amigo, el escritor Milton Quero, que tuvo la cortesía de redactar un relato sensiblero y apologético sobre él, Endechas para el hombre invisible, título que recordaba a una de sus últimas publicaciones.
Este cuento fue escrito para quienes conocían al poeta; y el disfrute de sus lectura depende de cuánto se le conozca o no. Traigo esto a colación porque he notado que cuando se trabaja con personajes históricos, los autores tienden a construirlos de forma parasitaria. Asumen, a veces inconscientes, que el personaje ya existe en el imaginario o en la memoria de los lectores, por lo cual, se limitan a «humanizarlo» un poco, y, casi siempre, la operación consiste en atribuirle previsibles defectos o debilidades humanas, por aquello de que se los ve acartonados o planos, o mirados desde el lado heroico o del villano según las pasiones del que escriba. Y esto pudiera terminar por ser una maniobra demasiado mecánica y acabar dándonos un personaje igualmente «falso» o de escasa credibilidad, o, peor aún, sin ningún atractivo.
En El personaje y su modelo, Muñoz Molina afirma, después de darle montones de vueltas a todas las complicaciones y posibilidades que pueden presentarse a la hora de hacer un personaje, que el nombre es lo más importante, «el nombre», dice, «ha de contenerlo y definirlo» y augura el peor de los desastres si el nombre no se articula, refleja o representa las formas de ser y no ser del personaje. Pues menudo problema, porque los personajes históricos ya tienen nombre desde antes que el autor escriba la primera línea, así que, en esta novela el autor debe saber, suponer o deducir la personalidad que cuadre, al dedillo, con el nombre Hesnor, ¿y cómo se supone que es alguien que se llame Hesnor? Pues lo busqué en internet y nada que ver, después en algunos diccionarios de mi biblioteca y tampoco hallé alguna pista, pero mirándolo bien, este nombre parece más una errata burocrática que una fijación preconcebida de doña Hilaria Rivera; porque su padre, don Francisco Lares Granados, puntualizamos aquí con cierta incomodidad, que a pesar de que fue escritor y poeta, y un hombre de fina sensibilidad artística, nunca quiso ver de su crío. Así que menos imagino que se haya tomado la molestia de buscar o componer un nombre para alguien que más bien quería desterrar de este planeta.
Yo no sé si el Hesnor Rivera de esta novela es el mismo que mucha gente vio caminando por la ciudad, pero confieso que estoy escribiendo estas líneas para finalmente conocerlo. Y menos puede saber cuál es el verdadero, si el de aquellos o éste; seguro que ambos, muchos más y acaso ninguno. Y por supuesto, llegar a la certeza de que el personaje de esta narración encaja, a la perfección, con el nombre que aquí se le da, que es, claro está, el mismo con que se le llamó mientras vivió, y que es también con el que se le llama cuando se lee su obra, es un asunto inabarcable y, no sé hasta qué punto, le vaya la razón a lo dicho por Muñoz Molina que a mala hora tuve la fortuna de leer, porque una de las argucias más comunes –y cómodas- de los escritores al momento de confeccionar un personaje es, no sé si por pereza o por los oscuros dictámenes de la mente, elaborar versiones de sí mismo, de sus amigos o de sus vecinos. Más de eso, lo dudo.
Pero la primera noticia que tuve de Hesnor Rivera fue en mil novecientos setenta y ocho, cuando mi tío Luis Alberto, trajeado con un safari beige y zapatos de patente color vino, se apareció en casa y me dejó un ejemplar de El visitante solo. El libro estaba ilustrado por Francisco Bellorín, tenía tapas duras y una cubierta falsa que le daba una elegancia tremenda. Daba gusto acariciar el papel satinado de la tripa y cogerlo entre las manos. Después de aquel manoseo voluptuoso me eché en la cama a leerlo porfín: Atiendo de memoria al visitante/que me veo ser ciertas mañanas/del porvenir desde ahora perdido…
Pasadas ciento diecisiete páginas cerré El visitante solo emponzoñado por una extraña e inédita intranquilidad. Volví a tocar la tapa del libro imaginando que el autor no era Hesnor Rivera sino yo. Vi mi nombre impreso en aquella tipografía misteriosa y me dije, con la obstinación irrebatible de un adolescente, que sería poeta. Dicho, la perturbación que me corría por la sangre no amainó en lo más mínimo, y por el contrario, tuve que instalarme en el pequeño escritorio donde hacía mis deberes escolares y comenzar a escribir un poema que recuerdo muy extenso y, en palabras de Oscar Wilde, empelotado con la virtud de todos los vicios; y que terminé perdiendo o quemando, la verdad, no sabría precisarlo. Pero sí debo decir que antes de que mi primigenia obra poética desapareciera sin dejar rastro, se la mostré sobreponiéndome a la vergüenza, a mi profesor de Lengua y Literatura, Sixto Ferrer, a quien llamaban, si no me equivoco, «punto y coma» por una cojera congénita que no le dejaba caminar como a cualquier homo sapiens. «¡Muy bueno!» exclamó simulando un interés real en el asunto, y me auguró un puesto seguro en el parnaso nacional delante de sus otros colegas, en el salón de profesores, que voltearon a mirarme con caras de amargados y soñolientos. Me sentí puesto en evidencia y desde ese día siento un odio exacerbado por ese estúpido e impertinente cojo, por eso es que para guardar un secreto entre dos lo mejor es que el otro esté muerto.
Cogí mi poema, lo doble –las manos me temblaban– y me lo guardé en el bolsillo de mi pantalón de caqui, pero antes de que pudiera salir, el traicionero cojo me dijo, a bocajarro y tronando, que enviara el poema al diario Panorama a ver si lo publicaban en la sección de Artes y Letras, «envíalo a la atención del subdirector del periódico que es el poeta Hesnor Rivera». Al escuchar esa noticia me quedé pasmado en la puerta, ni entraba ni salía, y el aire acondicionado se estaba escapando por mi indecisión, supongo que por eso el impertinente cojo de Lengua y Literatura me hizo adiós con la mano para que entendiera que debía retirarme.
Por supuesto que hice lo que me dijo y compré el periódico, todos los días, por varios meses, hasta que entendí que mi poema jamás sería publicado y acabé por echarlo al olvido. Desde ese día también odié furibundamente a Hesnor Rivera, aunque no le conocía y quizás eso explique por qué nunca me interesó conocerlo. Era un patán que se sentía amenazado por un gurrumino de trece años. Y creo que tenía toda la razón, quizás yo habría hecho lo mismo.

Mi ópera prima fue impresa y titulada, pomposamente, Balada para una ciudad maldita, constaba de cincuenta versos libres –porque después de varios intentos no pude escribir ni un solo soneto–, y estos versos terminaron por esfumarse en la nada. Ni un solo comentario en los dos periódicos de la ciudad, apenas unas palabritas alentadoras, corteses más bien, de mis compañeros del taller literario Octavio Paz que dirigía el doctor Luis Guillermo Hernández, pero de resto nada, ni Pepa –que era mi novia de por esos días–, tuvo la delicadeza de felicitarme, fue como si hubiera insultado a todo el mundo con ese libro, digo, si es que alguien lo leyó, cosa que sé que no sucedió nunca. La gente de esta playa mugrienta seguía matándose y copulando como conejos, igual que antes y que siempre, como si yo no hubiera publicado nada. Tenía veinte años y ya era un fracasado. Los grandes hombres triunfan a los veinte: Marco Polo hizo su primer viaje a los diecisiete años, fue a llevarle un recado del Papa a Kublai Khan, quinto y último Jan del imperio mongol y el primer emperador chino de la dinastía Yuan; Darwin se embarca el Beagle a los veintidós y comienza a escribir el diario que poco después le daría fama y prestigio; Newton a los veintidós, también, desarrolla su cálculo de fluxiones. Sin ir muy lejos, Rick Porcello, de veinte años, de los Tigres de Detroit, tiró un juegazo sin hit ni carreras en apenas setenta y siete lanzamientos. Adolf Hitler, a los veinticinco, se alistó en el ejército alemán, ascendió a cabo, lo condecoraron varias veces y se ganó la Cruz de Hierro. George Bush, padre, y con este cierro la lista, le impusieron la Cruz del Vuelo Distinguido, a los veintiún añitos, por los acertados bombazos que dejó caer, a diestra y a siniestra, durante la Segunda Guerra. Y yo, a los veinte, ¿qué coño había hecho? Pues imprimir cuatro mil ejemplares de Balada para una ciudad maldita del que se vendieron ciento quince ejemplares. Pensé que si nadie lo compraba era porque nadie lo quería, así que no me iba a poner a regalarlo. Un buen día, de tantos ver los paquetes arrumados en mi cuarto, me fui al patio y los quemé. Sólo guardé una copia para mí y la enterré en el fondo de alguna gaveta, pero no consigo olvidarla, que es lo mismo que recordar que nunca, en esta vida maldita, podré ser un poeta de verdad.
Acostumbrado a esa jaqueca perenne en la que se me convirtió Balada para una ciudad maldita, saqué mi licenciatura en Letras hispánicas y ahora me dedico a dar clases de Castellano en un liceo de provincia, bueno, toda esta playa es una provincia, que tiene por epónimo al poeta Udón Pérez[1], un juglar playero del que quizás hable más adelante, lo digo así porque no estoy seguro de qué hablaré más adelante, y porque esto se me parece ya a la Perorata del apestado de don Gesualdo Bufalino, una novela de dudosa moral, y como él, puede que acabe en una simple «operación de baja lujuria» y en falsificados chismes de mí mismo.

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[1] Por cierto, el poeta Udón Pérez, a los dieciséis años estrenó, con éxito, su primera obra teatral en verso, El regreso del pirata. A los veinte fue ovacionado, estruendosamente, en el acto de instalación de la Universidad del Zulia en 1891. Y al bajar de la tarima, conoció a Delia Romero Luengo de quien se enamoró al instante. Se casaron en 1898.

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