El Entierro. Por Lord Byron
En Villa Diodati se dieron cita para celebrarse entre los placeres de la
imaginación y del cuerpo los escritores Lord Byron, Percy y Mary Shelley, así
como el médico y la amante de Byron, John Polidori y Claire Clairmont,
respectivamente. En medio de la locura del vino, el opio y la literatura de
terror, se embarcaron en una competencia: ¿Quién podía escribir la historia más
truculenta?. Mary Shelley y John Polidori salieron airosos. Byron entregó un
cuento llamado El Entierro. Nunca sintió
afecto por él. No sabemos si la razón de su odio fue por considerarlo de baja
calidad literaria o por ser responsable de una derrota ante los que él pudo
considerar aficionados literarios.
En el año de
17..., después de haber meditado algún tiempo sobre la posibilidad de viajar
por tierras ignoradas por los viajeros, partí en compañía de un amigo, a quien
me referiré como August Darvell.
Era unos
años mayor que yo, un hombre de fortuna considerable y de familia
aristocrática. Ventajas que él ni devaluaba ni estimaba gracias a su gran
capacidad. Algunas circunstancias singulares en su historia personal lo habían
convertido para mí en objeto de atención, interés y hasta de estimación, que no
disminuían ni sus modales reservados ni los ocasionales atisbos de angustia que
a veces le acercaban a la enajenación.
Yo era
todavía un joven y había empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con él era
reciente: asistimos a las mismas escuelas y universidad; más su paso por ellas
me había precedido, y él ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el
mundo, mientras yo todavía permanecía en el noviciado. Durante ese tiempo,
escuché abundantes detalles, tanto de su vida pasada como de la presente y,
aunque en estas narraciones había muchas e irreconciliables
contradicciones, podía yo inferir que él no era un ser común, sino alguien que,
aun cuando se esforzara por no ser prosaico, seguía siendo notable.
Había
trabado conocimiento con él e intenté conquistar posteriormente su amistad,
pero parecía que ésta era inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido
aparentaban para entonces o haberse extinto o concentrarse en él. Tuve
suficientes oportunidades para observar que sus sentimientos eran intensos;
pues aún cuando los podía controlar, le era imposible esconderlos por completo;
sin embargo, tenía la facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de
modo que resultaba difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su
interior; y las expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque
ligeramente, que resultaba inútil tratar de escrutar su origen.
Era
manifiesto cómo lo dominaba una angustia incurable; pero nunca pude descubrir
si era a causa de la ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno sólo
o de todos estos, o sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una
enfermedad. Existían circunstancias supuestas que habrían podido justificar su
atribución a cualquiera de estas causas; pero como antes dije, éstas eran tan
contrarias y contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.
Se supone,
generalmente, que donde hay misterio existe también la perversidad: no
sé cómo pueda ser esto, pero es un hecho que en él existía el primero aunque no
podría atestiguar los alcances de la segunda (y estaba poco dispuesto, en lo
que a él se refería, a creer en su existencia). Recibía mi proximidad con
bastante reserva; más yo era joven y difícil para el desaliento; y, con el
tiempo, tuve éxito al entablar, hasta cierto punto, ese vínculo común y esa
confianza moderada de los intereses mutuos y cotidianos que crean la comunión
de empeños, y la frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad
según las ideas de quienes utilizan esas palabras para su expresión.
Darvell
había viajado ampliamente; me dirigí a él para que me aconsejara respecto al
viaje que pretendía realizar. Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para
acompañarme; además, era una perspectiva improbable; basada en la vaga
inquietud que había observado en él y a la cual daban renovada fuerza el
entusiasmo que parecía sentir hacia tales temas y su aparente indiferencia por
todo lo que lo rodeaba muy de cerca.
Al principio
insinué mi deseo y después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo
la esperaba en alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y,
al término de los preparativos necesarios, comenzamos nuestra jornada.
Después de
viajar por varios países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el Este,
de acuerdo con nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de
estas regiones que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.
La
complexión de Darvell, que, dada su apariencia, debía haber sido en su juventud
más robusta de lo normal, estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo
atrás, sin que mediara ninguna enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tísis;
sin embargo, cada día se debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía
ni se quejaba de fatiga; no obstante, era evidente que se estaba consumiendo:
se volvía cada vez más y más taciturno e insomne y, por fin, se alteró de tan
notable manera que mi preocupación aumentó de manera proporcional al peligro
que yo consideré le amenazaba.
A nuestra
llegada a Esmirna, nos habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de
Éfeso y Sardis, de la cual intenté disuadirlo debido a su indisposición; pero
en vano: parecía existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales
que no correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un
simple viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero
no me opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía
y un cargador.
Habíamos
recorrido la mitad del camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los
contornos más fértiles de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y
deshabitada a través de los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas
chozas que aún subsisten sobre las destrozadas columnas de Diana (las paredes
sin techo de la cristiandad expulsada y la aún más reciente pero total
desolación de las mezquitas abandonadas) cuando la súbita y vertiginosa
enfermedad de mi camarada nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas
lápidas coronadas de turbantes eran el sólo indicio de que la vida humana había
morado alguna vez en ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas
horas atrás; no se podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña
siquiera, y esta "ciudad de los muertos" parecía ser el único refugio
para mi desafortunado amigo, quien se veía próximo a convertirse en su
siguiente morador.
En esta
situación, busqué por los alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más
comodidad: al contrario del aspecto usual de los cementerios orientales, los
cipreses de éste eran escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría
de las tumbas estaban derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las
más grandes y bajo de uno de los árboles más frondosos, Darvell se apoyó,
inclinándose con gran dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos
encontrarla, aunque me dispuse ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero él
deseaba que yo permaneciera con él; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro
cargador, que fumaba con gran tranquilidad, le dijo:
-Suleimán,
verbena su. (es decir, trae un poco de agua) y continuó describiéndole con gran
detalle el punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos,
algunos cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.
Dije a Darvell:
-¿Cómo supo
esto?
-Por nuestra
posición- repuso. -usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y
no podría haberlo estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.
-¡Usted ya
ha estado aquí! ¿Cómo nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar
semejante donde nadie puede permanecer un momento más sin pedir ayuda?
A esta
pregunta no recibí respuesta alguna. Mientras tanto, Suleimán regresó con el
agua y dejó al guía y a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su
sed Darvell revivió por un momento; y albergué la esperanza de que pudiese
continuar, o por lo menos regresar, y lo exhorté a intentarlo.
Él guardó
silencio. Parecía poner orden en sus pensamientos antes de esforzarse al
hablar.
-Éste es el fin de mi jornada -comenzó- y de mi vida; vine hasta aquí para
morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben
ser mis últimas palabras. ¿La cumplirá?
-Desde
luego; pero tengo mejores intenciones.
-Yo no tengo
esperanzas, ni deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.
-Espero que
no se presente la ocasión; usted se recuperará y...
-¡Silencio!,
así debe ser: prométalo.
-Sí.
-Júrelo por
lo más. -aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.
-No hay
razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mí es...
-No puedo
evitarlo, debe usted jurar.
Pronuncié el
juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que
tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.
-En el
noveno día del mes, -continuó- precisamente al mediodía (el mes que usted
guste, pero el día debe ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes
de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma
hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...
-¿Para qué?
-Ya lo verá
-¿Dice usted
que el noveno día del mes?
-El noveno.
Cuando hice
la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante
cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una
cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a
nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente.
No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos
círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y
sonrió. Habló (no sé si para sí mismo o para mí) pero las palabras sólo fueron:
-Está bien.
-¿Qué es lo
que está bien? ¿Qué quiere decir?
-No importa;
usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está
parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.
Entonces
procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su
muerte. Cuando terminó, dijo:
-¿Ve usted
esa ave?
-Desde
luego.
-¿Y la
serpiente que se estremece en su pico?
-Sin duda:
no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la
devore.
Se rió de
una manera espectral y dijo lánguidamente:
-Todavía no
es el momento.
Mientras
hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no
pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell,
por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que
había muerto.
Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante ignoto.
Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante ignoto.
Cavamos lo
más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo
que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos
bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos
rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.
Entre el
asombro y la pena, no podía derramar una lágrima.
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